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Capítulo 5

Después de haber comprobado que Sidony e Isobel llegaban a salvo a la mansión Sinclair, Giff, sir Hugo, Rob y la guardia regresaron por el mismo camino y se detuvieron en la Canongate, junto a la abadía.

—Giff, si quieres detenerte un minuto en la iglesia y quejarte al abad por el tamaño de las truchas de su lago, puedes hacerlo —comentó Hugo como al pasar.

El joven miró el jardín de la iglesia, pensando en el barro que todavía tenía en los pantalones.

—En realidad, debería preguntarle por qué demonios no ha mandado mejorar el sistema de drenaje de la zona, que está cubierta de fango.

—Ve a hacerlo —insistió Hugo, sonriendo.

—Sé que no me crees capaz —respondió Giff—. Pero te equivocas.

Rob rió entre dientes.

—Detente, niño impertinente. No sólo el abad puede acusarte de violar su territorio, sino que seguramente Fife está por aquí.

—¿Eso crees? —Hugo escudriñó la zona.

—Ciertamente —respondió Rob—. Lo vi cabalgar hacia St. Giles, mientras esperaba a que vosotros salierais. Traía seis de sus hombres consigo, bien armados. Se ha estado mostrando bastante desde su regreso a Edimburgo.

Doblaron hacia al norte en la puerta de la abadía y abandonaron el territorio real para seguir el camino que conducía a Lestalric y al muelle oficial real, junto a la villa de Leith.

Entonces, Rob habló con tono crispado, muy distinto del que Giff le había conocido hasta entonces.

—Fife tenía otro acompañante.

—¿Quién?

—Nuestro viejo amigo De Gredin.

La rudeza de su voz demostraba su desagrado por el chevalier.

—¿Tendría que saber algo sobre ese tipo?

—Es el chevalier Étienne De Gredin —comentó Hugo, midiendo sus palabras—, un pariente lejano de lady Clendenen.

—No le prestes mucha atención a eso —le advirtió Rob—. Ella está emparentada con casi todo el mundo de alguna importancia en Francia y Escocia, hasta conmigo. Pero no confío en ese hombre, pariente lejano o no. Y vosotros tampoco deberíais hacerlo.

—Yo no creo estar conectado con ninguno de los dos —masculló Giff, pensativo—. Excepto porque tú y yo somos primos, así que espero...

—Ya ves cómo funciona —lo interrumpió Rob con una sonrisa.

—Sea como fuere —intervino Hugo—, el asunto es que De Gredin creció en Francia. Su padre fue un enviado escocés en la corte francesa, y al parecer, el chevalier se encontró allí con algunas personas que lo convencieron de que el tesoro templario pertenecía a la Santa Iglesia. Ya hemos tenido algún trato con los de su calaña. Esa clase de hombres cree que Dios ampara su causa, les perdonará todo lo que hagan en su nombre, y que hasta los recompensará en el cielo si lo sirven.

—Bueno, todo eso me parece bastante estúpido. Además no confío en ningún desconocido —aseveró Giff—. ¿Hay algo más que te haga desconfiar del chevalier, además de sus creencias sobre el tesoro y la omnipotencia divina?

—En principio, su aparente amistad con Fife —señaló Hugo—. Tuvieron un percance grave hace un año, De Gredin llamó a Henry Sinclair para que lo ayudara.

—¿Qué clase de percance? —preguntó Giff.

—Verás, cuando Fife trató de arrestar a Adela, el francés intervino.

—Yo intervine —aclaró Rob, adusto—. De Gredin demostró ser útil en cierto punto, pero no hizo nada para impedir que Fife tuviera colgando a Adela a treinta metros sobre el río Esk, amenazándola con dejarla caer si seguía negándose a contar lo que sabía.

—¡Por todos los diablos, debe de haber estado aterrorizada! —exclamó Giff, en verdad sorprendido.

—En efecto —masculló Rob—. Sospecho que después de eso, cuando De Gredin supo que Fife fallaría, quiso congraciarse con nosotros. Y funcionó. Henry se lo llevó a Girnigoe.

—Henry se sintió obligado a llevárselo, para sacarlo del alcance de Fife —explicó Hugo.

—Y como el chevalier cree —agregó Rob con sarcasmo—, al igual que Fife, que los Sinclair tienen el tesoro, no se detendrán hasta encontrarlo. Debe de sentirse bastante molesto por no haberlo conseguido aún.

