Capítulo 19
Giff se encontró a Henry, de pie, ante el fuego del salón. El humo subía rápido hacia el techo abovedado, pero costaba respirar.
—Se encuentran en la bahía de Wick, al sur de Noss Head —murmuró Henry—. Allí están bien protegidos.
—¿Has puesto hombres a vigilarlos?
—Desde luego. Y Fife seguramente también colocó a los suyos.
—No me preocuparía por eso. Pero si quieres enviar a tus hombres de caza, no objetaría nada al repecto. Capturar a uno o dos de sus hombres nos serviría bastante para obtener información. Por ejemplo, convendría averiguar si el conde tiene motivos para aliarse con Francia y con Roma en este asunto, más allá de usar a De Gredin, mientras él busca el tesoro, en su propio beneficio. Su objetivo final es minar el poder de los Sinclair y de los Logan, y de otros de su clase.
—Es posible que averigüemos algo —reconoció Henry—. Pero no quiero incrementar el enfado de Fife capturando a sus hombres. En estos últimos años se ha empecinado en demostrar que no respeta mis títulos nórdicos y que está dispuesto a hacer cualquier cosa para debilitar a los clanes poderosos e incrementar el poder de los Estuardo. Pero si me pide alojamiento, me veré obligado a dárselo.
—¡Hospedaje a un enemigo de las Tierras Altas! —exclamó Giff.
—Nuestras reglas de hospitalidad no se reservan sólo a los habitantes de las Tierras Altas.
—Si crees que puedes confiar en una pandilla de villanos dentro de...
Calló cuando el príncipe empezó a reír para sí.
—Las reglas de supervivencia superan las demás. Entiéndelo, quizá debamos invitarlo. Así lo mantendríamos más cerca y podríamos vigilarlo mejor.
—Haz como te plazca, pero envía esa invitación después de que yo me haya ido —agregó con brusquedad.
Henry abrió los ojos.
—¿Acaso te he ofendido, muchacho?
Giff frunció el ceño.
—No, pero mi mujer me ha puesto de mal humor. Le he dicho que debe quedarse aquí, pero se niega a obedecerme. Aunque, en realidad, Henry, no quiero dejarla.
—¿Y cómo afectará a tu buen criterio la presencia de tu joven esposa? —le preguntó Henry, siempre tan práctico—. ¿Actuarás de la misma manera para proteger la piedra? ¿Qué pasaría si Fife te capturara?
—Sidony dijo que me corresponde ocuparme de que eso no ocurra —respondió Giff, como un niño repitiendo lo que su madre le ha dicho.
Henry dejó escapar una risa y, de pronto, MacLennan se unió a la carcajada. De repente, se le ocurrió una nueva forma de proteger mejor aún la piedra.
Sin embargo, no tenía ningún deseo de discutir su nueva idea antes de haberla considerado un poco más. En cualquier caso, en ese momento apareció Sidony en el salón, con apariencia serena, y tan plácida como si estuviera en su propia casa. Se acercó hacia las tarimas. En la mesa, todavía había una canasta de pan y un jarro con cerveza.
Tomó una rodaja de pan y sólo entonces se dignó a prestarles atención. Sonrió e hizo una pequeña reverencia a Henry.
—Buenos días, milord. La condesa ha sido muy generosa. Ahora tengo vestidos suficientes para un año.
—Es un placer poder ayudaros. ¿Habéis dormido bien, o los vientos de anoche os perturbaron?
—He dormido bien, gracias. La cama es muy confortable, aunque confieso que he llegado a acostumbrarme al movimiento del Dragón para dormir. De todas maneras he hallado un método más efectivo para descansar —comentó ella, con un brillo especial en los ojos.
Giff se tensó recordando las escenas de pasión de la noche anterior.
Henry, ajeno al intercambio de miradas de los amantes, persistió en su tarea.
—Un barco no es el sitio más seguro para estar durante una tormenta. Pentland es célebre por sus tempestades, como la que tenemos ahora.
—Mi esposo me ha prometido que me dará un hogar como corresponde —prosiguió Siddie con una sonrisa modesta—. Pretendo asegurarme de que lo haga lo antes posible.
