BUCÓLICA IV

A pesar de las reservas expresadas por Melibeo sobre la capacidad de Coridón para poesía distinta de la rústica, éste, tras agradecer a Melibeo su eficaz protección, ensalza, en versos amebeos y en compañía de su hermano Amintas, al dios que rige los destinos de Roma. Ambos hermanos terminan pidiéndole a Melibeo su apoyo ante el emperador.

MELIBEO, CORIDÓN, AMINTAS[67]

M. — ¿Por qué en silencio, Coridón, y con gesto a ratos prometedor, por qué bajo este plátano junto al que murmura la gárrula corriente estás sentado en un lugar de vigilancia desacostumbrado? ¿Te agrada, tal vez, la fresca ribera y te alivia el calor el airecillo del río cercano?

5 C. — Hace ya rato, Melibeo, que le doy vueltas a unos versos que no suenen a espesura, sino que con ellos se pueda cantar a la edad de oro e, incluso, al propio dios que rige pueblos, ciudades y la paz civil[68].

M. — Cierto que tu son es agradable y no te mira Apolo con hostilidad y desprecio, muchacho, pero los 10 númenes de la gran Roma no se deben cantar como el aprisco de Menalcas[69].

C. — Sea como sea, aunque a un oído fino le parezcan rústicos y dignos de recuerdo sólo en mi aldea, que ahora mis toscos versos, si no por su pulida técnica, 15 al menos por su lealtad, merezcan aprobación. Bajo esta peña, a la sombra del mismo gigantesco pino[70], compone lo mismo que yo mi hermano Amintas, a quien una edad similar lo acerca a mi fecha de nacimiento[71].

M. — ¿No le impides ya al muchacho pegar cañas uniéndolas con olorosa cera[72], habiéndoselo prohibido 20 tantas veces con gesto de padre, cuando intentaba jugar con livianos tallos de cicuta[73]? No una vez, Coridón, te he observado diciéndole así: «Quiebra la siringe, muchacho, y abandona a las vanas Musas; ve mejor a recoger bellotas y los rojizos frutos del cornejo[74] conduce 25 el rebaño a las colodras y llévate a vender la leche por la ciudad y no en silencio. Pues, ¿qué te dará a cambio la flauta para protegerte del hambre? Mis versos, ciertamente, nadie, excepto el eco ventoso, los repite desde estos peñascos».

C. — Eso dije yo, lo reconozco, Melibeo, pero en otra 30 ocasión[75]; mis circunstancias no son las mismas ni el dios el mismo[76]. La esperanza me sonríe más. En realidad, tú haces que yo no ande recogiendo fresas silvestres y zarzamoras ni aplaque mi hambre con verde malvavisco, y tu bondad me alimenta con espelta; tú, compadecido de mi situación y de mis aptitudes juveniles, 35 me impides tener que romper el ayuno invernal con hayucos. Ahora, gracias a ti, Melibeo, no es quejoso mi son, gracias a ti estoy tendido a la sombra, descuidado y satisfecho, gozando de los bosques de Amarilis[77], habiendo 40 estado a punto de contemplar, poco ha, si no es por ti, Melibeo, las últimas costas, las últimas de las tierras, los pastizales de Gerión[78], expuestos a la ferocidad de los mauritanos[79], donde el gran Betis, dicen, en cristalinos meandros empuja las arenas de poniente. Naturalmente, yacería yo ahora despreciado en los confines del orbe, ¡ay, dolor!, y a sueldo entre reses iberas modularía vanos silbidos con mis siete cañas[80]; nadie 45 en la maleza prestaría atención a mis Camenas[81]; ni el propio dios tal vez, ni él tampoco, me prestaría oído atento, no percibiendo naturalmente el lejano sonido de mis deseos en los confines del orbe[82].

