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La sirvienta descubre la primavera en su cita galante.
Flor de Loto halla marido a pesar de todos sus percances.
Así pues, después de haber estado espiando durante toda la noche, la pequeña doncella había regresado a su habitación. Pero ¿creéis que pudo conciliar el sueño? Sentía su corazón tan desasosegado que a duras penas podía soportarlo. Tenía pocas esperanzas de encontrar a un galán que la estrechara y la llevara en su corazón. No sabría nunca lo que era el placer. En eso pensaba cuando se dijo: «¡Pero si conozco uno!». De pronto, se le había ocurrido que Li el Bienaventurado, el guardián de la puerta, tenía veintiocho o veintinueve años; se hallaba por tanto en la flor de la vida y, además, todavía no estaba casado. «Duerme en la habitación vecina», se decía. «Y no sé qué pensará de esto. Pero ¿no suelen decir que “el hombre que desea conquistar a una mujer se halla separado de ella por una alta montaña, mientras que sólo una fina hoja de papel impide a la mujer seducir a un hombre”? Aprovecharé que el sol aún no ha salido y que mi señora sigue durmiendo para conocer el placer con él. ¿No es maravilloso?». Entonces se puso las bragas y se dirigió sin hacer ruido a la habitación vecina. No tardó en darse cuenta de que, si bien la puerta estaba cerrada a cal y canto, uno de los batientes de la ventana había quedado abierto. Asomó la cabeza y echó un vistazo en el interior. Li el Bienaventurado dormía a pierna suelta; estaba acostado boca arriba, completamente desnudo, y con su aparato, de unas cuatro o cinco pulgadas de longitud, erecto. Al verlo en ese estado, no pudo evitar que los «pensamientos primaverales» la turbaran. El fuego del deseo la inflamó. Miró a su alrededor; no había nadie. Saltó por la ventana y entró en la habitación. Después de cerrar bien la ventana, se quitó las bragas, se subió a la cama y se sentó sobre Li el Bienaventurado. Primero tomó su «cabeza de tortuga», la apretó contra la puerta de su valle y se sentó. Ya se la había hundido hasta la mitad. Ahora bien, la joven doncella, que aún no conocía el asunto de los hombres, no pudo evitar ciertos sinsabores. Pero, dado que su deseo no había sido repentino, y se había excitado a lo largo de toda la noche con los deleites de sus señores, tenía la puerta de su valle algo húmeda por las secreciones. Por lo tanto, al principio no sintió dolor alguno; se deslizó hacia abajo lentamente y, poco a poco, envolvió el miembro hasta la raíz. Li el Bienaventurado soñaba y gozaba.
Cuando se despertó y vio que la doncella de los aposentos privados estaba cabalgándole, le preguntó con viveza:
—Pero, hermana mayor, ¿de dónde sales? ¡Soy un hombre con suerte!
Cuando la doncella vio que Li se despertaba y le hablaba, pareció una virgen asustada. Se ruborizó y descabalgó con la intención de escapar. Li el Bienaventurado se levantó y la retuvo con una mano.
—Dime, ¿quién te ha dicho que vinieras?
Y como ella quisiera huir sin responder, él la apoyó en el borde del lecho y dirigió su miembro de jade hacia la entrada de su valle. La penetró y se puso manos a la obra con frenesí, sin fijarse en nada, sin saber si lo hacía bien o mal. Golpeaba con su maza directamente en el interior del valle y la embistió cien o doscientas veces. Pronto la joven sirvienta no pudo soportarlo más, y empezó a rogarle con insistencia: «Hermano mayor, hazlo con más suavidad, siento un dolor terrible». Li, encantado de acceder a este amable ruego, entró y salió más lentamente. Pero al poco rato, el fuego del deseo le inflamó de nuevo. Bien erguido, de nuevo golpeó con su maza en el interior del valle, en medio de los incesantes ruidos del amor. La sirvienta no cesaba de suplicarle que procediera con delicadeza. Li el Bienaventurado dirigió entonces su miembro de jade directamente hacia el interior y alcanzó «el corazón de su flor». Salió y entró varias decenas de veces más, hasta que por fin emitió su semen. Cuando se retiró, con ese ruido tan característico que hace el miembro de jade al salir del valle, vio cómo la sangre corría debajo de la joven sirvienta. Ya había amanecido. Viendo que ella ya no podía moverse, le preguntó con cierta inquietud en la voz:
—¿A qué hora llegaste? ¿Y por qué viniste a mi habitación?
La sirvienta le contó con detalle lo que había oído por la ventana durante la noche. Y, mientras ella hablaba, Li sintió renacer su deseo y quiso entregarse al combate otra vez, pero la joven sirvienta le disuadió:
—No puedo más —le dijo—; si sigues, me moriré. Ponme enseguida mis ropas.
