28. El país de los ogros[85]
En Annam vivía un hombre llamado Sü que se ganaba la vida como comerciante en un barco. En medio de una gran tormenta fue arrojado a una costa lejana. Allí se elevaban escarpadas montañas llenas de una vegetación pimpante. Vio algo en el campo que se asemejaba a las casas de los hombres, así que cogió las provisiones y salió a la orilla. Apenas había llegado a la montaña cuando vio, en ambas laderas, aberturas como cavernas, apretujadas como celdas de abejas. Se quedó de pie y echó una ojeada a uno de los agujeros. Dentro había dos ogros que tenían dientes tan afilados como espadas. Sus ojos eran como lámparas de fuego. Estaban desgarrando un ciervo sin cocinar con sus garras y se lo comían. El hombre se asustó muchísimo al verlos y quiso huir, pero los ogros ya lo habían visto, lo cogieron y se lo llevaron a su cueva. Los dos seres hablaban entre ellos con gritos animales. Le arrancaron la ropa del cuerpo y se lo querían comer. Él sacó rápidamente de su mochila pan y carne seca y se los dio. Ellos se repartieron los alimentos, se los comieron y pareció que Ies gustaba. Se pusieron a rebuscar en su bolsa; él les hacía señas con las manos para indicarles que ya no quedaba más.
Luego dijo: «¡Dejadme en libertad! En mi barco tengo sartenes y cazuelas, vinagre y condimentos. Con eso puedo cocinar comida para vosotros».
Pero los ogros no entendieron lo que decía y seguían siendo desagradables. Entonces él intentó hacerse entender haciendo signos con las manos y al final parecía que habían comprendido algo. Fue con ellos al barco, se llevó los enseres de cocina a la cueva, cogió arroz, hizo un fuego y cocinó el resto del ciervo. Cuando estuvo cocido Ies hizo probarlo. Los dos seres comieron con gran placer. Después salieron de la cueva y cerraron la abertura con un gran bloque de piedra. Al poco tiempo volvieron con otro ciervo que habían atrapado. El vendedor lo despellejó, buscó agua fresca, lavó la carne y cocinó varias ollas hasta arriba. De repente apareció todo un rebaño de ogros que se comieron lo que había cocinado. Se sentían realmente con fuerzas después. Todos señalaron las ollas, que les parecían muy pequeñas. A los tres o cuatro días, uno de los ogros se trajo una olla colgada al hombro que fue la que se utilizó siempre a partir de entonces.
Ahora se amontonaban los ogros en torno al vendedor, le traían lobos y antílopes, que le hacían cocinar para ellos, y, cuando ya estaban llenos, lo llamaban para que comiera con ellos.
Así pasaron algunas semanas y fueron confiando en él, por lo que lo dejaban andar con libertad de un sitio para otro. Con el tiempo el vendedor escuchó los gritos que lanzaban y pudo entenderlos, y no pasó mucho tiempo antes de que pudiera él mismo hablar el lenguaje de los ogros. Con lo cual ellos estaban todavía más contentos. Trajeron a una mujercita para que se casara con el comerciante. Pero él tenía miedo de ella y no se atrevía a acercarse. La mujer ogro lo tomó a la fuerza y obtuvo gran placer de él. Le regaló objetos preciosos y frutas para que se calmara y acabaron viviendo amorosamente como esposos.
Un día, todos los ogros se levantaron muy pronto y todos llevaban al cuello una cadena de resplandecientes perlas. Le ordenaron al comerciante que cocinara muchísima carne.
El comerciante le preguntó a su mujer qué significaba aquello. «Hoy es una fiesta muy importante —le dijo ella—, hemos invitado al gran rey a comer».
A los otros ogros Ies dijo: «El comerciante no tiene una hilera de perlas».
Entonces cada ogro le dio cinco perlas y ella misma añadió diez, de forma que tenía más de cincuenta perlas. Las engarzó y se las puso al cuello. Cada una de esas perlas valía varios cientos de táleros de plata.
El comerciante cocinó entonces la carne. Luego entró con todos en la cueva a recibir al gran rey. Llegaron a una amplia cueva; en medio había un gran bloque de piedra, liso y brillante, que parecía una silla. Alrededor había asientos de piedra. El lugar de honor estaba cubierto por una piel de leopardo; todos los restantes, con pieles de ciervo. Varias docenas de ogros estaban sentados en filas y en hileras.
