19. Los espíritus de los ahorcados[76]
Al gran poeta Su Dung Po le gustaba contar historias de espíritus; pero él mismo no había visto ninguno. Otro, que respondía al nombre de Yüan Dschang, había escrito en un tratado que no existían los espíritus. Un día apareció un sabio que deseaba verle.
«Desde los tiempos remotos —dijo—, existen historias reales que hablan de los dioses y de los espíritus. ¿Cómo habéis llegado a negarlas?».
Entonces Yüan Dschang le fue desgranando, una tras otra, razones bien fundamentadas, de forma que no era posible seguir contradiciéndole.
El sabio se enfadó.
«Yo mismo soy un espíritu», le dijo.
Y antes de que hubiera acabado de pronunciar estas palabras, se convirtió en un diablo de cuerpo verde y con el cabello rojo, que daba miedo mirar y que era temible. Se hundió en la tierra y desapareció. No mucho tiempo más tarde, murió Yüan Dschang.
Hay diferentes tipos de espíritus, pero entre todos ellos los peores son los espíritus de los ahorcados. Los espíritus son generalmente mujeres que proceden casi siempre de familias campesinas pobres. Las aldeanas simples, que son maltratadas por sus suegras o están condenadas a padecer hambre y duros trabajos, están a menudo descontentas con su suerte. Pueden pelearse con sus madres políticas o hacerse insultar por sus maridos. Entonces no ven nada más allá y por necesidad ponen fin a sus vidas. A menudo sucede que ingieren veneno o que saltan a un pozo. Lo más corriente, sin embargo, es que se ahorquen. Los abuelos y los ancianos suelen contar que los espíritus de los ahorcados siempre incitan a otras mujeres a penderse de las vigas y a encontrar la muerte por este medio. Pues sólo así pueden abrírseles las puertas del mundo inferior y pueden volver al círculo de las reencarnaciones. El espíritu de las nuevas ahorcadas se pone a buscar de nuevo sus suplentes. Por eso es tan corriente que las mujeres tontas se ahorquen. En los cuentos y en las historias se dicen muchas cosas sobre los espíritus de los ahorcados. A menudo puede ser por casualidad, pero quiero relatar ahora una historia que yo mismo oí en boca de gentes dignas de crédito.
En Tsingtschoufu vivía un hombre que había aprobado un examen de entrada a la escuela militar y que tenía que trasladarse a Tsinanfu para establecerse. Era la época de las lluvias, así que se vio detenido por el barro y por la lluvia. Avanzaba muy lentamente y por la noche no pudo llegar al albergue del pueblo. Después de la puesta del sol llegó a un pequeño caserío y pidió cobijo. Pero en todo el pueblo no había más que familias pobres que no tenían sitio en sus casas. Así que le indicaron que fuera a un viejo templo que había a la entrada del pueblo para que pasara allí la noche.
Las imágenes de los dioses del templo se habían vuelto tan borrosas que no se podían distinguir. La puerta estaba cubierta por gruesas telas de araña y el polvo cubría la entrada. Así que salió al aire libre y encontró unos viejos escalones. Arrebujó la bolsa en la piedra, ató su caballo al tronco de un viejo árbol de la vida, sacó la bota de la bolsa, se puso cómodo y bebió.
El día había sido cálido. Tras las fuertes lluvias volvió a aclarar. La luna se iba ocultando. Él estaba agradablemente entorpecido por la bebida, cerró los ojos y se dispuso a dormir.
De repente oyó un fuerte ruido en el templo, un viento helado le corrió por el rostro, de manera que le hizo volverse y mirar. Vio salir del templo a una mujer vestida con un viejo vestido rojo, cuyo rostro era tan blanco como la cal del muro. Miró a su alrededor como si temiera encontrarse a un hombre. Como el soldado no estaba falto de valor, se hizo el dormido y no se movió. Volvió a mirarla con los ojos semicerrados. Y se dio cuenta de que se sacaba una cuerda de la manga y de que desaparecía. Entonces cayó en la cuenta de que se trataba del fantasma de un ahorcado. Se incorporó silenciosamente y la siguió. Efectivamente, se dirigía al pueblo.
