18. Los ocho inmortales II[18]
Érase que se era un hombre pobre que no tenía ni techo ni nada que llevarse a la boca. Exhausto y agotado se echó en un camino junto a un templito del dios de los campos y se durmió. Entonces soñó: el viejo dios de los campos, el de la barba blanca, salió de su casita y le dijo: «Te voy a ayudar; mañana pasarán por el camino los ocho inmortales; ¡arrodíllate ante ellos y hónralos!».
Cuando el hombre despertó, se sentó bajo un gran árbol que había junto al templo y esperó todo el día a que ocurriera lo que había soñado. Al final, cuando el sol iba a empezar a ponerse, llegaron ocho personas por el camino, que el mendigo reconoció fácilmente como los ocho inmortales. Siete de ellos iban muy deprisa; pero uno, que tenía una pierna tullida, iba a la cola de los demás. Ante él —se trataba de Li Tiá Guai— se postró el hombre en el suelo. Pero el tullido no quería saber nada de él y le dijo que siguiera su camino. Sin embargo, el pobre no cejó en su empeño de suplicarle que le dejara ir con él y pertenecer al grupo de los inmortales. El tullido le dijo que eso era imposible. Pero el pobre no dejaba de pedir y de postrarse ante él, hasta que al final le dijo: «Bueno. ¡Sujétate con fuerza a mi túnica!». El hombre así lo hizo y pasó rápidamente sobre los caminos y los campos, siempre más lejos, siempre adelante. De repente, se encontraron en la torre de Pong-Iai-schang, la conocida montaña de los espíritus del mar del Este. Y, fíjate, allí estaban también los otros inmortales. Estaban muy molestos por el huésped que Li Tiá Guai había traído. Como el pobre rogaba tan insistentemente, se dejaron conmover ellos también y al final dijeron: «¡Bueno, ahora vamos a zambullirnos en el mar, si nos sigues podrás convertirte en un inmortal!». Y los siete, uno tras otro, saltaron al mar. Cuando le tocó el turno al hombre, le entró miedo y no quiso dar el salto. El tullido le dijo: «Si tienes miedo no podrás convertirte en un inmortal».
«Y ¿qué voy a hacer? —respondió el hombre—. Mi hogar está muy lejos de aquí y no tengo dinero». El tullido desprendió un trozo de piedra de la muralla y le cerró la mano al hombre sobre ella; luego saltó de la torre y desapareció al instante junto con los otros ocho.
El hombre guardaba la piedra en su mano y ésta se convirtió en plata pura. Le bastó para viajar, hasta que al cabo de muchas semanas volvió a estar en su hogar. La plata también se le había terminado y fue tan pobre como al principio.