Capítulo 8
Aún le ardían los labios por los besos de Giff. Fue subiendo poco a poco las escaleras, hacia los aposentos de Isobel. Se encontró con la niñera de Will que estaba saliendo de la habitación.
—Entra, cariño, ven —la invitó Isobel desde adentro—. Trae una silla.
—No quiero perturbar tu descanso. Sólo he venido un momento para preguntarte si aún planeabas ir a misa mañana en St. Giles.
—Desde luego, con Ealga, y espero que tú vengas con nosotras, Michael no puede quedarse hasta la hora de la iglesia. Al parecer, todos nuestros hombres están involucrados en este asunto, Michael, Rob, Hugo... Te aseguro que le pedirá a Giff que se encuentre con Rob aquí y que vayan con él.
—Eso no le agradará a Adela —comentó Sidony con una mueca.
Isobel parecía cansada, aunque era temprano y había anunciado que esperaría a su esposo despierta, estaba aguardando a que su hermana se fuera a acostar para hacer lo mismo. Pero la oportunidad de preguntarle por lo que podrían estar haciendo los hombres esa mañana en la cañada no se presentaría de nuevo tan fácilmente.
De modo que Sidony se decidió a hablar. Le describió la escena, con la mayor cantidad de detalles posibles, incluyendo su idea de que los hombres parecían haber salido de la roca misma de la cañada.
—Pero no vi ni una huella ni nada similar. Sólo un manantial que brotaba entre los arbustos hacia el río Esk —añadió—. ¿Qué crees que pueden haber estado haciendo?
—¿Cómo podría saberlo? —preguntó Isobel, mientras se quitaba los alfileres de su velo—. ¿Le has preguntado a Giff?
Sidony hizo una mueca.
—Dijo que era un asunto de Hugo, creo que en realidad no quería hablarme de eso.
—A la mayoría de los hombres no les gustan las mujeres entrometidas, cariño —comentó Isobel—. Debes tener cuidado de que no te atrape curioseando.
Sidony sonrió.
—Es un consejo algo extraño viniendo de ti. Tú siempre has tratado de descubrir cosas.
—Pero ya no necesito hacerlo. Michacl me cuenta casi todo lo que quiero saber.
—Entonces quizá tú podrías preguntarle sobre lo que estaban haciendo...
Hasta ese momento, Isobel había evitado mirar a su hermana a los ojos, pero ahora lo hizo directamente.
—Cariño, si Michael me respondiese, de todas maneras, no te lo diría a ti. Una buena esposa no habla de los asuntos que su marido le revela.
Sidony comprendió la inutilidad de seguir insistiendo. Le dio las buenas noches y se retiró.
Su doncella ya estaba en la habitación cuando llegó.
—¿Deseáis acostaros, milady? Aún es temprano.
—No sé exactamente lo que voy a hacer —admitió Sidony—. Pero si enciendes esas velas y me buscas el bordado, trabajaré un poco.
Mientras bordaba a la luz de la luna, los pensamientos de Sidony volvieron a concentrarse en Giff MacLennan, y sintió cómo sus labios se henchían al rememorar ciertas imágenes. Abandonó el bordado y se apoyó dos dedos sobre la boca. Se preguntó entonces por qué su propio tacto no le provocaba esas olas de calor que él le había inspirado en todo el cuerpo.
También se sentía sorprendida por haberle permitido semejante libertad. ¿Por qué se había apartado de ella tan rápido?
Por la poca atención que había prestado a su alrededor mientras Giff la besaba, Michael bien hubiera podido entrar en el salón y sorprenderlos.
Sonrió ante aquella ocurrencia. Pero pensar en Michael volvió a despertarle la curiosidad. ¿Qué demonios estaban buscando en la cañada? Nunca había visto a los guardias de Hugo pescando como simples campesinos, y pocas veces apartaban la atención de su señor.
Se preguntó si Michael y Giff continuarían conversando en el salón, y de pronto deseó que esa habitación tuviera una mirilla como la que existía en el castillo de Roslin. Dejó escapar un suspiro y abandonó esa fantasía. Ni siquiera en Roslin le serviría; ahora ese pequeño cuarto estaba siempre cerrado con llave.
