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En el jardín, la doncella hace de mediadora.
Y en el pabellón, cada vez es más furcia su señora.
Kong Ning acababa, pues, de encontrar una estratagema que se le antojaba maravillosa. «Mi señor, el duque Ling, está ávido de placeres carnales», pensaba, «y creo que ha hablado varias veces de la dama Xia manifestando un vivo interés por ella. Si hay algo que lamenta es no poder poseerla. Si yo se lo permito, me estará eternamente agradecido. Padece, por desgracia, la llamada hediondez del zorro, y estoy seguro de que el horrible olor de sus axilas repelerá a la dama Xia. Tendré, pues, que echarle una mano. Aprovecharé también para galantear con la dama, y así Yi Hangfu no se tomará demasiadas confianzas tan a menudo. Ya me he liberado, pues, de todas esas preocupaciones. ¡Ah, qué plan tan excelente!».
Kong Ning se dirigió entonces a ver al duque Ling para hablarle de la belleza de la dama Xia, la cual, añadió, no tenía equivalente bajo el cielo.
—He oído hablar de su belleza —dijo el duque—, pero tiene casi cuarenta años y me temo que, al igual que las flores de los melocotoneros en el tercer mes, la flor de su tez esté ajada de forma inevitable.
—La dama Xia es muy versada en «el arte del dormitorio» —respondió Kong Ning—, y su tez, tan fresca como la de una joven de diecisiete o dieciocho años.
Al oírle hablar así, el duque Ling sintió encenderse en él el fuego de la pasión y le preguntó:
—¿Y conocéis algún modo de que pueda entrevistarme con ella?
—La familia Xia reside en Zhulin —explicó Kong Ning—, un lugar retirado y tranquilo a la par que hermoso, por el que uno puede vagabundear a sus anchas. Bastará con que mañana por la mañana vayáis a Zhulin, y la dama Xia saldrá a recibiros. La dama tiene una doncella llamada Flor de Loto que está al tanto de sus asuntos sentimentales, y yo, por mi parte, le comunicaré vuestras intenciones, excelencia. ¡No hay ninguna razón para que las cosas no salgan bien!
—Os otorgo toda mi confianza, querido dignatario —concluyó riendo el duque Ling.
Y al día siguiente ordenó al cochero que preparara su carruaje para ir a Zhulin. Sólo le acompañaba el dignatario Kong Ning. Este había enviado una misiva a la dama Xia pidiéndole que ordenara preparar refinados manjares para recibir al duque; y había desvelado las intenciones del duque a Flor de Loto para que actuara de alcahueta. Como sabemos, la dama Xia no temía ni las aventuras ni el qué dirán. De ese modo, a la hora señalada, todo estaba preparado. El duque Ling sólo tenía una idea en la cabeza: poseer a la dama Xia, y su paseo a Zhulin, no os equivocáis, no era más que un pretexto. Por algo se dice, y con toda razón:
Robar el jade y sustraer el perfume, ¡he aquí su decisión!
Contemplar las aguas y gozar de la montaña
¡no era en absoluto su intención!
Poco tiempo después, el duque Ling llegó a la residencia de los Xia. Ataviada con sus ropas de gala, la dama Xia acudió a recibirlo a la puerta de la sala principal. Le saludó respetuosamente y le dijo así:
—El hijo de vuestra humilde servidora, Zhengshu, ha partido para seguir las enseñanzas de un maestro; yo ignoraba que vuestra majestad fuera a conducir su tiro de caballos y se dignara posar su mirada sobre el vecindario; es culpa mía si he faltado a las normas recibiéndoos tan pobremente.
El gorjeo de su voz sonó claro y encantador como el primer canto de la oropéndola. El duque Ling la contemplaba: era como una inmortal del cielo. ¡Pocas veces una belleza semejante había enorgullecido sus palacios, llenos de esposas y concubinas! Se dirigió a ella en estos términos:
—Estaba dando un paseo y, al pasar ante vuestra honorable residencia, me he permitido entrar a presentaros mis respetos. Os ruego que no os alarméis.
La dama Xia, con las manos ocultas en las mangas, le respondió:
—Habiendo accedido los pasos de jade de vuestra majestad rebajarse a venir hasta Zhulin, el brillo de éste se ve aumentado. Vuestra humilde servidora ha ordenado preparar una colación tan ligera que no se atreve a ofrecérsela a vuestra excelencia.
—Las molestias que os habéis tomado me confunden —respondió el duque—, pero no es necesario que me honréis en el comedor de las ceremonias. He oído decir que en vuestra honorable residencia los jardines y pabellones se hallan apartados y no pueden ser más encantadores, y sé también que en este momento las flores de los perales están soberbias. Deseo contemplarlas y me gustaría, señora, que los exquisitos platos con los que vais a honrarnos nos sean servidos en un pabellón del jardín.
—Desde que mi difunto esposo dejó este mundo —prosiguió la dama—, he tenido abandonado el jardín y a menudo he descuidado barrerlo. Temo deshonraros, excelencia; os pido perdón por adelantado.