Y Li el Bienaventurado no se atrevió a contradecirla. La alzó y le puso las bragas. Cuando la sirvienta intentó moverse, sintió un fuerte dolor en el interior de su valle, como si un cuchillo se le hubiera deslizado dentro. Así que tuvo que echarse de nuevo. Aún no se había vestido Li, cuando oyó que el criado de la biblioteca le llamaba:
—¡Li! ¡Li! —Al ver que éste no respondía, el criado de la biblioteca se acercó entonces a la ventana, extrañado—. Gran hermano Li, ¿cómo es posible que sigas durmiendo a estas horas? ¿Qué haces todavía acostado? El señor te espera en el pabellón de las peonías para decirte algo.
Li salió corriendo y quiso cerrar la puerta con llave. Pero el criado ya había echado un vistazo al interior de la habitación y había visto a la joven doncella durmiendo desnuda.
—Esta sí que es buena. Así que, mientras yo te 11amaba, tú te dedicabas a saborear ese delicioso «melocotoncito».
—Por favor, hermano mío —le ordenó Li—, ¡no se lo digas a nadie!
Los dos hombres se presentaron ante su amo y le preguntaron en qué podían servirle. Wuchen les respondió:
—Todas las peonías están ajadas, Li. Te he hecho llamar para que vinieras a regarlas. ¿Por qué no has acudido antes?
—Me ha costado mucho levantarme —respondió Li.
—¡Qué golfo eres! —replicó Wuchen.
Y tal vez no sea necesario mencionar que Li el Bienaventurado tuvo que ponerse a regar las peonías. En cambio, la joven sirvienta estuvo durmiendo dos horas más. Al atenuársele un poco el dolor, consiguió levantarse y, pasito a pasito, abandonó la habitación. Volvió a su cuarto para vestirse y se dispuso a servir su señora. Pero Yunxiang ya la estaba llamando desde el pabellón de las peonías. La joven sirvienta llegó, pues, resignada a vérselas con su señora.
—¿Dónde te has metido, pequeña desvergonzada? —le interpeló ésta—. ¡Hace una hora que te estoy llamando!
Al oír estas palabras, la joven sirvienta no pudo evitar que sus mejillas se tiñeran de rubor.
—Me estaba lavando las manos —respondió.
Yunxiang se dio cuenta de que su rostro encendido ocultaba algo, de modo que le pidió que la siguiera. La sirvienta sufría terriblemente; apenas podía mantenerse en pie, y, aunque se esforzara en caminar, era incapaz de dar un paso. Yunxiang la reprendió y le dio una bofetada en plena cara:
—Cuéntame lo que has estado haciendo y no te reñiré.
—Os lo aseguro, estaba lavándome las manos.
—¿Y por qué caminas de esa forma?
—Me he tropezado con un ladrillo y me he hecho daño en el pie.
Yunxiang no se lo creyó y trató de pegarle de nuevo. La sirvienta, viendo que ya no podía seguir disimulando, se arrodilló ante ella y le dijo que había ido a la habitación de Li el Bienaventurado.
—¿Para qué? —le preguntó su señora.
La doncella confesó la verdad, y su ama, a quien poco a poco se le iba pasando el enfado, continuó injuriándola, a la vez que se reía:
—¡Pequeña desvergonzada! Y pensar que todavía ayer eras un capullo de flor… ¿Cómo has podido tolerar que esa «abeja galante» te libara? En fin, hablaré con tu señor y te daré a Li el Bienaventurado como esposo. ¿Qué te parece?
La doncella se prosternó hasta que su cara rozó el suelo.
—Es difícil encontrar a una señora tan generosa como vos; os agradezco vuestros favores.
Si os preguntáis por qué se le había pasado tan pronto el enfado a Yunxiang, os diré que se debía a que la dama era muy frívola, y pensaba que, si en un futuro próximo se embarcaba en una aventura galante, su doncella no se atrevería a traicionarla contándoselo a su esposo. Esta es, pues, la razón de que se mostrara tan generosa. Pero dejemos sus maliciosas intenciones.
Yunxiang condujo a su doncella al interior del pabellón, y cuando vio a Wuchen y le contó toda la historia, éste estalló también en grandes carcajadas.
—Mi doncella no tiene todavía marido —dijo ella—, y Li el Bienaventurado no tiene todavía hogar. ¿Y si los casáramos?
—Eso es muy fácil —respondió Wuchen, y, acto seguido, mandó llamar a Li—. ¡Buena la has hecho, golfo! No hay duda de que te mereces una reprimenda, pero te conozco desde hace mucho tiempo; y si eres capaz de reconocer tu falta, no te castigaré.
—La reconozco —respondió Li.
—Tu señora —prosiguió Wuchen— desea darte a su joven doncella como esposa. ¡Vamos, prostérnate ahora mismo ante ella para agradecerle sus favores!
Entonces los dos sirvientes se prosternaron juntos, hasta tocar el suelo con la cara, ante sus amos. Y que luego vivieron como marido y mujer no es necesario decirlo.
