29
El edificio de Wall Street era elevado y muy estrecho. El vestíbulo, con una tabaquería a un lado, se extendía por un costado de la construcción, como un pasillo de mármol, hasta los dos ascensores.
En el tablero de ocupantes localicé el despacho de Wainwright; estaba en el piso decimoprimero. Cuando descendió uno de los ascensores, entré y aguardé para ver qué pasaría.
—¡Señor Wainwright! —me saludó amablemente el ascensorista, un hombre ya de cierta edad—. ¡qué alegría volver a verle!
—Sss...í —mi garganta estaba extraordinariamente prieta y pronuncié aquel monosílabo con más dificultades que en otras ocasiones. Dentro del ascensor, mi voz sonó gutural y dura—. S...iiií —repetí.
El viejo no pareció fijarse en la cualidad de mi voz.
—Ha estado usted fuera bastante tiempo. ¿Un buen viaje, señor? —me preguntó.
—No. Enfermo —contesté.
En el piso decimotercero, hallé el despacho al fondo del edificio. No tenía la llave, pero sí mi palanqueta y no vacilé en utilizarla. Ya en el interior, no recordé haber visto jamás aquel despacho, mas en calidad de Howard Wainwright debí de haber pasado allí mucho tiempo. Miré a mi alrededor con gran curiosidad, y vi sólo dos habitaciones: una recepción-secretaría, y un despacho muy amplio. El mueblario era excelente, dando la sensación de dinero y buen gusto... una estupenda combinación para un consejero en inversiones.
No tardé en descubrir que todos los libros y las carpetas se los habían llevado, así como los archivos de la correspondencia. Me senté en mi escritorio, intentando rememorar alguna sensación del pasado, algún recuerdo. Me pregunté si Horstman habría estado alguna vez en aquel despacho. Tal vez me hubiese visitado muchas veces y por esto recordaba yo su nombre. Esta idea se convirtió en una convicción, aunque no en un recuerdo, y empecé a pensar en la manera de ponerme en contacto con él.
En un lado de la estancia había una librería de caoba, y mis ojos recorrieron los títulos: ley comercial, finanzas y temas bancarios, libros de referencia de empresas... hasta que distinguí una serie de cuatro volúmenes, de igual encuadernación, titulada La guerra de Rommel en el desierto, por el general G. K. Henry.
Me puse de pie, fui a la librería y cogí los cuatro tomos. Al hojearlos, hallé una historia muy detallada de todas las campañas de Rommel, junto con mapas topográficos compilados con todo lujo de datos. El general Henry, según leí, era comandante de la Academia del Ejército de Tierra de Estados Unidos, y aquella serie era un reportaje oficial de las campañas de Rommel.
No había ningún secreto en aquellos tomos, puesto que estaban de venta al público, pero su presencia en el despacho sólo podía deberse a mi interés por el tema. Cierto que había servido en África, lo cual podía explicar el porqué poseía aquella obra.
Después de unos minutos durante los cuales estudié el despacho, salí de allí, dejando la puerta cerrada de golpe y sin llave. Cuando el ascensor llegó a la planta baja, el ascensorista me detuvo.
—Un momento, señor Wainwright. Acabo de recordar un encargo. Por aquí ha venido mucha gente preguntando por usted. Su secretaria me rogó que le entregase esto tan pronto le viese.
Con su mano espantosamente delgada cogió del espejo del ascensor, en cuyo reborde estaba encajado, un sobre blanco que me entregó.
—Gracias.
Le di un billete.
Ya en la calle, rasgué el sobre y extraje del mismo una cuartilla, donde habían escrito un mensaje:
Si le entregan esto, llámeme al momento, por favor. J.
Debajo había un número telefónico.
No conocía a J. ni recordaba quién era. El ascensorista dijo que era mi secretaria, y yo deseaba verla. Fui desde el extremo inferior de Manhattan a la calle Catorce, y me dirigí al despacho de Bozell. Estaba aún. Con paciencia, escribí la información que necesitaba y que quería me consiguiese por teléfono. Marcó el número.