Pero a menos que un son mejor llame a tus oídos 50 y los poemas de otros te atraigan más que los míos, ¿quieres que se sometan a tu lima los versos de hoy? Pues los dioses te han concedido no sólo explicar a los agricultores qué vientos habrá[83] y qué amanecer traerá un sol dorado, sino que a menudo cantas dulces poemas 55 y, unas veces, la Musa te regala con báquicos racimos de hiedra y, otras, el bello Apolo te corona de laurel[84]. Y si tú apoyaras mi timidez, tal vez probara con la siringe que ayer me regaló el docto Jolas[85], diciéndome: «Esta flauta se gana a los toros salvajes y suena 60 dulcísima a nuestro Fauno[86]. La poseyó Títiro, que cantó el primero en esos montes melodiosa canción con caña del Hibla[87]».

M. — Apuntas alto, Coridón, si te esfuerzas en ser 65 Títiro. Fue él un poeta sagrado[88] y capaz de sobrepasar con su caña el sonido de la lira, y a menudo, ante su canto, las fieras juguetearon mimosas con él, y el roble, viniendo de lejos, a sus pies se detuvo[89]. Siempre que cantaba, una náyade lo cubría al azar de rojizo acanto, arreglándole con un peine sus cabellos enredados[90].

70 C. — Es un dios, lo confieso, Melibeo; pero, tal vez, tampoco a mí se me niegue Febo. Tú tan sólo óyeme complaciente, pues sé cómo no te desprecia Apolo.

M. — Comienza, que ya me callo[91]; mas ten cuidado, no sea que tu flauta de frágil boj[92] sople tan estridente 75 como suele sonar las veces que alaba a Alexis[93]. Ve mejor tras esta otra siringe, tras esta otra más bien, imita a la flauta que cantó bosques dignos de un cónsul[94]. Comienza, no titubees. Además, ahí viene tu hermano Amintas, a tus cantos responderá él, a su vez, con los suyos. Cantad sin demora y contestaos alternativamente. 80 Tú primero, Coridón; a continuación irás tú, Amintas[95].

C. — Comience por Júpiter quien cante al éter, quien se esfuerce en describir el peso del Olimpo sobre Atlante[96]; mas a mí, el que rige nuestras tierras con su numen propicio y con vigor juvenil una paz perpetua, sonríame 85 contento y favorable con augusta boca.

A. — También a mí César, acompañado del elocuente Apolo, vuelva su mirada y no tenga a menos visitar los montes que también Febo ama y el propio Júpiter tutela; en ellos dan sus frutos los laureles, destinados 90 a ver tantos triunfos augústeos, y nace el árbol vecino suyo[97].

C. — También el que por sí mismo atempera los cielos con fuego[98] y nieve, el propio Júpiter, tu padre[99], de quien tú estás ya, helo ahí, César, a inmediata distancia, dejando por poco tiempo el rayo, a menudo se 95 dirige a los campos cretenses y, reclinado en verde gruta, oye en los bosques del Dicte los cantos de los curetes[100].

A. ***[101]

C. — ¿Ves cómo los verdes bosques enmudecen al oír el nombre de César? Recuerdo que, a pesar del acoso de la tempestad, así se aquietó repentinamente el bosque, 100 inmóviles sus ramas, y yo dije: «Un dios, ciertamente un dios, ha expulsado de aquí a los euros[102]». Y, al punto, las cañas parrasias dejaron oír sus silbos[103].

A. — ¿Ves cómo un repentino vigor impulsa a los tiernos corderos? ¿Y cómo las ubres se cargan más rebosando leche y las ovejas recién trasquiladas desbordan de vellones? Esto, lo recuerdo, ya lo advertí yo una vez 105 en este valle y los mayorales dijeron que había venido Pales[104].

C. — Ciertamente la tierra toda, todos los pueblos adoran y los dioses aman al que así, en silencio, reverencian los madroños[105], ante cuyo nombre la tierra inerte se ha animado y dado flores; invocado él, en su 110 honor el bosque espesa de perfume su cabellera y el árbol, pasmado, retoña[106].

