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El hijo actúa con su madrastra una vez fallecido su padre.
Qu Wu y la hermosa dama al reino de Jin parten.
De lo que aconteció, pues, en los infiernos ya no hablaremos más. Sabemos que Lianyin Xianglao había recibido del rey Zhuang a la dama Xia como esposa. Ahora bien, justo un año después, acompañando a su soberano en una expedición contra el reino de Jin, un tal Sun Xi le mató con una flecha. El rey Zhuang envió a alguien para que anunciara su muerte a su hijo Heidui. Hay que decir que la presencia cotidiana de su seductora madrastra, cuya belleza era capaz de «destruir reinos y ciudades» y cuya figura recordaba en todo a las bellas y devastadoras Xishi y Taizheng, habían provocado en el joven cierta turbación. Su padre había sido el único obstáculo para hacer realidad sus pensamientos libidinosos. De ese modo, cuando aquel día recibió la noticia de su muerte, fingió una profunda aflicción. Llevó luto por él y emitió largos gemidos. Pero, en su corazón, se regocijaba de que ya no hubiera ningún obstáculo a su deseo. Pensaba para sus adentros: «¡Dentro de muy poco esta deliciosa persona será mía!». La dama Xia, que como sabemos era una mujer muy aficionada a esas lides, se había sentido afligida muy a menudo por la avanzada edad y por la constitución física de su nuevo esposo. Esto se debía al hecho de que el miembro viril de este último era extremadamente pequeño y de que, cuando llegaba el momento de la batalla, arremetía dos o tres veces sin llevar jamás el asunto a buen fin. Fue entonces cuando, dentro de su insatisfecho corazón, había empezado a fijarse en Heidui, el hijo de Xianglao, pues le parecía que, con su gran corpulencia, por fuerza debía de entregarse a largos combates. Así pues, sus pensamientos se volvieron hacia él. Y seguramente no hace falta decir que, después de haber vivido en esa situación durante un año, la hermosa mujer se alegró de la muerte de su esposo en el campo de batalla.
Heidui mantenía frecuentes relaciones con una sirvienta llamada Luna de Otoño. Ese día, cuando Heidui charlaba con la dama Xia en el aposento de ésta, vio entrar de pronto a la sirvienta y le hizo un guiño, pero ella no se dio cuenta. Heidui se despidió entonces de la dama Xia y se retiró para ir a esperar a Luna de Otoño en la planta baja. Al poco, la luna brilló como un espejo a través del follaje de un magnolio del jardín. Heidui esperaba desde hacía ya un buen rato, y seguía sin ver llegar a Luna de Otoño. Nada le apetecía, salvo la dama Xia, quien ocupaba todos sus pensamientos. De pronto el deseo, cual ardiente fuego, lo invadió, y se desnudó por entero. Entonces se irguió su miembro, tan grueso como largo, y lo tomó en su mano; se echó y se lo asió para deleitarse. Mientras tanto, la dama Xia platicaba con Luna de Otoño. Transcurrió una víspera. La dama Xia entró en su dormitorio para reposar. Luna de Otoño ignoraba que Heidui la estuviera esperando, por lo que fue a acostarse. En la segunda víspera, la dama Xia sintió de pronto sed y le apeteció tomar un té. Llamó a su sirvienta varias veces sin obtener respuesta. «¡Esa bribona debe de estar durmiendo a pierna suelta!», pensó, rabiosa. Entonces se levantó y, tomando una lámpara, salió de su habitación y bajó las escaleras llamándola una y otra vez. Creyendo Heidui que Luna de Otoño por fin llegaba, echó una ojeada. Al reconocer a su madrastra, fingió que dormía, mientras su miembro viril se enderezaba cada vez más.
