La emperatriz Wu Zetian era hija de Shihou, prefecto de Jingzhou (Hubei). De niña la llamaban Meiniang, Fascinante. Cuando ésta cumplió los catorce años, el soberano Wenhuang oyó hablar de su gran belleza y la admitió entre las concubinas imperiales con el rango de cairen, «persona de gran talento».

Más tarde, Wenhuang enfermó, y se permitió que Gaozong, por entonces príncipe heredero, entrara en palacio y le administrara sus pociones. La joven Meiniang estaba siempre a la cabecera del enfermo. El príncipe, nada más verla, se quedó prendado de ella. Aunque deseaba hacerla suya, nunca se le presentaba la ocasión. Hasta que un día, hallándose el príncipe en el excusado, Meiniang se arrodilló ante él y le ofreció agua en un tazón de oro. Bromeando, Gaozong le salpicó el rostro y le recitó estos versos:

Me viene a la memoria el sueño de la montaña Wu;

¿el espíritu de la torre Yang no os evoca nada?

Meiniang respondió como la pastora al pastor:

Antes de la augusta unión del viento y de las nubes,

en este tazón de oro se me concede la lluvia y el rocío.

Gaozong, extasiado de felicidad, la llevó a una celda apartada del palacio y la poseyó, podemos imaginar con qué pasión.

Después de esto, Meiniang, ahogada en silenciosas lágrimas, se asió al ropaje de Gaozong y le dijo:

—Vuestra muy indigna sierva ha permanecido durante mucho tiempo al servicio de vuestro padre, el venerable soberano. Por complacer vuestros honorables sentimientos, ha infringido gravemente las leyes del gineceo. ¡Quién sabe el lugar que ocupará el día en que accedáis al trono!

Gaozong se quitó su broche de jade blanco con nueve dragones y se lo ofreció, diciéndole:

—Si sucediera lo inconcebible, os coronaré emperatriz.

Meiniang le saludó con una gran reverencia y aceptó el jade.

La asidua presencia del príncipe junto al enfermo favoreció otros encuentros furtivos, pero cuando las esperanzas acerca de la salud del soberano decayeron, Meiniang fue relegada a Ganye, el monasterio de la Retribución, donde, después de cortarse los cabellos, se metió a monja.

Una vez en el trono, Gaozong acudió al templo Ganye para quemar incienso y aconsejó discretamente a Meiniang que se dejara crecer los cabellos. Cuando éstos alcanzaron los siete pies, Meiniang regresó a palacio, donde le fue concedido el título de zhaoyi, gran concubina.

Una vez sólidamente establecida en el palacio la zhaoyi Wu disputó el favor del emperador a la emperatriz Wang y a la dama Xiao (que era shufei, es decir, esposa de segundo rango). En ese momento de su vida, Wu tenía treinta y dos años. Un día, le dijo sollozando a Gaozong:

—Desde que vuestra majestad está en el trono ha olvidado cierto broche de jade…

Al oír estas palabras, Gaozong se conmovió y, a partir de ese momento, la emperatriz Wang y Xiao cayeron en desgracia. El soberano no descartó la idea de sustituirlas. En la audiencia del día siguiente, ordenó al consejero Zhangsun Wuji que se acercara y le dijo:

—La emperatriz Wang no me ha dado un heredero; en cambio, la zhaoyi Wu, sí. Tengo intención de destituir a la primera y coronar a la segunda; ¿qué os parece?

Wuji no se atrevió a responderle. Pero uno de sus principales ministros, Zhu Suiliang, le aconsejó en estos términos:

—Os casasteis con la emperatriz conforme al ritual. Además, vuestro padre, en su última hora, asiendo vuestra mano, nos dijo: «Os confío por entero a este buen hijo y a esta excelente nuera». Sus palabras todavía resuenan en nuestros oídos, ¿cómo podríamos olvidarlas? Además, la conducta de la emperatriz es irreprochable, ¿por qué habríais de repudiarla? Por último, en el caso de que vuestra majestad tuviera que cambiar por fuerza de emperatriz, sería conveniente, en mi humilde opinión, que la eligierais de entre las primeras familias del Imperio. En cuanto a la dama Wu, nadie ignora que estuvo al servicio del difunto emperador y que se hizo monja. No es posible cerrar los ojos y tapar los oídos a todo el Imperio. He contradicho a vuestra majestad, mi crimen merece la muerte. —Y tirando su gorro y golpeándose la frente contra el suelo hasta hacerse sangre, añadió—: Vuestro servidor os restituye la tablilla de marfil, distintiva de mi función, y suplica a vuestra majestad que le permitáis retirarse a su pueblo natal.

Wu, que lo había oído todo oculta detrás de una cortina, gritó furiosa:

—¡Cómo es posible que no sea azotado hasta la muerte ese deslenguado rebelde!

Gaozong, encolerizado, condenó al consejero Zhu Suiliang a la pena capital. En cuanto al ministro Zhangsun Wuji, se contentó con degradarle nombrándole prefecto de Tanzhou (Changsha, Hunan). Basándose en las crónicas de aquella época, un historiador compondría más tarde este poema:

Unos honestos servidores, émulos del fiel Bigan,

se atreven a dar un consejo con peligro de su vida;

restituida la tablilla, el corazón ha quedado bermejo;

la sangre mancha el umbral del palacio.

El impecable Fénix funda una dinastía;

el incesto y las intrigas el Ilustre Espíritu oscurecen.

Honrada, celebrada por los Santos Emperadores,

el recuerdo de su fidelidad permanece.

Castigado Zhu Suiliang, apartado Wuji y amordazada la corte, ya nada se oponía al coronamiento de la zhaoyi Wu, quien muy pronto empezó a usurpar la autoridad imperial. Entraba y salía a su antojo y, por lo general, no se separaba de Gaozong, quien la temía tanto como la favorecía. De manera que el Imperio empezó a hablar de los «dos santos».

Más tarde, el emperador fue perdiendo la vista, tanto que ya no pudo examinar los despachos por sí mismo y necesitaba cada vez más la opinión de la emperatriz a la hora de decidir sobre los asuntos que le eran sometidos. Inteligente, activa, instruida en las circunstancias pasadas y presentes, y con ciertos conocimientos históricos y literarios, supo dirigir el estado tal y como el emperador quería. Mediante acusaciones falsas, consiguió que condenaran a la emperatriz Wang y a la dama Xiao a recibir doscientos bastonazos, a que les amputaran los pies y las manos y a que las sumergieran en una cuba de alcohol, donde estuvieron agonizando durante tres días, tras lo cual recogieron sus restos y los enterraron en el fondo del jardín de palacio. Después, la emperatriz ordenó que otorgaran a su padre, Wu Shihou, los títulos póstumos de duque de Zhou y príncipe de Taiyuan.

Al morir Gaozong, su hijo, el príncipe imperial Li Zhe, accedió al trono bajo el nombre de Zhongzong, y su esposa Wei fue coronada emperatriz. Pero en menos de cinco años su madre, Wu, lo destituyó y, tras rebajarlo al rango de príncipe de Luling, puso en su lugar a su siguiente hijo, Li Dan. Después de que Li Dan reinara de forma ficticia durante siete años, fue destituido a su vez por su madre y restablecido como príncipe heredero. A partir de entonces, ella misma, adoptando el nombre de Zetian, «La que actúa de acuerdo con el cielo», se coronó emperatriz. Y Wu Zetian consagró los siete templos (donde se practicaba el culto a los ancestros imperiales) a los altares de la familia Wu. Envió varios ejércitos para acabar con Li Chong, príncipe de Langye, y con Li Zhen, príncipe de Yue. Y más tarde envió otras tropas para que exterminaran a los descendientes del linaje Tang. Entonces tomó el nombre de Wu Zhao, Claridad, y se proclamó Gran Santo, «Que actúa de acuerdo con el cielo». Cambió el nombre de su dinastía por el de Zhou y quiso nombrar príncipe heredero a su sobrino Wu Sansi. Pero el primer ministro Di Renjie supo disuadirla de esto último con gran habilidad:

—Vuestra majestad ha nombrado heredero al príncipe Wu; ahora bien, es de temer que, con el paso de los años, vuestro sobrino, una vez proclamado emperador, encuentre alguna dificultad en admitir a su tía en el templo de los ancestros imperiales…

La emperatriz comprendió el consejo y Li Dan fue de nuevo destinado al trono bajo el nombre de Wu Yuan, Primer Wu. A partir de entonces, en el ánimo de todos renació la esperanza de que los Zhou fueran derrocados y los Tang regresaran. Buena prueba de ello son estos dos versos:

Sueña que el loro no puede levantar el vuelo.

Y que el joven fénix alcanza el cielo.

La emperatriz sabía que el ánimo del pueblo se hallaba exacerbado por las intrigas del palacio. Así pues, mandó ejecutar a muchísimas personas, bajo la falsa acusación de rebelión. Disoluta en su vida privada y tiránica de puertas afuera, los futuros historiadores la criticarían con dureza en muchos poemas:

Cacarea el ave de corral en este vacío imperial;

la flor de los árboles cae y enrojece las losas.

He aquí que Meiniang habita en el palacio norte,

mientras que en el palacio el emperador se aloja.

En el harén, los dos Zhang introducen la licencia;

sólo el duque Di mantiene limpia la corte.

Su destino aún no se ha cumplido y ya le llega su fin.

