28. El mago bondadoso[28]
En un tiempo existió un hombre llamado Du Dsi Tschun. En su juventud fue un derrochador y no se preocupó de sus bienes. Se daba al vino y se pasaba el día de un lado para otro. Cuando hubo derrochado todo lo que tenía, los suyos le echaron de su lado. Un día de duro invierno, daba vueltas por la ciudad con el vientre vacío, ropas rasgadas y descalzo. Se hizo de noche y él no había logrado encontrar nada para comer. Sin un objetivo o un sitio preciso al que dirigirse, deambulaba por el mercado. Tenía hambre y el frío le resultaba inaguantable. Entonces alzó la cabeza y gritó.
De repente apareció un anciano ante él apoyado en un bastón, el cual le dijo: «¿Qué necesitas que así gritas?».
«Estoy a punto de morirme de hambre —le contestó Du Dsi Tschun—, y nadie se apiada de mí».
El viejo le dijo: «¿Cuánto dinero necesitas para poder vivir como los ricos?».
«Si tuviera quince mil monedas de cobre, me bastaría», le contestó Du Dsi Tschun.
El viejo le dijo: «Eso no es suficiente».
«Pues un millón».
«Tampoco basta».
«Entonces, tres millones».
El anciano dijo: «¡Bien!». Sacó mil monedas de cobre de su manga diciéndole: «Esto es para esta noche. Mañana, al mediodía te espero en el bazar persa».
A la hora indicada se dirigió allí Du Dsí Tschun, y, efectivamente, allí estaba el anciano, que le dio tres millones de monedas. Luego desapareció, sin decir su nombre.
Cuando Du Dsí Tschun tuvo el dinero en la mano, volvió a despertarse su ansia de derrochar. Montó en espléndidos caballos, se vistió con las más finas pieles, se emborrachó con vino y siempre estaba rodeado de cantantes. Así que el dinero volvió a acabársele. En lugar de vestirse de delicado brocado, tuvo que vestirse con prendas de algodón, y pasó del caballo al asno. Al cabo, volvía a tener prendas rasgadas e iba descalzo como antes, sin saber cómo saciar su hambre. Se encontró de nuevo sollozando en la plaza del mercado.
El anciano volvió a aparecer, le cogió la mano y le dijo: «¿De nuevo te ves así? ¡Qué raro!, te voy a ayudar otra vez».
Du Dsí Tschun se sentía avergonzado y no quería aceptarlo. Pero el viejo le obligó y se lo llevó otra vez al bazar persa. Esta vez le dio diez millones de monedas de cobre y Du Dsí Tschun se lo agradeció lleno de vergüenza.
En cuanto tuvo el dinero, se preocupó de ahorrar y contar el dinero para volverse rico. Pero los viejos defectos son difíciles de enmendar y al final vencieron sus deseos. De nuevo vació la bolsa. Tras dos o tres años era tan pobre como antes.
Se volvió a encontrar de nuevo al anciano. Sentía tal vergüenza ante él que le ardía el rostro y quiso pasar de largo.
El viejo le agarró del brazo y le dijo: «¿Adónde vas, eh?, ¿adónde? Esta vez te voy a dar treinta millones; si no cambias, es que no hay nada que pueda ayudarte».
Du Dsi Tschun le hizo una reverencia agradecidísimo y le contestó; «En mis días de pobreza, mis parientes ricos han apartado su vista de mí. Sólo vos me habéis ayudado por tres veces. El dinero que me dais hoy no voy a malgastarlo, lo juro. Lo emplearé en hacer buenas obras para honrar vuestra bondad. Cuando lo haya llevado a cabo, os seguiré aunque sea a través del fuego y del agua».
El viejo estuvo de acuerdo; «¡Está bien! Cuando hayas concluido, búscame en el templo de Lao Tse bajo los frambuesos».
Du Dsi Tschun cogió el dinero y se dirigió a Yangdschou. Allí compró cien yugadas de la mejor tierra y construyó una gran casa junto al camino, con varios cientos de habitaciones. Allí dejó vivir a las viudas y huérfanos. Luego compró un lugar para enterrar a sus antecesores y se ocupó de sus parientes necesitados. Mucha gente le agradecía el que los mantuviera.