A. — Cuando las tierras sintieron su divino poder, comienza también el sembrado en los surcos, otrora engañosos, a crecer pletórico y exuberante, y al fin, las legumbres, llenas sus vainas, apenas si suenan; no asfixia 115 a la mies el maligno joyo ni blanquea ella de ésteril ballueca[107].

132 C. — Con la divina protección de César, el propio Pan Liceo frecuenta de nuevo más descuidado los bosques, en amena sombra está tumbado Fauno con descuido[108], 135 en plácida fuente se lava la náyade[109] y a pie enjuto, 136 sin tener que pisar sangre humana, corre veloz por las cimas la oréade[110].

117 A. — No teme ya el cavador manejar vigorosamente la maldita azada, gozando del oro encontrado, si un azar se lo da; ni teme el labrador, como poco ha, mientras 120 ara las yugadas, el sonido del metal al tropezar de lleno con la reja, sino que a la luz del día empuja más y más hincando con fuerza el arado[111].

C. — Él concede al agricultor poder ofrecer a Ceres[112] las primeras espigas y bañar a Bromio[113] de vino sin probar; al pisador, saltar descalzo para aplastar 125 las uvas; y a la muchedumbre aldeana, aplaudir a su generoso magistrado, que hace celebrar espléndidos juegos en los más frecuentados cruces[114].

A. — Él concede a mis montes la paz: ved que, gracias a él, si me agrada cantar o herir tres veces con el pie[115] el muelle césped, nadie me lo impide; puedo cantar bailando, puedo guardar mis cantos en verde 130 corteza[116] y no ahogan a mi siringe turbadores tañidos de trompeta[117].

C. — Dioses, os lo ruego, a este joven que vosotros 137 (no me engaño) habéis enviado del propio cielo, hacedlo regresar tras prolongada vida, o mejor, libradlo de su mortal condición y dadle celestial hilo de vida de eterno 140 metal; sea dios sin trocar su palacio por el cielo[118].

A. — Tú también, César, ya seas el propio Júpiter, presente bajo otro aspecto, ya uno de los olímpicos, oculto bajo engañosa imagen mortal (pues dios eres), a este mundo, te lo ruego, a estos pueblos, te lo ruego, rígelos 145 eternamente[119]. Desestima tu añoranza por el cielo y no abandones, padre nuestro[120], la paz ya iniciada.

M. — Creía yo que las diosas de los bosques[121] os habían concedido cantar canciones rústicas, aptas para oídos zafios; pero lo que acabáis de cantar con vuestras 150 cañas parejas suena tan cristalino, tan dulce, que no preferiría yo el néctar que suelen libar los enjambres pelignos[122].

C. — ¡Con qué verso tan acabado fluirían mis poemas en otras circunstancias ***[123] (〈 rudos 〉 suenan ahora, Melibeo), si por fin se dijera que soy dueño de un lar[124] en esas montañas, si me sucediera, al fin, ver 155 mis propios pastizales! Pues bastante a menudo la Pobreza odiosa me tira de la oreja diciéndome: «Vigila el aprisco». Y tú, Melibeo, si a pesar de todo no consideras despreciables mis versos, llévalos al dios[125], pues permitido te está visitar el santuario de Febo Palatino 160[126]. Serás entonces para mí como el que trajo a Títiro, el de dulces cantos, desde los bosques a la ciudad reina y lo presentó a los dioses[127] diciéndole: «Abandonado ya el aprisco, Títiro, cantaremos primero los campos, mas luego las armas[128]».

A. — ¡Ojalá la fortuna mire con mejores ojos nuestros 165 esfuerzos y el dios en persona apoye a unos jóvenés acreedores de ello! Mas nosotros, entretanto, sacrificaremos un tierno cabrito y prepararemos al tiempo los platos para un almuerzo improvisado.

M. — Bajad ahora las ovejas al río. Zumba ya la canícula, ya el sol achica las sombras acercándolas más a los pies[129].