53. De cómo Molo robó el amanecer[53]

En los tiempos de la dinastía Tang había forjadores de espadas de distintos tipos. Los primeros eran los que formaban las espadas de los santos. Podían convertirse a voluntad, y sus espadas eran como el resplandor de un rayo. Antes de que la gente se diera cuenta, le habían cortado ya la cabeza. Pero estos hombres tenían un gran sentido común y no se mezclaban con facilidad en los asuntos humanos. El segundo tipo lo constituían las espadas de los héroes. Se ocupaban de matar a los injustos y de ayudar a los oprimidos. Llevaban una daga al costado, dentro de una funda de cuero. Gracias a fórmulas mágicas podían convertir las cabezas de los hombres en agua. Volaban por encima de los tejados y subían y bajaban por las paredes. Podían ir y venir sin dejar huellas. Las más bajas eran las espadas de los asesinos. Se Ies podía contratar si uno quería vengarse de su enemigo. La muerte era para ellos algo corriente.

El viejo de la barba de dragón estaba exactamente en el medio de la primera y de la segunda clase, pero Molo, del que habla otra historia, era uno de los héroes de espada.

En aquellos tiempos existió un joven que se llamaba Tsui. Su padre era un alto funcionario y amigo de un príncipe. El padre envió en una ocasión a su hijo a visitar al amigo, que estaba enfermo. El hijo era joven, hermoso y mañoso. Se marchó dispuesto a cumplir los deseos de su padre. Cuando llegó a la casa, vio a tres bellas esclavas que recogían melocotones colorados, los echaban en recipientes y los rociaban de almíbar y se los ofrecían. Cuando hubo comido, se despidió y el que le ofrecía hospitalidad ordenó a una esclava, de nombre Amanecer, que le acompañara a la corte. Mientras iban de camino, el joven no dejaba de mirarla. Ella le guiñaba el ojo sonriendo y le hacía gestos con la mano. Primero extendió tres dedos, luego estiró tres veces la mano y luego señaló un espejito que llevaba sobre el busto. Cuando se despidieron le susurró: «¡No te olvides de mí!».

Cuando regresó a la casa, todos sus sentidos y pensamientos estaban confusos. Su espíritu estaba de pie, como si se tratara de un gallo de palo. Tenían un viejo criado, que se llamaba Molo, que era un hombre fuera de lo corriente.

«¿Qué os hace falta, señor? —le decía—, ¿por qué estáis así de triste? ¿No queréis confiárselo a vuestro viejo servidor?». Entonces el joven le contó lo que le había sucedido y le contó también los misteriosos signos que le había hecho la muchacha.

Molo le dijo: «El que extendiera tres dedos quiere decir que vive en el tercer patio. El estirar por tres veces la mano significa el número de los cinco dedos por tres. Es decir, quince. El señalar a su espejito quiere decir que el día quince del mes, cuando la luna esté llena y redonda como el espejo, debéis ir a verla».

Entonces el joven se deshizo de sus negros pensamientos y casi no podía con la alegría que le embargaba.

Pero poco después volvió a ponerse triste y dijo: «El palacio del príncipe está cerrado y es más difícil atravesarlo que atravesar el mar. ¿Cómo voy a poder llegar a ella?».

«No hay nada más fácil —repuso Molo—, el día quince cogemos dos trozos de seda oscura y nos cubrimos con ellos. Yo os guiaré. Es cierto que hay un perro salvaje, que hace guardia a la entrada del patio de las esclavas, es fuerte como un tigre y vigilante como un dios. Nadie puede pasar delante de él. Primero hay que matarlo».

Cuando llegó el día señalado, dijo el criado: «Aparte de mí, no hay nadie que sea capaz de matar a ese perro».

El joven le dio muy contento vino y carne. El viejo cogió un martillo con cadena y desapareció al instante.

Y antes de que hubiera pasado el tiempo de una comida, ya estaba de vuelta diciendo: «El perro ya está muerto, ya no existe impedimento alguno».

A media noche se envolvieron ambos en dos retales de seda oscura y el viejo condujo al joven a través de los diez tipos de muros que rodeaban el palacio. Llegaron a la tercera puerta; estaba sólo entornada. Vieron que había una lamparilla que chisporroteaba y oyeron a Amanecer que sollozaba en voz alta. El patio estaba tranquilo y solitario. El muchacho levantó la cortina y entró. Amanecer le examinó durante un buen rato; luego saltó alegremente desde su cama y le cogió las manos.

«Ya sabía yo que erais inteligente y que habíais entendido mis señas. Pero ¿qué magia tenéis para poder llegar hasta aquí?».

El joven le explicó detalladamente los buenos servicios de Molo.

«Y ¿dónde está Molo?», le preguntó ella.

«Afuera, detrás de la cortina», le contestó.

Luego le dijo que entrara, le dio vino en una taza de jade y dijo; «Yo soy de una buena familia que vive lejos de aquí. Me han obligado a servir como esclava en esta casa. Aquí hecho todo de menos, pues, aunque tengo palillos de jade para comer y bebo vino en cálices de oro, y me visto de seda y terciopelo y puedo tener cuantas joyas desee, para mí todo eso no son más que guijarros y teluchas. Buen Molo, tú dominas la magia, te ruego que me ayudes en este problema y a cambio serviré a tu señor gustosamente como esclava y no olvidaré en toda mi vida tu buena acción».

El joven miró a Molo. Él estaba de acuerdo y dispuesto a hacerlo. Pidió permiso para guardar el ajuar en bolsos y sacos. Fue y vino tres veces hasta que se hubo llevado todo. Luego cogió a su señor y a Amanecer a la espalda y voló con ellos por encima de los muros de piedra. Ningún centinela del castillo del príncipe se había dado cuenta de nada. Una vez en casa, escondió a Amanecer en las habitaciones más tranquilas.

Cuando el príncipe se dio cuenta de que le faltaba una esclava y de que uno de sus perros salvajes había sido asesinado dijo: «Seguro que esto lo ha hecho un poderoso héroe de la espada». Luego dio órdenes estrictas de que no corriera el rumor y que se siguiera investigando lo ocurrido en secreto.

Habían pasado dos años y el joven ya no pensaba en peligro alguno. Cuando los capullos florecían en primavera, condujo a Amanecer en un pequeño palanquín hacia el río. Fue descubierta por un criado del príncipe, el cual informó a su señor. El joven tuvo que ir a verle. Como no podía ocultar los hechos, le contó toda la verdad.

El príncipe le dijo: «Toda la culpa es de Amanecer. A vos no os hecho nada en cara. Y como ahora es vuestra esposa, tampoco quiero hacerle nada. El único que tiene que pagar la culpa es Molo».

Entonces ordenó a cien guerreros armados con arcos y espadas que rodearan la casa del joven y que, pasara lo que pasara, cogieran prisionero a Molo. Molo cogió su puñal y voló por encima del muro. Miró a su alrededor como hacen los halcones. Las flechas llegaban en una nube tan compacta como si fueran gotas de lluvia, pero ninguna le dio. En un instante desapareció y nadie supo adónde fue.

Después de más de diez años, alguna gente de su señor le vio en el sur comprando medicinas. Seguía pareciendo igual de joven que antes.

Cuentos chinos
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