Cuando hubo realizado todo lo que se había propuesto, fue a buscar al anciano al templo de Lao Tse. El anciano estaba a la sombra de los grosellos Ievitando. Se fue con él a la cima cubierta de nubes de la sagrada montaña del Oeste. Habían andado cuarenta millas en la montaña cuando vio una casa, limpia y bonita. Estaba rodeada por nubes multicolores, y los pavos reales y las grullas revoloteaban a su alrededor. En la casa había un horno de hierbas de una altura de nueve pies. El fuego ardía formando llamas de color púrpura y su resplandor se reflejaba en los muros. Había nueve hadas junto al horno; un dragón verde y un tigre blanco estaban echados, flanco contra flanco. Cayó la noche. El anciano ya no estaba vestido como un hombre corriente, sino que llevaba una gorra amarilla y amplios ropajes blancos. Cogió tres bolas blancas de piedra, las echó en una copa de vino y se la dio a Du Dsi Tschun a beber. Extendió una piel de tigre en la habitación interior junto a la pared del oeste y le hizo sentarse con el rostro vuelto hacia el este. Entonces le dijo: «¡Ahora, cuídate bien de decir una sola palabra! Lo que quiera que se te aparezca, ya sean dioses poderosos u horribles demonios, animales salvajes u ogros, todos los sufrimientos del infierno, aunque veas a tus parientes sufrir pena y dolor: todo eso son espejismos. No debes temer. No pueden hacerte daño alguno. ¡Piensa sólo en lo que te he dicho y mantén tu espíritu tranquilo!». El anciano desapareció después de haber pronunciado estas palabras.
Du Dsi Tschun sólo vio una gran tina de piedra llena de agua clara que estaba delante de él. Todas las hadas, el dragón y el tigre habían desaparecido. De repente oyó un gran alboroto, que conmovía el cielo y la tierra. Apareció un hombre de más de diez pies de altura, se daba a sí mismo el nombre de gran señor feudal. Él y su caballo estaban cubiertos por una cota de malla dorada, estaba rodeado por más de cien soldados, que tensaban los arcos y desenvainaban las espadas, y daban el alto en el patio.
El gigante se dirigió a él: «¿Tú quién eres? ¡Apártate de mi camino!». Du Dsi Tschun no se movió. No contestó a la pregunta.
El gigante se volvió salvaje y le gritó con voz de trueno: «¡Cortadle la cabeza!».
Pero Du Dsi Tschun permaneció impasible y el gigante se marchó furioso.
Luego aparecieron un tigre salvaje y una serpiente venenosa, aullando y silbando. Hicieron como que iban a morderle y se abalanzaron sobre él. Pero Du Dsi Tschun permaneció con el espíritu tranquilo y, tras un momento, desaparecieron.
De repente se desencadenó una gran lluvia. Relampagueaba y tronaba sin pausa, de modo que los oídos parecían estallar y los ojos se cegaban. Parecía como si fuera a destrozar la casa. El agua aumentó en unos instantes y llegó al lugar en que él estaba. Du Dsi Tschun permaneció inamovible en su puesto y no se preocupó, entonces las aguas desaparecieron.
Luego se le apareció un demonio con cabeza de buey, puso en el patio una olla, dentro de la cual bullía el aceite hirviendo. Le cogió por el cuello con una horca de hierro y le dijo: «¡Si me dices quién eres, te dejaré libre!». Du Dsi Tschun cerró los ojos y calló. Entonces el diablo le cogió con el tridente y le echó en la olla. Él olvidó el dolor y el aceite hirviente no le hizo nada. Al final el diablo le sacó y le echó a los pies de los escalones de la casa de un hombre de cabellos rojos y rostro azul, que parecía un príncipe de los infiernos. Le gritó: «¡Traed aquí a su mujer!».
