34. La piel pintada[92]

En Taiyüanfu vivió un hombre que se llamaba Wang. Una mañana que había salido, encontró a una muchacha que llevaba un hato al brazo y que andaba sola. Avanzaba a duras penas con sus pequeños pies. Él apresuró el paso y la alcanzó. Era una muchacha preciosa de unos dieciséis años.

Le gustó mucho y por eso le dijo: «¿Adónde vais tan sola a una hora tan temprana?».

La chica le respondió: «Los extraños no pueden hablarse unos a otros de sus problemas. ¿Por qué os tomáis el trabajo de preguntarme?».

El joven le dijo: «¿Cuál es vuestra pena? Si puedo ayudaros, lo haré con mucho gusto».

La muchacha le respondió tristemente: «Mis padres no tenían dinero. Me vendieron como esclava a un hombre muy rico. Su mujer estaba celosa, por la mañana me regañaba y por la noche me pegaba. No lo aguanté más y me escapé».

«Y ¿adónde os dirigís?».

«La gente que se ha perdido no tiene hogar».

Entonces el jovencito le propuso: «Mi casa no está lejos de aquí. ¿Queréis tomaros la molestia de ir a ver qué os parece?».

La muchacha estaba muy contenta y aceptó. El joven le cogió el hatillo y se lo llevó a casa.

La chica vio que no había nadie en la habitación y le preguntó: «¿No tenéis esposa?».

«Éste es sólo mi cuarto de estudio», le contestó él.

«El sitio es bueno —le dijo la muchacha—. Si os apiadáis de mí y queréis salvarme la vida, nadie debe saber ni una palabra de que estoy aquí».

El joven se lo prometió y la escondió en la apartada habitación. Pasaron los días sin que nadie supiera nada de ella. Al final le dio algunas pistas a su mujer. Ella se enfadó al saber que era una esclava de una casa importante y lo empujó para que la echara, pero él no le hizo caso.

Un día que fue al mercado se encontró con un sacerdote que le miró asombrado. Le preguntó con quién se había encontrado. «Con nadie», le contestó.

«No digáis que con nadie —le dijo el sacerdote—, estáis rodeado por un halo de desgracia. ¿Por qué decís que con nadie?».

El joven volvió a mentir con firmeza.

El sacerdote dijo entonces: «¡Es raro encontrar en el mundo a un hombre que va derecho a su muerte y que no quiere entrar en razón!».

El joven se desazonó con estas palabras y la muchacha le parecía un poco sospechosa. Pero luego pensó de otra manera: «A todas las claras es una hermosa muchacha. ¡Qué desgracia va a atraer sobre mí! Creo que el sacerdote ha querido ganarse un dinerillo con la nigromancia».

En éstas llegó a la puerta de su casa. Estaba cerrada por dentro y no se podía entrar. Se preguntó quién podía haberlo hecho y escaló la pared, pero la puerta de la habitación estaba también cerrada. Entonces se puso junto a la ventana y espió lo que ocurría dentro. Vio a un horrible demonio con el rostro verdiazul, cuyos dientes parecían sierras. Había extendido una piel de hombre en la cama y tenía un pincel con pintura en la mano con el que estaba pintando. Cuando hubo terminado, arrojó el pincel, cogió la piel y se la puso como si fuera un vestido, convirtiéndose en la muchacha.

El joven, al ver esta farsa, se marchó asustadísimo y se arrastró a cuatro patas para salir del patio.

Buscó apresuradamente al sacerdote. Nadie sabía adonde había ido. Él siguió su pista a pesar de todo y terminó por encontrarlo en un campo. Se arrojó a sus pies y le rogó que lo salvara.

El sacerdote le dijo: «Vamos a ahuyentarlo. Ese ser también corre un peligro real. Está buscando a alguien que lo sustituya y yo no quiero tener sobre mi conciencia el dañar su vida».

Mientras hablaba le dio un hisopo mágico y le ordenó que lo colgara en la puerta de la habitación. Al despedirse de él, le dio una cita en el templo del Señor Verde.

El joven volvió a su hogar. No se atrevía a ir al cuarto de estudio, así que durmió en el cuarto de dentro. Colgó el hisopo encantado.

Debía de ser la primera ronda de la noche cuando oyó en la puerta un ruido de cadenas. Él mismo no se atrevió a ir a ver lo que ocurría, y mandó a su mujer. Ella vio a la muchacha que venía, pero cuando vio el hisopo no se atrevió a entrar. Se quedó de pie delante y le rechinaban los dientes. Estuvo así un largo tiempo y luego se marchó.

Un poco más tarde volvió y dijo en tono retador: «El sacerdote quiere asustarme, pero yo no me asusto. Antes me lo como y lo escupo».

Cogió el hisopo y lo rompió. Luego abrió la puerta con fuerza y entró. Se dirigió a la cama del hombre, le rasgó el cuerpo, cogió su corazón y desapareció.

La esposa llamó a la criada. Trajeron luz; pero el hombre ya había muerto. Sangraba a borbotones del pecho. La mujer tuvo miedo y sollozó en voz baja. Al día siguiente envió al hermano de su marido a informar al sacerdote.

El sacerdote estaba encolerizado: «He tenido piedad de ella, y ¡vaya una frescura la de la diablesa!». Mientras lo decía, acompañaba al hermano a la casa. La muchacha había desaparecido. El sacerdote alzó la cabeza y miró en todas direcciones.

«Por suerte aún no se encuentra lejos —dijo—. ¿Quién vive en el patio que está orientado hacia el sur?».

El hermano respondió: «Allí vivo yo».

«Allí es donde se encuentra ahora», dijo el sacerdote.

El hermano se asombró; él no sabía nada del asunto.

