BUCÓLICA I
Bajo el arbitraje de Midas y tras una breve discusión sobre las prendas, Ladas y Témiras compiten poéticamente, interrumpiendo el segundo al primero (falta, al menos, el fallo del juez).
TÁMIRAS, MIDAS, LADAS
T. — A ti, hermoso Midas, hace tiempo que te reclaman nuestras diferencias: presta atento oído a la disputa de unos muchachos.
M. — Estoy presto. Además, el recóndito encanto del bosque sagrado invita a tocar la siringe[1]. Poned arte en vuestras diversiones.
T. — Si faltan los premios, la seguridad en el arte 5 propio es muda.
L. — Pues dos prendas nos obligarán a robustecer nuestra confianza: o aquel macho cabrío que pinta su frente con blanca mancha o esta ligera flauta adornada, además, de llamativas bolas[2], memorable obsequio del silvícola Fauno[3].
10 T. — Tanto si prefieres poner el macho cabrío como si optas por el obsequio de Fauno, elige cuál perder. Y será, creo, la flauta un presagio más seguro; a mi disposición está ya como prenda ya perdida[4].
L. — ¿De qué sirve gastar la luz del día en palabras necias? Que la gloria del vencedor surja de las entrañas del juez.
15 T. — Mío es el botín, porque mi espíritu me ordena cantar alabanzas al César. A tal afán siempre le es debida la palma[5].
L. — Y a mí Cintio[6] con celestial voz me ha seducido, ordenándome alternar la celebrada lira y el canto[7].
M. — Ea, muchachos, apresuraos a ofrecerme el recitai 20 prometido. ¡Ojala el dios os ayude en vuestros cantos! Comienza tú primero, Ladas, luego, a su vez, Támiras hará su ofrenda[8].
L. — Oh dios supremo y eterno poder celestial, y tú, Febo[9], a quien complace tocar las armoniosas cuerdas, uniendo el origen del mundo a tu melodiosa cítara[10], y cuyo oráculo, fuera de sí y con voz obligada, canta 25 la virgen[11], permitido me esté haber visto a los dioses, permitido manifestarlo al mundo. Tanto si era la mente celestial como la imagen del sol, se alzaba él digno de ambos dioses, resplandeciente de púrpura y oro, haciendo tronar con un ademán[12]. Tal el poder divino que 30 engendró al mundo y trabó las siete zonas del orbe hábilmente creado, insuflándolas de una armonía total[13]; tal era Febo cuando, satisfecho con la muerte del dragón[14], agitando el plectro creó doctas canciones. Si hay 35 seres celestiales, con esta voz hablan. A estos sones había llegado ya el coro de las doctas hermanas[15]….
T. — Aquí, aquí acudid, Piérides, en alado salto; aquí florece el poder del Helicón[16], aquí está vuestro Apolo. Tú también, Troya, eleva hasta los astros tus sagradas cenizas y muestra esta obra[17] a la Micenas de Agamenón. 40 ¡Mereció la pena haber caído! Alegraos, ruinas, alabad vuestras piras: vuestro hijo os encumbra[18] * * *. Lleno de gloria, su abundante barba y blanca cabellera 45 centelleaban. Por eso, cuando aquél llenó las auras con palabras divinas, se quitó éste de su sien canosa las doradas ínfulas y cubrió la cabeza del César con merecida diadema[19]. No lejos estaba, otrora no inferior al cantor troyano, Mantua y, en persona, destruía sus propios escritos[20] * * *.