36. El marido despiadado[94]

HANGTSCHOU fue antiguamente la capital de la China del sur. Por allí había muchos mendigos. Los mendigos tenían la costumbre de elegir un representante que se ocupaba, ante el gobierno, de los que ejercían la mendicidad, pero tenía que vigilar que los mendigos no molestasen a los habitantes de la ciudad. Recibía de cada mendigo la décima parte de lo que sacaba. Cuando llovía y nevaba y no se podía salir a mendigar, tenía que ocuparse de que los mendigos tuvieran algo que comer, también se responsabilizaba de los preparativos de bodas y de entierros. Los mendigos le obedecían siempre.

En Hangtschou había también uno de estos príncipes de mendigos que se llamaba Gin, y en cuya familia se había heredado el cargo desde hacía ya siete generaciones. Los peniques que recibían de la mendicidad, los prestaban con intereses. De esta manera vivieron con comodidad y llegaron a ser ricos.

El viejo mendigo había perdido a su mujer a los cincuenta años y tenía un único descendiente. Era una muchacha que se llamaba Hijita de Oro. Tenía un rostro hermosísimo y él la quería como si fuera un tesoro. En su juventud había estudiado. Sabía escribir, componer poesías y narrar historias; también era experimentada en las labores femeninas; estaba dotada para el canto y la danza y para tocar la flauta y el arpa. El viejo príncipe de los mendigos quería por encima de todo un esposo cultivado para su hija, pero como era el príncipe de los mendigos, las familias acaudaladas lo rechazaron y él no quería nada con las que eran menos importantes. Así es que la muchacha había alcanzado los dieciocho años de edad y todavía no estaba prometida.

Por aquel entonces vivía en Hangtschou, cerca del puente de la Paz, un sabio que se llamaba Mosü. Tenía veinte años y se hacía querer en todas partes por su belleza y por sus dotes. Sus padres habían muerto y era tan pobre que apenas podía vivir. Hacía mucho que la casa y los bienes se habían empeñado o vendido, y él vivía en un templo abandonado y algunos días se acostaba sin haber calmado el hambre.

Un vecino tuvo piedad de él.

«El príncipe de los mendigos tiene una hija que se llama Hijita de Oro —le dijo un día a Mosü—. Es hermosísima, él es rico y tiene dinero y sin hijos varones que hereden. Si tú te casas con esa familia, todos sus bienes serán tuyos. ¿No es eso mejor que morir de hambre siendo un sabio pobre?».

Mosü se encontraba entonces en la mayor necesidad. Al oír estas palabras se alegró muchísimo. Le pidió en ese mismo momento al vecino que hiciera de casamentero para él.

Aquél fue a hablar con el príncipe de los mendigos. El príncipe habló del asunto con Hijita de Oro y como Mosü era de buena familia y además era dotado y culto y no se oponía a formar parte de la familia por su matrimonio, ambos se alegraron mucho de la resolución. Dijeron que estaban de acuerdo y quedaron prometidos.

Así entró Mosü en la familia del mendigo. Mosü se alegraba de la belleza de su mujer, además tenía suficiente comida y buenos trajes. Se sintió más feliz de lo que había esperado y vivió feliz y en paz con su esposa.

El príncipe de los mendigos y su hija, para los que la baja escala social de la familia había sido durante mucho tiempo una espina clavada en el corazón, animaban a Mosü a estudiar con aplicación, porque esperaban que se hiciera un nombre y que así también la familia participaría de los honores. Le compraban libros viejos y nuevos a los precios más elevados y le daban cada vez más dinero para que se ocupara de importantes negocios. También le pagaron los derechos de examen. Así que su sabiduría iba aumentando de día en día y su fama se extendió por todos los alrededores. Aprobó todos sus exámenes uno tras otro y con veintitrés años fue nombrado oficial del registro civil de la región de Wu We: volvió de la audiencia del emperador montado en un caballo y vestido de fiesta.