—Henry ha sido amable al ofrecerle su protección —opinó Giff—. Pero entonces, ¿por qué De Gredin se arriesgaría a enfrentarse de nuevo con Fife? Por otro lado, ¿por qué el conde confiaría en él esta vez?

Hugo lanzó a Rob otra de sus miradas cómplices.

—Porque ambos —aclaró este último— deben aprovechar cualquier cosa que los acerque al menos un paso a sus objetivos.

—Encontrar el tesoro templario —concluyó Giff—. Está claro que Fife representa una amenaza. En las tierras fronterizas he escuchado que hace desaparecer a cualquiera que simplemente lo haga rabiar. Otros acaban muriendo abruptamente y sin razón.

—En efecto —coincidió Hugo—. El padre y el hermano de Rob fueron dos de sus víctimas.

—Oh, lo siento, Rob —se apresuró a decir Giff—. No lo sabía.

—Todos conocemos muy bien los deseos del conde —replicó Rob—. Quiere dirigir Escocia por completo.

—Pero es ingenuo de su parte creer que el Parlamento lo apoyará sólo porque encuentre el tesoro, en caso de que el tesoro exista —acotó MacLennan.

Los otros dos se mantuvieron en silencio.

—¡Por favor! ¿Pretendéis decirme que de verdad existe?

—Existe —aseveró Hugo—. Deberías saberlo, al menos para tratar con mayor respeto su deseo de encontrarlo.

—¿Y tú sabes dónde está?

—Ninguno de los dos lo sabemos —respondió Hugo con firmeza.

—¿Y Henry?

—Son meras especulaciones. No está previsto que sepamos esas cosas.

Pero la mente de Giff corría como en una carrera.

—Malditos —dijo en su habitual tono burlón—. No se trata del tesoro, ¿no es cierto? Aunque Fife pudiera ponerle las manos encima, con eso no conseguiría el trono. Ningún noble con buen criterio permitiría que un hombre con tanto poder se convirtiera en rey.

Ninguno de sus compañeros habló.

—Es la Piedra del Destino —concluyó Giff entonces—. Debí haberlo imaginado desde el comienzo. La popularidad de Fife en el Parlamento ascendería hasta el ciclo si consiguiera traer de regreso la piedra a Escocia. Pero primero habría que suponer que alguien antes la hubiera arrastrado de vuelta desde Westminster hasta aquí.

—Ya te lo he dicho antes —se enervó Hugo—. La piedra nunca salió de Escocia.

—Sí, me lo has dicho, pero me pareció algo difícil de creer —respondió Giff con franqueza—. Oh, no te pongas tan tenso ahora, Hugo. No dudo de tu honestidad, es sólo que... Por Dios, hombre, la maldita cosa esa ha estado perdida durante... ¿cuánto? ¿Cómo ochenta y cinco años, no?

Hugo asintió.

—¿Y tú crees que el rey Eduardo de Inglaterra, llamado «el Martillo» por los escoceses, era tan tonto como para haberse llevado la piedra incorrecta?

—El abad de Scone recibió una misiva unas semanas antes, advirtiéndole que Eduardo quería arrebatarnos la piedra —explicó Hugo—. Entonces intervino Robert Bruce. Antes de morir, Bruce le encargó el cuidado de la piedra a dos templarios bajo la promesa de que no revelarían jamás dónde estaba hasta que el trono de Escocia estuviera seguro de las amenazas inglesas. Todos los caballeros templarios deben atender a esa misma promesa.

—¿Y quiénes eran esos dos caballeros de tanta confianza que ayudaron a Bruce?

—¿Quieres saberlo, tanto como para integrar el grupo templario dedicado a la protección de la piedra? —le preguntó Rob con calma—. ¿Podrás mantener el secreto aunque Fife te eche las manos encima?

Giff meditó un momento. Recordó que al gran maestre de la Orden le había resultado imposible mantener silencio bajo la tortura. Jacques de Molay hasta había aceptado los falsos cargos de herejía que los tormentos le habían impuesto. Luego, antes de morir, se había retractado, pero su negativa no había ayudado a nadie.

—No —negó Giff—, sería poco prudente. A menos que lo necesite para conseguir nuestro objetivo.

—Descuida, no lo necesitas —afirmó Rob, y Hugo asintió también.

