3

La señorita Pierson penetró en la habitación con un recipiente lleno de glucosa.

—Es hora de otra intravenosa —anunció.

Colgó el recipiente en el poste de metal unido a la cama, y le ensartó el tubo de plástico. Merkle la contempló con interés. Todo lo de la sala le interesaba; se negaba a leer y pasaba el tiempo hablándome.

—Hoy hace una semana que le trajeron a usted —observó, mientras la enfermera metía la aguja en mi brazo.

—Fue de madrugada —le corrigió la joven—, hacia las dos.

—Cuando lo entraron, estaba más blanco que la sábana con que iba envuelto —añadió Merkle. Hizo una pausa y agregó secamente—. Naturalmente, esto no es decir mucho, considerando cómo lavan la ropa aquí.

La señorita Pierson no se dio por ofendida.

—Tal vez preferiría usted lavar las sábanas por sí mismo, señor Merkle.

El aludido movió la cabeza.

—No —rió—. Bien, por mi parte, pensé que se trataba de un fiambre.

La enfermera abrió la pequeña válvula del recipiente, y la glucosa empezó a bajar por el tubo.

—Tuvo usted mucha suerte —me confió— de que el doctor Stone estuviese todavía en el quirófano cuando usted llegó.

Efectué una pregunta con los ojos, que ella interpretó correctamente.

—El doctor Stone es uno de los mejores cirujanos de Nueva York. Había terminado una operación de emergencia, un caso privado suyo, cuando usted llegó. Y accedió a verle a usted —comprobó la caída de la glucosa y continuó—: Sí, puede dar gracias de que el doctor Stone estuviese aquí. Una verdadera casualidad.

Era la primera vez que oía hablar del doctor Stone. Aquel hombre, un desconocido, me había salvado la vida, y yo no sabía si tenía que agradecérselo o no. Quizás había tenido una buena razón para querer morir, y lo ignoraba. El doctor Stone tal vez no me había hecho ningún favor.

Merkle, durante su estancia en el hospital, había captado varios términos médicos que usaba siempre que podía.

—¿Sufría un shock muy profundo? —preguntóle a la enfermera.

La señorita Pierson le miró.

—Claro que sufría un shock. La herida ya era mala en sí, pero el shock era peor.

—Durante dos o tres días —recordó Merkle—, todo el mundo estuvo entrando y saliendo de aquí con plasma y sangre...

La enfermera no contestó y salió de la sala.

—...y haciéndole a usted transfusiones —concluyó Merkle.

Yo ya podía pensar con claridad, aunque no poseía el menor recuerdo más allá de las cuatro paredes de aquella sala. Tres días en shock al ingresar; otros tres días de sedantes y drogas; y hoy. Siete días... una semana. A todos los propósitos prácticos, a esto se reducía mi existencia. Antes de esto, nada existía. Yo contaba una semana de edad. Mi cerebro volvió a concentrarse en el día anterior. Mi nombre... ¿cómo me llamaba? Traté de recordar qué había pensado al acordarme del duque de Windsor, de Ernest Hemingway y Adlai Stevenson, pero mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada del doctor Minor.

El médico estudió seriamente el diagrama. Asintió con gravedad y me miró.

—¿Cómo se encuentra hoy? ¿Bien?

Le indiqué que sí.

—Ya veo que está disfrutando de una buena comida —murmuró, señalando la glucosa y riendo el viejo chiste del hospital.

—Sí —exclamó Merkle desde el otro lado del cuarto—, mucho alimento y buen sabor.

—Ciertamente —asintió el médico—, es glucosa de la mejor.

El médico estaba muy satisfecho por su ingenio. A mí no me hizo gracia. En realidad, no me importaba. Minor y Merkle trataban de mostrarse amables. Pero no sé si lo lograban. Podían intentarlo, bien, mas por mi parte hubiese preferido que callasen.

Apareció la señorita Pierson y Minor la llamó. Ella volvió a marcharse y regresó poco después con un tipo moreno y bajo. Tenía los hombros muy anchos y una ligera panza. Su rostro era vigilante, inquisitivo. Miró a Minor interrogativamente.