La dama Xia sabía realmente cómo recibir a sus invitados. Conmovido ante estas frases tan bien construidas, el duque Ling la tuvo, si cabe, en más alta estima. Le ordenó que se cambiara sus vestidos de gala y le acompañara, a él, que era un simple mortal, a dar un paseo por el jardín. La dama Xia cumplió la orden y, vestida con sus ropas habituales, semejaba la flor del peral bajo el resplandor de la luna, o los capullos de los prunus bajo la nieve, ¡tan distinguida era su elegancia y tan poco afectada!
Así pues, la dama Xia condujo al duque al jardín situado detrás de la residencia, donde sólo se veían venerables abetos y graciosos cipreses, piedras de extrañas formas y flores de mucho renombre. Había también un pequeño estanque y varios pabellones adornados con flores. En el centro, se alzaba una galería cubierta y rodeada por unas balaustradas de color rojo bermellón; en esa construcción, ricamente ornamentada, se ofrecían los banquetes a los invitados. A derecha y a izquierda había otras galerías, y detrás de la galería cubierta, varias habitaciones apartadas. Dichas galerías, dispuestas en zigzag, comunicaban con los aposentos privados de la residencia. En el exterior se encontraban el acaballadero y las cuadras. Al oeste, se extendía un terreno lleno de perales cuyas flores perfumaban el aire. ¿No era Zhulin una residencia maravillosa?
Después de un corto paseo, el duque entró, acompañado de la dama, en la galería cubierta, donde estaban dispuestos los platos del banquete. Con una copa de vino en la mano, la dama indicó a cada uno de los invitados el lugar que debía ocupar. El duque Ling tuvo entonces la cortesía de sentarse a su lado, a lo que ella se negó con modestia.
—¡Os lo ruego, señora! —dijo el duque, ordenando a Kong Ning que se sentara a su derecha y a la dama que lo hiciera a su izquierda—. Olvidémonos del protocolo y dejemos hoy esos ceremoniales que debe mantener habitualmente el soberano con sus vasallos. ¡Más vale regocijarse de común acuerdo!
Mientras bebían, el duque Ling no dejó de hacer guiños a la dama Xia y ésta le respondía con miradas semejantes a las «olas de otoño». Ligeramente achispado, el duque se entregaba a los cumplidos mientras que, por su parte, el dignatario Kong Ning «tocaba el tambor» con inteligencia y precipitaba las cosas. ¿No ayuda el vino a que los corazones se llenen de alegría? En cuanto una copa se quedaba vacía, la llenaban de nuevo. Muy pronto no supieron cuántas copas habían bebido.
En un abrir y cerrar de ojos, el sol desapareció tras la montaña de poniente y trajeron las lámparas. Completamente ebrio, el duque Ling se acostó en una cama y se puso a roncar. Kong Ning había informado discretamente a la dama que su señor la deseaba desde hacía mucho tiempo, y que había ido a visitarla para pedirle que le concediera sus favores. Le rogó que no se negara desconsideradamente. La dama Xia sonrió y no contestó nada. Kong Ning sabía que ella no dejaría de cumplir lo que le pedía, de modo que la dejó para irse a descansar, como todo el mundo. La dama mandó preparar unos cobertores de seda y unas almohadas bordadas y ordenó que las llevaran a la galería cubierta, dejando creer que el duque iba a pasar allí el resto de la noche. Después se dispuso a tomar un baño de agua caliente y perfumada en espera de que llegara ese momento tan deseado. Cumpliendo sus órdenes, Flor de Loto se había quedado junto al duque. Al poco, éste se despertó. Abrió los ojos y preguntó quién estaba ahí. Flor de Loto se arrodilló y le respondió:
—Vuestra humilde servidora Flor de Loto. Mi ama me ha pedido que os sirviera, majestad, y yo me he permitido entrar para traeros una bebida de ciruelas que disipará vuestra embriaguez.
—La persona que me trae este galante brebaje, ¿no podría hacer de intermediaria? —preguntó el duque.
—No sabría desempeñar ese papel. Sólo está en mis manos serviros lo mejor que pueda. ¿Cómo podría saber yo quién es la persona en la que tenéis puestos vuestros pensamientos?
—Es tu señora, y mis almas superiores se hallan muy turbadas a causa de ella. Si puedes ayudarme, sabré mostrarme generoso.
—Es de temer que la humilde persona de mi señora no sea de vuestro agrado, excelencia. Pero si no la desdeñáis, podré conduciros junto a ella.
El duque, en el colmo de la felicidad, pidió en el acto a Flor de Loto que tomara una lámpara y le mostrara el camino. Recorrieron las galerías dispuestas en zigzag y llegaron a los aposentos privados. Sentada sola bajo la lámpara, la dama Xia parecía esperar a alguien o algo. De pronto oyó ruido de pasos, y ya iba a preguntar quién se acercaba cuando vio entrar al duque Ling en su habitación. Flor de Loto se retiró con la lámpara de plata en la mano.