—Hola —dijo Bozell—, ¿la secretaria del señor Wainwright? —hubo una pausa y añadió—: No, no, estoy completamente seguro de que se trata del número correcto. El señor Wainwright recibió su mensaje por medio del ascensorista de su edificio.
Mi antigua secretaria, al parecer, estaba algo inquieta por mi llamada.
Indicándole con el gesto a Bozell que apartara un poco el receptor del oído, acerqué el mío a fin de escuchar la conversación. Era una voz agradable, suave, con acento extranjero.
—Si el señor Wainwright está aquí, permita que hable con él —dijo aquella voz.
—Yo soy el abogado del señor Wainwright —replicó Bozell—, y él no puede hablar con usted. Sufrió un accidente y, por el momento, está imposibilitado para hablar.
—¿Cómo puedo saber que no se trata de una estratagema? —insistió la joven.
—¿Estratagema? —Bozell estaba amoscado—. Yo soy un abogado —repitió—. Mi nombre figura en la guía telefónica. Búsquelo y llámeme. De esta forma, sabrá que no es ninguna estratagema.
J. evidentemente desconfiaba, pero debió acceder a esta proposición, porque Bozell colgó el aparato.
Escribí velozmente en mi bloc varias directrices, que le entregué al abogado. Sonó el teléfono. Era J.; Bozell le dio mis instrucciones.
—El señor Wainwright se encontrará con usted a la hora y lugar que a usted mejor le acomode. Le aguardará en la calle, y usted pasará en taxi y de esta forma le verá. Luego, cuando esté convencida de que es él, podrá hablarle.
La joven aprobó la sugerencia y convino en encontrarse conmigo en la esquina de la calle Cincuenta y Siete y la Quinta Avenida, a las cinco de la tarde. Yo debía estar en la acera de Tiffany ([5]).
A la hora prevista hay un tráfico muy denso tanto en la calle Cincuenta y Siete como en la Quinta Avenida, y los taxis forman largas caravanas. Sería difícil parar o seguir a otro taxi, cosa que J. debió de comprender. En esto pensaba, en tanto aguardaba la entrevista, pero a las cinco y diez minutos, una mano me tocó en el brazo. Al dar media vuelta, contemplé el rostro de una joven delgada, casi con exceso, de ojos pardos y cabello plateado.
—Señor Wainwright —exclamó suavemente, dejando que las palabras silbasen casi por entre sus labios—, de modo que es usted en persona...
Asentí.
Ella miró ansiosamente a su alrededor.
—Debe hallarse en algún apuro, ¿verdad? —añadió—. ¿Le han seguido?
No lo sabía; Santini podía haber destacado a un hombre para ello, en cambio no creía que Amar hubiese vuelto a encontrar mi rastro. Sin embargo, nada se ganaba con estar de pie en aquella esquina, por lo que echamos a andar por la calle Cincuenta y Siete hasta llegar a una amplia galería de antigüedades. Entramos y fingimos contemplar una vitrina llena de objets d’art.
Con el bloc le expliqué a la joven que había sufrido un accidente, padeciendo una completa pérdida de memoria, que no recordaba nada en absoluto, ni siquiera su nombre.
—¡Oh! —exclamó, mirándome intensamente. Luego, agregó—: Me llamo Juahara.
La apremié para que me contase todo lo que pudiera... sin molestarse en hilvanar los hechos, sino del modo que acudiesen a su cerebro. Obedeció prontamente.
Una mañana llegó al trabajo y yo no me presenté. Tras llamar a mi apartamento sin obtener respuesta, empezó a intrigarse. Como en el despacho apenas había nada que hacer, hasta la tarde no descubrió que los libros y las carpetas con otros documentos confidenciales habían desaparecido. Al principio quiso llamar a la policía, pero finalmente decidió que a mí no me gustaría tal cosa.
—¿Por qué? —quise saber.
Me miró largamente.
—Por su negocio —replicó—. La policía y el gobierno habrían descubierto demasiadas cosas.
—¿Cuáles?
—Toda la verdad. En mi país hay un proverbio: «El tuerto es el rey en la nación de los ciegos.»