El sacerdote preguntó; «¿No ha llegado ningún extraño a vuestra casa?».

«Yo estaba en el templo, había ido a buscaros, no lo sé. Tengo que ir a preguntar».

Un rato más tarde volvió. «Sí que hay alguien allí. Hoy por la mañana llegó una anciana que buscaba un puesto como criada de nuestros servidores. Se ha quedado con la gente y todavía se encuentra allí».

«¡Es ella!», le dijo el sacerdote.

Se dirigió allí, cogió una espada de madera, se colocó en el centro del patio y gritó: «¡Hija del diablo, devuélveme mi hisopo!».

La muchacha que se encontraba en la habitación se asustó y se puso pálida. Salió por la puerta con la intención de escaparse. El sacerdote la golpeó. La muchacha cayó y la piel de persona se desprendió resquebrajándose. Se convirtió en un demonio que se retorcía en el suelo gruñendo como un cerdo. El sacerdote le cortó la cabeza con la espada de madera y entonces el monstruo se convirtió en un denso humo que se arremolinaba en compactos torbellinos a nivel del suelo. El sacerdote adelantó una botella en forma de melón, la abrió y la colocó en medio del humo. Éste empezó a moverse en oleadas y al momento había desaparecido en la botella, como cuando se sopla con la boca. El sacerdote volvió a cerrarla y se la metió en el bolsillo. Todos observaban la piel de hombre: las cejas, los ojos, las manos y los pies. Estaba completa y todo estaba claramente imitado. El sacerdote la enrolló, y hacía el mismo ruido que cuando se enrolla una hoja de papel. Luego se la guardó también y se dio la vuelta para marcharse.

La mujer le detuvo en la puerta y entre lágrimas le pidió que devolviera la vida a su esposo. El sacerdote se excusó; eso sobrepasaba sus poderes. La mujer empezó a quejarse con más fuerza, se arrojó al suelo y allí se quedó delante de él.

El sacerdote reflexionó mucho tiempo y luego dijo: «Mis artes no son lo suficientemente poderosas para despertar a los muertos. Pero existe un hombre que quizá pueda. Si vais a verlo y se lo pedís, seguro que lo conseguiréis». Cuando le preguntaron quién era, respondió: «En el mercado hay un loco que siempre se encuentra entre los excrementos. Podéis intentar conmoverle con vuestras súplicas, pero si se ríe de vos y os hace burla, ¡no os enfurezcáis!».

El cuñado de la mujer ya había visto al loco, así que el sacerdote se despidió.

El cuñado acompañó allí a la mujer. Se encontraron a un mendigo que cantaba en la calle como alguien que se ha vuelto loco. Se le caía el moco de la nariz y estaba tan cubierto de suciedad que no podía uno acercársele. La mujer se arrastró de rodillas hacia él. El mendigo se rió: «¡Cariño!, ¿te gusto?». La mujer le explicó entonces su súplica. El loco empezó a reírse: «Hay hombres suficientes para ti. ¿Por qué vamos a resucitar a uno?». La mujer siguió suplicándole. Entonces él le dijo: «¡Qué gracia, suponer que yo puedo devolver la vida a un muerto! ¿Acaso soy yo el príncipe de los infiernos?». Se enfadó y golpeó a la mujer con un bastón. Ella se aguantó el dolor y se dejó hacer. Poco a poco se juntaba la gente del mercado y estaban todos tan juntos que formaban una muralla. El mendigo carraspeó, se escupió en la mano, se la puso a ella en la boca y le dijo: «¡Cómetelo!». La mujer se puso colorada y pareció como si no pudiera soportarlo, pero acordándose de las palabras del sacerdote, se sobrepuso y se lo tragó. Notó algo duro que le descendía por el esófago como un terrón redondo, que se le quedó en el pecho atascado.

El mendigo empezó a reírse a carcajadas: «Cariño, te gusto de verdad». Dicho esto, se levantó, se marchó y no volvió a preocuparse de ella. Ella le siguió. Se dirigía a un templo. Ella le siguió allí, también dentro del templo, para buscarle. Había desaparecido. Le buscaron por delante y por detrás. No había huella alguna.

Ella se volvió a casa sin ganas y avergonzada. Tristísima por la horrible muerte de su esposo y arrepentidísima del oprobio que había sufrido para nada, rompió a llorar desconsoladamente, deseando sólo la muerte.

Había que lavar el cadáver del esposo y prepararlo para el entierro. La gente de la casa se mantenía apartada y miraban sin atreverse a entrar. La mujer abrazó el cadáver, puso en orden las vísceras y se echó a llorar. Lloraba tan fuerte que la voz se le atragantaba en el pecho y se ahogaba. De repente sintió que el terrón que estaba en su pecho subió y salió, y antes de que tuviera tiempo para darse la vuelta, había caído en el agujero del pecho del difunto. Asustada, vio entonces que era un corazón humano, que se movía hacia delante y hacia atrás en el pecho. La respiración de la vida surgió como una nube de polvo. Ella estaba asombradísima y cerró con ambas manos la herida del pecho. Tuvo que empujar con todas sus fuerzas. En cuanto dejaba un poco el aire, se escapaba por la rendija. Rasgó su pañuelo de seda y se lo ató alrededor. Cuando tocó con la mano el cadáver, vio que se iba calentando paulatinamente. Lo cubrió con una manta. Cuando volvió a verlo a media noche, respiraba por la nariz; al romper el día había vuelto a la vida. Lo único que dijo es que tenía un recuerdo desdibujado como en los sueños. Sentía también un dolor sordo alrededor del corazón. La herida se había cerrado. Había una cicatriz del tamaño de una moneda. Finalmente sanó del todo.

Cuentos chinos
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