La dama Xia le sorprendió de esa guisa y se quedó estupefacta: «¡Qué joven es! ¡Y qué bien provisto está!», se dijo. Ya se iba a retirar pensando que estaba dormido cuando de pronto pensó: «Pero ¿qué hará aquí tan solo? Seguramente ha debido de concertar una cita con Luna de Otoño y se ha quedado dormido mientras la esperaba». Acercó la lámpara para iluminarlo y no pudo impedir que la invadiera el deseo. ¿Y no es cierto que, si hay algo difícil de apagar, es el fuego del deseo? De ese modo, aunque había olvidado por completo su sed de té, esta otra sed la hacía humedecerse hasta tal punto de que sus humores íntimos mojaban el suelo. Finalmente, sin preocuparse lo más mínimo por las formas, apagó la lámpara y se desnudó. Se subió a horcajadas sobre él y se abrió con las manos «el corazón de su flor». Asió la «cabeza de tortuga» y empujando muy suavemente la hizo penetrar hasta la mitad. Luego, sin dejar de frotar, se la introdujo por entero. Y entonces sintió tal placer que sus humores íntimos fluyeron como un torrente. Efectuaba movimientos ascendentes y descendentes, y así estuvo deleitándose durante un buen rato.
De pronto temió que él se despertara, y decidió descabalgarlo para huir furtivamente. «No puedo dejar escapar esta ocasión», pensó entonces Heidui. «Si se va ahora, me costará mucho trabajo volver a encontrar una oportunidad como ésta. ¡Tiene que ocurrírseme algo!». Entonces fingió creer que la dama Xia era Luna de Otoño y la llamó:
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
Luego extendió sus manos hacia ella y, tomándola de las nalgas, la alzó sobre él. Sin pensárselo ni un segundo, con un empujón repentino, empezó a moverse de la forma más desmedida del mundo. La dama Xia dejó que la confundiera. «Al fin y al cabo», pensó, «si cree que soy Luna de Otoño, ¡aprovechémonos de ello sin temor al deshonor!». E inclinó sus hombros hacia Heidui, que, debajo de ella, bajaba y subía, y se movía tan bien que el «corazón de su flor» la quemaba de placer. No sintiéndose aún satisfecho, Heidui la tomó entre sus brazos y, dándole la vuelta, la tumbó boca arriba. Le colocó las piernas alrededor de su cintura y empezó a embestirla con todas sus fuerzas. La dama Xia ponía en práctica su arte de «recoger los frutos de la batalla», y recibía y daba a porfía. Cuando Heidui la oyó jadear delicadamente, y sintió su fino talle moverse viva e impetuosamente, comprendió que ella había alcanzado el placer. Inclinado sobre ella, le dijo:
—Querida, esta noche estás realmente maravillosa. —Y levantándole los «lotos dorados», se los acarició largamente—. ¿Y estos piececitos tan bonitos? Se parecen mucho a los de cierta persona…
La dama Xia nada contestó. Heidui le palpó entonces la puerta del yin, que estaba situado muy arriba y era muy estrecho, y empezó a frotarle el «corazón de la flor» con su «cabeza de tortuga».
—¡Qué placer! —continuó él—. ¡Nunca había sido tan feliz como esta noche!
La dama Xia, temiendo que descubriera que se había hecho pasar por Luna de Otoño, le rechazó, dispuesta ya a irse. Heidui adivinó sus intenciones; él mismo temía que Luna de Otoño pudiera sorprenderles de modo inesperado. Y así, al estar ambos en esta disposición de ánimo, dejaron de gozar el uno con el otro. Pero antes de que la dama Xia se alejara, Heidui le dijo:
—Luna de Otoño, no hemos llevado a buen término el asunto y no he alcanzado el goce supremo. Si tú te vas, ¿dónde voy a encontrar a alguien que te sustituya?
—Busca a la amada de tu corazón —respondió la dama bajando la voz.
—Pero ¿sabes tú quién es realmente la amada de mi corazón? —preguntó él.
Reservándose la posibilidad de continuar esta aventura galante, la dama Xia le replicó:
—¿No acabas de decir que te gustaban sus piececitos?
Heidui la atrajo hacia él y la besó en la boca diciendo:
—Me fío de ti, y esta noche tomaré a esa persona. Ya veremos lo que pasa.