—Pues bien, ¿dónde está la piedra ahora y cómo la moveremos de sitio?

—Tenemos un plan y varias opciones —prosiguió Hugo—. Pero primero necesitamos averiguar qué están planeando Fife y De Gredin.

—Verás —añadió Rob—, es posible que Fife esté intentando recoger información de Girnigoe y de Orkney a través de De Gredin, y que luego pretenda enviar barcos y una buena cantidad de hombres en busca del tesoro, porque cree que la piedra está escondida entre los demás objetos del tesoro.

—Pero eso no explica el acuerdo entre De Gredin y Fife —intervino Hugo.

—No —coincidió Giff—, pues si Fife tiene más razones para desconfiar de él, ¿por qué debería creer una sola palabra sobre su estancia con Henry? Más bien creo que debería sospechar la mano de Henry en cualquiera de los planes que De Gredin le sugiera.

—Fife sospecha de todos —dijo Hugo—. Ha puesto espías a seguirnos los pasos, también durante el último año, mientras él estaba en sus largas expediciones en las tierras fronterizas. Entraban y salían de la cañada de Roslin y nosotros fingíamos no verlos. No nos molestaban. Pero no podemos permitir que esto ocurra nuevamente si planeamos mover la piedra.

—De modo que la piedra está cerca de Roslin —concluyó Giff.

—Exacto, y cuanto más precauciones tomemos, más sospechará Fife de nosotros —dedujo Rob—. Ahí está Lestalric —añadió—. Más allá de la colina.

Giff trató de reconocer algo en la creciente penumbra. Divisó la pendiente pronunciada de una colina, con un bosque tupido a sus pies. Apenas si pudo distinguir el perfil de un castillo en la cima de la elevación.

Un momento más tarde, cuando entraban en la oscuridad del bosque, Rob dijo:

—Creo que lo primero que debemos hacer es pulirte un poco, Giff. Pronto, el rey y sus hombres regresarán a Edimburgo desde Stirling, lo que significa que Fife se quedará por aquí, al menos un tiempo. Conviene que todos crean que tú estás con nosotros por esa misma razón, hasta que podamos ultimar los detalles para mover la piedra. Espero que disfrutes de la vida de la Corte.

—La aborrezco —bufó Giff, pero en ese mismo momento se preguntó si lady Sidony acostumbraría a asistir a la Corte en alguna ocasión, con sus cabellos de oro y su vestido de ninfa. Embobado con la imagen de la joven, no advirtió que Rob esperaba una explicación sobre su actitud hacia la Corte.

—Quizá no sea tan malo ir un par de veces, al menos para averiguar lo que Fife está planeando —aceptó entonces distraídamente.

 

 

En casa de los Sinclair, Sidony llegaba a una conclusión similar. Quizá debía ir una o dos veces a la Corte, para ver con quién se encontraba.

Después de asegurarse de que el pequeño William Robert dormía apaciblemente, aunque algo quisquilloso, en su cuna, se habían retirado al solar de las mujeres. Isobel le estaba sugiriendo que considerara la posibilidad de arreglar algunos de sus vestidos para la Corte, pero Sidony parecía disentir.

—Sabes que no me gusta formar parte de todo ese barullo.

—Bueno, no es un lugar para la reflexión —le concedió su hermana.

—¿Reflexión? —le cuestionó Sidony, con un gruñido poco amable para una dama—. Los hombres del rey se comportan como si hubiesen sido criados en un chiquero. Y sólo quieren arrancarse la ropa y la bebida unos a otros. No se me ocurre por qué una persona noble debería desear asistir.

—Debemos ofrecer nuestros respetos a Su Majestad —indicó Isobel seriamente—. Recuerda que la condesa Isabella estará pronto en la ciudad, jamás permitirá que nos quedemos en casa mientras ella esté en la Corte.

Sidony se resignó. Sabía que la madre de Michael, la poderosa condesa dueña de Strathearn y Caithness, pretendería que la acompañasen a la Corte Real, aunque no fuera más que para incrementar el esplendor de su séquito. Isabella se consideraba más noble que cualquiera de los otros miembros de la familia real.

—¿Crees que Michael llegará a tiempo para acompañarnos? —preguntó ella.

—Depende de cómo le vaya en sus asuntos.

—Dijiste que sólo iría hasta Glasgow. Según creo, ya debería de haber regresado.