Tampoco serviría tratar de escuchar al otro lado de la puerta. Las puertas de la mansión Sinclair eran pesadas y sólidas, y los criados estaban bien entrenados. Si fuera tan tonta como para poner una oreja contra la puerta, el primero que la viera se lo diría a Michael de inmediato.
La luz de la vela no facilitaba el bordado; dejó su trabajo a un lado después de una hora y decidió visitar a su sobrinito. Will rezongaba un poco pero seguía durmiendo, no sabía si por cansancio o por la ayuda del licor. En un sillón cercano, la niñera también dormía.
Escuchó voces abajo cuando cruzaba el pie de la escalera, e hizo una pausa, con la esperanza de escuchar algo más.
—Buen viaje, Giffard, espero que... —decía Michael.
Chistó de indignación y regresó a su habitación para dormir. Luego apagó las velas y se durmió casi de inmediato.
A la mañana siguiente la doncella le trajo las buenas noticias: lady Adela había acompañado a sir Robert a la mansión Sinclair y planeaba ir a misa con ellas en St. Giles.
El sacerdote hablaba demasiado lento y demasiado extensamente. La silla de Sidony no era lo bastante cómoda como para un servicio tan tedioso, y cuando al fin terminó, se levantó rápido, para tomar un poco del aire fresco de la primavera.
Cuando lady Clendenen y sus hermanas se reunieron con ella, Adela dijo riendo:
—Te movías tanto ahí adentro, que pensé que te caerías de la silla.
Sidony sonrió. Después cambió de humor.
—¿Podemos regresar? —preguntó con su tono suave de voz—. No deseo hablar con nadie hoy.
—Estoy de acuerdo —coincidió Adela—. Sé que te sentirás ansiosa de estar con nuestra pequeña Anna.
—A menos que le estén saliendo los dientes —comentó Isobel riendo—. Sidony me abandonó ayer, diciendo que ya había tenido suficiente de llantos de bebés.
—Pero, hermanita, pensé que te enloquecían los pequeños —repuso Adela—. No nos abandones hoy, por favor. Ya me siento lo bastante sola, Rob se ha marchado de nuevo, aunque prometió regresar a casa para nuestra fiesta.
—Michael y Hugo deberán permanecer en Roslin para atender a la comitiva de Isabella —le recordó Isobel—. Y seguramente Sorcha se quedará con ellos.
Al fin, lady Clendenen hizo la pregunta que tanto intrigaba a Sidony.
—¿Sir Giffard se marchó a Roslin con Michael y Rob?
—No, ha dicho que tenía algunas obligaciones que atender por aquí —respondió Adela, e intercambió una mirada con Isobel—. Insiste en regresar a la mansión Sinclair más tarde, para escoltarme de regreso a Lestalric. No entiendo por qué debería hacerlo.
—Yo tampoco —dijo Isobel—. No cuando Rob te ha proveído de una cantidad de guardias tan grande como la que lleva él. Espero que hayas invitado a Giff a comer con nosotros.
—Desde luego.
Sidony notó que se miraban y se sorprendió, pero no les daría el gusto de preguntarles qué querían decir con eso. Y como Isobel había invitado a almorzar a Ealga antes de que regresase a la mansión Clendenen, no tendrían oportunidad de conversar en privado hasta que la dama se hubiera marchado.
—¿Sabéis? Me gustaría encontrarme con Isabella si hace buen día —comentó lady Clendenen una vez que se sentaron a la mesa—, y si alguna de vosotras me acompaña, claro. Estoy segura de que le agradará que formemos parte de su comitiva cuando entre en la ciudad.
Isobel rehusó gentilmente, y Adela respondió que no estaba lista para dejar sola a la pequeña Anna un día entero, pero Sidony aceptó de inmediato.
Lady Clendenen por fin se marchó, y Sidony se dedicó a jugar con sus sobrinos. Decidió dejar solas a sus hermanas para que hablaran sin distracciones.
Sin embargo, los niños recibieron sólo la mitad de su atención, pues su tía estaba demasiado ocupada en dilucidar cuál de sus vestidos sería mejor para la cena de esa noche.
Leith Harbor.
