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En su ebriedad, Wuchen invita a Yunxiang, la fascinante,
en el pabellón de las peonías, a cantar y a ser su amante.
Qu Wu se había, pues, casado con la dama Xia, y por el momento no hacía otra cosa que contemplarla. Le parecía que su rostro se semejaba a los ramilletes de flores del manzano cuando los ilumina la luna de primavera. Sus ojos, cual hojas de sauce recién abiertas, brillaban con vivo resplandor, y su mirada era dulce y penetrante. Sus labios, semejantes a una cereza, permanecían entreabiertos. Su elegancia, y su cuerpo delgado y ligero, poseían el inaccesible encanto de una inmortal. Y aunque estuviera ya muy cerca de cumplir los cincuenta años, aparentaba tener tan sólo dieciséis. Qu Wu se regocijaba para sus adentros: «¡Ah! ¡No he esperado en vano este día!».
Al llegar la noche, mandó preparar un gran banquete y bebió en compañía de la dama. A la luz de las lámparas, contempló de nuevo su rostro, hermoso como la flor del hibisco, y sus cejas finas y alargadas, y su mirada límpida como las aguas otoñales. De la montaña en primavera, poseía el frescor y el neblinoso encanto. Sus maneras refinadas y elegantes le fascinaban. Y no pudo evitar que el fuego del deseo prendiera en él. Mientras bebían, había tomado la píldora de Laozi, llamada «de los tres yang», con lo que su miembro creció y se hizo más grueso. Aprovechando el placer que le producía la ebriedad, tomó a su mujer en brazos y la llevó hasta el lecho. La dama Xia se desvistió y, en su resplandeciente desnudez, a Qu Wu le pareció delicadamente perfumada. Le abrió las piernas y la alzó ligeramente. Vio cómo su pecho se tensaba, cómo se alzaban sus ojos hacia lo alto y cómo sus brazos sonrosados se extendían como si fueran a abrazar la luna llena de otoño. Luego ella balanceó sus «lotos dorados», que medían sólo tres pulgadas, y Qu Wu introdujo entonces su miembro en el valle, frotando y ensartando, ensartando y frotando; y pronto alcanzó la máxima felicidad. La «puerta del yin» se erguía alta, muy alta; la «cabeza de tortuga» se movía ora hacia la izquierda, bien hacia la izquierda; ora hacia la derecha, bien hacia la derecha, todo ello entre los estrépitos del amor y las palabras galantes. Qu Wu se retiró de pronto y se tumbó boca arriba, irguiendo con orgullo su gran aparato de cinco o seis pulgadas de largo. La dama se puso a horcajadas sobre él y situó su raja sobre la «cabeza de tortuga»; y, sentándose, la hizo desaparecer por completo dentro de ella. Qu Wu le asió luego las nalgas, blancas como la nieve. Las alzaba y luego las bajaba. La dama, encima de él, parecía engullir y expulsar su miembro. Llevaban ya un buen rato gozando de este modo cuando él la echó de nuevo sobre la cama y, tomando sus diminutos pies, los contempló arrobado. Le levantó las piernas con ambas manos y dirigió su clara mirada hacia «la entrada de la doble montaña», donde vio cómo el gran general libraba combate en «la calabaza»; siete veces capturado y siete veces liberado, el gran general avanzaba con fuerza y luego retrocedía, avanzaba y retrocedía, tan aprisa y con tal intensidad que el rumor guerrero invadió los oídos de Qu Wu. La dama sólo pedía una cosa: que ese goce no finalizara nunca. De ese modo se entregaron al placer hasta la cuarta víspera de la noche. Sólo entonces cesó el juego de «las nubes y la lluvia». Con la cabeza apoyada en el borde de la almohada, la dama preguntó a su esposo:
—¿Habéis informado de nuestro matrimonio al rey de Chu?
Qu Wu le contó entonces cómo, en otro tiempo, él había impedido al rey Zhuang y al príncipe Ce que se desposaran con ella, y luego añadió:
—¡Cuántas argucias he necesitado para poseeros! Ahora que somos tan felices como los peces en el agua, mi máximo deseo se ha cumplido. He aquí por qué no podría volver a Chu. ¿No sería mejor que a partir de mañana nos estableciéramos en otro lugar y viviéramos felices otros cien años más?
—Por supuesto —respondió ella—, pero, si no volvéis a Chu, ¿cómo podréis cumplir la misión que os ha sido confiada?
—Enviaré un informe a Chu. ¿No sabéis que ahora los reinos de Jin y de Chu son enemigos? Podríamos ir a Jin, allí recibiríamos asilo.
Dicho esto, los dos amantes reclinaron sus cabezas, muy juntas, sobre la almohada y se durmieron.