Mosü era natural de Hangtschou; así que toda la ciudad supo enseguida que había aprobado los exámenes y la gente se apiñaba a ambos lados de la calle para verle cuando se dirigía a caballo a casa de su suegro. Los viejos y los jóvenes, las mujeres y los niños, se reunían para disfrutar del espectáculo. Un mirón despreocupado gritó: «¡El yerno del viejo mendigo ha obtenido un cargo oficial!».

A Mosü se le subieron los colores de vergüenza al oírlo. Se sentó en su habitación sin decir nada y enfadado. Pero el viejo príncipe de los mendigos estaba tan contento que no se dio cuenta de su malhumor. Hizo preparar una gran comida a la que invitó a todos sus amigos y vecinos. Pero los invitados eran en su mayoría mendigos y pobres. Él quería que Mosü los acompañara en la comida. Mosü se dejó convencer con mucho esfuerzo para salir de la habitación. Cuando vio a los invitados que estaban en la mesa, sucios y harapientos como una horda de diablos hambrientos, se volvió a encerrar, disgustado. Hijita de Oro, que se dio cuenta de lo contrariado que estaba, intentó de mil maneras volver a ponerle de buen humor, pero fue en vano.

Unos días más tarde, Mosü se puso en camino para ocupar su nuevo puesto acompañado de su esposa y de un séquito. De Hangtschou a Wu We, el viaje se hace por agua, así que cogieron un barco que les llevó hacia Yangtsekiang. El primer día llegaron a una ciudad en la que echaron el ancla. La noche era clara y la luna se reflejaba en el agua. Mosü se sentó en la parte delantera del barco para disfrutar de la luz de la luna. De repente empezó a pensar en el viejo príncipe de los mendigos. Su mujer era ciertamente buena e inteligente; pero cuando le diera hijos, seguirían siendo nietos del mendigo y esta deshonra no había quien se la quitara. Entonces concibió un plan. Llamó a Hijita de Oro para que saliera del camarote a ver la luz de la luna. Ella se acercó a él muy contenta. Los mozos, las sirvientas y la tripulación del barco hacía tiempo que se habían ido a dormir. Él miró en todas direcciones. No se veía a nadie. Hijita de Oro estaba de pie en la parte delantera del barco. No se esperaba nada malo cuando él la empujó al agua. Después se hizo el asustado y empezó a gritar; «¡Mi mujer ha dado un paso en falso y se ha caído al agua!».

Los sirvientes se levantaron rápidamente al oírle e intentaron sacarla del agua.

Pero él dijo: «La corriente ya la ha arrastrado, no trabajéis en vano». Luego ordenó precipitadamente que se continuara el viaje.

Quién iba a pensar que se diera la feliz casualidad de que también entonces el señor Hü, el funcionario de comercio de la provincia, iba a tomar posesión de su puesto y también llegó a aquel sitio. También él estaba sentado con su mujer en el camarote con la ventana abierta, disfrutando del frescor y de la luz de la luna.

Oyeron a alguien que lloraba en la orilla. Era una muchacha. Se dieron prisa en enviar a gente para que la ayudaran. La subieron a bordo. Era Hijita de Oro.

Cuando cayó al agua, sintió que algo la sujetaba bajo los pies, de forma que no se hundió. La corriente la había arrastrado a la orilla. Subió a rastras. Luego se acordó de que su marido había olvidado su antigua pobreza al alcanzar distinciones.

Y aunque no se había ahogado, estaba sola y abandonada y se puso a llorar sin poder evitarlo.

Cuando el señor Hü le preguntó qué le ocurría, ella le contó llorando toda la historia. El señor Hü le levantó el ánimo: «Ahora tienes que dejar de llorar —le dijo—. Si quieres ser mi hija adoptiva, nosotros cuidaremos de ti». Hijita de Oro asintió, agradecida. La señora Hü ordenó a las criadas que le dieran otras ropas a cambio de las mojadas y que le prepararan un sitio donde dormir. A las sirvientas Ies ordenaron que la llamaran señorita y que no le dijeran a nadie una palabra del accidente.

