3. De cómo un hombre perdió a causa de su avaricia un gran premio por ganar otro menor[60]
Érase que se era una anciana que tenía dos hijos. El mayor, que no era buen hijo, dejó a su madre y a su hermano, pero el menor se ocupaba con tanto celo de su madre, que todos hablaban de lo buen hijo que era.
En una ocasión hubo una función de teatro a las afueras del pueblo y él llevó a su madre a cuestas para que pudiera verla. A las afueras del pueblo había un paso estrecho, allí resbaló y cayó en mitad del desfiladero. La madre murió a causa de un desprendimiento de piedras. Por todas partes se veían rastros de sangre y de carne desgarrada. El hijo acariciaba el cadáver de su madre y lloraba amargamente. Estaba pensando en suicidarse, cuando, de repente, se dio cuenta de que había un sacerdote junto a él.
Éste le dijo: «No temas, puedo resucitar a tu madre».
Mientras hablaba, se inclinó, unió la carne y los huesos colocándolos en su sitio, después lo bendijo y la madre volvió a la vida. Entonces el hijo se arrodilló ante él lleno de alegría, pero vio que de un risco pendía todavía un pedacito de carne de su madre, que mediría una pulgada.
«No podemos dejarlo aquí», dijo guardándolo en su seno.
El sacerdote le dijo: «¡Tú sí que eres un buen hijo!». Cogió el trocito de carne de la madre, formó con él un hombrecito, lo bendijo y, dando un salto, aquél se llenó de vida. Se había convertido en un espléndido muchachito.
«Se llama Pequeña-Ventaja —dijo volviéndose hacia el hijo—. Puedes considerarlo tu hermano. Eres pobre y no tienes con qué alimentar a tu madre. Cuando necesites algo, Pequeña-Ventaja te lo proporcionará».
El hijo se lo agradeció repetidamente. Luego volvió a coger a su madre a la espalda, le dio a Pequeña-Ventaja la mano y se marchó a casa. Cuando le dijo a Pequeña-Ventaja: «¡Trae carne y vino!», aparecieron inmediatamente la carne y el vino y también había arroz al vapor cociéndose en la cazuela. Si le decía a Pequeña-Ventaja: «¡Trae dinero y paño!», se llenaba la bolsa de dinero y los paños llenaban un cesto hasta los bordes. Todo lo que le pedía se lo concedía, de modo que llegaron a vivir con gran desahogo.
Pero el hermano mayor le tenía mucha envidia y cuando hubo un trofeo de ajedrez en el pueblo, cogió a su madre a la espalda con gran esfuerzo y se dirigió al torneo. Cuando llegaron al paso, fingió que tropezaba y dejó caer a su madre al fondo del desfiladero, con la única preocupación de que su madre se hiciera realmente pedazos. Y, ciertamente, la madre cayó tan mal que se diseminaron los miembros y el tronco por todas partes. El hijo bajó sosegadamente, colocó entre las manos la cabeza de su madre y fingió que lloraba.
Pronto apareció el sacerdote y le dijo: «Puedo volver a la vida a la difunta recubriendo sus huesos con carne y sangre».
Entonces hizo lo mismo que en la ocasión anterior y la madre volvió de nuevo en sí. Pero el hijo mayor ya había escondido con antelación una de sus costillas.
Luego la sacó y le dijo al sacerdote: «Nos ha sobrado una costilla. ¿Qué hacemos con ella?».
El sacerdote cogió el hueso, lo rodeó de barro y de tierra, lo bendijo como la vez anterior y formó un hombrecito, que era como Pequeña-Ventaja, aunque con un cuerpo mayor.
«Se llama Gran-Obligación —dijo—. Si te ocupas de él, te servirá de ayuda».
El hijo volvió a cargar a su madre a la espalda. Gran-Obligación lo seguía.
Cuando llegaban a la puerta de la propiedad, vio a su hermano pequeño, que traía en brazos a Pequeña-Ventaja.
«¿Dónde vas?», le dijo.
El hermano le contestó: «Pequeña-Ventaja pertenece al mundo de los dioses y no le gusta quedarse mucho tiempo entre los hombres. Quiere volver al cielo y yo le voy dando escolta».
«¡Pues dame a mí a Pequeña-Ventaja! ¡No dejes que se vaya!», replicó el hermano mayor.
Pero antes de que hubiera terminado de hablar, Pequeña-Ventaja se elevó al cielo. El hermano mayor dejó caer rápidamente a su madre al suelo y extendió los brazos para atrapar a Pequeña-Ventaja al vuelo. Pero ya no pudo alcanzarlo y mientras se iba elevando, Gran-Obligación cogió a Pequeña-Ventaja de la mano y los dos juntos atravesaron las nubes y desaparecieron.
El hermano mayor pataleaba y lloriqueaba diciendo. «¡Ay, como ambicionaba la Pequeña-Ventaja he descuidado la Gran-Obligación!».