¡Quién podría olvidar la predicción del astrólogo

Li Shunfeng!

Desde que la emperatriz había puesto su confianza en los dos primos Zhang y se rodeaba de feroces esbirros, como los llamados Lai Junchen y Suo Yuanli, la arbitrariedad imperaba en el reino, pero ninguno de los cien funcionarios se atrevía a decir una sola palabra. Así y todo, gracias a la presencia de Di Rinjie en la corte, el reino conservaba cierta apariencia de estado. También habría que hablar aquí del llamado Xue, que fue admitido en la corte tan sólo por su desenfreno y su lujuria, y de otros más, pero la lista sería interminable.

Al caer los Sui, un tal Xue Ju movilizó un ejército en Longxi (sudeste de Kansu) y se proclamó emperador Qin. Sus hijos, Renjing y Renguo, fueron derrotados en Qianshui y ejecutados en Chang’an a pesar de haberse rendido. Ahora bien, antes de eso, Suji, la concubina favorita de Renjing, había tenido relaciones ilícitas con un sirviente de la familia y se había quedado embarazada de él. Renjing, preso de la ira, la relegó a un distrito llamado Liushui. De manera que, al ser derrotado el ejército, Suji fue la única superviviente y dio luz a un hijo que recibió el nombre de Yufeng. Cuando éste se hizo mayor, se dedicó al estudio de los tratados de estrategia de Sun Zi y de Wu Qi, pero, dados los avatares que había corrido su familia, no solicitó un empleo oficial. Se casó con una joven llamada Cao y ésta le dio dos hijos: Xue Boying y Xue Aocao. En el tercer año de la era Yifeng (679) del reinado de Gaozong, Yufeng murió y los dos hermanos se trasladaron a vivir a Chang’an. En el primer año de la era Yongfeng (680), Boying murió a su vez y Aocao se fue a Luoyang, donde se quedó a vivir.

Aocao estaba a punto de cumplir dieciocho años, medía más de siete pies, poseía un hermoso rostro, la tez blanca, la mirada luminosa, y una firmeza y una vitalidad fuera de lo común. Versado en los clásicos y en la historia, sobresalía en caligrafía, pintura, ajedrez, música y en todas las demás artes. Era capaz de beberse más de un celemín de vino sin emborracharse y le gustaba estar siempre bien acompañado. En cuanto a su aparato sexual, hay que decir que lo tenía especialmente grueso y grande; ¡sí, se salía de lo corriente! Los jóvenes de su barrio lo sabían y, en cuanto se encontraban a Aocao bebiendo, le pedían que se la enseñara y se divertían como locos. Aocao les aseguraba que ese objeto era para él un motivo de gran disgusto, pues le impedía hacer el amor. «A veces el deseo me enciende, pero nunca hallo el receptáculo apropiado. Señores, ¿cómo lo que a mí tanto me apena puede causaros tanta risa?», decía. Pero los otros tanto insistían que, al final, siempre terminaba enseñándola. Era tersa y nudosa, y su cabeza presentaba cuatro o cinco tuberosidades que, cuando se erguía con furia, salían como un caracol de su concha. Potente y nervuda, de cabo a rabo la recorrían más de veinte vasos sanguíneos que parecían otras tantas lombrices. Era reluciente, muy fogosa, blanca, lechosa y aún sin curtir por el trato con las mujeres. Cuando otros jóvenes la veían, se quedaban asombrados. Aunque le colgaran un celemín de grano en el extremo, lo soportaba sin doblarse. No había vez en que no se murieran de risa. A veces acompañaban a Aocao a las casas de las cortesanas, quienes no tardaban en sentirse atraídas por aquel hermoso joven que, además de magnífico cantor y bebedor, era muy buen camarada. Pero apenas se acercaba a ellas y le veían el chisme, no había una sola que no gritara y escapara corriendo. Ni siquiera las más veteranas y lascivas, por mucho que se aplicaran o esforzaran, conseguían que entrara en ellas.

Así pues, tal fama alcanzó su aparato que el joven perdió las esperanzas de llegar a casarse algún día. Suspiraba a menudo; la vida le parecía tan amarga…

Por su parte, la emperatriz había cumplido ya los sesenta años. La princesa Qianjin le recomendó a Feng Xiaoyao, Pequeño Jade, para que la sirviera en la cama. Xiaoyao era un equívoco personaje que vendía drogas en el mercado de Chang’an. Su utensilio no era ni demasiado grueso ni demasiado largo, pero las sustancias para el amor le permitían cabalgar toda la noche sin cansarse. La emperatriz se encaprichó de él, y, atribuyéndole una gran inteligencia, quiso que se afeitara la cabeza, se hiciera monje y tomara el nombre de Huaiyi, Virtuoso. De esta forma, cuando quería hacer el amor con él, le ordenaba acudir a palacio con el pretexto de que tenía que dirigir importantes obras. Y así fue elevado al rango de gran intendente y duque. Enriquecido y ennoblecido, Huaiyi se volvió arrogante. Como tenía a varias mantenidas, le costó disputar el favor de la emperatriz al médico imperial Chen Huaiqiu, y, dominado por la furia, no encontró nada mejor que prender fuego al Yenming tang, el salón de la Longevidad, vasta dependencia del Bai Ma si, templo del Caballo Blanco. La emperatriz se puso de acuerdo con la princesa Taiping para que unos robustos sirvientes golpearan a Huaiyi hasta matarle. Llevaron su cuerpo al templo y alegaron que había muerto de forma súbita. Gracias a sus excelentes éxitos amorosos, Huaiqiu se ganó aún más el favor de la emperatriz. Pero, a la larga, no pudo satisfacer las demandas de ésta. Agotado, enfermó y murió.

La emperatriz tenía por entonces setenta primaveras. A pesar de su avanzada edad, sus dientes, sus cabellos, sus carnes, su belleza y su gracia eran los de una joven; el lujo la había llevado a una extremada lascivia. Las prostitutas más experimentadas y las mujeres más disolutas no podían compararse con ella. Zhang Changzong, un joven célebre por su gran belleza y por su no menos grande instrumento, fue llamado a palacio. En efecto, era atractivo y encantador.

A su vez, Zhang Changzong recomendó a su primo Yizhi: «Es muy blanco; su aparato supera incluso al mío». La emperatriz lo puso a prueba y comprobó que era cierto. Los dos primos se ganaron el favor de la emperatriz, quien les nombró ministros de Obras Públicas, vigilantes mayores del despacho Lin tai, y les concedió el título de duques. Tanto en el palacio como en la corte, todo el mundo les temía. A Changzong le llamaban Liulang, monseñor el Sexto, y a Yizhi, Wulang, monseñor el Quinto. Decían que el rostro de Liulang era hermoso como la flor de loto.

El segundo año Tianshou, en el primer mes de invierno (octubre 691), la emperatriz Wu deseó pasear al día siguiente por el jardín junto con Yizhi y Changzong con el fin de admirar las flores. Así pues, decretó lo siguiente:

Mañana por la mañana,

pasearemos por nuestro jardín.

Que la primavera sea avisada de inmediato,

que en el curso de la noche las flores se abran,

sin esperar la brisa del alba.

Al día siguiente de la proclamación del edicto, todas las flores se abrieron durante la madrugada. Por ese motivo el décimo mes recibe el nombre de «pequeña primavera»; y es que hasta el mismo cielo se sometía a los deseos de la emperatriz.

En las poesías solía compararse al joven Liulang con la flor del loto:

Después de la audiencia

en el umbral Zhengyang aparece la Rueda preciosa.

¡Rápido, que un edicto advierta a la primavera!

¡Cuántas flores, cuántos colores! Y sin embargo,

ninguna tiene el gracioso rostro de loto de Liulang.

También se decía que era la reencarnación del inmortal Wangzi Jin, a quien se le suele representar vestido con un traje de plumas y encaramado sobre una grulla magníficamente adornada. Un poeta de la época escribió sobre él lo siguiente:

Tan amable como el inmortal Fu Qiubo,

o como el estudioso Ding Lingwei,

y muy parecido al bello Zhong Lang,

sólo las fechas y el nombre los separan.

Changzong y Yizhi oficiaban alternativamente una noche de cada dos. Pero la noche en que no estaban de servicio, se reunían con bellas mujeres y se embriagaban alegremente hasta el alba. Cuando llegaba el momento en que debían unirse a la emperatriz, su corazón estaba en otra parte y flaqueaban en medio del camino, lo que no era del agrado de la soberana.

En la primavera del segundo año Jianzai (694), la emperatriz dio un banquete en el Rong Chun Yuan, el jardín de la Dulzura Primaveral. Ante sus ojos se producían escenas encantadoras y llenas de colorido: las flores revoloteaban, caían y se amontonaban sobre los peldaños de la escalera; los amentos volaban y se pegaban a la ropa; las aves disputaban entre ellas gentilmente, las ocas se emparejaban, y, aquí y allá, las abejas y las mariposas retozaban de flor en flor. Emocionada y transportada, la emperatriz pensó en llamar a los dos primos para que compartieran su dicha; pero, temiendo que el ardor de éstos se hubiera apagado, dejó escapar un profundo suspiro.