Giff volvió a pensar en su nueva idea, cambió algún detalle, y le dio la forma definitiva. Pues lo que protegería la piedra también podría asegurar la protección de Sidony.
—Mi esposa tiene razón, Henry —intervino entonces, retomando la conversación pasada—. Puede decidir si desea acompañarme o no. Y no creo que Fife y su manada nos atrapen si logramos salir durante la noche.
—¡Pero es una locura salir de esta bahía en medio de esta noche cerrada! No podrás verte ni la mano delante de los ojos —le recriminó el príncipe.
—Ha estado navegando a oscuras las dos últimas noches —señaló Sidony.
—Tengo una buena brújula y un buen capitán —se adelantó antes de que Henry insistiera—. Y una vez que hayamos atravesado Duncansby, no habrá problema, conozco el estuario lo suficiente como para llegar a salvo al cabo de Wrath, y luego marcharemos hacia el sur.
Pero no especificó lo al sur irían en realidad.
—¿Y si te persiguen?
—Entonces, estarían locos —sentenció Giff—. Se matarán en los Boars de Duncansby o en Men de Mey. Es imposible que se anticipen a esos peligros. Durante días nos han mantenido en la mira y han imitado nuestros movimientos. Dudo que conozcan las aguas del estuario tanto como yo. Si les puedo sacar un día de ventaja, llegaré sin problemas al cabo de Wrath. Porque no podrán saber hacia dónde he ido exactamente.
—Es posible que Fife lo deduzca —le advirtió Henry—. Hay pocas opciones, si descubre que no estás aquí y que no has salido hacia Orkney. Todo lo que necesita hacer es anclar en alguna aldea y preguntar si han visto pasar al Dragón. Ni siquiera mis barcos viajan tan de continuo como para que la gente no los note. Los ojos de Sidony brillaban de expectación.
—¿Aún quieres acompañarme, cariño?
—Claro —afirmó la joven decidida—. Pero... ¿qué son los Boars de Duncansby?
Partieron poco después de la medianoche, cuando el manto oscuro cubrió las estrellas, y el viento rugía contra las murallas. Cada tanto, una ráfaga inquisitiva entraba desde el mar a todo galope y barría por completo la escalera empinada que conducía a la fortaleza.
Como no confiaba en que Giff fuera a despertarla, Siddie había abierto los ojos dos veces en medio de la noche, con el temor de no encontrarlo a su lado. Pero llegado el momento, Giff la despertó de una sacudida y le dijo que se vistiera si realmente quería ir con él.
Ahora, se sentía agradecida de que la condesa le hubiera regalado aquel abrigo de camelina rosa, aunque lo llevaba bajo el sobretodo negro de Fife. Giff la había obligado a usarlo, insistiendo no sólo en que así estaría más abrigada, sino en que serviría mejor para ocultarla en la oscuridad. Aceptó sin objeciones, puesto que de ese modo sería el abrigo de Fife el que se mancharía y se arrugaría durante el viaje. Aunque su preferido tampoco saldría ileso, y después de acabado el trayecto no se vería tan bonito ni tan suave como ahora; quizá su esposo, como le había gustado tanto, le compraría otro.
A resguardo en el patio del castillo o en la escalera que culminaba sobre la angosta ensenada de rocas, no se sentían los golpes de la tempestad. Pero en el estrecho embarcadero, el mar se batía con fuerza estrellándose contra el acantilado. Sin luces, atado a ambos lados de la ensenada, el Dragón no era más que una cáscara de nuez en el océano, que luchaba para liberarse de sus amarras en la noche amenazante.
Los nudos resistían. Maxwell se acercó a Sidony desde un costado.
—Aquí estoy, milady —solícito le tendió la mano—. Os ayudaré a subir a bordo.
Giff la sostenía mientras ella cogía las manos de Maxwell, pero el barco no se quedaba quieto, y ambos tuvieron que hacer fuerza para que llegara a la cubierta. De inmediato, Sidony resbaló entre los bancos mojados de los remeros, pero para su sorpresa, Giff saltó a tiempo y logró sostenerla. Acabó por aterrizar correctamente entre dos de los bancos; él bajó junto a ella sin soltarle el brazo. Luego le deslizó el suyo alrededor de la cintura y la apretó contra él.
