21

Me marché de casa de Bianca aquella misma noche. Rosemary Martin había sido asesinada, y por esto era lógico que abandonase aquella casa al momento. Rosemary Martin, Merkle, Santini, el doctor Minor... todas las personas que se habían cruzado en mi camino, desde que salí del hospital, no significaban nada para mí. Pero cuando llegó el momento de despedirnos, no estuve tan seguro de mis sentimientos hacia Bianca Hill, porque en ella había una generosidad que, hasta a mí, me parecía desusada. El resto del mundo, y de su gente, sólo existían para demostrar mi propia realidad. Eran sombras que pasaban todos los días por mi lado, en un mundo formado por fragmentos actuales y horas fugaces. Sólo sabía que cada hombre es un producto de toda la humanidad; la semilla sembrada por los antepasados de miles de años atrás; su presente, sus virtudes y sus vicios son el resultado de su pasado.

Yo no tenía presente porque carecía de pasado.

Pero no podía explicárselo a Bianca Hill. Ella leyó mi explicación silenciosa. Sólo se refería a Rosemary, aunque yo sentía que le debía una disculpa... porque cuándo descubrieran el cadáver de la muchacha, la policía interrogaría a Bianca, y ésta estaba enterada de mi búsqueda respecto a la difunta. Cuando le dije que me iba, se echó a llorar. Su rostro se ensombreció y no supo contener las lágrimas.

—Vic... Vic —gimió suavemente—, ¿qué hará? ¿Adónde irá? ¡La persona que antes quiso matarle volverá a intentarlo!

Le di a entender que mis atacantes desconocidos podían haberme matado ya un sinfín de veces, de haberlo querido. Al parecer, me necesitaban vivo... al menos por algún tiempo.

—Rosemary... pobre Rosemary... —murmuró después.

Toqué su brazo, en un gesto de simpatía que pensé la consolaría, y al cabo de unos instantes dejó de llorar, exclamando con súbita determinación:

—¡No creo que se suicidase!

Estaba de acuerdo con ella, aunque no se lo dije.

—¡No lo creo, Vic! —repitió.

De pronto, vi que sus ojos se nublaban con la sombra de una duda al mirarme, y comprendí que estaba pensando que yo había podido matar a Rosemary Martin. No dije nada y permití que luchara contra sus dudas. Luego, pasó su temor e intentó recobrar su compostura.

—Rosemary sabía algo que usted ha olvidado. Conocía el pasado de usted.

Asentí. La observación de Bianca era obvia.

La dejé, fui arriba a preparar mis pocos objetos personales, que metí dentro de una maleta prestada por la joven.

—Pero, ¿por qué ahora mismo? —inquirió Bianca, cuando me dispuse a partir—. Usted no puede eludirlos. Aquí estaría tan seguro como en otra parte.

Mediante el bloc, traté de darle a entender que identificarían a Rosemary Martin, y que muy pronto la policía interrogaría a Bianca respecto a la época en que ambas vivieron juntas. No deseaba enfrentarme de nuevo con las autoridades, ni verme obstaculizado por ellas o sus preguntas. Si la interrogaban respecto a mí, Bianca debía contestar que me había marchado sin decir a donde. Esto era cierto pues no tenía aún la menor idea de mi próximo destino.

Una vez estuvo de acuerdo en este detalle, formulé una última petición. Le rogué que no declarase a la policía que yo había conocido a la difunta en tiempos pasados, ni que había ido a verla al hotel. No le pedí que mintiese al respecto, puesto que sabía que Bianca era una pobre embustera. Le dije meramente que no diese espontáneamente esta información. Sabía que la policía trataría de localizarme, pero tal vez tardarían más tiempo si se les retenía la información.

Fui con la maleta hacia la puerta. Al cruzar el umbral, Bianca me llamó.

—¡Vic, si me necesita, llámeme!

—Sí —contesté roncamente.

Por un instante, su acento conmovió mi corazón.