Juahara continuó con su historia. Aquella noche, al salir de la oficina y volver a su apartamento de una sola habitación, dos hombres la esperaban: Amar y otro muy moreno llamado Ghazi.
—Me formularon muchas preguntas a las que no pude contestar —añadió, y me enseñó la mano derecha. Miré sus dedos cicatrizados ya, por donde se los habían aplastado y destrozado—. Me amenazaron con matarme si denunciaba su visita —agregó—, y comprendí que no amenazaban en balde. De modo que me apresuré a esconderme.
«¿Por qué se ha arriesgado en ponerse en contacto conmigo?»
—Porque —explicó sencillamente— necesitaba dinero. Quería irme de aquí. Muy lejos. Mi cabello y mi color de piel pueden cambiar, y quiero huir. Sí, huir. Pero tenía que esperarle a usted. Estaba segura de volver a verle, y de que usted me daría dinero.
Un empleado de la tienda estaba ya dando vueltas a nuestro alrededor, por lo que era difícil continuar conversando allí. Fuera, el tráfico había ya remitido ligeramente y pudimos hallar un taxi. Volví con Juahara al Arena. En mi habitación, continué indagando la historia de la joven árabe.
«¿Qué hacía en Estados Unidos?»
—Llegué aquí como estudiante. Al terminar mis estudios, no quise volver a mi país. Me gustaba vivir aquí. Y busqué empleo. Así entré a trabajar para usted.
¿Qué hacía en el despacho? ¿Cuáles eran sus obligaciones?»
—Particularmente, traducía y redactaba cartas... para Siria, Líbano, Iraq, Egipto y Arabia Saudita.
«¿De qué trataban las cartas?»
—Sobre provisiones... aceites, animales, vinos... —me explicó—. Cantidades de productos para La Meca, para Al-Suweika, el gran mercado de La Meca —prosiguió. Dejó arrastrar la última palabra...
«¿Qué había en ello de malo?»
—En esto, nada. La mercancía va en gabarras... siempre en bum o baghala, por el Mar Rojo. Muchas veces se pierde todo el cargamento por culpa de las lanchas cañoneras británicas —desvió la mirada—. Esas lanchas jamás hunden a las gabarras, pero la mercancía se pierde.
«Esto significa que se trataba de contrabando. ¿De qué? ¿De drogas?»
—Nada de drogas —negó Juahara—. Juro por Dios que no lo sé exactamente. No es asunto mío.
Medité profundamente. ¿Qué había enterrado en los arenosos desiertos? ¿Qué había enterrado tan valioso, tan precioso que valiese la pena pasarlo de contrabando? Oro no, porque allí no existe. ¿Petróleo? ¿Por qué pasarlo de contrabando? Sin embargo, decidí preguntárselo a Juahara, la cual movió negativamente la cabeza.
—Petróleo no —dijo. Se puso de pie—. He de irme.
Deseaba detenerla aún. ¿Qué podía decirme de las provisiones... aceites, vinos y animales?
Juahara me miró intensamente.
—En este país hay muchos productos raros: frutas de vidrio, verduras de cera... ¿no podrían hacer de metal los animales? —cruzó desesperadamente las manos, casi en desafío y prosiguió—. Wainwright, khawaja, hay muchas cosas que no sé y no puedo decirle —contempló sus mutilados dedos y continuó con voz implorante—: Hace algún tiempo que me da miedo trabajar. Y tengo tan poco dinero... Tal vez usted, con su generosidad, podrá ayudarme a marcharme de aquí...
Contesté que le entregaría dinero, y le pregunté dónde tenía yo mi cuenta corriente. Nombró un banco cercano a la oficina de Wall Street. Le rogué que volviese a mi hotel al día siguiente, a mediodía, en busca de su dinero. No estaba seguro de poder cambiar un billete de diez mil dólares aquella misma tarde, ni quería agotar mi provisión de dinero suelto.
Consintió en volver.
En el banco no hubo problemas para cambiar el billete. Era el National Security y Trust, y a nombre de Howard Wainwright, mantenía la cuenta de mi oficina allí. Todavía arrojaba un modesto balance. Tras cobrar, deposité ocho mil dólares en la cuenta, me llevé mil en un solo billete, y el resto en otros de veinte y cincuenta. En el banco efectué varias pesquisas respecto a la posibilidad de que hubiese una caja de seguridad a nombre de Pacific, Wainwright y O'Hanstrom. No había ninguna con esos nombres.