Cuando hubo llegado a una puerta, se escurrió a través de una rendija de la puerta del patio. El soldado saltó el muro detrás de ella. Se trataba de una casa de tres habitaciones. En la última ardía una lámpara con una llama vacilante. Miró por la ranura de la ventana y vio a una mujer de unos veinte años sentada en la cama llorando con fuertes sollozos y un pañuelo todo mojado por las lágrimas. Junto a ella había un niño durmiendo. La mujer miraba las vigas del tejado. Tan pronto se echaba a llorar como se ponía a acariciar al niño. Cuando el soldado miró con más atención, vio que el fantasma del ahorcado estaba en las vigas. La cuerda la tenía alrededor del cuello e imitaba el movimiento de los ahorcados. Cada vez que movía la mano, la mujer miraba hacia ella. Todo esto duró mucho tiempo.
Por fin dijo la mujer: «Tú dices que lo mejor sería morir. Bien, no me importa morir, pero no puedo separarme del niño».
Y volvió a echarse a llorar. El fantasma se reía y volvía a enroscar la cuerda en el cuello.
Entonces dijo la mujer, decidida: «Ya está. Voy a morir».
Con estas palabras, se puso a abrir su cesto de la ropa, sacó otros vestidos y se maquilló sirviéndose de un espejo. Luego cogió un banco y se subió en él. Ató el cinturón de su vestido y lo hizo pasar al otro lado de la viga. Ya había metido el lazo en el cuello e iba a saltar, cuando el niño se despertó de repente y se echó a llorar. La mujer se bajó y consolaba a su hijo y lo cogía. Y según lo consolaba, lloraba ella, de forma que las lágrimas le caían de los ojos como perlas ensartadas. El fantasma frunció la frente y siseó como si temiera perder su presa. Tras un momento, el niño se había vuelto a dormir profundamente y la mujer volvió a empezar a mirar hacia arriba. Se levantó, subió al banco y ya estaba a punto de enrollarse la cuerda en el cuello, cuando el soldado empezó a gritar y a tamborilear en la montaña. La rompió y entró de un salto en la habitación. La mujer cayó al suelo y el fantasma desapareció. El soldado hizo volver en sí a la mujer. Vio que en las vigas se balanceaba una cuerda como un lazo sin fin. Como sabía que era del fantasma de la ahorcada se lo llevó.
Luego le dijo a la mujer: «¡Cuida bien de tu hijo!, no tenemos más que una vida para perder». Y salió.
Se acordó de que su caballo y su equipaje estaban todavía en el templo y se fue a cogerlos. Cuando llegó a la salida del pueblo, allí se encontraba el fantasma esperándole.
Se inclinó y le dijo: «Desde hace muchos años busco a una que ocupe mi lugar y hoy que ya estaba tan cerca, me habéis estropeado el negocio. Ya no hay nada que hacer, pero hay una cosa que me he dejado con las prisas. Seguro que la habéis encontrado. ¡Os ruego que tengáis la bondad de devolvérmela! Si la recupero, no me importa no haber encontrado a una sustituía».
El soldado le mostró entonces la cuerda y dijo con una sonrisa: «¿Es esto? Pero si os la devuelvo seguro que alguien se colgará. No puedo soportar la idea».
Mientras lo decía se enrolló la cinta al brazo y la echó diciendo:
«¡Fuera, fuera!».
La mujer se enfadó, su rostro se puso verde oscuro, los cabellos le caían enmarañados por la nuca, las venas de los ojos se le abultaban, la lengua le colgaba de la boca, alargó los brazos y quería agarrarle. El soldado golpeó con el puño cerrado y por error se golpeó a sí mismo la nariz, de modo que empezó a sangrar. Le saltaron varias gotas de sangre a ella y, como los espíritus no pueden soportar la sangre humana, se separó de él, se quedó unos pasos por delante y empezó a maldecirle. Estuvo así un buen rato, hasta que el gallo cantó en el pueblo y entonces el fantasma se desvaneció.
Mientras tanto, los campesinos de la aldea le habían estado buscando para darle las gracias. Pues mientras él se había alejado de la mujer que había salvado, había vuelto su marido a casa y le había preguntado a la mujer lo que había ocurrido. En primer lugar se enteró él y luego los vecinos que se habían reunido delante de su casa porque habían oído llorar a su mujer. Así que todos se pusieron a buscar al soldado en las afueras del pueblo. Lo encontraron cuando todavía daba golpes con el puño al aire y hablaba a gritos. Lo llamaron y él contó lo que le había pasado. En su brazo desnudo se podía ver todavía el lazo; pero se le había pegado al brazo y lo rodeaba como si fuera un lazo de carne rojiza.
La mañana estaba despuntando. Montó a caballo y siguió su camino.