Así siguieron el viaje y después de unos días el señor llegó a su lugar de destino. Wu We, donde Mosü era funcionario, pertenecía a su demarcación y también él vino a saludar a su superior. Cuando el señor Hü vio a Mosü, pensó: «¡Qué pena que un hombre tan dotado sea tan duro de corazón!».

Unos meses más tarde, el señor Hü se dirigió a sus subordinados: «Tengo una hija que es bella y buena y me gustaría un yerno que viviera en mi familia. ¿No conocéis a ninguna persona que sea la indicada?».

Todos los subalternos sabían que Mosü era joven y que había perdido a su esposa, así que le recomendaron vivamente.

El señor Hü respondió: «Yo también he pensado en él. Es joven y ha alcanzado rápidamente su puesto; me temo que se haya fijado objetivos más altos y no quiera emparentarse con mi familia».

«Es de familia pobre —le contestaron—, y es vuestro subalterno. Si queréis darle esa alegría, seguro que estará de acuerdo y que no dirá que no al matrimonio».

«Si todos creéis que es viable —contestó el señor Hü—, haced el favor de ir a ver lo que opina del asunto. Pero no podéis decirle que yo os he enviado».

Así que fueron a ver a Mosü y le dijeron: «El señor Hü tiene una hija y busca un yerno que entre en su familia».

Mosü, que había estado pensando en cómo revalorizarse a ojos del señor Hü, estuvo encantado y les pidió inmediatamente que hicieran de mediadores en el asunto, prometiéndoles un buen premio si la unión se llevaba a término.

Volvieron e informaron al señor Hü.

Él les dijo: «Me alegro de que ese señor no se avergüence del matrimonio. Pero mi mujer y yo amamos realmente a esa hija, así que casi no podemos decidirnos a dejarla de nuestra mano. El señor Mosü es joven y distinguido y nuestra hija está muy mimada. Si él no la trata bien o luego se arrepiente más tarde y entra en otra familia, mi mujer y yo quedaríamos inconsolables. Por eso hay que aclararlo todo antes y cuando se haya comprometido por escrito le aceptaré en mi familia».

Le transmitieron a Mosü todas estas condiciones y él dijo que estaba de acuerdo en ello. Trajo oro y perlas y seda de colores como regalo de boda. Luego se buscó un día propicio para la boda.

El señor Hü pidió a su mujer que hablara con Hijita de Oro.

«Tu padre —le dijo— tiene piedad de que hayas sido dejada así, por eso te ha buscado un joven culto».

Pero Hijita de Oro le respondió: «Yo soy de un origen humilde, pero sé lo que hay que hacer. Me casé una vez con Mosü para toda la vida. Aunque él no me quiso, yo no quiero pertenecer a nadie más hasta mi muerte. No estoy preparada para casarme otra vez y para ser infiel».

Después de hablar así, cayeron lágrimas de sus ojos. Cuando la señora Hü vio que su resolución era inamovible, le contó de qué se trataba.

«Tu padre —le dijo— está escandalizado de la falta de amor de Mosü. Aunque lo único que quiere es que volváis a estar juntos, sólo le ha dicho que eres nuestra hijita querida. Por eso Mosü estaba muy contento y dispuesto a casarse. Como la boda se celebra esta noche, tienes que hacer esto y lo otro para que tu justa rabia contra él se enfríe un poco».

Al oír todo esto, Hijita de Oro se secó las lágrimas y Ies dio las gracias a sus padrastros. Luego se acicaló para la nueva boda.

Esa noche Mosü vino con campanillas en el sombrero y con un echarpe rojo en el pecho montado sobre un caballo enjaezado y con un gran séquito. Todos sus amigos y conocidos venían con él, para tomar parte en la fiesta.