El eunuco Niu Jinqing, cuya influencia sobre la emperatriz iba en aumento por entonces, se dirigió a ella en estos términos:

—¿Qué pensamientos perturban a vuestra majestad? ¿No será que echáis de menos a vuestro hijo bien amado, el príncipe de Luling? —Jinqing conocía desde hacía mucho tiempo el alma de la emperatriz y le dijo eso para sondearla mejor.

—¿Por qué dices eso? —respondió la emperatriz con tono altanero—. Con todo el tiempo que llevas a mi servicio, ¿aún no sabes lo que quiero?

Golpeándose la frente contra el suelo y reclamando la muerte, Jinqing contestó:

—Sufriré la pena del desmembramiento, pero debo deciros algo.

—Habla —dijo la emperatriz—, no te castigaré.

—Vuestro humilde servidor sabe muy bien lo que quiere vuestra majestad. Sin duda alguna, los primos Yizhi y Changzong no satisfacen vuestros deseos…

La emperatriz sonrió y exclamó:

—¡Realmente sois muy avispado!

—He observado que, desde que Yizhi y Changzong se han vuelto ricos y poderosos, se burlan de la edad de vuestra majestad. Y sólo acuden de mala gana ante vos después de llamarles varias veces. Cuando os complacen, lo hacen sin el menor sentimiento, sin la menor entrega; les fallan las fuerzas, su ardor flaquea antes de haberse manifestado, por lo cual son absolutamente incapaces de satisfacer a vuestra majestad. Además, he sabido que sus casas están siempre llenas de bailarinas, de cantantes y de mujeres de baja estofa. ¡Así es imposible que puedan poner sus fuerzas y sus corazones al servicio de vuestra majestad!

Al oír esto, la emperatriz gritó furiosa:

—¡Así que esos miserables me traicionan! Ya me había dado cuenta de que su potencia dejaba mucho que desear, ¡pero ignoraba que tuvieran otras relaciones! ¡Que me libren de esa carne de horca!

—No os dejéis llevar por vuestro terrible resentimiento —le aconsejó Jinqing—. Esos dos no merecen manchar el hacha y el banquillo. Vuestro servidor os sugiere algo mejor. Parece ser que en Luoyang vive un hermoso e inteligente joven llamado Aocao Xue. Tiene treinta años y su instrumento es tan vigoroso que los de Yizhi y Changzong no pueden compararse con él. Que vuestra majestad ordene a su servidor ir en busca de ese muchacho. No hay duda de que satisfará maravillosamente a vuestra santidad y de que permanecerá para siempre a vuestro servicio.

—¿Conoces a ese hombre? —le preguntó la emperatriz.

—Personalmente, no; pero, según dicen los jóvenes de la vecindad, su miembro, cuya cabeza es semejante a la de un caracol, no puede ser abarcado con una mano ni medido con un pie. Es como un conejo despellejado veteado de lombrices, y puede soportar el peso de un celemín sin doblarse.

La emperatriz se apoyó en un biombo y suspiró.

—No digas nada más, ¡eso es justo lo que andaba buscando!

Tomó del tesoro imperial dos lingotes de oro, un par de jades blancos y cuatro piezas de brocado, y a todo esto añadió un soberbio carruaje tirado por cuatro caballos. Después escribió una orden dirigida a Aocao que decía así:

«Durante los pocos momentos de respiro que me permiten los asuntos de estado, mi espíritu ha permanecido largo tiempo sombrío y solitario. Así pues, he pensado en buscar una persona de gran sabiduría que alegre mi soledad.

»Enterada de que vos, señor, acariciáis vastos proyectos y manifestáis las más admirables facultades naturales, estoy impaciente por conoceros con el fin de que me consoléis y aplaquéis la sed que me consume.

»Mi mensajero os informará con más detalle.

»Guardaos, por un exceso de delicadeza, de defraudar mi espera».

Jinqing tomó la orden de sus manos y, cargado de oro y sedas, inició la búsqueda de Aocao. Cuando le encontró, Aocao le dijo:

—Mi humilde y mísera persona no es digna de su santa virtud y no podría correspondería. No oso aceptar tal orden.

—Señor —le preguntó entonces Jinqing—, ¿el paseo entre nubes azuladas no tiene para vos ningún atractivo? ¿Preferís terminar vuestros días en un barrio miserable?

—Para tener acceso a las nubes del cielo —contestó Aocao—, sólo hay un camino. Si progresara en el mundo por medio de mi utensilio de carne, ¡me sentiría muy deshonrado!

Jinqing le murmuró al oído:

—Podréis volar muy alto y muy lejos, elevaros a un destino fuera de lo común; pero aún hay más: sé que no habéis podido uniros jamás a mujer alguna, y sé también que sólo la actual soberana sería capaz de soportaros.

Convencido por estos argumentos, Aocao le siguió, pero por el camino suspiraba: «Los sabios triunfan por sus propios méritos. Lo que me piden hoy, ¿qué estudios requiere?». Jinqing avisó a la emperatriz sin perder un solo instante. Esta mandó salir a su encuentro a sirvientes y cortesanos, instándoles a que apresuraran sus pasos. Cuando por fin llegaron, Jinqing introdujo a Aocao en el gineceo.

Tras las salutaciones, y después de beber té en su compañía, la emperatriz ordenó a las damas de honor que condujeran a Aocao al baño. La sala estaba recubierta de brillante jade, el agua era tibia y perfumada, y las damas se hallaban despojadas de sus ropas, tanto de las exteriores como de las interiores, con el solo fin de seducirlo. La máquina carnal de Aocao apareció con toda su insolencia. Entonces, las damas de palacio se retiraron riéndose para sus adentros y diciéndose: «¡Esta vez su majestad ha encontrado un hombre de verdad!». Después del baño, vestido con un vaporoso traje de plumas de grulla, ceñido por una seda decorada con siete joyas, tocado con un gorro bordado con nueve flores y un jade verde, y los cabellos recogidos con una gasa negra, Aocao irradiaba la elegancia suprema de un inmortal, de un espíritu divino. La emperatriz aplaudió encantada y le dijo que parecía un inmortal que se hubiera dignado descender a su morada. Urgió a los dignatarios del palacio para que ordenaran servir la colación, y ella, Aocao y Jinqing se sentaron a la mesa. Alzando una gran copa de jade rojo con forma de loto, llena de vino de uva de Xiliang (Gansu), la emperatriz brindó por Aocao. Varias veces llenaron las copas. Aocao sólo pensaba en beber, pero los sentidos de la emperatriz estaban despiertos, y su rostro un poco enrojecido, y no precisamente a causa del vino. Ordenó, pues, a las sirvientas que llevaran unas mullidas mantas y fina ropa de cama a un confortable pabellón situado al este de Huaqing, palacio de la Gloriosa Claridad, e hizo señas a Jinqing para que se retirara.

Llevando a Aocao de la mano, la emperatriz entró en el pabellón. Se sentaron el uno junto al otro y, al punto, dos jóvenes sirvientas les trajeron unos tazones dorados con agua de rosas. La emperatriz despidió entonces a las sirvientas, empujó con sus propias manos la puerta decorada con un precioso fénix y echó el cerrojo de los nueve dragones. En el exterior, las damas de honor iban y venían para curiosear por la rendija de la puerta. De hecho, así fue como se supo la historia de cabo a rabo. La emperatriz lavó su vulva con agua de rosas y dijo a Aocao:

—Jinqing asegura que sois todavía virgen, y que ignoráis todo lo referente al «camino humano». ¿Cómo es posible?

—¡Ay! —dijo Aocao—, la constitución que me transmitieron mis padres sobrepasa los límites. Después de malgastar varios años de mi vida, he terminado por resignarme al celibato. Por esta misma razón, vuestra orden me ha asustado, y temo las consecuencias. ¿Cómo podría mi grosera naturaleza servir a vuestra venerable persona? Por tanto, os suplico que ordenéis a una de vuestras sirvientas que me examine con el fin de saber si os conviene seguir adelante. ¡Temo que si descubrís mi aparato sin estar preparada para ello, os impresionéis terriblemente y que yo, vuestro servidor, me vea expuesto a mil muertes!

—Si vuestra máquina carnal es tan grande como decís, debo asegurarme por mí misma —contestó la emperatriz Wu.

Le obligó a quitarse la ropa, incluida la ropa interior. La miró primero de soslayo y luego permaneció largo rato contemplándola. Aun en reposo, le pareció grande y gruesa.

—Os hacéis desear, ¡hombre insensible! —le comentó con picardía. Al ver que la máquina de Aocao seguía intimidada, la emperatriz extendió su mano y la asió—. ¡Qué buena pieza! —exclamó—. ¡Y pensar que nunca ha sido utilizada!

Entonces se desnudó a su vez y descubrió su vulva. Tenía el montículo untuoso, abombado y sin vello. Aocao, algo confuso, no se atrevía a acercarse. La emperatriz le asió la mano y se la posó encima de ella para que la acariciara. La máquina de Aocao se fue endureciendo gradualmente y de repente se irguió. En las cavidades del glande, la carne se había hinchado; la red de venas sobresalía. Estaba rígida, tensa. La emperatriz la apretaba como si fuera una joya.

—¡Qué vigor! —exclamó—. ¡Un rabo así no se ve todos los días! He conocido a muchos hombres, pero ninguno como tú. Antaño, Wang Yifu poseía un «mango de matamoscas» de jade blanco, liso, brillante, y con un resplandor sin igual. A la tuya, por su extrema belleza, la llamaré Zhuping, «Mango del Matamoscas».