Giff se bajó de un salto del bote, satisfecho por la reunión con el capitán del barco holandés, que se había mostrado muy dispuesto a alquilar su embarcación el tiempo suficiente para que él cumpliera con su cometido. Planeaba llevar el barco holandés sólo hasta el castillo de Girnigoe, donde Henry les brindaría uno propio para transportar la piedra el resto del camino.
—Fife nunca podrá alcanzarte si zarpas antes de que él se entere —le había asegurado Michael la noche anterior—. El viento sopla en contra, y Fife no es un buen marinero.
—Pero es muy probable que su capitán sea excelente —comentó Giff.
—Desde luego, el conde siempre contrata a los mejores, pero si nunca sabe cuándo es el momento de soltar el caballo, menos aún lo hará con un capitán. Mete la nariz en todos lados. Además no por nada eres conocido como el rey de las tormentas, amigo.
Giff se apartó de los marineros de Lestalric que lo habían transportado hasta el barco holandés, se acomodó la espada sobre la espalda e hizo una pausa para observar el movimiento de la atareada bahía antes de reclamar su caballo en el establo del muelle.
Inspeccionó una vez más el mercante holandés y el barco de Fife; probablemente Michael tenía razón: la embarcación holandesa podría enfrentarse muy bien al mal tiempo. El nuevo diseño del barco de Fife aún no había probado la furia del mar. Si el capitán era un hombre de Edimburgo con poca experiencia en tratar con marineros, probablemente no sabría cómo emplear sus habilidades.
Se apartó de las naves y de sus especulaciones, con la intención de regresar a Lestalric para disfrutar de un almuerzo y tomarse un tiempo para planear su estrategia.
Sin duda, Henry estaría de acuerdo en pagarle a la tripulación para que permaneciese en Edimburgo para que los hombres de Sinclair tomaran el mando de los remos.
Escuchó voces masculinas detrás de él, dando gritos como niños, y se dio vuelta. Descubrió un grupo de hombres maduros, incluyendo a un rufián vestido de negro que con un palo le daba caza a un niño de ocho o diez años. El niño iba eludiendo los golpes y los obstáculos a toda prisa en dirección a Giff.
—¡Detengan a ese ladrón!
El pequeño vio a Giff y de pronto cambió el rumbo para poder esquivarlo, y volvió una vez más la cabeza para comprobar que dejaba atrás a sus captores.
Giff se inclinó a un lado y aferró de una pierna al niño.
—Soltadme —comenzó a patear al aire y a retorcerse—. ¡Me van a dar una paliza! ¿Queréis que me maten?
—Mantén la boca cerrada si no quieres que yo te dé la paliza —masculló Giff con calma mientras obligaba a ponerse en pie al muchacho, pero agarrándolo todavía del hombro.
—Bien, habéis cazado al pequeño villano —dijo el primero que los alcanzó, jadeando con rabia—. Gracias, sir. Ahora me lo llevaré. Se merece una buena tunda.
—¿Sois vos su padre?
—Dudo que este bribón tenga alguno.
—Yo no soy un bribón, ¡sapo reventado! —respondió el niño en tono beligerante.
Cuando el hombre rabioso volvió a intentar agarrarlo, Giff se interpuso y colocó al niño detrás de su espalda.
—¿De qué se lo acusa?
—Un hombre dijo que se había llevado algo —declaró el acusador—. Yo no lo vi, pero el maldito, cuando pasó corriendo, me dio un codazo.
—No puede haberlo golpeado tan fuerte, apenas si puede aplastar una hormiga —señaló Giff al huesudo muchacho—. ¿Dónde está el hombre que dio la alarma?
—Allí —gruñó el perseguidor, indicando con un dedo a la muchedumbre reunida.
—Entonces apartaos —ordenó MacLennan en un tono que no admitía réplica—. Yo me encargaré.
El hombre dudó.
—Sí ¡lárguese, calvo panzón! —murmuró la pequeña figura detrás de Giff.
—Quédate callado —le ordenó Giff y le dio una sacudida, sin quitar la vista de los hombres. En voz bien alta, dijo—: ¿Quién de ustedes ha acusado a este niño?
—Aquí, milord —respondió un hombre de mediana edad, corpulento, sosteniéndose el delantal mientras se aproximaba—. El pequeño me ha robado un pedazo de carne recién salido de la olla.