En la Octava Avenida, cerca de la calle Cuarta, hay un hotel español llamado El Castillo. Ignoraba su existencia hasta que pasé por delante con la maleta. Era un establecimiento vetusto y rancio, con un vestíbulo de linóleo que sólo contenía unas mesas y algunas butacas. En uno de sus extremos había un largo mostrador, donde anunciaban que era también una agencia de viajes para Puerto Rico, Cuba y América del Sur. Decidí que aquel hotel estaba especializado en la importación y exportación de mano de obra nativa... para explotar a los obreros convenientemente. Si estaba acertado en mi suposición, el personal del hotel se ocuparía sólo de sus propios asuntos, de la misma manera que lo hacían los clientes, por lo que el lugar iba de acuerdo con mis propósitos. Entré.

Un conserje de mejillas chupadas, piel teñida por la ictericia, y el pelo aplastado, me habló en inglés. Me inscribí como Harold Rocks. El nombre no tenía la menor importancia, especialmente porque aboné la habitación con dos semanas de adelanto. También el cuarto era más o menos lo que esperaba; aunque, en realidad, poco importaba.

Antes de acostarme, saqué del bolsillo la postal y el recorte hallados en los bolsos de Rosemary, metí mi cartera con los quinientos dólares dentro del cabezal, y dejé el cuchillo en el suelo junto a la cama. Después, me dispuse a dormir. Lo hice rápidamente; sin embargo, hacia las dos de la madrugada me desperté.

Durante el sueño había obtenido una respuesta. Había hallado la clave al nombre que Rosemary utilizaba en el Acton-Plaza: Nell C. O'Hanstrom. Era un nombre que nadie podía tener o, al menos, usar. Sin embargo, poseía cierta lucidez, una vaga sensación que lo convertía en algo desequilibradamente lógico. Subconscientemente, descubrí todo eso, o por lo menos, estuve muy cerca del descubrimiento, por lo que lo único que me quedaba por hacer era escribir los nombres en el bloc.

Coronel Horstman

Nell C. O’Hanstrom

Si aceptaba el supuesto de que el apóstrofo de O'Hanstrom representaba una segunda O, el nombre de Nell C. O'Hanstrom era solamente un anagrama de Coronel Horstman.

Esto era iluminador, aunque ignoraba todavía quién era el tal coronel. ¿Cabía la posibilidad de que Rosemary Martin fuese Horstman? Esto era ridículo, y no logré creerlo ni esforzando terriblemente mi imaginación. Aquel nombre no le pertenecía. Esto lo sabía instintivamente, ni aun cuando Rosemary hubiese sido coronel durante la guerra en un regimiento femenino. Incluso esta extrema posibilidad quedaba eliminada por el hecho de que la muchacha era demasiado joven para haber podido servir en aquella época.

Permanecí sentado en la cama, fumando cigarrillo tras cigarrillo. En la hora que precede al amanecer, a menudo los hechos se ven mucho mejor con un razonado escrutinio y un certero examen. También es posible que entonces queden distorsionados, concediéndoseles una excesiva importancia o hinchados por la desesperación y la emoción. El nombre de Horstman no me resultaba desagradable; estaba seguro de haberle conocido en alguna época, de haber sido amigo suyo. Yo estaba ansioso por encontrarle de nuevo, por verle y conseguir su ayuda. Decidí que Rosemary Martin había utilizado su nombre en forma de anagrama porque obviamente esperaba que yo lo reconociese; era un nombre lleno de significado y buenas intenciones hacia mí, y se suponía que yo lo conocía.

Tras llegar a esta decisión, volví a tenderme. Con el sueño empezó mi pesadilla. La misma habitación larga y oscura, el mismo cono de luz en un extremo. Fuera del radio de luz, había movimiento y ciertos preparativos ignorados... como un agrupamiento de las negras sombras, mas ninguna materialización. Al despertar, tenía el cuchillo en la mano, el cuerpo bañado en sudor, y la luz del día se filtraba a raudales por la sucia ventana de la habitación.

Me desayuné en el bar de la esquina. Mientras sorbía el poco sabroso café, examiné de nuevo la postal, con su litografía barata del rascacielos neoyorquino. Estando sentado en un taburete alto, mirando atentamente la postal en colores, la luz del día se reflejaba en la imitación de mármol del mostrador, yendo a dar contra la cartulina, y observé algo que no había visto anteriormente. Casi en la parte alta de los edificios, habían hecho un agujero con un alfiler o una aguja. Seguramente hubiese resultado completamente invisible, a no ser por el rayo de luz. Me aseguré de la realidad del agujero, y de que lo habían hecho deliberadamente.