Isobel se encogió de hombros y recogió el bordado.

—Mencionó que pensaba presentarle sus respetos a MacDonald.

—El rey de las Islas, ¿en Ardtornish? Por Dios, hubiera podido ir con él. ¡Michael podría haberme llevado a casa!

—No seas tonta —le respondió Isobel, tomando la aguja—. Se supone que MacDonald está en Finlaggan, y Ardtornish queda bastante lejos de Glenelg.

—Pero quizá haya avanzado todavía más al norte. La distancia no debe de ser tan grande.

—No puedes esperar que te lleve con él, cariño, cualquiera sea el caso. Si viajó a las Islas, sin duda tenía importantes asuntos que atender.

—¿Y conoces esos asuntos?

Isobel le lanzó una mirada fría.

—Si lo supiera —le respondió con calma—, no te lo diría. No me gusta cuchichear sobre los asuntos de mi esposo con nadie.

Sidony se sintió apenada.

—Tienes razón. No debería haberte preguntado.

—Descuida —le sonrió con ternura—. ¿Qué te parece si le decimos a la modista que cambie el lazo de tu vestido azul?

Sidony optó por no resistirse. Acató de manera sumisa todas las sugerencias sobre los vestidos que debía lucir en la Corte, pero las palabras de su hermana sonaban como un lejano murmullo. Sus pensamientos habían regresado a los interesantes acontecimientos de aquel día y a sir Giffard MacLennan.

 

 

A la mañana siguiente, el conde de Fife y sus hombres arribaron al puerto de Leith una hora y media más tarde del servicio. El aire estaba húmedo, aunque después de la leve llovizna del día anterior no había vuelto a llover, tal vez por la intensa neblina.

Fife entró a caballo en la zona portuaria. Apenas sintió la humedad, se levantó el cuello de pelo de marta de su abrigo. Bajó el sombrero ante el agua que se agitaba en el estuario.

—¿Cuál es? —quiso saber De Gredin, tirando las riendas junto a él.

—Os presento a Su Majestad, el Reina Serpiente —con un ademán exagerado, Fife señaló su nuevo barco, anclado cerca del límite este de la concurrida bahía, fuera del alcance de los timoneles descuidados.

—Se parece a algunos de los barcos más nuevos del príncipe Henry —observó De Gredin.

—Quiero que se mezcle con ellos cuando salgan hacia el norte —explicó el conde—. Os ruego que cuando os refiráis a ese sujeto imprudente lo llaméis «conde de Orkney» si es que necesitas mencionarlo.

—Desde luego —contestó el chevalier—. Es sólo el hábito, en Orkney, la gente usa el título de príncipe para referirse a él. Además, en Francia, uno se olvida de que los escoceses no tenemos príncipes, que el rango mayor es que el vos ostentáis.

Fife gruñó como toda respuesta; tenía los ojos fijos en su espléndido barco. Era una de las galeras más veloces y más grandes del oeste. De hecho, incluía un espacio de carga lo suficientemente amplio para albergar la piedra.

—Habladme más acerca de él —le sugirió De Gredin—. ¿Cuántos metros tiene?

—Veinte metros, creo, y dieciséis remos, como comprobaréis en pocos minutos —respondió con cierto rechazo.

El capitán y el constructor le habían dado muchos detalles acerca del barco, pero como él no era afecto al mar ni sabía navegar, apenas si recordaba alguno de ellos.

—Ah, ya nos han visto y están preparando un bote para buscarnos.

Fife, que nunca había aprendido a nadar, detestaba los botes pequeños como la pequeña embarcación de madera que avanzaba ahora para recogerlos en la orilla.

Mientras los hombres luchaban para subir la barcaza hasta los guijarros, un niño saltó a tierra y corrió hacia ellos. Despeinado, con sus rizos oscuros bamboleándose a cada paso, avanzaba a toda prisa. Tenía unos pantalones anchos y un kilt escocés, que se agitaba alrededor de su cuerpo.

Para cuando alcanzó a Fife, uno de los paños se le había enroscado alrededor de los tobillos. Se agachó para colocárselo sin quitarle los ojos de encima al conde.

—Buenos días, milord Fife. Me han enviado a saludaros. Él hubiera venido en persona, dijo, pero vos le disteis orden de que no salga del Reina hasta que zarpemos.