De repente se levantó una gran tormenta que hacía vibrar el polvo, y un monstruo cuyo aspecto era semejante a la de un ogro apareció. Todos los ogros, muy excitados, fueron a recibirle. El gran rey entró en la cueva, se sentó con las piernas recogidas y miró a su alrededor con sus redondos ojos de águila. Todos le siguieron a la cueva. Se instalaron a ambos lados de él, levantaron sus miradas hacia él y pusieron los brazos en el pecho en forma de cruz, para mostrarle de esta forma su respeto.
El gran rey asintió con la cabeza, los miró y preguntó: «¿Están aquí todos los de la montaña Wo-Me?».
Todos asintieron.
Luego miró al comerciante y dijo: «Y ¿de dónde viene ése?».
Su mujer contestó por él y todos alabaron su cocina. Unos trajeron la carne cocinada y la pusieron en la mesa. El gran rey comió hasta sentirse satisfecho. Lo alabó con la boca llena y le ordenó que le enviara siempre esa comida.
Luego miró al comerciante y le dijo: «¿Por qué tu collar es tan corto?».
Mientras hablaba, cogió diez perlas de su propio collar, gruesas y redondas como balas de escopeta. Su mujer las cogió rápidamente para él y se las colgó al cuello. El comerciante cruzó los brazos y le dio las gracias en el lenguaje de los ogros. El gran rey se marchó después, montado en la tormenta como si volara.
El comerciante había vivido cuatro años con su mujer cuando ella dio a luz a trillizos: dos varones y una niña; todos ellos tenían el aspecto exterior humano, al contrario que su madre.
Un día se encontraba el comerciante solo en casa; una mujer de otra cueva se presentó e intentó inducirle a que cayera en la tentación. Él no quería. La ogresa se enfadó y lo cogió por debajo del brazo. Mientras tanto, su mujer llegó a casa y ambas se Enzarzaron en un horrible combate con las manos.
La esposa mordió a la otra en una oreja y la otra se fue. Desde entonces la ogresa vigiló a su marido y no permitió que lo miraran.
Volvieron a pasar tres años y los niños fueron aprendiendo a hablar. Él también les enseñó el lenguaje de los hombres. Crecieron y se hicieron tan fuertes que podían andar sobre las montañas como si fuera un llano.
Un día en que su mujer se había ausentado con uno de los niños y con la niña durante media jornada, el viento del norte soplaba con fuerza y en el corazón del comerciante creció la añoranza de su antiguo hogar. Cogió a su hijo de la mano y lo llevó a la orilla del mar. Allí estaba todavía su viejo barco. Subió con su hijo a bordo, y en un día y una noche volvió a Annam.
Al llegar a su casa, vio que su mujer se había casado mientras tanto con otro hombre. Cogió dos de sus perlas y las vendió con una ganancia de mucho oro, con lo que podía mantener una casa elegante; a su hijo le dio el nombre de Pantera. Cuando tuvo catorce años era tan fuerte que podía levantar un peso equivalente a quince quintales. Pero era rudo y le gustaba la lucha. El general de Annam, sorprendido por su valor, lo nombró coronel, y realizó tales servicios en el sofocamiento de una rebelión que con dieciocho años ya era ayudante de general.
En aquel tiempo, otro comerciante había sido también arrastrado a la isla Wo-Me por la tormenta.
Al llegar a tierra vio a un jovencito, que le preguntó asombrado: «¿No sois un hombre del Reino del Medio?».
El comerciante le contó cómo había llegado allí arrastrado por las olas y el joven lo llevó a una pequeña cueva que se encontraba en un valle escondido. Luego llevó al hombre carne de ciervo y habló con él. Le contó que su padre también procedía de Annam y resultó que era un viejo conocido del comerciante.
«Tenemos que esperar a que sople el viento del norte —le dijo el joven—, entonces os acompañaré y os daré un beso para mi padre y para mi hermano mayor».
«¿Y por qué no vienes conmigo a buscar a tu padre?», le preguntó el comerciante.
«Mi madre no es del Reino del Medio —le respondió el joven—, es diferente en el aspecto y en el lenguaje, por eso no puedo ir».
Un día se levantó un fuerte viento del norte y el joven acompañó al comerciante al barco y le recomendó al despedirse que no olvidara ninguna de sus palabras.
El comerciante se dirigió al palacio del ayudante de general Pantera cuando llegó a Annam y le contó todo lo que había visto.