La razón de su presencia me pareció clara. Indicaba el edificio donde debía encontrar a Rosemary aquel lejano martes a las diez de la mañana. Por desgracia, no reconocí el edificio. En el pasado, Rosemary y yo debimos conocer muy bien aquella dirección, por lo que la joven sólo había necesitado aquel leve indicio para captar mi intención. Pero ahora no era para mí más que una postal en colores, con un edificio desconocido que se elevaba algo por encima de los circundantes. No tenía torres ni adornos como el Empire State Building o el Chrysler que lo distinguiera de otros. Según la postal estaba situado hacia el norte y ligeramente al oeste del Empire, aunque la distancia relativa no podía determinarse con exactitud. Me marché a una biblioteca pública, pero los planos de la ciudad no me sirvieron de ayuda, pues ignoraba el nombre del edificio y su ubicación.

Fui en Metro hacia el centro de la ciudad, saliendo en la calle Catorce. No tenía motivo para ello, salvo que ya estaba cansado de ir. en Metro. Ansiaba escapar a sus confines y al estruendo de su estructura, y decidí ir andando el resto del camino hasta mi hotel.

En la calle Doce, entre University Place y la Quinta Avenida, pasé ante un edificio viejo de seis pisos, cuya fachada estaba empañada por una pátina de humo, suciedad y herrumbre. Encima del portal había un letrero:

SE NECESITA OBRERO

EXPERTO EN METALES.

SEXTO PISO

El edificio lo ocupaban varias compañías manufactureras, una en cada planta. Un ascensor decrépito se bamboleaba en su prisión, de lado a lado, subiendo precariamente hasta arriba, donde lo dejé. El sexto piso pertenecía a la Warner Stained Glass Company, una zona cavernosa que abarcaba todo el perímetro del edificio, oscura y blanqueada por una capa de polvo granulento. Al frente, entre las ventanas, habían fabricado varios cubículos de dos metros de altura, donde se hallaban instalados tres despachos separados. El resto del piso estaba atestado de mesas de madera, y tremendos estantes para almacenar el cristal.

Un hombre, que se presentó como capataz, me abordó y me preguntó qué deseaba. Escribí que buscaba trabajo. Me dijo que se llamaba Haines y se interesó por mi experiencia... especialmente en vidrios de colores. Contesté que carecía de experiencia al respecto, pero que había trabajado de platero, y por tanto, podía calificarme debidamente como obrero de metales. Estudió el bloc que yo había utilizado para darle las respuestas y quiso saber si era un veterano de guerra. Repuse que sí. Esto le impresionó favorablemente, pues él también lo era, y evidentemente decidió que me habían herido en el frente. Lo cual era cierto, aunque no en el sentido que él creía; pero no quise desilusionarle. Haines me indicó que le siguiera al fondo de la estancia.

—Aquí sólo tenemos cuatro empleados fijos —me explicó por el camino—: un artista que realiza los dibujos, dos obreros del cristal, a los que llamamos cortadores... y un obrero metalúrgico. Yo hago un poco de todo.

Se detuvo ante un amplio banco de trabajo donde había cierto número de tiras de plomo en forma de U. El capataz eligió una pieza irregular de vidrio coloreado y me la entregó.

—Veamos si sabe soldar los cuatro lados con plomo.

En el banco había un hierro bastante caliente para su uso. No tuve ninguna dificultad en realizar la labor asignada, que era relativamente menos minuciosa que la soldadura de la plata enseñada por Bianca.

—No está mal —decidió Haines, tras una prolija inspección—. La soldadura de plomo en el vidrio requiere un poco más de precisión, pero ya la adquirirá con el tiempo.

Le indiqué que estaba seguro de ello.