Al día siguiente, Qu Wu escribió una carta al rey de Chu y se la confió a un miembro de su escolta. Después, en compañía de la dama Xia, se dirigió a toda prisa hacia el reino de Jin. Y, en efecto, pesaroso por su reciente derrota frente a Chu, el duque Jing de Jin se puso tan contento al enterarse de que Qu Wu había llegado a su reino que exclamó:
—¡Este hombre es un enviado del cielo!
Ese mismo día le nombró alto dignatario de su reino y le concedió un feudo como patrimonio.
Qu Wu tomó a partir de entonces el nombre de Wuchen, y su esposa, la dama Xia, el de Yunxiang, Fragancia de Ruda. Y así fue como los dos esposos se establecieron en Jin.
Inesperadamente, el rey de Chu recibió la carta de Wuchen, que en sustancia le decía lo siguiente: «El príncipe de Zheng acaba de conceder a vuestro humilde ministro la mano de la dama Xia. Me ha sido imposible rechazarla. Majestad, temiendo vuestra recriminación, me he establecido provisionalmente en el reino de Jin. Deberéis confiar a un ministro más fiel que yo la misión de anunciar al príncipe de Qi vuestras intenciones. Sé que mi crimen merece la muerte».
Al leer la misiva, el rey Gong montó en cólera. Llamó de inmediato a los príncipes Ce y Yingqi para enseñársela.
—Los reinos de Jin y de Chu son enemigos desde siempre —dijo el príncipe Ce—. No obstante, Wuchen se ha refugiado hoy en Jin. Es una rebelión. ¡No podemos dejar de castigarlo!
El príncipe Yingqi dijo a su vez:
—Heidui, el hijo de Xianglao, se emparejó con su madrastra; es también culpable, y conviene castigarlo.
El rey dio su conformidad. Ordenó al príncipe Ce que marchara al frente de sus soldados a exterminar el clan de Wuchen, y envió al príncipe Quingqi a apresar a Heidui, quien fue decapitado de un hachazo. De ese modo, los dos príncipes se dividieron entre ellos todas las riquezas de las dos familias y las utilizaron en su propio beneficio. Al enterarse de que su clan había sido exterminado, Wuchen envió una carta a los dos hombres que, en resumen, venía a decir lo siguiente: «Habéis puesto al servicio del rey de Chu la codicia y la crueldad. El asesinato de tantos inocentes no puede tener un final feliz. Os perseguiré sin compasión hasta la hora de vuestra muerte». Los príncipes mantuvieron la carta en secreto y actuaron de manera que el príncipe de Chu no supiera nada de todo esto.
Wuchen, al servicio de Jin, llevó a cabo una política con vistas a sellar una alianza con el lejano reino de Wu, vecino de Chu. Como los soldados de ese reino no conocían el uso del carro, se lo enseñó; además, aconsejó al rey de Jin que enviara a su propio hijo Hu Yong a ocupar un cargo en Wu y que alentara siempre la confianza entre los dos estados mediante emisarios. De ese modo, el poder de Wu no cesó de aumentar y su fuerza armada se desarrolló cada vez más. Wu atacaría las regiones limítrofes de su territorio situadas al este de Chu, cuyas fronteras fueron invadidas regularmente sin que conociera más de un solo año de paz. Pero por ahora no contaremos lo que sucedió más tarde.
Desde que vivía en Jin, Wuchen había mandado habilitar un vasto jardín en su residencia. Nos encontrábamos, pues, en uno de esos suaves días de primavera en que todas las flores se abren y los melocotoneros y ciruelos rivalizan en resplandor. En el jardín se alzaba una construcción extremadamente elegante rodeada por todas partes de peonías. El pabellón que se hallaba en el centro de dicha construcción fue llamado el pabellón de las peonías, y Wuchen iba diariamente allí a beber y a retozar con su esposa.
Un día, Yunxiang se hallaba sola; paseó un rato por entre las peonías y después, al dirigirse al pabellón, el resplandor de la luna la iluminó de pronto, irisado y matizado. Entonces rogó a su doncella que le trajera un escabel y, una vez que estuvo sentada, le pidió que le trajera su valioso qin. Y desplegando con delicadeza su fina mano y su muñeca de jade, comenzó a tañerlo. Tras pulsar las cuerdas unos minutos, entreabrió ligeramente sus labios de color bermellón y se puso a cantar al ritmo del Tang Duoling:
Esa noche un viento ligero se levantó,
el resplandor de los lotos perfumados avivó
y la oscuridad aquí y allá de luciérnagas se iluminó.
Fresca es la noche, fresca es la onda
donde los peces hacen la ronda.
En la balaustrada del este apoyada,
ya la humedad del verano pasada,
fresco es el rocío.