—¿Así que tú eres el hijo del capitán Maxwell? —preguntó Fife con cierta repugnancia, cuando el niño se incorporaba—. ¿Cómo es tu nombre, muchacho?

—Jake Maxwell, milord —dijo el niño, y echó un vistazo al resto del grupo—. ¿Cuántos llevaremos a bordo? La barcaza no puede transportar a todos en un solo viaje.

Fife miró el bote con desaprobación. Dentro había seis remeros musculosos, y el agua de la bahía estaba bastante tranquila, pero no veía ningún motivo para sobrecargar la embarcación. Hizo un gesto señalando a De Gredin.

—Sólo este hombre y yo. Queremos ver qué otras cosas se necesitan antes de zarpar. ¿Pretendes viajar con nosotros, Jake Maxwell? —agregó después, con algo de buen humor.

—Claro que sí, milord —respondió el muchachito para su sorpresa.

—Me parece que sería mejor que te quedaras en casa, más seguro, junto a tu madre.

—Mi madre está muerta, milord —informó Jake—. Mi pa' me está enseñando todo para hacerme capitán de un gran barco algún día. ¿Queréis subir ahora a nuestra barcaza, milord?

Fife dudó, observando la distancia entre la costa y el barco.

—Es un barco de lo más grande, ¿no es cierto, milord? —opinó con orgullo.

—Sí que lo es —le respondió Fife—. Vamos, Jake Maxwell, dile a esos hombres a tu cargo que remen con fuerza. No tengo ganas de pasarme el día con esto.

—Sí, señor, se lo diré enseguida —respondió Jake y, sonriendo, corrió a obedecerle.

 

 

En casa de los Sinclair, Sidony empezaba a sentirse extrañamente abrumada. No sólo porque el cielo de ese mediodía de viernes no acababa de aclararse, sino porque hasta entonces únicamente había visto a su hermana Isobel, al hijo de Isobel y a algunos criados. Su poco interés sobre los vestidos de la Corte había desaparecido por completo, y gracias a las entretenidas dificultades de su sobrino ante la salida incipiente de sus dientes por no mencionar las dos noches que, como consecuencia de esto, había dejado sin dormir a los habitantes de la casa, nada podía disipar su creciente tedio.

—Me pregunto por qué no han venido ni Rob ni Hugo a visitarnos —le dijo a Isobel mientras disfrutaban de unos minutos de tranquilidad en el solar de las mujeres, después del almuerzo—. Recuerda que ambos prometieron pasar a verte a menudo mientras Michael estuviera fuera.

—Pero si hace sólo tres días que no los vemos.

—Quizá deberíamos ir hasta Lestalric esta tarde y comprobar que todo marcha bien.

—Hoy no —se negó Isobel, mirando por la ventana—. Parece que va a llover, y no pienso llegar a Lestalric empapada hasta los huesos. Tampoco me parece que Will vaya a disfrutar de una salida en su estado.

—Entonces déjalo con la niñera —le sugirió Sidony. Cuando Isobel la miró sorprendida, añadió—: Parezco una caprichosa, lo sé, lo lamento. Pero me siento tan gris como el día. Sólo me gustaría que alguien viniera a visitarnos.

—Iremos a la iglesia de St. Giles el domingo —le recordó Isobel—. Allí verás a casi todos los que conocemos en la ciudad. Y la semana próxima, en la cena de Adela...

—No quiero esperar —respondió Sidony—. Quiero hablar con alguien.

Isobel la estudió con atención.

—Te aseguro que Ealga vendrá a visitarnos también. No debes salir sola, a menos que quieras que Hugo vuelva a enfadarse contigo. Pero si lo prefieres, puedo mandar a un par de criados para que te acompañen a verla.

Sidony estuvo a punto de rechazar la propuesta pero se contuvo, no sólo porque no le agradaba el tono de sus propios pensamientos, sino porque se le había ocurrido que, como lady Clendenen tenía un oído especial para las murmuraciones, con gusto le comentaría las novedades más interesantes.

De modo que sonrió y respondió:

—Es una excelente idea. No puedo recordar cuándo fue la última vez que tuve un humor así. Por favor, disculpa que haya sido tan grosera, Isobel.

—Descuida —respondió Isobel, riendo entre dientes—. Cuando veas a Ealga, ya sabrás dónde se han escondido nuestros hombres.