—Te llevaré a la cabina de popa, cariño. Sube conmigo a la pasarela, pero ten cuidado y no me sueltes. Podrás acostumbrarte al movimiento si te relajas.
¡Relajarse!
Era fácil decirlo para alguien que había vivido durante años en un barco.
—¿Por qué no hay ninguna luz? —le preguntó, inquieta—. No creo que nadie pueda vernos, especialmente considerando que tú y Henry habéis dicho que los barcos de Fife ni siquiera están en esta bahía.
—Nos verían desde tierra, sólo necesitan una pequeña luz para sospechar —señaló él, hablando en voz más alta que antes.
—Aquí, milady, cogedme del hombro —dijo Jake, que se había materializado a su derecha, subido a uno de los bancos—. Puedo ayudaros.
Sidony aceptó agradecida. Y así, con el apoyo de Jake a un lado y de Giff por delante, para el momento en que llegaron a la cabina de popa, ya había conseguido algo de equilibrio.
—La marea está bajando —anunció Giff al abrir la puerta—. Quiero llegar al otro extremo de la bahía antes de la subida, de modo que podamos pasar por los Boars sin peligro y avancemos rápido para estar al otro lado de los Men antes de que vuelva a bajar. Tal como parece, no resultará tan difícil.
Los Boars de Duncansby y los Men de Mey personificaban las Escila y Caribdis del estuario de Pentland: agitaciones violentas que el mar provocaba en la parte más angosta del estuario, donde chocaban las corrientes a veces con resultados catastróficos. Grandes olas se alzaban como disparadas de un gran caldero, y caían unas sobre otras frenéticamente. Las habían visto levantarse incluso con las aguas tranquilas, pero cobraban una fuerza descomunal cuando había una gran tormenta.
Sidony se acostumbró a la oscuridad de afuera. Ahora podía reconocer formas fantasmales, pero sintió que entraba en una cueva cuando se metió en la cabina.
—Supongo que no me permitirás encender un farol aquí, aunque tenga la puerta cerrada.
—No, querida. No habrá ni una sola llama en todo el barco esta noche. Con respecto a...
Empezó a decir luego, pero se interrumpió. A pesar del rugido del viento, ella también había escuchado ese quejido a la distancia.
—Por Dios, tenemos que dirigirnos hasta la bahía ahora mismo. Jake, acompaña a Sidony hasta el banco de la mesa y quédate allí con ella.
Cuando el muchacho quiso protestar, Giffard le espetó:
—Dependo de ti para que protejas a mi esposa esta noche.
—Muy bien, me quedaré con ella —respondió Jake, orgulloso—. No tenéis por qué preocuparos, sir.
—¿Ha sido un trueno? —le preguntó Sidony a Giff—. ¿Por qué tanta prisa?
—Sí, ha sido un trueno, pero es el relámpago lo que me ha preocupado. Porque con uno solo que ilumine esta bahía, la noche se convierte en día por un momento, y los hombres de Fife nos descubrirán.
Salió de inmediato a cubierta. Sidony encontró el camino y se sentó en el banco más cercano a la popa, frente a la mesa.
—No me gustaría estar solo aquí —murmuró Jake un momento después.
—A mí tampoco —admitió ella—. Me alegra que estés conmigo, Jake.
—Sí, entre los dos podremos atemorizar a cualquier fantasma.
—¿Te preocupan los fantasmas?
—No mucho, sólo me molestan de tanto en tanto.
—¿Puedo contarte una historia? —preguntó la joven, reconociendo el temor que había detrás de aquellas palabras—. Es una historia que nos contaba mi hermana Adela cuando yo era una niña y tenía miedo de que un hada malvada me secuestrara cuando estaba en la cama.
—¡Claro!, será una buena forma de pasar el tiempo —respondió el niño ansioso de escuchar.
Mientras Sidony le contaba una leyenda de hadas marinas para hacerlo reír, escuchaba a los hombres gritando órdenes. Poco después advirtió que el barco se movía de otra manera. No podía imaginarse cómo lograrían sacarlo de la estrecha ensenada hacia las aguas turbulentas de la bahía. Pero pronto percibió el movimiento familiar de los remos en el agua y dedujo que los hombres de Henry, desde la pasarela de los muelles, ayudaban a mover el Dragón lo bastante como para que los remeros pudieran avanzar.