Hablaremos ahora un poco acerca de Flor de Loto, la anterior doncella de la dama Xia. Sabemos que había conseguido escapar de los soldados del rey Chu huyendo por el jardín. Se alejó de la casa, pero, jadeante y cubierta de sudor, pronto le resultó difícil continuar. Por suerte, se encontraba delante de una puerta muy grande, y se sentó en los escalones para descansar un poco. Y entonces ocurrió tal como dice el proverbio: «Mil li de distancia no son nada para aquellos que deben conocerse. ¡Ya pueden estar el uno enfrente del otro, que si el destino no lo quiere, nunca llegarán a conocerse realmente!». Se había sentado ante la puerta de la residencia de la familia Luo. El anciano padre, que era un rico propietario, se llamaba Luo Yan o Luo el Eminente. Aunque en el fondo fuera todo corazón, era tan roñica que, como dice la expresión, no se hubiera arrancado ni un solo pelo para salvar a nadie. La gente también le conocía como Luo el Viejo Penco. Con más de cuarenta años tuvo un hijo a quien le pusieron de nombre Ai Ji, Amor Fortuito. Los dos ancianos esposos amaban a su hijo como un preciado tesoro. Este tenía entonces dieciocho años. No le gustaba estudiar y no hacía otra cosa que vagabundear de la mañana a la noche por burdeles y garitos. Tanto era así que todos creían que nunca se casaría. Luo el Viejo Penco le malcriaba dejándole hacer cuanto se le antojaba. Así pues, cuando ese día Amor Fortuito se disponía a salir de su casa y vio a Flor de Loto sentada en el umbral de la puerta, se puso de puntillas para examinarla minuciosamente, y calculó que debía de tener treinta años. Era atractiva, tenía el rostro muy lozano y sus «lotos dorados» sólo medían tres pulgadas de largo. Al verla tan agotada, se figuró que venía de muy lejos. Le preguntó entonces su nombre y de dónde procedía. Flor de Loto reflexionó un instante. «¡No puedo decirle mi verdadero nombre!», pensó. Y le respondió:
—Mi familia política se llama Zhang y mi marido Zhang Reng. Viven en el pueblo de Xu, a quinientos li de aquí. Un rayo ha provocado un incendio en nuestra casa y todos han muerto quemados. Yo soy la única que he podido huir. Voy en busca de mi familia, pero me he perdido por el camino. Por eso estoy aquí, delante de vuestra honorable residencia. Descansaré un poco y luego seguiré mi camino.
—¿Y dónde se encuentra tu familia?
—En Jingzhou, en el reino de Chu —respondió ella.
—Está demasiado lejos. Descansarás en nuestra casa dos días y mandaré prepararte un vehículo tirado por un asno para que te lleve hasta allí.
—No somos ni amigos ni parientes, ¿cómo podría aceptar vuestra hospitalidad?
—¿No es siempre una buena acción socorrer al que se encuentra en una situación extrema? ¿Por qué negaros, pues?
Flor de Loto se había dado cuenta del interés que despertaba en el joven, de modo que durante un rato siguió rechazando su hospitalidad. Amor Fortuito la obligó a entrar. Al llegar a la biblioteca, pidió, sin que se enteraran sus padres, que les proporcionaran vino y alimentos. Y comió en compañía de Flor de Loto. Al llegar la noche, Flor de Loto fingió querer despedirse. Ai Jin se lo impidió.
—Has comido de balde. ¿No me vas a dar nada a cambio?
Entonces la tomó en brazos para llevarla al lecho, la desnudó y se entregaron a «las nubes y la lluvia». Flor de Loto era una combatiente tan atrevida como experimentada. Ambos lucharon, lanza contra sable, hasta que amaneció. Y de ese modo, ella se quedó varios días en casa de los Luo. Los ancianos padres se enteraron del asunto, pero, a decir verdad, no sabían qué hacer. Dándose cuenta de que Flor de Loto era realmente una persona encantadora, muy pronto la consideraron su nuera. Ordenaron a los dos amantes que tomaran el cielo y la tierra por testigos y les casaron. Los dos vivieron así durante algo más de un año.
La desgracia se abatió sobre la familia encarnada en seis o siete bandidos que se apoderaron una noche de Luo Yan. Encendieron una antorcha de rastrojos con la que estaban dispuestos a prender fuego y pidieron al anciano que les dijera dónde escondía el dinero. Ahora bien, Luo Yan era una de esas personas que, por naturaleza, prefieren renunciar a la vida antes que a las riquezas, por lo que gritó a su esposa:
—¡Aunque me quemen vivo, no les digas dónde está el dinero!
Y ésta respondió:
—¡De acuerdo!
Cuando los bandidos oyeron esto, se encolerizaron de forma tan violenta que uno de ellos cortó al anciano en dos y luego se acercó a su esposa para hacer lo mismo con ella.
Pues bien, si no sabéis lo que sucedió, atended a las explicaciones del próximo capítulo.