Juahara volvió a las doce del día siguiente y le di quinientos dólares. No por generosidad, como creyó, sino porque estaba ansioso de alejarla de mi camino. Podía ser peligrosa en manos de Santini, si éste la encontraba; ya había arrostrado el peligro de que la vieran en mi hotel, porque no creía que Santini u otro detective la reconocieran sólo de vista. De todos modos, era aconsejable que la joven desapareciese para siempre.
Después de aceptar el dinero, Juahara me dio las gracias y se dispuso a partir. Intenté manifestarle mi pesar por todo lo que había padecido a causa de su empleo, y le pregunté si podía contarme algo más.
Sus ojos negros, muy profundos, me contemplaron impasiblemente por debajo de su cabello oscuro. En sus pupilas detecté un destello fugaz de simpatía, mas se desvaneció al momento.
—Es extraño —musitó, moviendo pesarosamente la cabeza, como recordando cosas ya olvidadas— que algunos hombres lleven consigo la violencia como si fuese una capa. Es el aliento de su vida, es la música de su alma. Son indestructibles, salvo para ser destruidos por sus propias manos. Cuando usted desapareció, no creí que hubiese muerto, ni siquiera cuando Amar y Ghazi lo juraron. El motivo de no traicionarle fue, no que usted fuese mi amigo pues nunca lo fue, sino porque, al traicionarle a usted, habría firmado mi sentencia de muerte. De haberles dado alguna información a aquellos hombres, tan pronto como hubiese cerrado mis labios, me habrían matado. Mientras negase todo conocimiento, existía la probabilidad de que, con la gracia de Dios, seguiría viviendo.
«¿Qué información deseaban?»
—Dónde guardaba usted sus cuentas bancarias, si tenía en alguna parte una caja de seguridad.
«¿Nada más?»
—Nada más. Aunque preguntaron otras cosas respecto a una chica llamada Rosemary Martin. Y unas llaves, si tenía usted unas llaves escondidas en la oficina. Pero constantemente se interesaron por sus cuentas bancarias.
«¿Había llamado al despacho un tal coronel Horstman?»
Juahara estaba impaciente; tal vez la angustiaba el recuerdo de su tortura y desease escapar. Se ciñó el abrigo en torno a su delgado cuerpo y fue hacia la puerta. Permaneció allí un instante, con la mano sobre el picaporte antes de abrir.
—No le vi jamás —aseguró finalmente—. A veces, llegaba una carta dirigida a usted, señor Wainwright. Al abrirla, encontraba otro sobre a nombre de Hans Horstman. Entonces, yo se lo entregaba a usted sin abrir, y usted se lo guardaba, diciendo que se lo entregaría en persona al coronel —respiró profundamente—. Tal vez ese hombre podría ayudarle.
«¿Había sabido noticias de Horstman? ¿Había llamado alguna vez por teléfono a la oficina?
—No lo sé. Si llamaba, no daba su nombre.
Giró el picaporte, con suavidad.
—Adiós, Wainwright, khawaja —despidióse cortésmente, usando la fórmula de respeto. Agregó—: Tal vez algún día acaben sus conflictos. Sin embargo, le diré algo: cuando uno no duerme de noche, como ocurre a menudo, se entera de muchas cosas. Por ejemplo: de pequeña, oí hablar de lo que sucede en el mercado de Al-Suweika de La Meca.
Inclinó ligeramente la cabeza y cerró la puerta tras sí.
Cuando Juahara se marchó, mi cuarto quedó muy silencioso. Las sucias paredes parecían escuchar. En el ambiente había una gran tensión, como la espera de otra voz... la voz del coronel Horstman. Mi cerebro se iluminó y en aquel momento me pareció oír su voz, recordando que me había hablado... pero aquella impresión no tardó en desvanecerse. Aquel instante pasó. Poco después, dejé la habitación y volví a Wall Street, al despacho de Howard Wainwright.