La nave se agitaba como un barco de juguete que un niño hubiera arrojado al río, se levantaba, bajaba, daba vueltas... Sin embargo, pronto la marea la arrastró lejos de la costa.
Tenían seis millas por delante, antes de doblar en Duncansby Head y pasar los Boars, y luego ocho hasta St. John's Head y los Men de Mey.
Unas seis horas más de tortura. Pero Sidony confiaba en su esposo y se concentró en mantener entretenido a Jake.
Los truenos se oían cada vez más cerca, hasta que los estruendos amenazantes parecieron estar directamente sobre sus cabezas. Dos relámpagos habían iluminado tanto el espacio entre el postigo y el ojo de buey que Sidony había podido distinguir la figura de Jake frente a ella.
Durante un rato, la lluvia torrencial los inundó, y el movimiento del barco se hizo menos rítmico. El antes Reina Serpiente estaba montando sobre las olas. Cuando logró equilibrarse, Jake abrió la puerta con cuidado.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Sidony, preocupada.
—Han subido la vela.
—¿Con este tiempo?
—Por supuesto —dijo él con aire de superioridad—. Mi pa' hace lo mismo para ganar velocidad y esas cosas, pero sir Giff está navegando muy pegado a este viento.
—Pues cierra esa puerta antes de que te vea —indicó la joven—. Y ven aquí, te contaré otra historia, o tú puedes contarme una. En realidad, es tu turno.
Muy obediente, Jake la hizo reír con la historia de dos duendes de las tierras fronterizas que vivían con una mujer que los trataba como cerdos. Sidony rió tan fuerte que le dolió el estómago.
El tiempo pasó rápido hasta que, sin previo aviso, el barco giró bruscamente de costado en una ola, y casi los despide de los asientos. Se aferraron a la mesa con uñas y dientes.
—Aguas bravas —explicó Jake.
Había intentado hablar con su tono ligero, pero Sidony detectó miedo en sus palabras y comenzó a ponerse nerviosa por él.
—Ya pasará —trató de tranquilizarlo—. Lo llaman el rey de las tormentas, ¿sabes?
—Sí, claro —respondió Jake—. Os contaré otro...
Las palabras acabaron en un grito, cuando el barco dio un nuevo vuelco y el sonido de un trueno sacudió todo lo que los rodeaba.
—¡Sujétate, Jake! —gritó Sidony—. ¡Toma mi mano!
Así lo hizo él, y antes de que Sidony supiera qué pasaba, Jake se había puesto a su lado, apretándose contra ella como un niñito desamparado, aferrado a su brazo y a la mesa. Sidony lo abrazó.
Cuando el barco recuperó el equilibrio, Jake volvió a ser el «pequeño capitán»:
—Ahora estará segura, milady, así que volveré a mi asiento.
Un momento después Giff asomó la cabeza por la cabina.
—Me temo que Fife nos ha visto con todos estos relámpagos. Preparaos para un agitado paseo —anunció—. Hemos venido hasta aquí mucho más rápido de lo que yo esperaba, es posible que los Men nos causen algunas pequeñas molestias.
—¿Cómo de pequeñas? —preguntó Sidony, inquieta.
—La marea sigue subiendo —dijo él—. No os preocupéis, sólo sosteneros bien.
—¿No quieres venir aquí a mi lado? —preguntó Sidony a Jake cuando Giff se fue.
—No, está bien —se negó el niño—. ¿Vos creéis que las olas se levantan tanto como ha dicho él? Tal vez necesiten mi ayuda.
—Vas a quedarte dónde estás —ordenó ella, tratando de sonar tan seria como Giff—. Es demasiado peligroso para un niño. Recuerda lo que ha pasado hace un momento, y eso sólo ha sido la tormenta que nos sacudía. Hemos pasado los Boars sin ningún problema.
—Diablos —resopló Jake—. ¿Contaréis vos el siguiente o me toca a mí?
Sidony estuvo de acuerdo en contar un cuento de las Tierras Altas, pero cuando la narración llegó a su mayor tensión, escuchó unos gritos fuera y sintió que Jake se ponía de pie de un salto.