Cuando Pantera oyó hablar de su hermano, le entró una gran pena. Pidió un permiso y se hizo al mar junto con dos soldados. Pronto se levantó un tifón que formaba olas como picos, que salpicaban hasta el cielo. El barco se hundió y Pantera cayó al mar. Fue recogido por una criatura que lo arrastró a una playa en la que había casas. El ser que le había cogido parecía un ogro, por eso le habló en el lenguaje de los ogros. El ogro le preguntó asombrado quién era y él le contó toda su historia.
El ogro le dijo lleno de alegría: «Wo-Me es mi antiguo hogar. Está a ochocientas millas de aquí. Éste es el país de los dragones venenosos».
Luego fue a un barco en el que tuvo que entrar Pantera, luego el ogro arrastró el barco al agua, que parecía una flecha atravesando las olas. Pasó toda la noche hasta que vieron tierra al norte. Había un joven en la orilla que buscaba con la mirada. Pantera reconoció a su hermano. Saltó a tierra, se dieron la mano y se echaron a llorar. Entonces se volvió hacia el ogro que le había conducido hasta allí para darle las gracias, pero ya había desaparecido.
Pantera preguntó entonces por su madre y por su hermana y supo que ambas estaban bien. Quería ir a verlas con su hermano, pero éste le dijo que esperara y fue él solo. No mucho más tarde volvió acompañado de la madre y de la hermana. En cuanto vieron a Pantera ambas se echaron a llorar de lo contentas y tranquilizadas que estaban. Pantera Ies rogó que lo acompañaran a Annam.
Pero la madre le respondió: «Me temo que si voy contigo, los hombres se van a burlar de mí por mi aspecto».
«Yo soy un oficial con un alto grado —le respondió Pantera—, la gente no va a atreverse a ofenderte».
Todos se fueron con él en el barco. Un viento propicio hinchó la vela y algunas ráfagas de viento les condujeron. Al tercer día llegaron a tierra. Todos los hombres que encontraron se marcharon corriendo asustados. Pantera cogió su capa y la dividió en tres para que los otros pudieran cubrirse.
Al llegar a la casa y ver al marido, la ogresa empezó a regañarle porque no le había dicho nada cuando se había marchado a su hogar. Los miembros de la familia que venían a saludar a la esposa del dueño de la casa lo hacían temblando y estremeciéndose. Pantera recomendó a su madre que aprendiera la lengua del Reino del Medio, que se vistiera de seda y que se acostumbrara a comer los alimentos de los hombres. Ella estuvo completamente de acuerdo; pero la madre y la hija se hicieron ropa de hombre. El hermano y la hermana eran de tez bastante clara y se parecían a los hombres del Reino del Medio. Al hermano le dieron el nombre de Leopardo y a la hija. Hija de Ogro. Ambos tenían una gran fuerza física.
A Pantera le parecía mal que su hermano fuera tan poco cultivado, así que lo puso a estudiar. Leopardo era muy inteligente, a la primera lectura entendía lo que decía el libro, pero no tenía ninguna inclinación por el oficio de sabio. El tiro y montar a caballo era lo que más le gustaba. Por eso ascendió muy pronto entre los guerreros y se casó con la hija de un funcionario muy conocido.
Hija de Ogro no encontró ningún hombre, porque todos tenían miedo de la suegra. La primera mujer de unos de los que estaban al mando de su hermano murió y él se sintió dispuesto a casarse con Hija de Ogro. Ella podía tensar los arcos más fuertes; era capaz de hacer diana en el pájaro más pequeño situado a cien pasos. Nunca caía su flecha a tierra sin haber ensartado algo. Cuando su marido iba a la batalla, ella siempre lo acompañaba y, cuando fue nombrado general, lo fue en gran parte gracias a los servicios que ella le prestaba.
Leopardo había llegado a los treinta años a ser mariscal de campo. Su madre lo acompañaba en las campañas de guerra. En cuanto se le acercaba un enemigo poderoso, ella empuñaba el arma y sacaba el cuchillo para salirle al paso en lugar de su hijo. Entre los enemigos a los que se enfrentaron no hubo ninguno que no se escapara asustado. Por su valor, el emperador le concedió el título de «supermujer».
En los libros de cuentos se dice siempre que los ogros son poco frecuentes, pero si lo pensamos dos veces, no son tan infrecuentes. Un hombre tan noble tuvo finalmente en su casa un ogrito de ésos.