La dama Xia asintió y regresó a su aposento. Pensando que tal vez Heidui acudiría a visitarla, no cerró la puerta con llave y se tumbó en la cama para esperarle. En efecto, Heidui encontró el camino de su habitación sin dificultad y llegó sin hacer ruido alguno. Entró y se dirigió hacia la cama. Al extender la mano, tocó un cuerpo delgado y desnudo; la persona que estaba tumbada de espaldas no parecía aguardar otra cosa. Heidui se subió entonces a la cama. Pronto se encontró cabalgándola e hincándole su miembro viril en el valle. Y, con todas sus fuerzas, efectuó unas cuantas idas y venidas. Fingiendo despertarse de pronto, la dama Xia le dijo:
—¡Qué audacia! ¿Crees que esto es forma de comportarse?
—¿Acaso no sabes quién soy?
—Tus maneras son intolerables —siguió la dama—. ¿Cómo te atreves a aprovecharte de mí mientras duermo? ¿No te parece deplorable?
—¿Acaso no te comportaste tú también antes de un modo intolerable creyendo que yo estaba dormido? Dime, ¿no te pareció entonces deplorable?
Viendo que él la había calado, la dama le dio un golpecito y le dijo:
—¡Bribonzuelo! ¿Y cómo supiste que era yo?
—¡Porque Luna de Otoño está muy lejos de poseer los atractivos de una naturaleza tan galante!
—¡Así que lo sabías, bribón! A partir de ahora deberás mantener la boca cerrada, y los dos tendremos que andarnos con cuidado.
Heidui inclinó la cabeza a modo de asentimiento. A continuación tomó la almohada bordada y la colocó bajo la cintura de la dama. Después, levantándole los pies, se entregó al placer con frenesí. Su miembro viril brincaba y brincaba. Estaba como loco. Luego emitió su semen y, tras un breve descanso, sintió que de nuevo le invadía el fuego del deseo. La cabalgó y emitió de nuevo su semen. Y así siete veces más, a lo largo de esa misma noche, antes de que pensaran en descansar.
Y, a partir de entonces, él abandonaba la habitación de su madrastra cuando amanecía, y entraba en ella no bien salía la luna. Esperaba, simplemente, a que la gente de la casa estuviera dormida para que no le oyeran. ¿Pero no dicen que más vale no realizar lo que se quiere silenciar? Pronto todos estuvieron al corriente de esta relación.
Por otra parte, el cadáver de su padre se hallaba todavía en el reino de Jin. Heidui, demasiado enamorado de su madrastra, no fue a buscarlo, y las gentes del reino empezaron a criticarle. Incluso la dama Xia padeció el oprobio y proyectó volver a su principado natal con el pretexto de ir a honrar el cuerpo de su difunto esposo.
Poco después, a Heidui le salió un absceso conocido bajo el nombre de cáncer sifilítico y permaneció postrado en su cama durante un mes, sin poder moverse.
Al llegar estas noticias a oídos de Qu Wu, envió a uno de sus allegados para que transmitiera en secreto a la dama Xia el siguiente mensaje: «Qu Wu, duque Shen, piensa en vos con ternura desde hace mucho tiempo y siente por vos un vivo afecto. Si regresáis a vuestro principado natal de Zheng, tarde o temprano irá a buscaros allí para pedir vuestra mano». El enviado añadió también: «El arte guerrero de Qu Wu es eminente. Posee el arte del maestro Laozi para refinar su esencia vital». A la dama Xia se le turbó el corazón, y su deseo de volver a Zheng aumentó más si cabe.
Qu Wu envió también a alguien para que transmitiera al duque Xiang, de Zheng, sucesor del duque Mu, la siguiente pregunta: «Dado que la dama Xia desea volver a ver su tierra natal, ¿no sería conveniente que la recibierais?».
El duque Xiang, de Zheng, aceptó recibirla.
El rey de Chu preguntó a sus altos dignatarios acerca de ese asunto:
—¿Cuáles son las intenciones del duque de Zheng para recibir así a la dama Xia?
—La dama desea recuperar el cadáver de su difunto esposo —respondió Qu Wu—, y el duque de Zheng ha aceptado recibirla.
—Pero el cadáver de Xianglao se encuentra en Jin —replicó el rey—. ¿Qué puede hacer el duque de Zheng?