—¡No, Jake!
Pero el niño salió corriendo antes de que la joven pudiera reaccionar.
Gritando, Sidony logró incorporarse y avanzar hasta la puerta que se batía contra la pared. Pudo controlarla, aferrándose al umbral y sosteniendo la hoja de madera. Vio cómo Jake se subía a la doble baranda del barco, sobre el primer tramo, aferrándose a ella. A un costado, Maxwell estaba sujeto a la caña del timón, el rostro contorsionado de ansiedad, y más allá Giff, junto al mástil, controlando un grupo de sogas y dando órdenes a Hob Grant. Los remeros sentados en los bancos de popa reconocieron los planes de Jake, pero cada banco de babor tenía dos remeros, y aunque el hombre del final de la pasarela le ordenó que se quedara donde estaba, «¡perderemos un remo, niño testarudo!», Jake hizo caso omiso.
Giff se concentraba en el mar enfurecido. Gritó a los hombres de babor que empujaran con más fuerza justo cuando el barco viró fuertemente en esa dirección, hasta casi ponerse de costado.
Las olas se encrespaban en todas direcciones. El barco había empezado a girar, como si lo hubiera captado un remolino. En ese mismo momento, la proa se zambulló en la espalda de una ola enorme, y Jake se desplazó hacia la baranda superior, en dirección a los remeros o hacia el mar.
Los hombres, atrapados bajo los remos, no podían hacer nada por él.
Maxwell gritó, pero el viento se llevó sus palabras antes de que alcanzaran a Sidony. Parecía desesperado buscando a alguien que se hiciera cargo del timón.
Con temor a que lo soltara y produjera la ruina de todos, la joven se lanzó hacia el niño. Si sus pies lograron tocar la cubierta, ella ni siquiera pudo sentirlo. Había clavado los ojos en él, y no pensaba en nada ni en nadie más. Desde una lejana distancia, escuchó que Giff le gritaba, pero no se atrevió a mirarlo, pues en cualquier momento Jake podría caer al agua. Tampoco podía permitir que Giff lo perdiera.
Empapada, se lanzó entonces hacia el pilluelo, con los brazos extendidos. No pudo sujetarlo con la izquierda, pero con la mano derecha lo sostuvo de un tobillo, mientras se golpeaba contra el hombro. Sintió que se le resbalaba, pero logró asir también con la izquierda el mismo tobillo. El niño era pesado y caía, arrastrándola junto con él.
Como en todas las tormentas, Giff se había colocado en un sitio donde pudiera concentrarse en el agua y comandar el barco. Hob Grant había demostrado ser bastante diestro con las sogas, de modo que se ocupaba de las de popa, mientras él atendía el grupo de la proa. Sabía que el truco en los Men de Mey era mantener el curso recto, porque St. John's Head estaba separado de la isla de Stroma por sólo una milla de distancia. Con dos mares que colisionaban en esos pasajes, parecía que la marea corría en todas las direcciones, esas aguas se habían cobrado más de un navío, y él no tenía ninguna intención de que el Dragón pasara a formar parle de los naufragados.
La marea empujaba el barco primero hacia atrás y después hacia adelante, contra la costa de Caithness, de modo que Giff apenas tuvo tiempo de evitar caer directamente sobre los desastrosos remolinos. Cuando la nave tocó la punta del torbellino, Giff gritó a los hombres para que remaran con más energía, prestando atención a babor, donde había dispuesto un contingente extra de doce remeros para controlar la fuerza impredecible de la corriente que los acercaría hacia la costa. El viento volvía a soplar del norte, pero Giff podría aprovecharlo como su mejor aliado.
Escuchó entonces unos gritos desde atrás; no se dio vuelta, ahora era el momento para salvar al Dragón de ese remolino. Volvió a ordenar a toda voz:
—¡Empujad!
Entonces se atrevió a desviar los ojos de la marea y mirar sobre su hombro.
Para su horror, vio cómo Sidony se resbalaba y se hundía en la baranda de babor. Sólo entonces descubrió la expresión de ansiedad de Maxwell y a Jake a punto de caerse.