Ah, recordar los años pasados…
La copa de loto rebosante de vino;
del río subía un aire puro y divino,
a la sombra de los sauces vagaba por el camino…
Al acercarse Wuchen al pabellón, de pronto oyó que alguien cantaba. Se detuvo y prestó atención a aquel sonido, semejante al gorjeo de la oropéndola y al canto de un pájaro de buen agüero. Al caer en la cuenta de que era su esposa la que así cantaba, se quedó escuchándola fuera del pabellón. Cuando ella hubo terminado, llamó a su doncella para que se llevara el qin. Y luego de desvestirse, quedándose cubierta tan sólo con sus prendas más íntimas, se recostó en el lecho. Wuchen, al ver que la sirvienta iba a buscar el té a los aposentos privados, entró en el pabellón y dijo a Yunxiang:
—¡Deliciosa canción, esposa mía!
—No me atrevo a creer en vuestras amables palabras —contestó Yunxiang, levantándose del lecho—. No era más que una pobre diversión.
—¿Y si descansáramos esta noche en el pabellón, bajo el resplandor de la luna? —propuso él.
—¡Qué maravillosa idea!
Mientras conversaban así, la pequeña sirvienta regresó con el té. Yunxiang le ordenó entonces que trajera unas sábanas perfumadas y unas almohadas bordadas y que preparara con ellas el lecho de bambú. Cuando hubo terminado, la despidió.
Wuchen dijo entonces:
—¡Esta noche libraremos una estruendosa batalla a la luz de la luna!
Al oírle hablar de esta manera, Yunxiang sintió que el deseo la embargaba; se desnudó y se tumbó en la cama. Tomó entonces la almohada bordada y se la puso debajo del talle. Wuchen sacudió tres veces su miembro viril y éste se irguió. Después se tomó una píldora y, al instante, su miembro se volvió aún más grueso. Con precipitación mal contenida, la cabalgó y colocó su miembro de jade en la puerta del yin de ella, como si se dispusiera a penetrarla; pero no lo hizo, sino que empezó a frotar y a frotar. El valle de Yunxiang se inflamó. Sus humores íntimos chorreaban sin cesar.
—¿Y cómo se llama este juego capaz de hacerme morir de deseo? —le preguntó ella.
—Se llama «aspirar el aroma sin probarlo» —le respondió él.
Poco después, a través de la cortina de gasa, la luna iluminó agradablemente el cuerpo de Yunxiang, que apareció tan terso, suave, liso y untuoso como una pieza de jade blanco. Y Wuchen, de nuevo presa de un ardiente deseo, la penetró y alcanzó directamente el «corazón de la flor». En determinado momento, se alzó un poco. El miembro de jade llenó por entero el interior del valle, y empezó a girar y girar dentro de él con total libertad, como un cubo en el pozo. Cuando Yunxiang le preguntó cómo se llamaba ese juego, él le respondió:
—Se llama el «león que hace rodar la pelota bordada».
Poco después, pidió a su mujer que se levantara del lecho y se apoyara con las manos en un taburete; él se colocó tras ella, sujetándole las rodillas. Así, tomándola por detrás, efectuó un buen centenar de vaivenes, y gozaron a la manera del «fuego que prende del otro lado de la montaña». Después, cansado de este maravilloso juego, Wuchen se fue a la cama y, tumbándose boca arriba, pidió a su esposa que le cabalgara. Tomó sus nalgas con la palma de las manos y comenzó a levantarla y a bajarla con un gran estrépito. Cuando la hubo penetrado por entero, Yunxiang, incapaz ya de controlarse, no cesaba de subir y bajar sobre él, en medio de los estruendosos ruidos del amor.
—¿Conocéis esta manera? —le preguntó él entonces.
—¿No es «cara al cielo el bastón de incienso perfumado»?
—Sí, así se llama —respondió él.
Y después de eso, los dos esposos continuaron con los «¿me amas?, te amo» y no durmieron en toda la noche.
Pero ¿no dicen que las paredes oyen? ¿Cómo no iba a haber nadie al otro lado de la pared? En efecto, la pequeña doncella de Yunxiang lo había oído todo. Me preguntaréis cómo pudo ocurrir eso. Pues bien, mientras preparaba la cama para su ama, la doncella se había figurado muy bien lo que iba a suceder. Por eso, en vez de irse a acostar, se había ocultado detrás del pabellón. Permaneció debajo de la ventana toda la noche para escucharles, y no se perdió ni un solo asalto de los dos amantes. Todo lo que había oído se le había quedado tan grabado en el corazón que no había podido dormir ni un minuto. Y sólo cuando empezaba a clarear regresó a su habitación.
Pues bien, si deseáis saber la continuación de esta aventura, prestad atención a las explicaciones del próximo capítulo.