BUCÓLICA III
Mientras Jolas busca una becerra perdida, se encuentra con Lícidas, que le cuenta sus desavenencias con Filis y la rivalidad de Mopso. Jolas se ofrece a llevar a Filis la larga queja de Lícidas, considerando como presagio del éxito de su misión el hallazgo de la becerra.
JOLAS, LÍCIDAS[51]
J. — ¿Por casualidad, Lícidas, has visto por este valle una becerra mía[52]? Suele ella ir al encuentro de tus toros. Van ya casi dos horas de búsqueda y con todo no aparece. Aunque con las piernas destrozadas, hace rato, por los duros bruscos, no he dudado en que los 5 zarzales me las desgarren, y con tanta sangre nada he conseguido.
L. — No me he fijado ni estoy para nada. Ardo, Jolas, ardo, y sin medida. La ingrata Filis ha abandonado a Lícidas y, después de tantos obsequios míos, ama a un advenedizo, a Mopso.
J. — Más voluble que los vientos, ¡ay!, la mujer. Igual 10 tu Filis, que si alguna vez, recuerdo, sólo tú faltabas, juraba que incluso la miel le parecía amarga.
L. — Más hondamente me quejaré de eso, si es que tienes tiempo, Jolas. Ahora vete a esos sauces y dobla hacia los olmos de la izquierda, pues, cuando hace calor 15 en los prados, mi toro gusta de descansar allí, yaciendo tendido a lo largo en la sombra refrescante, mientras rumia[53] el pasto de la mañana.
J. — No me iré, Lícidas, a pesar de tu desaire. Títiro[54], ve tú solo a los sauces que ha dicho y allí, si 20 es que la encuentras, cógela y tráetela aquí a base de palos; pero acuérdate de devolverme roto el cayado. Ahora dime, Lícidas, ¿qué riña tan grande ha traído la desgracia vuestra? ¿Qué dios se ha entrometido en vuestro amor?
L. — Contento yo sólo con Filis[55] (testigo tú, Jolas), desprecié a Calírroe a pesar de sus súplicas y su dote. 25 Pero aquélla comienza, junto con Mopso[56], a tejer cañas con cera[57] y a cantar en compañía del muchachito bajo las carrascas. Al verlo, lo confieso, sentí tan profundos celos que no lo soporté más, pues inmediatamente 30 hice girones sus dos túnicas y golpeé sus pechos desnudos[58]. Encolerizada va en busca de Alcipe tras decirme: «Miserable Lícidas, tu Filis te abandona y amará a Mopso». Ahora sigue en casa de Alcipe y temo, ¡ay!, que tal vez se me rechace; y no tanto ansío que Filis 35 vuelva a mí como que riña con el jadeante Mopso[59].
J. — Tú has comenzado la riña, ríndete tú a ella el primero. Hay que ser indulgente con una muchacha, incluso si ella es la que primero hiere. Si deseas confiarme algo, como diligente mensajero llegaré hasta sus encolerizados oídos.
40 L. — Hace tiempo que pienso en un poema con que aplacar a Filis. Tal vez pueda ablandarse al oír mi canto: suele también ella exaltar hasta los astros mis Camenas[60].
J. — Venga, di, pues voy a grabar tus palabras en la corteza de un cerezo y, cortándola, le llevaré tus versos en rojizo libro[61].
L. — «A ti, Filis, estas súplicas, a ti Lícidas, pálido 45 ya, te envía estos cantos que en la noche amarga entona el desgraciado, mientras llora y, sin poder dormir, arruina sus ojos. No languidece tanto el tordo tras la recogida de la aceituna ni la liebre cuando el vendimiador ha rebuscado las últimas uvas, como consumido vago yo, Lícidas, sin Filis, mi dueña. Sin ti, ¡ay, desgraciado 50 de mí!, las azucenas me parecen negras, las fuentes no tienen sabor y los vinos se avinagran al beberlos. Mas si tú vienes, blancas se harán las azucenas, tendrán sabor las fuentes y los vinos serán dulces al beberlos.
»Yo soy aquel Lícidas con cuyo canto tú solías liamarte 55 feliz, a quien tantas veces diste dulces besos sin dudar en interrumpir sus cantos a medio terminar, buscando sus labios mientras se deslizaban por la siringe. ¡Ay, dolor! ¿Y después de esto te ha gustado la seca voz de Mopso, sus torpes versos y los estridentes pitidos 60 de su caña? ¿Tras qué clase de hombre vas? ¿De qué clase de persona huyes, Filis? Soy más hermoso que él, dicen, y esto mismo solías tú jurarme. También soy más rico. ¡Qué compita él en apacentar tantos cabritos como toros míos se cuentan al atardecer! ¿A qué contarte 65 lo que ya conoces? Tú sabes, maravillosa Filis, a qué gran cantidad de novillas se ordeña en mis colodras y cuántas tienen a sus crías colgando de sus ubres. Pero sin ti en mi casa no se teje encella alguna de grácil sauce ni ha vuelto a cuajarse la trémula leche.
70»Y si todavía ahora, Filis, temes mis duros azotes, hete aquí mis manos. Puedes atarlas a la espalda con trenzados mimbres, puedes hacerlo así y, además, con flexible sarmiento, como una noche Títiro ató los perversos brazos de Mopso, colgándolo como ladrón en medio 75 del aprisco. Tómalas, no lo dudes, ambas manos han merecido castigo. Sin embargo, con éstas, con estas mismas manos muchas veces envié a tu regazo palomas, y otras, una tímida liebre sustraída a su madre; gracias 80 a mí tenías los lirios primeros y las primeras rosas; apenas la abeja acababa de libar la flor, tú te ceñías de guirnaldas[62]. Mas, tal vez, se jacta ante ti de áureos regalos ese mentiroso que, dicen, va recogiendo el funesto altramuz al morir la noche y suple el pan con legumbres cocidas[63], que se considera ya feliz y afortunado 85 cuando muele vil cebada en molino de mano[64].
»Y si un vergonzoso amor se interpone —no lo quiera el cielo— en mis súplicas a ti, colgaré en mi infortunio un lazo de aquella carrasca que violó primero nuestro amor[65]. Sin embargo, antes se grabarán estos versos en el maldito árbol: ‘No os fiéis, pastores, de las 90 jóvenes casquivanas; a Filis la posee Mopso, a Lícidas lo posee el fin de todo’».
Ea, ahora, Jolas, si quieres ayudarme en mi desgracia, lleva y aplaca a Filis con este armonioso canto. Yo me mantendré lejos, tras el punzante carrizo, u oculto 95 más cerca, al pie del seto del huerto cercano.
J. — Iré, y ella vendrá si no me engañan mis presentimientos; pues me ha dado un presagio mi leal Títiro viniendo por la derecha, helo ahí, y no con las manos vacías, con la becerra encontrada[66].