El duque estrechó a la dama y, abrazado a ella, entró bajo las colgaduras de la cama. Se quitó la ropa y se tumbó a su lado. Nada más acariciar su suave y delicada piel, se derritió de placer. Pero cuando llegó el momento en que los placeres confluyen, le pareció una virgen desde todos los puntos de vista. Como él se extrañara, ella le explicó:
—Vuestra humilde servidora posee un método que le fue transmitido tiempo atrás. No habían pasado aún tres días del nacimiento de mi hijo cuando ya mi «habitación florida» había recobrado su estado anterior.
—¡Vaya! —exclamó el duque—. ¡He visto bellezas semejantes a las inmortales del cielo, pero jamás había visto nada parecido!
Para ser sinceros, diremos que el miembro viril del duque Ling estaba muy lejos de ser equiparable a los de Kong y Yi. Añadamos que su aliento desprendía la hediondez del zorro. Realmente, todo esto no era como para complacer a la dama. Pero él era el soberano del reino, y la dama temía su poder. Así que no se atrevió a desdeñarle.
De ese modo, sobre la almohada y sobre la estera, de cien maneras le acariciaba ella y, con la mente en otra parte, trataba de complacerle. Temía simplemente que la respiración del duque se volviera débil y jadeante. Así pues, le animó a que se tumbara boca arriba y se sentó a horcajadas encima de él. Le ceñía entre sus piernas, y no cesaba de sentarse y levantarse, como si «le pusiera una cereza en la boca» a un niño. Se movía con tal destreza que el duque sintió muy pronto un hormigueo por todo el cuerpo y su semen salió despedido como un torrente. Cada uno de los amantes reclinó la cabeza en la mano del otro e hicieron una pausa. Poco después, el duque sintió reavivarse su deseo y se le endureció la lanza. En el curso de esa misma noche, combatieron y se entregaron a las «nubes y lluvia» siete veces. Al final, el cuerpo del duque estaba a punto de descoyuntarse; sus cuatro miembros se hallaban exhaustos, y, derrengado, se durmió. Cuando cantó el gallo, la dama Xia le zarandeó suavemente para que se despertara. Entonces él le dijo:
—Querida, las numerosas bellezas de mis palacios me parecen a vuestro lado unos vulgares objetos. ¿Podría pediros que en el futuro me concedáis un poco de vuestro precioso tiempo?
Temiendo que el duque no conociera la naturaleza de sus relaciones con los dignatarios Kong y Yi, la dama respondió:
—No debo engañaros, majestad, y os confesaré que, desde que mi esposo dejó este mundo, apenas me he comportado como una persona casta. Por otros como vos, he perdido mi virtud. Pero hoy he tenido la posibilidad de serviros y os juro que, a partir de ahora, no tendré más amoríos. ¿No sería un delito ser dueña de varios corazones a la vez?
—Tesoro mío, habladme de esas ricas y nobles personas sin necesidad de disimulos.
—Se trata de los altos dignatarios Ning y Yi, de nadie más —respondió ella—. Me vi obligada a mantener esas enojosas relaciones para poder educar al hijo que me dejó mi esposo.
—¡Ese Kong Ning es un diablo! —gritó el duque—. ¡Ahora entiendo por qué hablaba de vos como de un ser maravilloso! Si no os hubiera conocido personalmente, ¿cómo hubiera podido hablar tan bien de vos? Habéis sido muy honesta al advertírmelo. Tened por seguro que ahora mi único deseo es venir a veros a menudo, y, en cuanto a las otras relaciones, no podría prohibíroslas.
—Majestad —le dijo ella—, podéis venir a verme siempre que lo deseéis. Muy grande sería mi tristeza si no vinierais a visitarme con frecuencia.
Poco después el duque se levantó. La dama Xia se quitó la camisa y se la dio para que la llevara siempre puesta.
—Príncipe, ¡cuando veáis esta camisa, pensaréis en mí!
Flor de Loto volvió a conducir entonces al duque por el camino que habían tomado la víspera, hasta llegar a la galería. Tan pronto como el cielo se iluminó, la comida de la mañana estuvo lista y la dama invitó al duque a tomar asiento en la gran sala de ceremonias. El personal de cocina trajo los platos. A todos los hombres del cortejo ducal se les dio alimento y vino para que se reconfortaran. Kong Ning condujo el carruaje del duque hasta la corte. Todos los oficiales sabían a ciencia cierta que el duque había pasado una noche campestre, es decir, fuera de palacio y en galante compañía, y le esperaban, prestos para servirle, en la puerta de su residencia. El duque ordenó que les dijeran que esa mañana no concedería audiencias y se dirigió a sus aposentos privados. De pronto se oyó que un funcionario le decía a otro:
—¡Eh, hermano Kong Ning, pareces venir de muy lejos! ¡Debería pedirte explicaciones!
Kong Ning se volvió y dijo:
—¡Ah, eres tú!
Pues bien, si deseáis conocer el nombre de esta persona, prestad atención a las explicaciones del próximo capítulo.