Giff silenció un nuevo gruñido procedente de detrás suyo con otra sacudida.
—¿Cuánto os debe? —preguntó, mientras con la mano libre buscaba su bolsa. Se la colocó entre los dientes para desatar el cordón.
La multitud empezó a dispersarse y el hombre, sonriendo con satisfacción anticipada, respondió despreocupadamente:
—Nada más que tres libras, milord.
Giff lo miró.
Encogiéndose de hombros, se corrigió:
—Ocho centavos, sir.
—Demasiado por un trozo de carne seca —respondió Giff—. Dudo que cobréis más de dos centavos por eso que llamáis comida, y tampoco estoy seguro de que el niño os haya robado nada. Os daré una libra por las molestias. Y a este bribón le daré una lección que me sirva de recompensa.
—Dadle una buena tunda, sir, eso os servirá —gruñó el vendedor, aceptando el dinero.
La mayor parte de los que habían participado de la caza ya se habían alejado. Sólo el que decía haber recibido el codazo y el que llevaba el palo todavía quedaban a la vista, pero parecían estar hablando entre ellos sin prestarle atención a nadie más.
Giff se volvió hacia su cautivo.
—¡Le habéis dado una libra entera a ese maldito! —exclamó el muchacho indignado—. Si creéis que le voy a devolver esa increíble suma, estáis tan desquiciado como los... ¡ey!
Giff lo levantó del suelo y lo puso a la altura de sus ojos.
—No digas una palabra más si no quieres que te dé una paliza ahora mismo.
—Muy bien, estoy mudo, ya podéis soltarme. Pero tenéis que saber bien que está actuando como esos matones descerebrados.
Giff tuvo que reprimir una carcajada.
—No soy un matón. Te bajaré, pero si esa es tu forma de permanecer mudo, te cortaré la lengua para asegurarme.
Un par de ojos color miel, de gruesas pestañas, se abrieron como platos ante él. El niño se mantuvo en silencio hasta que lo devolvieron al suelo.
—¡Mirad, atrás de vos! —gritó.
Giff hubiera sospechado que era una trampa del sinvergüenza para poder escapar, pero intuyó el peligro. Se dio vuelta, apartando al niño, justo cuando el rufián vestido de negro se lanzaba sobre él con el palo levantado.
Pudo parar el golpe e incrustar un puñetazo en la mandíbula de su oponente con toda su fuerza.
El palo salió volando, y el rufián acabó en el suelo... inconsciente. Su compañero se acercaba ahora para reemplazarlo cuando una pequeña figura lo golpeó, con la cabeza gacha, dándole justo en el sensible lugar donde antes lo había acusado de plantarle un codazo.
La víctima se dobló de dolor, con una mano tratando de cazar al agresor mientras con la otra se cubría la parte dolorida. Pero con una agilidad digna del hombre mejor entrenado de Dunclathy, el muchacho se escabulló como una liebre.
El vendedor y otros dos se acercaron corriendo.
—Hemos visto lo que ha ocurrido, milord —dijo el primero—, y estamos dispuestos a presentar cargos y llevarlos ante el magistrado.
Giff se lo agradeció y los dejó para que se encargasen de los dos hombres. Su pequeño ayudante se balanceaba sobre los pies.
—¡Ay de mí! Ésa sí que ha estado buena —exclamó el muchacho—. ¡Le ha metido una en los cuartos!
—¿En los cuartos? —sonrió Giff.
El pilluelo le devolvió la sonrisa, dejando a la vista un hueco que sólo entonces empezaban a cubrir unos dientes desparejos.
—En los cuartos —confirmó orgulloso—. Mi padre me azotaría si me escuchara decir cu....
—Entonces no deberías decirlo —lo interrumpió Giff.
—¡No lo he dicho!
—Así que tienes un padre.
—Claro, ¿vos no tenéis uno?
—Sí que tengo —afirmó serio—. Y si yo hubiera cogido algo que no me pertenecía, él también me habría dado una buena paliza.
—No, vos sois demasiado grande.
—No siempre fui tan grande. ¿Es cierto que robaste el pedazo de carne?
El niño abrió la boca y luego la cerró, al ver la expresión grave de Giff. Después, alzó el mentón y se puso firme.
