EGÓN, BÚCOLO, TÍTIRO[1]

E. — ¿Por qué, Búcolo, vagando solitario gimes tristemente con ojos profundamente abatidos? ¿Por qué manan de tus mejillas lágrimas a raudales[2]? Haz que lo sepa quien te quiere.

B. — Egón, por favor, déjame que guarde un profundo 5 silencio en el fondo de mi doliente corazón. Pues abre su herida quien publica su desgracia, la cierra quien la tiene callada.

E. — Es lo contrario de lo que dices y no piensas acertadamente. Pues la carga compartida se hace menos 10 pesada y lo que se tapa se cuece con más rabia. Alivia la charla a los dolores[3].

B. — Sabes, Egón, qué poderoso he sido en ganado, 15 cómo mis reses, errantes por los ríos todos, llenaban incluso las hondonadas de los valles, las campiñas y las cimas de los montes. Ahora se han arruinado del todo mis esperanzas y recursos y lo que un prolongado esfuerzo ha creado a lo largo de toda una vida se ha perdido 20 en dos días. ¡Tan rápido es el curso de los males!

E. — Esta terrible peste se dice que se va extendiendo. Ha tiempo que abatió a los panonios, a los ilirios también y a los belgas y en su impío curso nos ataca 25 también ahora a nosotros[4]. Pero tú, que solías saber alejar con jugos salutíferos la dañina plaga, ¿por qué no te anticipaste a lo que era de temer, empleando tus manos de médico[5]?

30 B. — No hay señal alguna previa a tal temor, sino que en lo que hace presa, eso la enfermedad también lo aniquila sin dejar que se debilite ni admitir demoras. Así la muerte llega antes que la peste[6]. Había yo uncido a las carretas bueyes de robusto cuerpo, escogidos 35 con el cuidado que pude, que tenían temperamentos gemelos, cencerros que sonaban a la par en acorde tintineo, edad semejante e igual color de pelo, idéntica mansedumbre, idéntico vigor y destino: pues en medio de 40 la carretera cae la yunta vencida por muerte pareja.

A bien mullido suelo echaba yo grano, los terrones desmenuzados tenían humedad abundante, surcos había abierto con toda facilidad la mancera, jamás la reja 45 se había atascado. Con repentino ataque se derrumba el buey de la izquierda, al que el verano anterior había visto ya domado, desunzo al punto a su entristecido compañero, no temiendo ya más desgracias; pero más rápido 50 que lo que se dice va tras la muerte quien siempre había estado sano e incólume: entonces agitando sus ijares con prolongados jadeos, dejó caer vencida la cabeza.

E. — Me angustio y atormento, me aflijo y lamento, pues mi pecho no menos con tus desgracias que con 55 las mías se agobia. Pero con todo, pienso que tienes los rebaños a salvo.

B. — Desgraciado de mí, voy a lo que más me abruma. Pues era un consuelo o la desgracia muy pequeña, si las crías me dieran en el futuro lo que la presente 60 epidemia me arrebató. Pero ¿quién creería verdad que también la prole ha perecido igualmente? Vi yo una becerra preñada con la cabeza caída, vi dos vidas perdidas en un solo cuerpo.

Aquí, rechazando el agua, olvidada de la hierba, doblándosele 65 los corvejones vaga una novilla, y no escapa lejos, sino que cae pesadamente trastabillando bajo las ataduras de la muerte. Pero allá, un ternero que, poco ha, había tejido senderos con sus saltos caprichosos, 70 al ponerse debajo de la madre, enseguida de la ubre enferma contrajo la peste. La madre, tocada por entristecedora herida, cuando vio cerrados los ojos del ternero, redoblando sus mugidos y con míseros gemidos 75 se dejó caer y quiso morir. Entonces, como si temiera que la sed ahogara sus fauces resecas, incluso mientras estaba así tendida, acercó moribunda sus ubres a la cría muerta. Tras la muerte el amor materno sigue vivo. 80 Acullá, el toro, esposo y padre de un compacto rebaño, de resistente cerviz y alta testuz, mientras contento se complace en exceso en sí mismo, cae muerto en el herboso prado.

De cuantas hojas caedizas se desnuda el bosque, tocado 85 por gélidos aquilones, cuan densos flotan los copos de nieve, tan numerosas son las muertes entre las reses. Ahora el suelo todo se cubre de cadáveres. Se 90 inflan los cuerpos, hinchados los vientres, blanquean los ojos de pálidas nubecillas, rígidas están las extremidades con la pata tiesa. Revolotean ya bandadas de funestas 95 y siniestras aves y ya jaurías de perros se entregan a gozar de las entrañas desgarradas. Ay, ¿por qué no también de las mías?

E. — ¿Pues qué, por favor, qué razón hay para que de modo diferente el funesto sino de la muerte se salte 100 a unos y aflija a otros? Hete aquí a Títiro, lo contento que está con su rebaño a salvo.

B. — Lo estoy observando. Dime, ea, Títiro, ¿qué dios te ha sustraído a esta catástrofe, que la epidemia que ha arrasado a tus vecinos no la hay entre tus reses?

105 T. — El signo que dicen ser de la cruz del dios, el único que se venera en las grandes ciudades[7], Cristo, gloria de la divinidad eterna, de la que es hijo único, 110 este signo aplicado en medio de la testuz ha sido salvación segura de todas las reses[8]. Así, con razón, a este dios tan poderoso se le designó con el nombre de Salvador. Huyó al punto la cruel epidemia de los rebaños sin permitírseles nada a las enfermedades. Mas si quieres 115 ganarte con plegarias a este dios, basta creer: la sola fe ayuda a tus deseos. No hay ara empapada de sangre alguna ni se rechaza la enfermedad con sacrificio de reses, sino que la simple purificación del espíritu 120 hace gozar de los bienes deseados.

B. — Si consideras esto cierto, Títiro, no me retraso en ser servidor de la verdadera religión. Al antiguo error gustoso lo rehuiré, pues es falaz e inútil[9].

T. — Pues se apresta ya mi espíritu a visitar el tempio 125 del dios supremo, ¿por qué entonces, Búcolo, no emprendemos juntos el no largo camino y conocemos el divino poder de Cristo?

E. — También a mí unidme a vuestra feliz decisión. 130 Pues, ¿por qué voy a poner en duda que también para el hombre sea eternamente provechoso el mismo signo con el que se vence la fuerza de la enfermedad[10]?