—¡No soltéis el timón! —gritó al capitán. Y luego a sus hombres más abajo—: ¡Empujad, muchachos, empujad por nuestras vidas! ¡Hob, las cuerdas!
Ahora, todos los hombres gritaban. MacLennan rodeó su listón para fijar el extremo de la vela. Luego, rezando para que el viento se mantuviera, se subió a la pasarela y corrió. Los hombres no podían dejar sus posiciones sin arriesgar la seguridad del barco, y estaba aterrorizado de llegar demasiado tarde.
Sidony sostenía con fuerza al niño, pero Jake luchaba en vano, y las olas estaban haciendo todo lo posible por engullirlos. En su urgencia por salvarlos, Giff casi se cae al mar, pero se agarró de la baranda y aferró a Sidony, y luego a Jake.
Sus ojos se encontraron; ella, aliviada, él, enfurecido y a la vez aterrorizado de perder a su esposa. Y no era para menos. Estaba furioso y le hubiera dado una tunda en ese mismo momento.
Le hizo un gesto al remero más cercano para que dejara el remo, y que los otros dos hicieran fuerza para equilibrarlo. Le dio entonces al niño.
—Envuélvelo en una manta y entrégaselo a su padre.
—Sí, sir.
En ese momento, el barco se liberó del torbellino y se estabilizó. No estaban fuera de peligro, pero ya habían pasado lo peor.
Giff contempló a su esposa; todavía bajo la impresión del desastre que hubiera podido producirse y tenía deseos de castigarla por haberlo aterrorizado de ese modo. La levantó en brazos y fue hasta la cabina. Al pasar cerca del timón, vio que Maxwell ya tenía a su hijo consigo.
—Quiere una paliza —gruñó Giff—. Ambos la están buscando.
No esperó a que nadie le respondiera. Llevó a Sidony dentro de la cabina y cerró la puerta de una patada. Sólo entonces se dio cuenta de que, de esa forma, los había dejado a oscuras, y que era doblemente de difícil mantener el equilibrio si no se veía alrededor.
—No me sueltes —rogó ella, cuando él se tambaleó.
—¿Puedes mantenerte en pie?
—Creo que sí —respondió, con tono cauteloso—. ¿Qué es lo que vas a hacer?
—¿En qué estabas pensando cuando saliste de esta cabina? ¡Te ordené que te quedaras aquí! ¡Pudiste matarnos a todos, mujer!
—Jake quiso ver los Men de Mey —balbuceó ella—. Le dije que se quedara adentro, pero no me hizo caso. Quise detenerlo justo cuando el barco empezaba a ladearse. No podía permitir que se cayera al agua.
Las palabras de Sidony acabaron en un chillido: Giff la había tomado de los brazos y de un tirón la había acercado a él.
—Si alguna vez vuelves a asustarme de este modo, te juro que te azotaré con un cinto.
En respuesta, ella lo abrazó fuerte. Giff se alegró de que estuvieran a oscuras, para que su esposa no viera las lágrimas que le caían por las mejillas. Había entendido cuan cerca había estado de perderla.
Aunque estaba tan empapada como Jake, Sidony sintió de pronto una oleada de calor. Aquella amenaza, que debía haberle inspirado miedo, había despertado en ella un sentimiento cálido y conmovedor, que no le permitía soltarlo de aquel abrazo.
Giff le besó la frente y los labios.
—No puedo quedarme aquí, cariño. Debo ir a ver cómo está Jake y verificar si hemos pasado el último tramo de los Men. Todavía nos quedan varios días hasta alcanzar nuestro destino, pero la tormenta parece haber amainado. Quizá podamos acampar esta noche y secarnos un poco.
El tiempo empezaba a mejorar. A excepción de algunas largas horas de calma al día siguiente, los vientos les siguieron favoreciendo. Sin embargo, una hora más tarde vieron que dos barcos se les acercaban a toda velocidad. MacLennan ideó una estrategia aprovechando al máximo la fuerza de los remeros y especulando con que los otros barcos no podrían haber cargado provisiones suficientes en la bahía de Wick y que tendrían que detenerse para cazar y pescar. Así, el comandante del Dragón de Las Islas pudo seguir avanzando y los otros no lograron mantener su ritmo.