Mientras la manipulaba, la emperatriz experimentaba todo tipo de sensaciones. Se tumbó, apoyando la cabeza en la almohada y los riñones en un cojín con forma de media luna. Aocao le levantó las piernas y situó su miembro en la entrada femenina. La emperatriz lo guió con ambas manos, pero su acceso aún permanecía vedado para él. «Ve despacio», le pidió ella al ver su ardoroso impulso. Con el ceño fruncido y los dientes apretados, ella trataba de soportar el dolor. Poco a poco, la cabeza del miembro logró introducirse. Poco a poco, el conducto se ensanchó y le permitió un ligero avance, facilitado por el rocío del placer. Pero la emperatriz no pudo aguantar más. Con energía, se desató el cinturón del pantalón y lo enrolló en la mitad del miembro.

—Zhuping es demasiado grueso y demasiado grande. Me duele mucho; no puedo más —dijo a Aocao—. Contén tu ardor; descansemos un momento, y enseguida proseguiremos.

Poco después, Aocao vio cómo los ojos de la emperatriz se nublaban. Con las manos calientes, las mejillas rojas, la respiración jadeante, y rebosante de agua del placer, volvió las caderas hacia él, incitándole a continuar con sus idas y venidas. Al cabo de doscientas embestidas, de las que casi no se dio cuenta, la emperatriz, con los párpados cerrados y empapada en un perfumado sudor, se asió a los riñones de Aocao y, tras lanzar profundos suspiros y proferir palabras sin sentido, cayó como descoyuntada en el lecho revuelto.

—¿Os sentís mal, majestad? —le preguntó Aocao.

La emperatriz ni siquiera podía contestar. Aocao hizo ademán de retirarse, pero ella le abrazó gritando: «¡Ah, querido muchacho, no arruines mi placer!». Saliendo con suavidad y entrando hasta lo más profundo, Aocao la embistió aún unas cien veces más. Con la cintura empapada por el agua de la voluptuosidad, la emperatriz le dijo acariciándole la espalda:

—Sois tal y como yo deseaba. Os llamaré Ruyi qun, príncipe Conforme a Mis Deseos, o príncipe de Voluntad, o príncipe de Mi Deseo, o príncipe Idoine. Sí, a partir de mañana, cambiaré el nombre de la era por el de Ruyi en vuestro honor. Lo único que siento es haberos conocido tan tarde.

—El vigor de vuestra majestad no ha disminuido en absoluto; seguís conservando una apariencia muy juvenil —respondió Aocao—, por lo que podréis serviros al máximo de las mediocres capacidades de vuestro servidor. ¿Por qué suspiráis? Nunca había estado con ninguna mujer hasta ahora. Hoy he comenzado a apreciar al fin las satisfacciones del «camino humano» y he visto colmadas mis esperanzas. Pero mi grosera constitución ofende a vuestra preciosa persona. ¡Qué inconmensurable ultraje! Y si, a pesar de todo, no me rechazáis, si me permitís serviros siempre en vuestra alcoba, ¡la misma muerte será para mí como un nacimiento!

—Príncipe Idoine —dijo la emperatriz—, dado que no me desdeñáis, ¿cómo podría olvidaros ni un solo instante? A partir de hoy dejaréis de llamaros a vos mismo servidor y de llamarme a mí emperatriz, pues vos y yo compartimos los profundos sentimientos de dos esposos. Las relaciones entre soberana y súbdito se han terminado para siempre.

—Vuestro servidor, que no esperaba más que la muerte, estaba muy lejos de osar pretender que vuestra grandeza se dignara fijarse en mi mísera persona… ¡Ah! ¡Eso significa que sentís algún afecto por mí!

Entre tantas frases jocosas y tantas risas, Zhuping, el «mango del matamoscas», se había adormecido un poco.

—¿Os sentís cansado? —preguntó la emperatriz a Aocao.

—Si desconozco lo que es la saciedad —respondió éste—, ¿cómo podría conocer la fatiga?

—Estáis empezando a descubrir el «camino humano»; aún os quedan por conocer las mayores alegrías. Antes o después disfrutaremos de esas intensas sensaciones, de esa irresistible voluptuosidad, pero por el momento me siento un poco cansada y deseo hacer una pausa.

—No tenemos ninguna prisa —dijo Aocao bajando las piernas de la soberana.

Con un pañuelo de seda, le secó la zona de la raja y luego se limpió el «mango del matamoscas», pero cuanto más lo limpiaba, más se erguía, incitando a Aocao a recomenzar.

—Señor hambriento —dijo la emperatriz—, ¿aún no estáis saciado?

Con gusto se hubiera tomado un respiro, pero al ver a Aocao resoplando de placer, se abandonó, prestándose de nuevo a sus idas y venidas; sus propios deseos se reavivaron y sus estremecimientos se hicieron cada vez más frenéticos. Del orificio de la vagina salía, como vapor caliente, el fluido del amor, y el vaivén producía un ruidito, como un «tsi-tsi» ininterrumpido. Aocao empujaba, y ella, agarrándose a él, le decía melosa: «Príncipe Idoine, sois un malvado, me estáis matando de placer…». Aunque estaban cansados, permanecieron largo rato unidos el uno al otro.

—Descansemos —dijo la emperatriz—, no hay que abusar de las delicias de los sentidos.

—¡Cómo!, ¿rezongáis ante el esfuerzo? —dijo Aocao—. ¿Para qué invitáis, si luego racionáis el alimento?

—¿Y qué cantidad de alimento puede tomar el señor? —preguntó la emperatriz.

—¡Ah! —dijo Aocao—, lo que puede comer vuestro servidor llenaría un profundo barranco, y lo que puede beber secaría la cuenca de un río.

—Veo que vuestros deseos ocasionarían grandes gastos a vuestra anfitriona.

—Vuestro servidor se halla enfebrecido de deseo, pero confía en la benevolencia de vuestra majestad.

Diciendo esto, y como quien no quiere la cosa, se desató el cinturón que oprimía a su aparato e introdujo éste más profundamente. La emperatriz sintió mucho dolor y comprendió que Aocao la estaba engañando como un hipócrita.

—¡Ay, Señor! —dijo—, ¡estáis tratando de engañar a vuestros superiores!

A lo que Aocao respondió:

—«Al examinar las faltas, se descubre la virtud». ¿No me acogería vuestra majestad un poco más?

—Saber aguantar es algo excelente —dijo ella—, sin embargo, el dolor y el placer no parecen estar repartidos por igual.

Pero Aocao, sin hacerle caso, introdujo su miembro dos pulgadas más sin que la emperatriz intentara oponerse. Le dejó entrar y salir, retirarse, entrar de nuevo, hasta que el semen estuvo a punto de brotar. En sus idas y venidas, el «mango del matamoscas» había chocado contra el fondo de la vagina. Es sabido que, en lo más profundo, el conducto femenino ofrece una estructura bastante parecida al pistilo ligeramente entreabierto de una flor. Cuando la cabeza erguida del miembro llega hasta allí, produce un estremecimiento de placer indescriptible. Cuando la emperatriz sintió que la punta ardiente del «mango del matamoscas» de Aocao tocaba ese punto crítico, notó que su vagina aceleraba sus pulsaciones; supo que él se vertía y compartió su placer. Célibe hasta entonces y en la flor de la edad, Aocao se derramó como un torrente. La emperatriz sintió borbotear dentro de ella el agua del placer. Permanecieron unidos el uno al otro un buen rato.

—¡Estoy agotada! —dijo la emperatriz.

Y limpiándose la vulva con una punta de su vestido se levantó. Poco después, mandó que abrieran la puerta y, viendo que el sol estaba ya bajo, ordenó que les sirvieran la cena en el mirador.

Al ver la emperatriz que Niu Jinqing había satisfecho plenamente sus deseos, le nombró general de izquierda de los ejércitos y encargado del servicio interior del palacio. Y después de recompensarle con una jarra de oro llena de perlas, dos jarras de plata llenas de oro, mil rollos de seda y treinta mil monedas, le dijo:

—Vuestra sabiduría supera con mucho a la del célebre consejero Wei Wuzhe; y es que ni los más preciados consejeros pueden compararse con vos.

Al día siguiente, cambió el nombre de la era por el de primer año de la era Ruyi, decretó una amnistía y otorgó regalos muy poco habituales. El primer ministro Yang Zhirou presentó entonces a la emperatriz un informe que decía lo siguiente: «Los cien mandarines han recibido la notificación del cambio de nombre de la era; muchos de ellos no comprenden el sentido de Ruyi, no lo consideran ni de buen augurio ni de buen gobierno. Os ruego que cambiéis ese nombre».

—¿Cómo os atrevéis a discutir lo que yo he decretado? —dijo la emperatriz.

Zhirou fue destituido y los demás, aterrorizados, guardaron silencio.

La emperatriz quería tanto a Aocao que pensó en quitarles a los dos primos Zhang sus títulos y dignidades para concedérselos a él. Asimismo, proyectó que construyeran para él una bonita morada. Aocao rechazó todo con firmeza.

—Vuestra majestad ya tiene demasiados favoritos para el buen renombre de vuestra santa virtud. ¿Para qué añadir uno más? Además, vuestro servidor vive solo y no necesita una casa.

A partir de entonces, la emperatriz le quiso aún más.