Pasado un cierto tiempo, trajeron a la mujer atada. Tenía el cabello revuelto y lloraba lamentándose.
El demonio señaló a Du Dsi Tschun y dijo: «Si dices tu nombre, la dejaremos libre».
Pero él no dijo una palabra.
El príncipe de los infiernos hizo que la mujer sufriera todo tipo de tormentos. La mujer le rogaba: «He vivido diez años contigo. Y tú, ¿no quieres decir ni una palabrita para salvarme? ¡Ya no puedo soportar nada más!». Y lloraba a mares. Chilló e interpeló, pero él no pronunció una sola palabra.
El príncipe de los infiernos dijo: «Ya no puede seguir en el reino de los vivos. ¡Cortadle la cabeza!».
Le mataron, y él sintió que su alma se separaba del cuerpo, el Cabeza de buey le metió a empujones en el infierno, donde le hizo sufrir todas y cada una de las torturas. Pero Du Dsi Tschun siguió pensando y confiando en lo que le había dicho el anciano. Las penas no le parecían insoportables, así que no gritó y no dijo una sola palabra.
Luego volvió a ser empujado por el príncipe de los infiernos. Éste le dijo: «Este hombre recibirá en castigo a su porfía: volver a nacer como mujer».
Los diablos le arrastraron al círculo de la vida, y volvió al mundo como mujer. Estuvo muy enfermo y tenía que tomar siempre medicinas y dejar que le hicieran punciones y le quemaran. A menudo cayó en el fuego o en el agua. Pero nunca se le oyó decir nada. Fue creciendo y se convirtió en una bellísima mujer, pero como nunca había hablado la llamaron la mudita. Un sabio se enamoró de su belleza y se casó con ella. Tuvieron una vida de amor y concordia y ella tuvo un hijo, que ya con dos años mostraba una sabiduría e inteligencia extraordinarias.
Un día que su padre le tenía cogido en brazos, le dijo en broma a su esposa: «Cuando te veo así, pienso que no eres muda. ¿No quieres decirme una palabrita? ¡Qué estupendo sería si quisieras ser mi querida rosa habladora!».
La mujer siguió muda. Aunque él le sonreía e intentaba hacerla reír, ella no le contestó.
Entonces le cambió el humor: «Si no quieres hablarme, lo tomo como signo de que no me respetas, así que tampoco quiero nada con mi hijo». Mientras hablaba agarró con violencia al niño y le golpeó la cabeza en una piedra, de forma que le saltaron los sesos.
Como Du Dsi Tschun quería tanto al niñito, olvidó las recomendaciones del anciano y gritó: «¡Ay, ay!».
Pero el grito aún no se había apagado cuando se despertó como si hubiera estado durmiendo y se vio sentado en aquel sitio. El anciano también había desaparecido. Eran aproximadamente las cinco de la mañana. Del horno salían llamas de color púrpura salvajes y subían hacia el cielo, toda la casa desapareció y se consumió en un fuego sin luz.
«¡Me has engañado!», le gritó el anciano, agarrándole por los cabellos, y le metió la cabeza en la tinaja de agua. Al momento se apagó el fuego. El anciano dijo: «La alegría y el enfado, la tristeza, el miedo, el odio, la concupiscencia, todo lo has superado; pero no has podido escapar a la fuerza del amor. Si no hubieras gritado, cuando mató al niño, habría terminado de preparar mi elixir y también tú habrías alcanzado la inmortalidad. En el último momento te has dado por vencido. Ahora tengo que volver a preparar mi elixir empezando por el principio y tú seguirás siendo un mortal».
Du Dsi Tschun vio que el horno había saltado en pedazos y que en lugar de la piedra filosofal había un guijarro de hierro allí dentro. El anciano se quitó el traje y lo rasgó con un cuchillo mágico. Du Dsi Tschun se despidió y se volvió a Yangdschou, donde vivió con gran riqueza.
Cuando llegó a la ancianidad le pesó no haber terminado su obra. Volvió a aquella montaña a buscar al anciano, pero ésta había desaparecido sin dejar huella.