Después de preguntarme por mis señas personales, le dije que me llamaba Rocks y que vivía, por el momento, en el hotel Castillo. Evidentemente, no lo conocía; lo cual me convenía. Nos estrechamos las manos y quedamos en que empezaría a trabajar en la empresa al día siguiente. Aquel trabajo me satisfacía por dos motivos: aunque poseía los quinientos dólares de la difunta Rosemary Martin, no sabía hasta cuándo tendría que durarme aquel dinero. Podía necesitarlo por razones de emergencia, y el trabajo en la Warner me ayudaría a conservarlo. Asimismo, si la policía me seguía el rastro, el hecho de trabajar hablaría en mi favor, pues demostraría que carecía de bienes con que mantenerme. En la Warner cobraría un sueldo bastante regular, mucho mejor que lo que me daba Bianca, y ello era la mejor excusa que podía ofrecer a la policía por haber dejado su casa.

Los diarios de la noche indicaban la importancia de un buen departamento publicitario. Al menos para el Acton-Plaza. Había sido encontrado el, cadáver de Rosemary Martin, correctamente identificado, a pesar de haberse inscrito bajo nombre supuesto. Según la agencia, recientemente no había trabajado, suponiéndose que estaba muy decaída. La policía llegó a la conclusión de que se había suicidado. Nada más. Breve, corto y apropiado; sin supresión de noticias, con libertad de prensa, y sin poner en apuros a la empresa del Acton-Plaza.

Yo no sabía, ni casi podía calcular, cuánta información lograría reunir la policía, o qué era lo que ya sabían. Sin embargo, estaba seguro de conocer el motivo del asesinato de Rosemary. Después de reflexionar en la situación, los hechos se me aparecían de esta manera:

Amar, o el grupo para el que trabajaba, había localizado la caja de seguridad, gracias a la carta recogida por Merkle en la redacción de la New Amsterdam Safe Box News, la noche en que asesinó a éste. Sabiendo dónde estaba la caja, necesitaba la llave. Era seguro que la había buscado incansablemente sobre mi persona la noche en que casi me degollaron, por lo que sabía que yo no la llevaba encima. Entonces, razonó que la llave estaba en posesión de Rosemary Martin, y fue en su busca. Tardó algún tiempo en localizar a la chica en el Acton-Plaza, y cuando lo hizo era demasiado tarde. Yo tenía ya la llave. Además, Rosemary Martin había sido asesinada por puro cálculo. Si bien la muerte de Merkle fue accidental, la de ella fue deliberada. Aunque Amar estuviese ya convencido de que la joven no poseía la llave, tenía buenos motivos para que yo no pudiese servirme de Rosemary una vez muerta. Por tanto, la mató.

Amar se enfrentaría conmigo en un plazo más o menos largo. Mientras tanto, yo intenté fundirme en el fondo incoloro del hotel Castillo, pasando el día en la empresa Warner y encerrándome de noche en mi cuarto. El trabajo me interesaba, y me gustaba trabajar... ganando tiempo hasta que lograse reunir más datos y convertirlos en actos. Haines me explicó los métodos usados para crear ventanas de vidrios de colores, métodos que variaban en ligeros detalles de los empleados en los siglos XIII, XIV y XV. La única diferencia estribaba en la perfección de los instrumentos.

En la empresa habían recibido un pedido de una ventana extremadamente amplia y alta, para una nueva biblioteca de Long Island. Esta ventana requeriría bastante tiempo. Al principio, un artista concibe el dibujo y lo ejecuta en una miniatura coloreada. De esta miniatura, el artista del cristal traza bocetos de tamaño natural, los cuales se transforman, a su vez, en piezas de papel pardo muy grueso, siendo éstas, en realidad, la pauta sobre la que se fabrica la ventana. El vidrio se corta sobre dichas pautas, se ensamblan los distintos fragmentos, y la soldadura se lleva a cabo con tiras de plomo sólido.

Yo había construido el marco arqueado de metal para la ventana, y nadie vendría a examinarlo, ni yo tendría que ocuparme ya del mismo, hasta que se ensamblaran todas las piezas de vidrio. En consecuencia, soldé la llave de la caja de seguridad que me había entregado Rosemary a un extremo del marco. Allí estaba a salvo, pues nadie la descubriría, y en caso necesario, yo podía quitarla cuando quisiera.