El primer año de la era Zhangshou (692), un día en que las dos concubinas del príncipe heredero, apellidadas Liu y Wu respectivamente, se preguntaban por el significado de la palabra Ruyi, llegaron a decir: «¡Eso quiere decir que la herramienta de Aocao es como la de un burro! Pero ya sabemos que su majestad podría aguantar mucho más». La conversación llegó a oídos de la soberana, y ésta, llena de ira, exclamó: «¿Cómo se atreven esas caras de rata?…». Les permitió que se suicidaran. Ya en tiempos de Gaozong, la emperatriz, desconfiada por naturaleza, había mandado matar a varias concubinas imperiales a la menor sospecha y con el más mínimo pretexto. Aocao protegía a las concubinas lo mejor que podía y consiguió salvar a algunas de ellas.

Wu Zetian y Aocao permanecían juntos a menudo, abandonándose a su pasión de todas las formas imaginables. Ella le dijo un día:

—He leído en el Chun Qiu, Anales de las primaveras y los otoños, que el duque Jin Xian, cegado por su amor a Li Ji, llegó a matar al príncipe heredero Shensheng y a exiliar a los príncipes Yiwu y Zhonger, y no se arrepintió jamás. Este relato siempre me ha horrorizado, pero mi amor actual es tan profundo que me río del amor de Jin Xian por Li Ji, y, es más, me parece de lo más vulgar.

—Cuando vuestro servidor entró en palacio —replicó Aocao, agradecido pero alarmado—, el príncipe heredero había sido ya enviado a Luling. Me habéis comparado con Li Ji, pero, a decir verdad, yo nunca me he entrometido entre vuestra majestad y su familia. Por otra parte, no creo que sea beneficioso para mí que estas palabras salgan de aquí.

—Siento tal afecto por vos —dijo la emperatriz— que he hablado sin reflexionar.

En el segundo mes del primer año Jiandai (694), la emperatriz hizo construir el Yixiang ting, el pabellón Huelen los Perfumes, en el jardín del palacio interior, donde solía divertirse en compañía de Aocao. Un día en que estaba algo ebria, le dijo riendo:

—Desde que nos amamos, nunca hemos introducido por entero a Zhuping en mi vagina.

En el pabellón había sido erigido para tal ocasión un elegante baldaquino adornado con oro. La emperatriz y Aocao se abrazaron.

—Hoy —añadió ella— intentaremos meterla por completo para disfrutar de ella en toda su magnificencia. Sin embargo, debéis actuar con mesura y no infligirme ningún sufrimiento.

—¿Cómo podéis hablarme de sufrimiento —contestó Aocao—, cuando durante las innumerables veces que hemos hecho el amor no me ha guiado otro deseo que el de aumentar vuestros placeres y deleites? ¿No es pagarme mis atenciones con la ingratitud?

—Por supuesto que no —dijo riendo la emperatriz—, pero temo que un pico tan duro me traspase. Id y venid, meted y sacad sin apresuraos demasiado, y no tendré nada que temer.

La emperatriz se tendió, con la cabeza apoyada en una almohada alta y los riñones alzados sobre unas sábanas dobladas. Aocao tomó el «mango del matamoscas» y lo dirigió hacia la raja. Lo metió y lo sacó para humedecer la cabeza, pero no trató de introducirlo más. La emperatriz, muy excitada, no pudo contenerse por más tiempo y apremió al «mango del matamoscas» para que avanzara hasta alcanzar ese lugar profundo, oscuro y misterioso. Pero Aocao, con toda intención, apenas entraba y salía. El líquido de la voluptuosidad fluía de la vagina como la baba del caracol. La emperatriz suplicó a Aocao que lo introdujera más profundamente; pero él, por el contrario, retrocedió. Ella lanzó pequeños gemidos y, con los ojos vueltos hacia él, le decía: «¡Qué haces, pequeño bribón!». Entonces él penetró con decisión hasta donde antes estaba enrollado el lazo y preguntó a la emperatriz: «Así está mejor, ¿verdad?». Ella rió con los ojos cerrados: «Con suavidad, con suavidad…». Aocao no quiso escucharla y la introdujo dos o tres pulgadas más. «¡Oh!», exclamó ella. Entonces Aocao se puso en cuclillas, le levantó las piernas con las dos manos y contempló sus propios movimientos de vaivén. Viendo a la emperatriz en el colmo del éxtasis, se atrevió a entrar dos o tres pulgadas más. Ella, con una voz débil y temblorosa como la de un pajarillo, le dijo: «Siento algo muy extraño. ¡Ah!… Esta sensación no es normal. ¡Ah, creo que voy a morirme!…». Sin embargo, posó sus pies sobre los hombros de Aocao y le atrajo hacia ella. Este, sujetándole las piernas, sube y baja, entra y sale, va y viene, no para.

—Tenéis el conducto caliente, ¿no será que os hierve? —le dice bromeando Aocao.

—Mm… Es tan placentero —replica la emperatriz— que no tengo palabras para expresarlo. —Y luego le pregunta—: ¿Cuánto falta aún?

—Dos pulgadas —contesta Aocao.

—Sí, pero es la parte más gruesa. Puedes, según la expresión, entrar lentamente en la región de los placeres, pero no más, no del todo.

—En el estado en que nos hallamos —dice Aocao—, la situación es incontrolable.

Y en un santiamén entra hasta la raíz —ni siquiera un cabello hubiera podido deslizarse ya dentro— para gran satisfacción de la emperatriz, quien, con su cuerpo pegado al de él, levanta los riñones y se retuerce y se estremece con sus vaivenes. Entonces levanta sus ojos hacia él y le dice débilmente: «No te muevas más, me está dando vueltas todo; no sé dónde estoy». El deseo de Aocao aumenta. Entra y sale del todo. El «mango del matamoscas» desaparece más de cien veces. El líquido de la voluptuosidad fluye sin cesar de la vulva. La emperatriz, sin poder controlarse, empieza a gritarle: «¡Eres mi padre! ¡Ah! Me muero de placer… Oh, interrumpe este vaivén tan enérgico, no puedo soportarlo más». Aocao se hace el sordo. La vagina está empapada y chorreante, suena como si varios búfalos chapotearan en el fango. De repente, la emperatriz deja caer sus piernas. Tiene los ojos cerrados, los dientes apretados y los pensamientos extraviados. Aocao, asustado, saca a Zhuping y reclina a la emperatriz sobre la almohada. Poco a poco vuelve ella en sí.

—¿Qué os ha sucedido? —pregunta Aocao—. ¡Qué susto le habéis dado a vuestro pobre servidor! No me atrevía a continuar…

La emperatriz mira a Aocao fijamente y, estrechándole entre sus brazos, le dice con voz entrecortada:

—No hay que ser tan brusco. Si no os hubierais detenido, me habría muerto. Estaréis contento, ¿no?

—Espero que no volváis a exponeros a tal peligro. ¡He creído que se me reventaba el bazo de miedo! El goce ha huido, y he aquí a Zhuping impotente del susto.

—No hablemos más de eso —dice la emperatriz—; gracias al cielo, no estoy muerta, y mi persona puede seros aún de alguna utilidad. —Luego, descansando su cabeza sobre el muslo de Aocao y frotando su mejilla contra el «mango del matamoscas», añadió—: Dada mi avanzada edad, buscaba un mozo fuera de lo común; pero nunca hubiera imaginado que el que iba a proporcionarme Jinqing lo sería hasta este punto. Nos hemos conocido demasiado tarde, para gran alegría de mis ancianos días. Sin embargo, espero que no os parezcáis nunca a Yizhi y a su primo, que empiezan todo y no terminan nada.

—¡Que el cielo me fulmine aquí mismo si alguna vez faltara de ese modo a mi deber! —dijo Aocao—. Además, ¿no tiene vuestra majestad poder sobre la vida y la muerte? Si alguna vez faltara a la palabra que hoy os doy, ¡que sea hecho picadillo y sufra mil muertes! Sin embargo, ignoro qué planes tenéis para el futuro. Yo, que no soy nadie, sin este encuentro con vos, ¿cómo hubiera sabido que bajo la cintura se encuentran tan deliciosos placeres?

—Aparte de mí —dijo la emperatriz—, nadie puede soportaros. Sin vos, nunca hubiera conocido la felicidad. Recuerdo que antes de cumplir los catorce años estuve al servicio del anterior soberano. Su herramienta era mediana, pero como yo era demasiado joven, sentí un dolor insoportable. Le serví en el dormitorio; sin embargo, hasta pasado medio año no experimenté algún tipo de satisfacción. Hacia los veintiséis años, serví a Gaozong. Su chisme era grande, pero lo mismo daba que mi placer comenzara o finalizara; sólo se preocupaba de sí mismo. Y además, no podía retozar demasiado a mi gusto. Felizmente, terminó por subir al cielo.

»Entonces conocí al monje Huaiyi. A primera vista, su chisme no era comparable con el de Gaozong, pero una vez que entraba en el horno, se iba volviendo grande y largo, duro y caliente, y no paraba en toda la noche. Shen Huaiqiu también lo tenía grueso y fuerte. Sacrificó su vida por mí. Derramando su semen sin medida, cayó enfermo.