—Majestad, os explicaré la situación tal como se presenta en el día de hoy —declaró Qu Wu—. Nosotros mantenemos prisionero en nuestro reino a un tal Xun Ying, hijo de Xun Shou, del reino de Jin. El padre, que siente por su querido hijo un gran afecto, ha sido nombrado recientemente jefe supremo del ejército del centro; por otra parte, se ha aliado con el dignatario Huang Shu, del principado de Zheng. Xun Shou está dispuesto a pediros, por mediación de Huang Shu, que liberéis a su hijo a cambio del cadáver de Xianglao y de la libertad de vuestro propio hijo. Desde la batalla de Pi, el príncipe de Zheng teme un ataque por parte del reino de Jin, así que no dejará de venir a solicitar este trueque para ganarse sus favores.
Aún no había acabado de decir estas palabras cuando la dama Xia se dirigía ya a la corte. Quería despedirse del rey de Chu, y le hizo saber las razones de su regreso a Zheng. Mientras hablaba, sus lágrimas, semejantes a perlas de lluvia, le humedecían las mejillas.
—Si esta pobre servidora no puede obtener el cadáver de su difunto esposo —decía—, juro que no volveré a Chu.
El rey se apiadó de ella y la dejó marchar. Cuando vio que estaba a punto de ponerse en camino, Qu Wu dirigió una carta al duque Xiang, de Zheng, pidiéndole la mano de la dama Xia. El duque ignoraba las circunstancias que en otro tiempo habían llevado al rey Zhuang, de Chu, y al príncipe Ce a querer desposarse con ella; y, por otra parte, apreciaba los inmensos servicios que prestaba por entonces Qu Wu al reino de Chu. De ese modo, esperando sellar la alianza con Chu por medio de este matrimonio, le concedió ese favor.
Al mismo tiempo, Qu Wu mandó un emisario a Jin para que entregara a Xun Shou la siguiente misiva: «Aceptamos liberar a vuestro hijo Xun Ying a cambio del hijo del príncipe y el cadáver de Xianglao». Los habitantes de Chu no pusieron en duda en ningún momento la veracidad de las palabras de Qu Wu ni sospecharon de sus ocultas intenciones.
Un poco más tarde, el ejército de Jin invadió el reino de Qi. El príncipe de Qi pidió entonces ayuda militar al rey de Chu. Pero como Chu había sufrido graves pérdidas en el curso de sus últimos combates, no pudo acudir a socorrerle. Poco tiempo después se supo que al ejército de Qi le habían infligido una gran derrota y le habían obligado a firmar un pacto con su enemigo. El rey Gong, de Chu, que había sucedido a Zhuang, dijo a sus ministros:
—Qi ha sido hoy anexionado por Jin porque no hemos podido enviarle refuerzos. No estaba en la voluntad de Qi sufrir tal anexión. Mi deber es vengar esta afrenta atacando a los aliados de Jin, los principados de Wei y de Lu. ¿Quién desea ir a notificar mis intenciones al príncipe de Qi?
—Yo iré, majestad —respondió Qu Wu.
—Entonces deberéis ir a Zheng y sellar una alianza con su ejército. El día 15 del décimo mes, en invierno, volveréis a encontraros con los enviados de Qi en las fronteras de Zheng y entonces prevendréis al príncipe de Qi.
Tras haber recibido las órdenes de su rey, Qu Wu regresó a su casa. Luego, con el primer pretexto, se puso en camino hacia Zheng. Se había ocupado de ordenar que transportaran sus riquezas fuera de la ciudad y de que llevaran a los miembros de su familia a un lugar seguro. Y él mismo, subido en un carro que seguía a los carruajes que contenían sus bienes y protegían a sus parientes, se dirigió en una noche estrellada hacia el principado de Zheng. Cuando llegó, cumplió con una parte de su misión transmitiendo el mensaje del rey de Chu a las personas interesadas y después se casó con la dama Xia. Esta alianza inspiraría el siguiente poema:
La dama encuentra a un talentoso seductor
que, como ella, por doquier robaba el amor.
A recoger los frutos de la batalla serán dos,
y el combate será capital para vencido y vencedor.
Pues bien, si deseáis conocer el resultado de ese combate, prestad atención a las explicaciones del próximo capítulo.