Registré cuidadosamente el despacho, buscando una pista... un rastro, una insinuación... algo que me condujese a Horstman. Había concluido casi por completo el registro sin éxito, cuando se abrió la puerta y apareció Santini.
—Si me dice qué busca —articuló—, le ayudaré a buscarlo.
Fui hacia la librería y cogí los cuatro volúmenes dedicados a las campañas de Rommel, dejándolos encima del escritorio. Santini cogió uno y lo hojeó descuidadamente, volviendo a dejarlo.
—Recordando los antiguos días, ¿eh, Pacific?
Me encogí de hombros.
Santini sentóse en una butaca de cuero y encendió un cigarrillo.
—Prometí volver a verle.
«Hay que tener buena memoria —escribí en mi bloc— para cumplir sus promesas.»
Era una frase de Nietzsche.
—Me preguntaba —replicó Santini en tono casual, después de leer la cita— cuánto tiempo tardaría usted en recordar que era Wainwright.
Era el propio Santini quien me había dado la pista de quién era yo. El día que me contó que el apartamento de Wainwright estaba lleno de huellas dactilares mías. La noche que yo irrumpí en el apartamento, y me peleé con Amar, yo llevaba guantes, que no me quité ni un segundo. Por tanto, no pude dejar allí ninguna huella, a menos de haber estado ya con anterioridad. Sin embargo, no juzgué necesario explicarle esto a Santini.
—Todavía ignoro cuál es su negocio —continuó el detective—. Por lo que he logrado indagar, no hay nada ilegal. Nada de drogas ni algo por el estilo —se quitó el cigarrillo de la boca y contempló fijamente la punta encendida—. Naturalmente, podría encontrar un fallo técnico, según la ley, en su forma de manejar este negocio bajo un nombre supuesto —volvió a colocar el cigarrillo entre sus labios y sacó de un bolsillo un sobre—. Aquí tengo todo lo concerniente a usted —añadió, pasando el pulgar por el borde del sobre—. Usted me interesa, Pacific-Wainwright, y me he ocupado mucho de usted. Perdiendo tiempo y dinero. Pero estoy casi seguro de que no conseguiría atraparle mediante un mero tecnicismo.
Contemplé atentamente a Santini. Detrás de su máscara de indiferencia, había una nueva amenaza, una nueva sensación de aplomo desconocida hasta entonces. No creí que estuviese buscando informes. Parecía aguardar algo, aunque yo ignoraba de qué se trataba. Devolvió mi mirada, con pupilas heladas y desprovistas de toda expresión, no ya iracundas como yo recordaba haberle visto la primera vez que me visitó en el hospital.
—La suerte, Pacific —continuó—, es sólo una palabra. Un hombre, en su existencia, no tiene suerte, sino un conjunto de circunstancias. Comete los mismos errores que los demás, y a veces se aprovecha de toda la serie de errores cometidos por sus semejantes, a quienes tal vez ni llega a conocer. Acaso sea la hora y el lugar, teniendo a su lado el elemento de la incapacidad humana. Todo esto le ayuda por algún tiempo, y él cree tener suerte... mas esto no dura siempre.
Se irguió y cuidadosamente aplastó la colilla en un pesado cenicero de bronce de mi escritorio. Tocó los cuatro volúmenes sobre Rommel con indiferencia.
—Una agradable lectura —masculló, saliendo suavemente del despacho sin volver la vista atrás.
Con los libros bajo el brazo, dejé poco después el despacho y cogí un taxi hacia Broadway para visitar a Bozell.
Estaba en su despacho y le pregunté si conocía a alguien que tuviese contactos con África, con Arabia Saudita en particular.
Bozell conocía a un abogado que había llevado un caso legal para Maxwell Claussen, un antiguo corresponsal del New York Daily Register.
¿Podía Bozell, por medio de su amigo el abogado, llamar a Claussen y concertar una cita con él a mi nombre? Bozell respondió que lo intentaría.
Le di mi dirección del Hotel Arena y le entregué unos billetes.
—Le llamaré tan pronto sepa algo —me prometió Bozell.