—¿Empiezo, doctor?

—Creo que sí; mas, como ya le dije, no puede hablar. No intente forzarle o tendrá que marcharse.

El hombre moreno asintió y volvió su mirada hacia mí. Me contempló impasiblemente, a cierta distancia de la cama. Durante un momento se registró los bolsillos y al fin sacó un paquete de cigarrillos. Se puso uno en la boca, aunque no lo encendió.

—Me llamo Santini —dijo finalmente—. Soy detective del Precinto Octavo. He venido a hacerle unas preguntas. El doctor dice que contestará usted mediante signos... o no. Por mí está bien. Bueno, primera pregunta: ¿sabe quién es?

«No.»

—¿Recuerda algo?

«No.»

—¿Recuerda quién le hirió?

«No.»

—¿Recuerda si se hirió usted mismo?

«No.»

—¿No recuerda dónde consiguió los mil pavos?

«No.»

No sabía que tuviera mil dólares. Sin embargo, esto explicaba ciertas cosas... Por qué gozaba de una sala casi privada, por qué un especialista como el doctor Stone accedió a realizar una operación de emergencia... Los casos gratuitos, especialmente los policíacos, no suelen recibir tal trato.

De modo que tenía mil dólares. Santini escrutaba mi rostro, intentando leer mi expresión. No leyó nada, que era precisamente lo que yo tenía que ocultar.

El detective se quitó de la boca el cigarrillo apagado, lo retorció por los extremos hasta convertirlo en un circulito, lo alisó y volvió a metérselo en la boca.

—Bueno —observó sin dirigirse a nadie en particular—, no es corriente encontrar en la calle a un fulano con la garganta rajada. Sobre todo, si sólo lleva un par de zapatos y está por lo demás tan desnudo como el día que nació.

Me miró de repente. Sus pupilas eran pardas y duras, y sus ojos estaban muy juntos. Daban la impresión de una intensa emoción, de curiosidad, crueldad y reprimida amargura.

Le devolví la mirada. Intuía una animosidad que no comprendía. El detective representaba para mí una amenaza, un peligro, y no obstante ignoraba por qué. No comprendía que mis problemas personales pudieran afectarle. Al fin y al cabo, yo era el herido; posiblemente, me había causado yo mismo la herida, en cuyo caso, no entendía por qué tenía esto que molestarle a él. Finalmente, apartó de mí la mirada y clavó los ojos en el doctor Minor.

—¿Ha visto a menudo tipos con la garganta cortada y mil dólares en un zapato, doctor? —preguntó.

Minor contempló a Santini con expresión de leve disgusto.

—No a menudo.

El detective se encogió de hombros.

—El doctor dice «no a menudo». ¿Y yo? Nunca en mi vida —volvió a concentrar en mí su atención—. Los zapatos no dicen mucho. Hemos tratado de seguirles el rastro... Caros, bien hechos, mejores que los que llevamos los polis. Pero no de artesanía. No, no de artesanía. Se venden pares iguales al cabo del año.

—¿Y las huellas dactilares? —inquirió el doctor Minor—. ¿Y la vieja cicatriz de la espalda?

—¡Ah, sí! Las huellas y la vieja cicatriz —replicó Santini, fingiendo una súbita memoria—. Bueno, hemos buscado en nuestros archivos y no hay ficha de estas huellas. Hemos consultado con el FBI y no las tienen. Ahora estamos buscando en los archivos de la Marina, el Ejército de Tierra y el de Aire, y en los buques en alta mar. Tal vez tengan algo, pero mientras tanto nos vemos precisados a esperar.

Volvió el rostro hacia mí y sus ojos se posaron agudamente en mi cara.

—Yo creo que está usted fingiendo —me espetó suavemente— y que no ha perdido la memoria. Acepto la palabra del doctor de que no puede hablar, pero no creo que no pueda recordar. Usted oculta algo.

—No lo creo así —le corrigió el doctor—. Es muy difícil fingirse amnésico con éxito.