—Sí lo hice.
—¿Dónde está?
Los ojos volvieron a brillarle cuando el pilluelo levantó la manga y dejó a la vista un rollo de carne cubierto con pan rallado, que pronto volvió a esconder.
—¿Por qué lo cogiste?
—Quería probar si podía —respondió el niño con franqueza—... quería ver si me gustaba.
—Entonces debiste haberlo comprado.
—Pero para eso se necesita dinero.
—¿Y tú no tienes nada de dinero?
El niño alzó los hombros.
—¿Cómo te llamas?
Dudó. Luego usó el tono del vendedor para reclamar su pago de tres libras.
—La mayoría me llama «el pequeño capitán».
—¿Y cómo te llama tu padre?
Hizo una mueca extraña antes de abrir mucho los ojos.
—¿Vos conocéis a esos patanes que os estaban vigilando mientras le echabais un vistazo al barco del holandés? ¿Para dónde zarpa, capitán?
Giff decidió que esparcir un poco de información errónea por el muelle no le vendría nada mal:
—He estado pensando en viajar al norte, al Moray Firth. Y fui a verlo para preguntarle por el transporte.
Para su sorpresa, el niño dejó escapar un resoplido y sacudió la cabeza.
—Vos no debéis ir al norte con esa barcaza. El agua va a estar brava.
—¿Y qué sabes tú de barcos, jovencito?
El niño puso los ojos en blanco antes de responder.
—Sé muy bien que os conviene viajar con mi padre. Él también sale para el norte, y si vos juráis no decir nada sobre la libra que os debo y no le decís nada del rollo de carne, le pediré que os lleve con nosotros.
—¿Y de qué barco es capitán tu padre?
—Aquel de allá. Ése con los remos alzados y el mástil alto.
—Esa nave pertenece a lord Fife —respondió Giff, mirándolo seriamente.
—Claro. Es el Reina Serpiente. Pero mi papá es el capitán. Por eso me llaman el «pequeño capitán». Pero mi nombre es Jake Maxwell —añadió con cortesía.
—¿Realmente crees que podría haber espacio para alguien más?
El niño volvió a sonreír.
—Si estáis de acuerdo con mis condiciones, vamos ahora mismo y preguntáis.
—No le diré nada a tu padre, pero no estoy de acuerdo con lo de la libra —vaciló Giff—. Debes devolverme la suma completa.
Jake lo midió con cuidado.
—Entonces, lo haré, algún día —se resignó—. Aunque no sé cómo.
—Ya se te ocurrirá algo —rió Giff—. ¿Vamos ahora a ver a tu padre?
—El bote está allí, los hombres podrán llevarnos.
—Saca el rollo de carne —ordenó Giff cuando se acercaban al agua.
—¿Para qué?
—¿No tenías hambre? —preguntó sacando su cuchillo—. Voy a perderme el almuerzo, así que pensé que podrías compartir el tuyo.
—¡Claro! —exclamó Jake, con una sonrisa instantánea—, también tengo una chuleta de carnero, y un scone para comer algo dulce después.
—Un verdadero festín —lo felicitó mientras el niño sacaba de su bota el pedazo de carne y el scone.
—Los habrás adquirido de la misma forma que el rollo de carne, supongo.
—Todavía están calientes, pero como vos habéis dicho que no le diríais a mi padre...
—Oh, no lo haré —le aseguró Giff.
El énfasis en su tono hizo que el muchacho levantara la cabeza y lo mirara intrigado con sus ojos color almendra.
—Eres tú quien lo va a hacer —aclaró alegremente, mientras cortaba unas lonchas de carne. Cuando percibió con el rabillo del ojo que el niño estaba a punto de escapar, agregó—: A menos que te dé miedo, claro está. Un hombre tiene que aceptar la responsabilidad de sus actos.
—¡No tengo miedo! —exclamó Jake, indignado.
—Buen muchacho.
Dejó el cuchillo a un lado y le dio una de las lonchas de carne.
—Aquí está tu parte. Huele muy bien.
—Más vale que así sea, si me ha costado una libra entera —murmuró Jake.
Ya no tenía tanta prisa en ir al Reina Serpiente.
—Ahí está nuestro bote.