Por supuesto, Isobel sabía que esos mismos hombres eran los que habían puesto a Sidony de semejante humor, pero ella decidió ignorar la mirada atenta y la risa de su hermana. Mientras subía a su habitación a arreglarse el pelo, decidió que el vestido rosa y el canesú gris eran lo bastante elegantes para hacer una visita a su señoría.

Veinte minutos más tarde lady Clendenen la recibía con un abrazo en su sala privada. Sidony permitió a su anfitriona guiar la conversación, hasta que mencionó que el rey estaba a punto de regresar a la Corte Real.

—Juro que no me importan esas cosas —confesó la joven—. Pero reconozco, milady, que necesito alguna distracción. Sin Michael y los demás, la mansión Sinclair se ha convertido en el castillo del aburrimiento. Además, al pobre Will le están saliendo los dientes e Isobel y yo apenas tenemos algunos ratos para hablar entre nosotras. Pensábamos que Rob y Hugo pasarían más a menudo, pero supongo que a estas alturas Hugo ya se habrá ido a casa y Rob...

Lady Clendenen habló sólo cuando la joven tomó aire para proseguir.

—En efecto, Hugo se marchó a casa el miércoles por la mañana para ultimar los arreglos para el viaje de Isabella a la ciudad. Ya has visto cómo viaja ella, con sus sábanas y sus muebles favoritos, como si se olvidara de lo confortable que es la mansión Sinclair. Siempre viaja con un séquito enorme, y su marido debe asegurarse de que todo salga bien.

—¿Rob se fue con él? —le preguntó Sidony—. Si Adela se ha quedado en casa sola con la pequeña Ana, seguramente estará tan aburrida como nosotras.

Lady Clendenen la estudió con una expresión similar a la de Isobel.

—Rob no se ha marchado, y tampoco ese apuesto caballero que lo acompaña, sir Giffard MacLennan. Vendrán con nosotros a la Corte. Sir Giffard no debe de haber traído mucho equipaje, pues ha venido al galope desde Galloway hasta aquí.

—Quizá también vayan a St. Giles el domingo —murmuró Siddie.

—Oh, lo dudo —respondió su señoría—. Verás, la sobrina de mi ama de llaves está empleada en Lestalric, y le dijo que Rob y Giff planeaban viajar a Roslin esta misma tarde, sin duda para ayudar a Hugo. Dijo que regresarían mañana por la noche, pero lo veo poco probable, porque a Isabella le gustan las grandes comitivas, tanto por seguridad como para desplegar su poder. Y si ella les pide que se queden hasta su partida, supongo que no podrán negarse.

—¿Y cuándo planea ella venir a la ciudad?

—El miércoles, según creo.

La perspectiva de cinco días más de aburrimiento inspiró a Sidony un deseo de rebeldía infantil, que apenas pudo controlar a tiempo. Se despidió cariñosamente de su anfitriona una hora más tarde y regresó a la mansión Sinclair.

En el camino, se le ocurrieron varias cosas, ninguna que fuera del gusto de sir Hugo, y una sola que quizá sería aceptada por Isobel.

Encontró a su hermana cansada y tratando en vano de calmar a su hijo, que sufría a todo pulmón la aparición de los primeros dientes.

—Me lo llevo un ratito, cariño —se ofreció Sidony—. ¿Vienes un rato con tía Sidony, Will?

Cuando la joven estiró los brazos, el niño se acomodó contra su pecho y se puso a morderse el puño.

—¿A que sí? Ven conmigo y descansa.

—Me alegro de que hayas regresado —suspiró Isobel, agradecida—. Ha estado llorando casi desde que te fuiste, y no quiere saber nada de su niñera. Pero siempre está contento contigo.

Sidony no se atrevió a alardear de que ella sí sabía confortarlo, a diferencia de esa ruda matrona que hacía de niñera. Dio vueltas con él en sus brazos mientras el niño seguía mordiéndose el puño. Al rato, volvió a pensar en algunos planes para entretenerse, pero ninguno acababa de convencerla. Una y otra vez se le aparecía la intrusa imagen de sir Giffard MacLennan en la mente, y cada vez que esto sucedía, necesitaba repetirse que no tenía ningún interés en ese hombre. Sólo quería pensar en algo más interesante que lidiar con bebés llorosos o atuendos femeninos.

Esperó a que Will se durmiera de puro cansancio e Isobel tuviera tiempo para relajarse, cenar, y disfrutar de su copa de vino.

