42. La guarida del zorro[42]
Al oeste de la bahía de Kiautschou se encuentra un pueblo en la montaña, que se llama Villazorros. Al este del pueblo hay un elevado acantilado, en medio del cual hay una abertura tan redonda como la luna llena. A partir de la cueva sale un túnel de una buena media milla de longitud que atraviesa la montaña de parte a parte. Los viejos dicen que allí dentro viven muchos zorros, por lo que nadie se atreve a entrar allí. El pueblo se llama así a causa de esa cueva.
Una vez pasaron por allí delante dos campesinos que se dirigían a la ciudad. Al llegar a la zorrera señalaron la entrada de la cueva y uno de ellos dijo en broma: «Si encendiéramos un buen fuego morirían todos los zorros y comadrejas abrasados».
El otro, que era un mediador, se echó a reír a carcajadas y respondió: «Si la fogata ardiera delante y el humo saliera por el otro extremo, ¡sería muy divertido!».
Cuando volvieron de la ciudad, el medianero empezó a llorar amargamente. Pronunció sus propios apellidos y una extraña voz habló, procedente de su cuerpo: «Yo soy tu padre. Tuve una muerte abominable. Hoy se me ha concedido que vuelva a casa de visita». Luego llamó a la madre del bromista y, cuando vino, la tomó por las manos y lloró amargamente hablándole de cosas que habían ocurrido en el pasado, cuando vivían juntos. Luego añadió: «¡Tengo mucha hambre! Prepárame enseguida vino y comida, pero que sea un pollo».
La madre del medianero creyó que era realmente el espíritu de su marido porque hablaron de cosas que nadie más sabía. Así que se echó a llorar también ella, muy conmovida. Pero a la mujer del medianero no le parecía un asunto muy claro y como además quería comer pollo, supuso que quizá podría estar endemoniado por un zorro.
Por eso empezó al momento a lamentarse declarando: «No tenemos vino en casa y las gallinas están empollando los huevos. Voy a prepararte un guiso de sémola. Tú eres un espíritu, querido suegro, y tienes el deber de no hacernos gastar innecesariamente».
La voz que salió de su marido era muy airada: «La mujer que está en este cuarto no es honorable. Lo que habéis puesto en la gran tinaja que hay ahí, ¿no es vino? Y tenéis un montón de pollos. Cada día los alimentáis con una vasija de grano. ¿Por qué no queréis sacrificar uno solo para dar una alegría a vuestro difunto padre?».
La madre no lo pudo soportar por más tiempo y ordenó a la nuera que trajera pollo y vino, y el endemoniado empezó a comer y a beber. Pero cuando comía ponía los labios en forma alargada, como si fuera una comadreja, y ninguno de los presentes pudo evitar reír disimuladamente.
En la vecindad había un muchacho alto y fuerte; cogió un cuchillo y gritó: «¿No eres tú una vieja zorra que se hace pasar por nuestro difunto padre? Si no dices inmediatamente la verdad, te mato».
Al oírle, se le mudó al bromista el rostro a causa del miedo y del temor: «Yo no soy realmente el padre viejo —respondió—, pero éste pasó hoy con un campesino por nuestra cueva y dijo cosas terribles, que quería echarnos a toda la familia con humo. Por eso he venido para pagarle con la misma moneda. Conmigo ha venido otro que se ha encarnado en el otro campesino. Pero como me habéis preparado una comida, me voy a marchar y a llevarme a mi compañero».
Cuando hubo terminado de hablar, el bromista cayó en la cama y volvió en sí.
En la casa del labrador había ocurrido lo mismo. Cuando quiso echarse a dormir tras la comida, se le abrieron los ojos y no se encontraba en su ser. Se tiró al suelo, volvió a saltar y se elevó varios pies del suelo, de manera que se golpeó la cabeza con las vigas. Luego se golpeó el pecho y empezó a maldecirse a sí mismo. «¡Vivimos en la cueva de la montaña desde los tiempos antiguos y queríais echarnos con humo!», dijo una voz que provenía de su cuerpo. Luego saltó dentro de la cueva y nadie podía pararle. Los padres empezaron a recitar oraciones, hicieron quemar incienso y trajeron vino como ofrenda. Pero no mejoraba nada, hasta que vino el campesino del cuchillo.
Dijo: «Esos dos sólo lo han dicho en broma. No han pensado ni siquiera de verdad en echaros con humo. Ya os habéis vengado a conciencia. Afuera te está esperando tu compañero. ¡Lárgate si no quieres probar mi cuchillo!».
Entonces salió una voz llena de miedo del campesino: «Ya me voy, ya me voy».
A partir de entonces Ies dejaron a ambos en paz.