En la casa del señor Hü todo se había decorado con abigarradas telas y linternas. Mosü bajó del caballo delante de la sala. El señor Hü había preparado un banquete de fiesta y condujo a Mosü y a su esposa a la mesa. Cuando hubieron bebido tres copas, vinieron las esclavas y le rogaron a Mosü que fuera a la habitación interior. Dos esclavas trajeron a la novia cubierta de velos rojos. Tras la llamada del maestro de ceremonias, rindieron ambos homenaje al cielo y a la tierra y luego lo hicieron los padrastros. Más tarde fueron a la habitación de la boda. Había velas de colores encendidas y el banquete estaba servido. Mosü se encontraba en el noveno cielo de lo feliz que era.

Cuando quiso entrar en la habitación, vinieron de ambos lados siete u ocho muchachas que llevaban bastones de bambú en la mano, con los que le golpearon sin piedad. Le quitaron a golpes el sombrero de fiesta que llevaba en la cabeza y luego cayeron los golpes sobre los hombros y la espalda.

Mosü pidió ayuda. Entonces escuchó una dulce voz que decía: «¡No matéis al esposo sin corazón a golpes, traedlo aquí a que me salude!».

Entonces las sirvientas se apartaron del esposo y se apresuraron a ponerse junto a la esposa, a la que quitaban los velos.

Mosü movía la cabeza golpeada y decía: «¿Qué he hecho?…». Pero al abrir los ojos, la única que se encontraba ante él era su esposa ¡Hijita de Oro!

Retrocedió asustado y gritó: «¡Un fantasma, un fantasma!». Pero todas las sirvientas se echaron a reír a carcajadas.

Al final aparecieron el señor Hü y su mujer, y él le dijo: «Mi querido yerno, ten la seguridad de que es mi hijastra, a la cual recogí en mi viaje hacia aquí, y no un fantasma».

Mosü cayó rápidamente de rodillas y dijo: «He pecado, ¡tened piedad de mí!», y no paraba de humillarse.

«Eso no tiene nada que ver conmigo —repuso el señor Hü—. Si nuestra hija quiere entenderse contigo ahora, está todo bien».

Hijita de Oro le escupió en el rostro y le dijo: «¡Tú, infame sin corazón!, eras pobre y pasabas necesidad. Te acogimos en la familia y te hicimos estudiar, de forma que lograste algo y te hiciste un nombre. Pero en cuanto recibiste el cargo oficial y te respetaron, se cambió tu amor en odio, olvidaste tus deberes de esposo y me tiraste al río. Por suerte encontré entonces a mi padrastro, que me recogió como si fuera una hija suya. Si no, mi tumba hubiera sido el estómago de los peces. ¡Cómo puedes llevar esto sobre tu conciencia! Y ¿cómo voy a estar de acuerdo con mi matrimonio y a vivir otra vez contigo?».

Después de haber dicho esto, empezó a llorar en voz alta y a gritarle a la cara una y otra vez que era un canalla sin corazón.

Mosü se quedó mudo de la vergüenza, postrado de rodillas ante ella y pidiéndole perdón.

Cuando el señor Hü vio que Hijita de Oro había armado suficiente jaleo con los insultos, le ayudó a levantarse y le dijo: «Querido hijo, si reconoces tu culpa, Hijita de Oro irá calmando su rabia. Sois pareja hace tiempo. Pero hoy en mi casa habéis vuelto a contraer matrimonio. Escuchad lo que os digo: Mosü, tú has cargado con una pesada culpa; por eso no tienes que enfadarte por que tu mujer esté un poco enojada, sino tener paciencia con ella. Voy a llamar a mi mujer para que os ayude a hacer las paces».

El señor Hü entró en la casa después de haberles dicho esto y Ies envió a su mujer, la cual consiguió al final con mucho trabajo que ambos hicieran las paces y que volvieran a unirse en matrimonio.

Se tuvieron respeto y amor, tanto como antes. Todo era felicidad y alegría, y cuando murieron, años más tarde, el señor Hü y su esposa, lloraron por ellos como si fueran sus verdaderos padres.

Cuentos chinos
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