—Necesitamos un respiro, cariño —suspiró Sidony mientras se levantaban de la mesa—. ¿Qué te parece si mañana hacemos una cabalgada hasta Hawthornden, para visitar a Sorcha? Estaba pensando en que...

—Por Dios, no estabas pensando de ninguna manera —le respondió Isobel—. ¿Cómo se te ocurre que pueda dejar a Will en el estado en el que está? Me sorprende tu actitud poco considerada.

—Lo sé. Lo siento —respondió la joven, tratando de reprimir el sentimiento de culpa—. Pero aunque os quiera tanto a ti y a Will, y aunque no me entienda a mí misma, me he estado sintiendo asfixiada estos últimos días, necesito un respiro. Seguramente lo entenderás. ¿Recuerdas cómo acostumbrabas a volar con tu caballo, después de un día de lluvia en Chalamine, si el castillo estaba lleno de gente? Además, ya lo he pensado todo. Podemos llevarlo con nosotras. Sabes que le gusta montar, y lo distraerá de sus dientes.

—Son seis millas hasta Hawthornden. Es demasiado lejos.

—Dormirá la mayor parte del viaje.

—Pero no dormirá al regreso, y si pasamos la noche en el castillo de Sorcha, tendremos que permanecer allí hasta el lunes, porque ella y Hugo siempre asisten al servicio en Roslin, y seguramente Isabella querrá que nosotras hagamos lo mismo.

—No había pensando en eso —reconoció Sidony—. Pero si Michael no está, no habrá ningún motivo importante para regresar antes del lunes. La cena de Adela es el martes, y a Sorcha no le molestará tenernos en su casa. Tampoco a Hugo.

—Oh, sí que les molestará —respondió Isobel—. Recuerda que todavía no tienen hijos y que Hawthornden no es tan grande como Roslin o Sinclair. ¿Crees que a alguno de los dos le gustará escuchar los berridos de Will durante toda la noche, como ha venido ocurriendo estos últimos días? Tendríamos que llevarnos también a la niñera, y ella teme más a los caballos que a pagar sus pecados —añadió finalmente, como argumento decisivo.

Sidony sintió el impulso de volver a disculparse. Obedeció a su hermana, bajó la cabeza y cruzó las manos sobre el regazo.

—Ahora soy yo la que está siendo ruda —Isobel se enterneció con la imagen aniñada de su hermana, parecía tan decepcionada—. Sé que te gustaría estar en casa, en las Tierras Altas, y sé que no debería depender tanto de ti para cuidar a Will. Deberías estar disfrutando de tu tiempo aquí, y no trabajando de niñera.

Sidony se mordió con fuerza el labio. Nunca antes había ignorado una petición de ninguna de sus hermanas, no sabía qué extraño demonio la poseía y la impulsaba a rebelarse de esta manera.

—No conviene que vayas sola a Hawthornden —prosiguió Isobel—. Pero puedes coger a dos criados y montar hasta Lestalric para visitar a Adela y a Rob. Puedes pasar un día afuera. Para cuando regreses, Will estará mucho mejor.

Una vez más, Sidony sintió la necesidad de volverse atrás. Pero si lo hacía, durante mucho tiempo no volvería a encontrar la fuerza para imponer su voluntad.

—¿Estás segura, Isobel? —musitó—. ¿De veras?

—Sí, cariño, estoy segura —respondió su hermana con su cálida sonrisa.

Si Will lloró esa noche, Sidony no lo escuchó. Todo seguía en silencio a la mañana siguiente, cuando se puso su vestido verde de montar, tomó un panecillo de la cocina como desayuno y corrió al establo para ordenar que ensillaran su caballo favorito.

Los dos criados, acostumbrados por la imperiosa condesa, sus nueras y la costumbre de sus hijos a no cuestionar las acciones de las mujeres de la mansión Sinclair, ensillaron los caballos para ellos cuando Sidony les indicó que la acompañaran.

La joven dudó sólo un momento, cuando llegó hasta la entrada de la Canongate. Echó un vistazo hacia el este, agradeciendo que los aposentos de Isobel no dieran a la carretera, y dobló hacia St. Giles. Pronto estuvo fuera de la ciudad. Después de todo, Isobel no le había prohibido ir hacia el sur, sólo había asumido que no lo haría.