»Ahora tengo a los primos Changzong y Yizhi; los dos son unos hermosos muchachos. El chisme de Yizhi es bastante grande, y el de Changzong alcanza las seis o siete pulgadas; lo suficiente para gustarme, pero una vez que se vierten, no vuelven a enderezarse, eso cuando no flaquean en plena acción, ¡lo cual me produce horror! Realmente, sus herramientas son de lo mejor que hay; ¡pero ninguna puede compararse con la vuestra, príncipe Idoine! Sin embargo, desde ahora no será necesario que entréis hasta el final. Con que lo introduzcáis hasta la mitad será suficiente.

En la época de la que estamos hablando, la emperatriz, aunque bastante entrada en años, seguía teniendo muy buen porte y un gran atractivo. Conservaba intactos sus dientes y sus cabellos. Pero, como todo el mundo sabe, cuando se unen la anciana yin y el joven yang, la primera sólo puede ganar y el segundo penar; Aocao empezaba a resentirse de sus esfuerzos.

Un día en que descansaban en el mirador del Jinfang, el pabellón del Brocado y la Fragancia, y los manzanos estaban en flor, la emperatriz arrancó una ramita para prendérsela en los cabellos. Con su tierno pecho medio desnudo, provocadora y encantadora, se apoyó en un biombo color azul martín-pescador e inflamó los deseos de Aocao con miradas de soslayo. Este se levanta de pronto; están el uno junto al otro, sus bocas se unen. Sobre un lecho mullido, se abrazan y llegan al colmo de la felicidad… Y no hace falta entrar en detalles.

Por más que Zhang Changzong y Zhang Yizhi acudieran a todas las audiencias, la emperatriz apenas les miraba. Cada vez era menor su generosidad para con ellos; ni siquiera les concedía una audiencia personal cuando la corte se retiraba. Los dos estaban extrañados, pues no entendían la razón de tal comportamiento.

Un día en que la emperatriz había ido al Hualin, el jardín de los Arboles y de las Flores, invitó a un banquete a los académicos de la puerta norte. Entre ellos se encontraban Changzong y Yizhi. Al observar la emperatriz las mejillas de estos últimos, tan parecidas a la flor del melocotonero, sus embaucadoras sonrisas y sus ardientes ojos, se sintió conmovida y quiso que cada uno de ellos alzara una copa de vino en su presencia. Al hacerlo, Changzong dejó ver una muñeca tan blanca como el jade. La emperatriz no pudo evitar clavarle las uñas. Después de beber, les hizo entrar en el palacio. Changzong estaba seguro de que iba a ser honrado. Pero, al cruzar el umbral, la emperatriz, mirándoles dulce y lánguidamente, se limitó a decirles:

—No puedo hacer nada. Eso no significa que no os aprecie…

Y ordenó que pagaran mil libras de oro a Changzong y mil onzas a Yizhi, y les despidió. Los dos Zhang, cada vez más extrañados, se informaron y se enteraron de que Aocao vivía en palacio y acaparaba el favor de la emperatriz. Ante eso, no pudieron hacer otra cosa que suspirar de pena. Sin embargo, la emperatriz, que sentía ligeros remordimientos, acudía de vez en cuando a visitarlos a la academia de la puerta norte; les animaba, bromeaba y bebía en su compañía, como en otros tiempos, y les ofrecía generosos presentes, pero ya no volvió a hacer el amor con ellos.

Un día de principios de verano, en el primer año Shengong (697), después de una lluvia que parecía no ir a acabar nunca, el cielo por fin se despejó. La emperatriz recorría de la mano de Aocao el jardín interior. En el bosquecillo de sauces verdes, gorjeaban y se apareaban aves de todas las especies. La emperatriz, sintiéndose de repente inundada de deseo, dijo suspirando:

—Hasta las aves conocen la dicha de acoplarse; ¿por qué los hombres han de ser menos que los gorriones? —Y acto seguido ordenó a sus sirvientes que prepararan un lecho de brocado en un lugar retirado del jardín. Después, dijo riendo a Aocao—: Hoy, la emperatriz y su príncipe imitarán a las aves en sus amores.

Miradles cómo se desnudan de cintura para abajo. La emperatriz se inclina de rodillas en la estera. Aocao se coloca detrás de ella y le introduce a Zhuping en la raja; y mientras le manosea los pechos y hace «gu-gu», como un ternero que mama, los dos alcanzan el placer. Sería agotador describir los excesos de su voluptuosidad.

Un día, la emperatriz dijo a Aocao:

—Esta mañana he visto a Liulang saliendo del agua; resplandecía como el sol naciente. Y también a Wulang, ¡qué deliciosa lozanía la suya!

—Un caballero no roba el placer al prójimo —respondió Aocao—. ¿Por qué vuestra majestad no les ordena que formen parte del servicio de vuestra alcoba?

—Para quien ha probado los lichis de Nanhai —le contestó ella con una delicada sonrisa—, las ciruelas verdes son como masticar cera; quien ha visto el mar no se contenta con el río. ¡Todo eso pertenece al pasado!

—Vuestro servidor no se permitiría estar celoso —dijo Aocao.

—Veo que al señor no le gusta el vinagre, es decir los celos —dijo la emperatriz—, ¡y yo detesto los dulces! —Y los dos rieron a carcajadas.

Un día del sexto mes del año, en plena canícula, la emperatriz se encontraba en el Qingfeng, el pabellón de la Brisa Ligera, donde, para mantener el frescor, había un barreño de oro y, en su interior, unas piedras en remojo llamadas «escamas de dragón de los mares del Sur». Ardían perfumes de «cerebro-de-dragón del Annam». La emperatriz, desnuda, dormía profundamente sobre un mullido lecho de seda satinada y verde jade, cubierto con una estera de junco. Aocao se tumbó a su lado. La luz de la luna era tan intensa que parecía de día. El cuerpo de la emperatriz, semejante a un jade pulido, reflejaba la claridad lunar. Aocao siente un arrebato de deseo y, sacando el «mango del matamoscas», lo introduce con habilidad en la raja femenina. La emperatriz gime en sueños. De pronto se despierta y mira sorprendida a Aocao. Pero éste ya le ha embestido decenas de veces.

—Os habéis introducido en la residencia prohibida sin esperar las órdenes superiores —le dice ella—, ¡qué fechoría!

—Desafiando a la muerte —responde Aocao—, vuestro humilde servidor ha franqueado el ilustre umbral sólo por devoción a su majestad.

La emperatriz ríe de buena gana y se abandona a los asaltos de su amante. Aocao le dice que se cuelgue de su cuello, y sujetándola por debajo de los muslos, se pasea dentro de ella. La emperatriz ríe nerviosa:

—¡Ni siquiera las prostitutas más desvergonzadas se atreverían a hacer esto! Sólo vos y yo… Nuestro deseo es excesivo, nuestra pasión desenfrenada… ¡No hay nada que no hagamos!

La noche de la fiesta de Medio-Otoño, se hallaban los dos en el palacio Shangyang gong, el palacio del Sol Naciente, en la Jixian dian, la Sala donde se Reúnen los Inmortales, admirando el claro de luna con una copa de vino en la mano y desafiándose el uno al otro. Después de decirse cientos de frases ardorosas y alegres, se pusieron a suspirar, presos de no sé qué nostalgia. Porque así es la naturaleza humana: la felicidad desmedida suele dar paso a cierta melancolía.

Entre las sirvientas del palacio se encontraba una muy sagaz, llamada Shangguan jieyu, que era una concubina de rango inferior. Conociendo muy bien los pensamientos de su señora, alzó una copa y brindó por su longevidad cantando de esta manera:

Sopla la brisa del oeste, pura y ligera;

los diez mil sonidos se acallan

y las perlas del rocío centellean;

un disco de jade es la luna

en la luz nocturna.

Y yo alzo esta copa por la imperial figura.

La venerable abraza al inmortal señor;

mil años volarán juntos,

sin embargo, nada les satisface,

nada les sacia en su amor.

En la luna, una divinidad

solitaria y melancólica asoma.

Pero ¿qué se puede hacer,

graciosa persona?

La emperatriz hizo un gesto de aprobación y pidió a Shangguan que siguiera cantando para agradar a Aocao. Entonces la sirvienta le dedicó la siguiente canción:

¡Ay, luna clara, luna clara!

El viento sopla de la parte del palacio Jianzhang,

lleno de fragancias aladas.

En la suave noche del palacio Weiyang,

el fénix macho y el fénix hembra vuelan juntos

y en una armonía de campanillas se llaman al punto.

La juventud nunca regresa;

el tiempo pasa sin que nos demos cuenta.

Vuestro ardor, os lo suplico,

ponerlo, de nuestra celeste soberana, al servicio.

Aocao apuró su copa brindando por la emperatriz y cantó a su vez:

Desde la terraza de jade de los nueve peldaños,

la mirada inmortal se extiende hasta el infinito.

¡Qué gran distancia separa a las nubes del barro!

¿Cómo podría olvidarlo vuestro principito?

Deseo a su majestad una longevidad celeste,

una eternidad que nunca cese.

Alcemos, pues, los dos el vuelo

y recorramos juntos el cielo.

Al terminar su canción, Aocao, olvidando, bajo el efecto de la embriaguez, las normas que rigen las relaciones entre reina y súbdito, estrecha a la soberana contra su pecho. Después, tras mojar el augusto pecho en una copa de vino, bebe la mitad del néctar y tiende el resto a la emperatriz, que lo acepta gustosa. Luego, cogidos de la mano, se retiran al Da’an, pabellón de la Gran Paz, a descansar un poco.