La penumbra se había convertido en oscuridad cuando al tercer día entraron en una ensenada rocosa. Giffard gritó saludos y órdenes a los hombres que estaban en tierra. Luego indicó a sus remeros que anclaran de popa en un refugio de la ensenada.
—¿Dónde estamos? —le preguntó Sidony mientras él la ayudaba a bajar.
—Duncraig —respondió Giff—. Esta vez, Fife deberá tener mucha suerte para encontrarnos. Y como debíamos pasar por mi hogar antes de llegar junto a Ranald, en la isla de Eigg, he decidido que mis obligaciones filiales requerían que me detuviera aquí para presentarte a mis padres.
Sidony aguzó la mirada.
—¿Pretendes dejarme aquí?
—En un principio pensé en hacerlo, pues llevarte conmigo podría hacer las cosas más confusas después —admitió—. Pero como Fife y compañía han quedado bastante atrás, te llevaré mañana a Glenelg y te dejare a salvo allí con tu padre, mientras yo sigo hasta Eigg.
Sidony frunció el ceño. No quería enfrentarse con su padre si Giff debía volver a salir de inmediato, y menos si no sabía adónde se dirigiría. Quería quedarse con su esposo hasta el final del viaje.
Fife se sentía un desgraciado. Se había convertido en prisionero de De Gredin desde el momento en que ese maldito traidor, dos veces traidor, le dijo que sus hombres habían muerto. Sin embargo, el conde se había puesto firme cuando descubrió que MacLennan había salido con su querida Reina Serpiente para meterse de lleno en la tormenta y que el chevalier pretendía seguirlo.
—Estáis loco —le espetó Fife cuando De Gredin ordenó a los hombres que subieran a los barcos—. Dejadme aquí, y pediré al príncipe Henry que me acoja.
—No, milord, no lo haréis. Vos no me serviréis de nada en Girnigoe.
—¿Y qué clase de beneficio pretendéis sacar de mí en cualquier otro lugar, si me permitís preguntar?
Entonces, el chevalier hizo una seña a uno de sus hombres, que se acercó con una botella.
—Bebed un poco de esto, milord, os calmará.
—No quiero beber nada, y me niego a subirme a ningún barco con este tiempo.
—Elegid, milord. O bebed de la botella o tendré que usar a uno de estos hombres para que os dejen inconsciente. No tenemos tiempo que perder.
Entonces, Fife entendió por qué había dormido tan bien la noche anterior. Tomó del vino que le ofrecían y se despertó varias horas más tarde, con dolor de cabeza, empapado y más aterrorizado que nunca. La proa del barco golpeaba contra la tormenta, y la lona que lo había cubierto hasta entonces había volado con el viento.
Una ola le cayó encima. Fife pegó un grito y se aferró a dos cajas de carga que formaban dos bancos cerca de la popa.
De Gredin gritó muy cerca de él.
—Atadlo. De todas formas es una molestia. Pero si se cae al agua, dejadlo que se hunda.
El chevalier se apoyó en el poste de popa y luego se puso a horcajadas en las dos cajas. Pero Fife le tenía demasiado miedo al mar para levantar la vista y mirarlo.
Uno de los remeros se acercó para a atarle las manos.
—¿Por qué estáis haciendo esto? ¿Por qué no me matáis y acabáis con todo de una vez?
—En realidad, vuestro estandarte real me sirve más que vos, pero quizá os necesite en algún momento. Dios os mantendrá vivo hasta entonces.
—¿Dónde estamos? ¿Cerca de Orkney?
—No vamos a Orkney. Estamos yendo a las Islas. MacLennan no hubiera salido con esta tormenta si sólo fuera hasta Orkney. Está llevando su carga al único hombre tan poderoso como para enfrentarse con el rey y Su Santidad. MacLennan está yendo hacia MacDonald.
—Pero...
Se interrumpió. Comprendió que para un hombre como De Gredin, el poder de Donald era lo único que contaba. Quizá el chevalier no sabía lo cercano era su parentesco con MacDonald. En cualquier caso, prefirió no contradecirlo. Quizá MacLennan había cometido el mismo error acerca del señor de las Islas.
De todos modos, MacDonald no permitiría que le pasara nada malo, y esperaba que lo ayudase a mantener la piedra en su poder.