—¿De veras? —replicó Santini con sarcasmo—. ¿Es difícil, cuando uno no habla? —se metió las manos en los bolsillos—. ¡Oh, al diablo! Si un tipo quiere largarse al otro barrio, no tengo nada que objetar. Que se muera, mientras no cause molestias. Pero si no muere, intervengo yo. Tomémoslo de otra forma: alguien le pega una cuchillada y él sabe quién fue y se niega a hablar. Entonces, yo tengo que investigar.

Comprendía el punto de vista de Santini. Pero a mí no me interesaba necesariamente ni hubiese servido de nada discutir con él.

—Naturalmente, la mujer afirma que no le había visto nunca a usted —continuó Santini pensativamente.

¿Una mujer? ¿Qué mujer? ¿A quién se refería? El detective continuaba vigilándome astutamente. Moví los labios, formulando la palabra «¿quién?»

—¿Quién? —repitió Santini—. ¿Se refiere a la mujer?

«Sí.»

—¿La que le encontró?

«Sí.»

—Bueno, la mujer se llama Hill, Bianca Hill. ¿Le recuerda algo?

«No.»

—Por lo que sabemos, una buena mujer, decente. Lo encontró sangrando en el umbral. Avisó a la policía, se sentó a su lado y mantuvo sus pulgares apretados contra su garganta, hasta que llegó la ambulancia.

Primero, pensé, el doctor Stone que cosió el corte, me salvó la vida... sin duda, por una parte de los mil dólares. Luego, una mujer llamada Hill se sentó en el umbral de su casa y apretó mi garganta con sus manos para impedir que sangrase hasta la muerte. ¿Por qué?

Por fin, Santini encendió el cigarrillo.

—Me largo —anunció—. Volveremos a vernos. Durante unos días, usted no puede ir a ninguna parte.

Aquella tarde, poco después del almuerzo, le dieron el alta a Merkle. Antes de irse me dejó escritos su nombre, señas y teléfono, rogándome que lo llamase. Una vez desapareció, la sala quedó en silencio, completamente sosegada, y no le eché de menos. Me quedé tendido en la cama, inmóvil, dejado que mi mente vagase... Había muchas cosas que recordaba, cosas que flotaban en mi cerebro, mas sin poder conectarlas con nada. Por ejemplo, sabía que me hallaba en Nueva York; conocía la Quinta Avenida, el Empire State Building, Times Square, pero no conseguía recordar si yo vivía o no en Nueva York; ni cómo conocía tales lugares.

Esta cadena de ideas me condujo eventualmente a preguntarme de nuevo mi nombre... Bing Crosby, Pablo Picasso, Charles Lindbergh, el coronel Horstman... ¡El tapón! Otra vez un tapón había cerrado mi mente. Lenta, muy lentamente, volví a repasar los nombres: Crosby, un vocalista; Picasso, pintor; Lindbergh, héroe nacional, Horstman... ¿quién era Horstman? El nombre del coronel Horstman me resultaba familiar, tanto como los otros, mas no conseguía identificarle. ¿Quién era el coronel Horstman? Sondeé la idea, abordándola directa e indirectamente, no logrando averiguar nada más. Sólo sabía que el nombre de Horstman me era muy conocido; pero ignoraba a quién pertenecía. Era como si existiera en otra dimensión, separado de mí por el tiempo, el espacio, la memoria... y el contacto. Contacto, en el sentido de comunicación, o sea que sólo podía llegar hasta él mediante otro tipo de ideas, con otra mente u otro lenguaje.

No metieron a ningún paciente en mi sala. Aquella noche volví a soñar. Con la misma sala de antes y el mismo cono de luz en el rincón. Yo estaba en el cuarto, aguardando que apareciese alguien por detrás de la luz. Un sudor frío bañaba mi frente mientras aguardaba. En mi sueño estuve al acecho toda la noche... toda la noche esperando que apareciese alguien... o algo. Pero fuese quien fuese, o lo que fuese, no apareció. Sin embargo, al despertarme aquella mañana supe que aparecería alguna vez en mi vida.