Ella se desviste, quedándose tan sólo con una camisa de hilo de Lingnan (Cantón), y se echa a los brazos de Aocao. Exige que le lleven más dulces xiaotian perfumados; mordisquea un trozo y de sus labios se lo da a Aocao. Ahora levanta una pierna de lado; Aocao frota «el mango del matamoscas» contra la raja, y se introduce de través. Ambos se balancean hacia un lado y hacia otro hasta que «el mango» entra. La emperatriz se endereza y se presta a que él la penetre hasta la raíz. Aocao puede ir y venir, entrar y salir; ella no siente ya aquellos vivos dolores. Ahora llama a una pequeña sirvienta y le pide que se quede junto a ellos con una vela. Con su grácil mano, la soberana desaloja a Aocao y le pide que se eche boca arriba; ella se pone a horcajadas sobre él, colocando su vulva sobre «el mango del matamoscas». Sube y baja la emperatriz, y «el mango del matamoscas» desaparece poco a poco. Todavía le faltan dos o tres pulgadas para entrar del todo. Aocao alza sus caderas y empuja. La emperatriz ríe. «¡Ah! ¡Este malvado quiere terminar rápidamente conmigo!», dice ella; «detengámonos un rato. Quiero admirar a esta magnífica criatura entrando en mí poco a poco». Y apoyándose con las dos manos en la cama, la soberana agacha la cabeza y saborea la escena, y, al llegar al colmo de la excitación, su licor amoroso mana en forma de lluvia. Es necesario cambiar de pañuelo cinco veces. Pero a medianoche, al sonar la tercera vigilia, la emperatriz ya no puede mover los brazos ni las piernas. Aocao, temiendo que las fuerzas le fallen, la recuesta de espaldas y se encarga él de ir y venir, de sacar y meter. Tras varios cientos de golpes, comprueba que la ha introducido del todo y choca con el fondo de la vagina por lo menos cien veces.

La emperatriz, con los ojos cerrados y la voz alterada, dice a Aocao:

—Este movimiento me está produciendo un placer incomparable, un goce mortal. ¡Ah! Sí, continuad un poco más; y si me muero, mala suerte. —Luego enmudeció.

Al cabo de un rato, Aocao sintió que ya no podría seguir conteniendo su semen. Así pues, arremetió, empujó y forcejeó. La emperatriz apretó los dientes, tenía el rostro enrojecido y la nariz negruzca. Gritó de pronto: «¡Ah! ¡Hijo mío! Me estoy muriendo de veras…». Aocao se vertió como un torrente. Después las fuerzas le fallaron y sacó su rabo con la intención de descansar.

Sin embargo, los deseos de la emperatriz no estaban colmados en absoluto. Por eso limpia «el mango del matamoscas» con la ayuda de un pañuelo de seda; reclina su cabeza en el muslo de Aocao y empieza a frotar con la mejilla lo que ustedes ya saben; se lo mete en la boca, lo chupa. Y volviendo los ojos hacia la pequeña sirvienta que, algo vergonzosa, sostenía la vela junto a ellos, le ordena:

—Chupadlo vos también.

Pero la cabeza del «mango del matamoscas» era tan gruesa que la boca de la pequeña no podía abarcarla, tan sólo conseguía mordisquearla y chupetearla.

—Sí —dijo la emperatriz—, esta herramienta sólo yo puedo soportarla. De hecho, he estado varias veces a punto de morir. Alguien como tú habría muerto hace tiempo.

La pequeña sirvienta rió y no dijo nada. La emperatriz había estrechado tanto a Aocao entre sus brazos que «el mango del matamoscas» se había erguido de nuevo, preparado para un nuevo himeneo. Después de algunos cientos de golpes, y de que Aocao hubiera llegado al límite de sus fuerzas, la emperatriz se encontró cansada pero satisfecha. Ahí se quedaron.

Un buen día les informaron de que en el jardín reservado se habían abierto las peonías. La emperatriz ordenó en el acto que prepararan un banquete y luego acudió en compañía de Aocao a disfrutar del espectáculo. Medio ebria, le dijo:

—Señor, sois fuerte y bien plantado, ¿podríais levantarme y andar al tiempo que hacéis una pequeña escaramuza?

—¿Por qué no? —contestó Aocao.

Ambos se desnudaron de cintura para abajo; la emperatriz se colgó del cuello de Aocao y rodeó con sus piernas las caderas del muchacho. Y, con «el mango del matamoscas» clavado en la vulva, deambularon entre los macizos de peonías. Y mientras un pequeño grupo de músicos tocaba la melodía Floración de las peonías rojas, acompañada de una letra apropiada para la circunstancia, la emperatriz Wu Zetian y Aocao recalentaban en sus bocas unos sorbos de vino y los escupían de nuevo en el vaso del otro antes de beber; un ciervo blanco y una cierva, y las grullas del jardín, se acoplaban al unísono. En el séquito no había nadie que no se riera para sus adentros, pero a la emperatriz eso le traía sin cuidado.

Otra noche, la emperatriz y Aocao, ahítos de placer, dormían estrechamente abrazados. El sol estaba ya alto, pero ellos seguían sin levantarse.

—Aunque hubierais estudiado y os hubierais examinado —le dijo la emperatriz a Aocao—, e incluso aunque hubierais sido primer ministro, no hubierais podido soñar con un encuentro tan excepcional. Puedo decir que vuestra dedicación a mí es absoluta. Por mi parte, yo os alimento y os visto como a un emperador; y tampoco se puede decir que os maltrate… Deseaba ennobleceros, enriqueceros, pero vos siempre lo habéis rechazado todo. Sin embargo, estoy dispuesta a conceder riquezas y favores a vuestros hermanos y padres; no conseguiréis hacerme cambiar de idea.

—Ya os lo he dicho —contestó Aocao—, no tengo a nadie en el mundo. ¿Vuestra majestad lo había olvidado? Mi éxito no se debe a mi talento, y, sinceramente, no deseo ni riqueza ni honores. Sin embargo, tengo una idea que me es muy querida, sobre la que he meditado durante mucho tiempo y de la que os hablaré ahora, sean cuales sean las consecuencias. Sin duda vuestra majestad no querrá escucharme, pero si por ventura os dignarais oírme, el día de mi muerte sería para mí como el día de mi nacimiento.

—¡Vamos, príncipe mío!, ¿pero qué estáis diciendo? —dijo la emperatriz—. Habiéndome entregado a vos en cuerpo y alma, ¿cómo no voy a querer oír todas vuestras palabras?

—Ya que vuestra majestad me lo permite —prosiguió Aocao—, hablaré. ¿Qué crimen ha cometido el príncipe imperial para ser destituido como príncipe de Luling y ser relegado a Fangzhou (Hubei)? Es más, me he enterado de que recientemente se ha reformado y enmendado. En el Imperio se murmura que vuestra majestad se propone acabar con la dinastía Tang. En cuyo caso yo temería que, después de vuestro reinado, se repitiera el trágico destino de la familia Lu. En sus corazones, vuestros súbditos no odian a los Tang. Así pues, convendría que vuestra majestad volviera a llamar sin tardanza al príncipe de Luling y le confiara el trono. Vuestra majestad continuaría gozando de una posición eminente. ¿Puede concebirse mayor felicidad? —Al ver que la emperatriz ponía mala cara, Aocao añadió—: ¡Si vuestra majestad no está de acuerdo, vuestro humilde servidor se cortará el miembro viril como sacrificio por el Imperio!

Y, tomando un pequeño puñal, lo dirigió hacia «el mango del matamoscas» dispuesto a mutilarse. Ella se apresuró a arrancárselo de las manos, pero Aocao ya se había cortado media pulgada del glande. La emperatriz, sin dejar de soplar sobre la herida, se la limpió con un paño limpio.

—¡Idiota! —dijo entre lágrimas y reproches—, ¿por qué has hecho esto, hijo mío?

—Puede que por el momento yo sea vuestro hijo —replicó Aocao—, pero, de cara a la eternidad, vuestra majestad tiene un hijo nacido de su propia carne. ¿Cómo habéis podido rechazarle de ese modo?

La emperatriz se estremeció. Cada vez que se le presentaba la ocasión, Aocao volvía a la carga. Más tarde, los consejos de Di Liang gong (Di Renjie, duque de Liang) fueron en la misma dirección. Tanto y tan bien la presionaron que la emperatriz volvió a llamar al príncipe de Luling y le restableció en su rango de príncipe heredero.

Antes había muchos, dentro y fuera de la corte, que sólo veían a Aocao como un prostituto de harén y esperaban la oportunidad para matarlo. Pero después, cuando se enteraron de que había ayudado al restablecimiento de los Tang, todos le estuvieron muy agradecidos.

El primer año Shengli (698), la emperatriz cumplió setenta y seis años. Estaba casi siempre enferma, y comía y bebía cada vez menos. Un día le dijo a Aocao:

—Hace ya varios años que estamos tan unidos como las ramas entrelazadas y como los pájaros biyi, esos que tienen sólo un ala y vuelan en pareja. Por desgracia, las cosas buenas no duran, la felicidad siempre está amenazada. Ya no tengo la misma vitalidad que antes. ¿Qué será de vos cuando yo muera?