Varias noches más tarde, llamé a Bianca por teléfono. Era difícil hacerme entender sin utilizar el bloc.

—¿Verla? —repetí varias veces.

—¿Quiere verme? —inquirió ella finalmente.

—Sí.

—¿Por qué no viene?

—No.

Hubo una pausa.

—No creo que la casa esté vigilada por la policía —murmuró luego.

—No.

—Entonces, ¿hemos de encontrarnos?

—Sí.

—¿Dónde...? Oh, deje que piense.

Por fin nombró un pequeño restaurante, situado a varias travesías de su casa, y accedí en esperarla allí.

Cuando ella apareció, yo me hallaba al fondo del café, ante un velador. Parecía cansada y preocupada, aunque al verme sonrió.

—¿Cómo está?

Contesté que muy bien.

—Vino la policía —me contó—. Consiguieron mi dirección en la agencia donde trabajaba Rosemary. Me hicieron un millón de preguntas.

—¿De mí? —logré articular.

—Sí, también de usted. Les conté que había trabajado algún tiempo para mí, pero que se había cansado, marchándose. Añadí que ignoraba dónde estaba.

—Gracias.

Bianca estaba sentada, inmóvil, con un cigarrillo en la mano. Ocasionalmente, alisaba las arrugas del mantel, con un gesto nervioso que hubiese alisado valles y montañas.

—La policía me preguntó —susurró finalmente— si conocía a un tal Howard Wainwright. Cuando respondí negativamente quisieron saber si Rosemary había pronunciado alguna vez ese nombre. En realidad, no lo mencionó jamás.

La miré inquisitivamente.

—¿Wain...wright? —conseguí pronunciar.

—Sí, Wainwright. Por lo visto, se trata de un corredor de bolsa bastante acaudalado, o algo por el estilo, que vive por Wall Street. Según las apariencias, Rosemary tenía con él frecuentes tratos.

En el fondo de mi mente iba repitiendo aquel nombre: Wainwright... Wainwright... Wainwright...

—Bien —prosiguió ella—, la policía deseaba interrogar a Wainwright y hallaron que su oficina estaba cerrada. Había desaparecido y nadie sabía dónde estaba ni dónde está ahora.

Comprendí que la información referente a Wainwright era importante. Y deseaba saber algo más. Sin embargo, no conseguí localizar el nombre, aunque lo reconocía. Era una lástima que no pudiese volver a servirme de Delton, mas no podía tentar a la suerte. Estaba convencido de que el detective callaría respecto a sus actividades dedicadas a localizar a Rosemary Martin en el Acton-Plaza. Naturalmente, ignoraba mi nombre, aunque podría identificarme fácilmente debido a mi voz. No creía que Delton se presentase voluntariamente a la policía, y existía la posibilidad de que, a menos de que ésta se cruzara en su camino, no se enterase del asesinato, debido a que los periódicos apenas si habían dado publicidad a la noticia.

Decidí investigar lo de Wainwright mediante otro sistema.

Bianca abrió su bolso y se miró en un espejito de mano.

—¿Cómo está... —preguntó sin levantar la vista— cómo está de dinero?

Le aseguré que tenía suficiente.

Cerró el bolso y se puso de pie. Aunque la seguí hasta la salida, dejé que se marchase sola, como precaución por si vigilaba la policía.

—Llámeme otra vez, Vic —me suplicó—. Llámeme cuando quiera.

Contesté que sí, que la llamaría.

Cuando se hubo ido, fumé otro cigarrillo. Continuaba reflexionando sobre todo el asunto: me habían cortado la garganta; Rosemary Martin había sido asesinada; un corredor de bolsa llamado Wainwright había desaparecido. Todo esto no era una simple coincidencia, sino que los tres hechos se relacionaban entre sí. En mi cerebro leí la palabra árabe Jashs, que significa burro. Mi propio sentido común pregonaba que yo era un asno. Claro que existía una relación: ¡Pacific, Martin, Wainwright! Merkle fue un peón sin importancia, atrapado por casualidad. Pero Wainwright... De repente, recordé el nombre. Claro que tenía importancia. ¡Tenía que averiguar mucho más sobre aquel sujeto!