Mantuvo buen ritmo mientras cruzaba el río y avanzaba hacia la colina más allá. En la carretera había muchas carretas cargadas de lana, ovejas y viajeros.

De repente se le ocurrió que tal vez Sorcha no estuviera en Hawthornden. Dado que el castillo quedaba a sólo a una milla de Roslin, Isabella seguramente había requerido también la ayuda de Sorcha. Sin embargo, Sidony siguió avanzando.

Se sentía maravillosamente libre, aunque un poco culpable todavía.

Sus hermanas siempre habían impuesto sus deseos por encima de todo lo demás, pero desde pequeña, ella había sido distinta.

Una media hora más tarde, llegaron a la carretera que seguía el curso de la orilla este del río North Esk y emprendieron el ascenso hacia la cañada de Roslin. No mucho después, se encontraron con un pequeño grupo de hombres armados de sir Hugo. Pero como la reconocieron, no pusieron objeciones en dejarla pasar.

 

 

Giff había pasado una buena parte de los últimos tres días burlándose de la pretensión de Rob de mejorar su aspecto para que pudiera presentarse en la Corte Real. Sospechaba que lo llevarían hasta allí varias veces, antes de que movieran la piedra si es que aquella piedra era la verdadera, algo que Giff no creería hasta que la viera con sus propios ojos.

Rob también lo había acompañado hasta Leith Harbor para verificar que alguno de todos los barcos anclados en la bahía reuniera los requisitos de Giff. Pronto descubrió más de uno que podría serles útil.

De todas formas, sin conocer la carga, se sentía poco preparado para juzgar las cualidades de las embarcaciones con un cierto grado de certeza. Así fue que ambos se habían marchado la tarde anterior hacia Roslin. Cuando llegaron allí, se enteraron de que Hugo había dispuesto guardias a lo largo de todo el desfiladero para detener cualquier visita indeseada antes de la partida de Isabella.

—Es una buena excusa para desplegar esta cantidad de guardias —explicó Hugo—. Con Fife en la ciudad, últimamente no hemos visto a muchos de sus hombres merodeando por la zona. Pero escuché que tenía planeado viajar hacia el norte pronto, seguramente para molestar a Henry.

—Siempre que esté lejos de mi camino mientras navego hacia el oeste, no tengo objeciones —comentó Rob.

—Por supuesto —coincidió Hugo—. Pero tienes que estar pendiente de él durante el viaje. Y si su bonito barco está anclado en la bahía de Sinclair cuando llegues allí, será mejor que sigas tu curso sin detenerte hasta Girnigoe.

—¿El nuevo barco de Fife está en el embarcadero de Leith? —preguntó Giff—. ¿Cómo es?

Hugo se encogió de hombros.

—Es una mezcla entre galera y barco mercante. Seguramente, no es tan bueno.

—Preferiría para mí una rápida galera del oeste —comentó Giff—, pero como supongo que nuestra carga no será tan fácil de transportar...

—Pronto podrás juzgarlo con tus propios ojos y sabrás lo que necesitas —lo interrumpió Hugo, en tono severo.

Por eso el sábado a media mañana se encontraban Giff, Hugo y Rob de pie ante una alta roca, en una cañada llena de árboles espesos.

Sin decir una palabra, Rob deslizó una mano por el borde más cercano de la roca, se entretuvo un instante en la base, luego se incorporó, tomó el borde con las dos manos y tiró con fuerza.

La roca se movió, dejando a la vista un pasadizo lo bastante ancho como para que pasase una persona.

—Por aquí —indicó Rob después de que Hugo le tendiera una antorcha encendida.

Acostumbrado como estaba al mar abierto, Giff detestaba los lugares cerrados. Pero cuando la luz del día desapareció, dejando a la vista únicamente la antorcha, una gran curiosidad diluyó su malestar. Él y Hugo siguieron a Rob dentro del pasadizo.

Doblaron para un lado y para el otro. La antorcha crepitaba impaciente mientras Rob seguía avanzando. El suelo era extrañamente liso y sin obstáculos.

Los anchos hombros de Rob no le dejaban ver más adelante, pero finalmente el guía se detuvo, alzó la antorcha más alto y anunció.

—Ahí está Giff, allí adelante.

MacLennan comprobó que el pasadizo se había convertido en una amplia cámara. Sintió un escalofrío al posar sus ojos sobre el objeto que le indicaban.

—Dios me bendiga —murmuró.