—Si vuestra majestad no hubiera tocado el tema —respondió Aocao—, yo no me hubiera atrevido a abordarlo. A pesar de vuestro gran número de primaveras y otoños, vuestros deseos en la alcoba sobrepasan los límites. Posiblemente no sea ésta la mejor forma de preservar la vida. Si un día ocurriera una desgracia, vuestro servidor os seguiría a las Nueve Fuentes. Pero no es eso lo que me aflige. Sólo temo que mi vulgar persona perjudique a la alta reputación de vuestra majestad.

—Está bien —dijo la emperatriz—; reflexionaré sobre vuestra suerte y os informaré.

Días más tarde, ella le dijo:

—Tengo un plan. De todos mis sobrinos sólo hay uno que valga algo y se merezca toda mi consideración: Wu Chengsi, el príncipe de Wei. El sabrá protegeros. En cuanto os lleguen noticias desagradables referentes a mi persona, deberéis cambiar de identidad. Podréis llegar a ser una persona rica en algún lugar de los lejanos reinos de Wu y de Chu.

Al día siguiente, convocó a Chengsi:

—Vos conocéis mi afecto por Xue Aocao —le dijo ella—. Como hijo predilecto, os ordeno que le acojáis en vuestra morada y le tratéis con las mayores consideraciones sin preocuparos de sus idas y venidas. Si alguien le descubriera, lo lamentaréis.

—¡Jamás se me ocurriría desobedeceros! —respondió Chengsi, petrificado de miedo.

Esa misma noche, la emperatriz ofreció a Aocao un banquete de despedida en el que se sirvió feto de leopardo, joroba de camello, cola de cordero rojo, carne seca de dragón verde joven; es decir, todo tipo de productos raros de la tierra y del mar, traídos desde Xiliang, en el oeste, hasta Siam, en el sur, acompañados por vinos reputados. La emperatriz sirvió de beber a Aocao en una copa de oro con siete joyas. Mientras bebían, intercambiaban palabras entrecortadas por sofocantes sollozos.

Al final, Aocao, que había bebido más de la cuenta y se hallaba completamente ebrio, dejó correr sus lágrimas.

—A partir de ahora —dijo—, vuestro servidor no oirá tintinear las guirnaldas de vuestra ropa… Quiera el cielo que vuestra majestad se alimente bien y cuide de sí misma. Si, al término de vuestra vida, vuestro servidor no ha acabado de prestaros el servicio del perro y el caballo, formulo el deseo de que vuestro espíritu perfumado me visite en sueños, de manera que yo pueda seguir sirviéndoos como en el pasado.

Al oír estas palabras, la emperatriz redobló sus sollozos. Cuando por fin consiguió recuperar el uso de la palabra, le dijo:

—Príncipe Idoine, todavía estáis en la flor de la vida, no os apeguéis a lo que se marchita. —Y más tarde, añadió—: He oído decir que en ciertas tribus los enamorados se hacen cicatrices quemándose con varillas de incienso, y que a esto le dan una gran importancia. ¿Por qué no hacemos lo mismo vos y yo?

Ordenó que le trajeran unas pastillas de ámbar gris y, después de invocar al cielo y de unirse mediante un juramento, dejaron que se consumiera una de ellas en el extremo del «mango del matamoscas», que de ese modo quedó marcado con una bonita señal circular. Después, ella quemó una segunda pastilla sobre la abombada parte superior de su vulva.

—Si con vos empecé con dolor —dijo ella—, ¿por qué no habría de terminar del mismo modo? —Entonces se echaron y ella siguió hablándole en estos términos—: De los grandes sufrimientos de la vida, ninguno supera a este hacia el que nos dirigimos. Si muriera esta noche, me convertiría en un fantasma feliz.

Después quiso que repitieran todas las posturas amorosas, abandonándose a los desenfrenos de no hacía mucho tiempo. Y aunque se limitaron a diez golpes en cada postura, el alba les sorprendió todavía tumbados sobre la estera de dragón.

Ese mismo día, gratificó a Aocao con trescientas libras de oro, un celemín de perlas, otro de corales y otro de jades, así como con cincuenta trajes diferentes, que él llevó consigo a la morada de Chengsi. Se despidieron llorando. Volviéndose hacia su sobrino, la emperatriz le dijo:

—Tratad al príncipe Xue como me trataríais a mí misma.

Por eso, Chengsi ya no sabía qué hacer para ser amable con él. Hacía venir a todos los banquetes a su concubina favorita, Wen Boxiang, que cantaba a las mil maravillas. Boxiang había sido una célebre cortesana de Chang’an antes de convertirse en concubina de Chengsi. Desde hacía mucho tiempo, conocía y apreciaba a Aocao, su encanto, su distinción y su famoso instrumento. Después de que hubieron intercambiado algunas miradas, y sin más ceremonias, una noche acudió a reunirse con él. Se abrazaron, pero fuera cual fuera la forma en que se colocaran, no llegó a penetrarla. Sólo entraba la cabeza, y a veces ni siquiera eso. Boxiang, excitada a más no poder, mordió a Aocao en el brazo y se fue.

La quemadura de la emperatriz cicatrizaba; su enfermedad iba también por buen camino. Un día en que se paseaba y se solazaba con la belleza de su jardín, se fijó en los dos primos Zhang, y en su gracia, y sintió cierta nostalgia. Les ordenó entrar en el palacio. Dijo a Changzong:

—Estos últimos años he vivido bajo el efecto de un sortilegio. Hasta hoy no había reparado en vuestra presencia.

Changzong no quiso saber más. Sin embargo, cuando fueron a hacer el amor, ella la encontró muy pequeña; él lo encontró muy grande. Después de una loable perseverancia, llegaron a un final banal y muy poco satisfactorio. Luego la emperatriz mandó llamar a Yizhi; ídem. Al cabo de un mes, la emperatriz, por medio de un eunuco, hizo llegar a Aocao una perla, diez frijoles pienso-en-vos, cien varillas perfumadas con long xian (saliva de dragón) y un par de «patos mandarines» rojos. Entre todo esto, se encontraba una carta que decía:

«¡Ay, qué precipitada fue nuestra despedida! ¡Y cómo lo lamento ahora! Ante las flores abiertas, bebo sola; en el claro de luna, descanso sola. Me hallo rodeada de caras empolvadas, pero ¿quién conoce mis pensamientos más secretos? Lágrimas centelleantes corren por mi ropa hasta la mesa.

»¡Tiempos pasados, cuánto amor!

¡Tiempos presentes, cuánto dolor!

¡Días pasados, qué cortos fuisteis!

¡Noches presentes, qué largas sois!

»De pronto, en un segundo, nos encontramos separados como el hombre y el cielo. En un abrir y cerrar de ojos fuimos Hu, el estado del norte, y Yue, el estado del sur. ¿Cuánto nos queda de vida? ¿Soportaremos estar separados de este modo? Reanudemos nuestra relación por medio de esta carta, fijemos nuestro encuentro. La próxima noche de luna llena, una carreta tirada por una becerra os introducirá por Wangchun, la puerta llamada Llega la Primavera, y permaneceréis varios días conmigo a fin de que nuestro destino aún incompleto se cumpla y de paso a las alegrías de nuestra vida futura.

»No digáis: “Hay muchos más hombres”, ni “Me pongo de puntillas para mirar el futuro, a lo lejos”. No diré nada más en esta carta».

En la parte inferior de la hoja, la emperatriz había añadido este poema:

Rojo verdoso, así son mis pensamientos confusos.

Con la cara descompuesta y achacosa,

¡tan a menudo pienso en ti!

Si mis lágrimas te parecen insípidas,

abre el cofre, saca el vestido

y, de llorar, de rojo lo verás teñido.

Después de leer la carta, Aocao dejó correr sus lágrimas. Escribió una respuesta y se la dio al eunuco para que se la llevara a la emperatriz. Luego se dijo suspirando: «Regresar allí supondría no volver a salir nunca más. Pero ¿no dice el dicho que no conviene dejar para mañana lo que puedas hacer hoy? Hoy me escaparé de este mundo». Y esa misma noche, sin que Chengsi se enterara, empaquetó presuroso su oro y sus joyas, montó el caballo de mil li de su anfitrión y huyó por la puerta oeste.

Chengsi, aterrorizado, mandó buscarle por todas partes, pero como fue imposible encontrarle, no tuvo más remedio que informar al trono y pedir un castigo. La emperatriz se limitó a emitir un suspiro de tristeza. Changzong, que conocía los pensamientos de esta última, ofreció diez mil piezas de oro a quien le consiguiera unas raras medicinas de los mares del sur. Una vez que hubo tomado estas medicinas, y después de haber revitalizado, como Yizhi, su «cabeza de tortuga» con un mes de abstinencia, volvió al gineceo y recuperó con creces el favor de la emperatriz. Hasta que, en los últimos años de ésta, el heredero al trono y el primer ministro asesinaron a los dos primos cerca del baldaquino imperial y mandaron dispersar sus miembros.

Ya en posesión del trono, el heredero quiso expresar su agradecimiento a Aocao y le mandó buscar, pero fue en vano.

Más tarde, durante la era Tianbao (742-755), vieron a Aocao en la ciudad de Chengdu (Sichuan). Llevaba el traje de plumas y el bonete amarillo, y tenía el cabello negro, la tez juvenil y el aspecto de un muchacho de veinte años. Se decía que había tomado el verdadero camino de la sabiduría. Después, nadie volvió a saber nada de él.