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Capítulo 11

Apenas lady Clendenen se hubo alejado lo suficiente para no escucharlos, Sidony se dirigió a Giff.

—¡Tú ya lo sabías!

—Espero que no pretendas que me disculpe de nuevo —respondió él, con una calma que resultaba enloquecedora—, porque no tengo ninguna intención de hacerlo. Pero debo ir en busca de Rob y decirle esto de inmediato.

Las mejillas le ardían por el enfado, pero él le había puesto un brazo alrededor de los hombros. Y lo más molesto era que, a pesar de que estaba furiosa, Sidony podía disfrutar de la sensación cálida de ese abrazo.

—Supongo que lo mejor será que estés conmigo cuando le hable a Rob sobre el asunto.

—Me gustaría estar allí —aceptó ella, agradecida aunque sorprendida de que la dejara estar presente.

Giff la miró con ojos malévolos.

—Tendré que confesarle que estaba contigo cuando lady Clendenen me lo dijo. Y él no será tan proclive a dar su opinión si tú estás presente.

De repente, la muchacha comprendió que Giff intentaba protegerla del posible enfado de Rob.

—No le gustará que me haya enterado de esto, ¿verdad?

—No fue culpa tuya, milady. No te hará daño. Yo no se lo permitiré.

 

 

Hallaron a Rob en el gran salón cubierto de vigas de roble. De inmediato notaron su sorpresa al ver que ellos entraban juntos. Tenían que abrirse camino entre aquella congestión de mesas y criados presurosos de preparar la cena.

Rob ya tenía aspecto contrariado.

—Necesitamos hablar en privado —declaró Giff—. Allí junto al fuego estará bien.

La expresión de Logan empeoró, pera accedió. Una vez separados del tumulto general, pregunto con calma:

—¿Que sucede?

Giff sabía que necesitaba ser directo.

—Lady Clendenen acaba de decirnos que la condesa ha pospuesto su viaje hasta el jueves por la tarde.

—¿De veras? —dijo Rob, secamente.

—También debes saber que su señoría y lady Sidony planeaban salir al encuentro de la condesa para darle la bienvenida y luego acompañar la procesión hasta la ciudad —añadió Giff.

—Adela me ha dicho algo —comentó Rob. Y a Sidony—: Me había olvidado de que tú y lady Clendenen planeabais salir a su encuentro.

—Espero que no tengas ninguna objeción en que vayamos el jueves —dijo Sidony, tímidamente.

—Me da igual, aunque supongo que Hugo no lo permitiría, considerando tu comportamiento tan inusual de estos últimos días.

Giff apenas si pudo reprimir una sonrisa ante aquella cuidadosa formulación. Pero la muchacha alzó el mentón y les confesó a ambos:

—En el pasado, mis hermanas se han comportado muchas veces así, y han salido airosas. Quizá esté buscando saber cómo se siente uno cuando hace lo que quiere.

Giff contuvo la respiración, pero Rob sólo sacudió la cabeza.

—Y pensar que yo te creía la única sensata de todas ellas. Ten cuidado, querida, y no te olvides de llevar escolta armada. El jueves la ruta principal seguirá repleta de gente.

—Gracias —respondió la joven—. No lo olvidaremos.

—Supongo que ahora querrás cambiarte para la cena —señaló Logan.

Giff temió que la terca muchachita insistiera en averiguar más sobre el viaje templario. Se sintió aliviado cuando Sidony declaró que los vería en la cena, hizo una reverencia y se alejó del salón.

—Tú, ven conmigo —le espetó Rol—. Ahora vas a escucharme.

Resignado, acompañó a Rob sin decir palabra, pero con la esperanza de que lady Clendenen apareciera pronto.

Rob cerró la puerta tras ellos.

—¿A qué demonios estás jugando con la chiquilla Macleod? —le preguntó.

¿Chiquilla? Quiso darle un puñetazo en la mandíbula. Pero el tono suave de Rob lo había desarmado, y en ese momento, comprendió que Sidony, al haberse decidido olvidarse de todos y acompañarlo en el paseo, merecía más de parte de él que una simple respuesta impetuosa.

—Antes de que me destroces, quiero informarte de que un criado nos ha acompañado durante toda la tarde.

—De todas maneras... —replicó Rob e hizo una pausa para escudriñarlo—... Reconozco tus intenciones.

—Por Dios, ni yo mismo las reconozco —rebatió Giff—. Ya he dicho que no tenía ningún deseo de casarme todavía, y ella tampoco. Pero no voy a negar que cuando llegue el tiempo de asentarme y formar una familia, puede que la desee como esposa.

—Cuan magnánimo de tu parte —exclamó sarcástico.

Giff dio un respingo.

—Es la verdad. No soy bueno en esto, como tampoco tengo modales de caballero cortés. Me gusta más que cualquiera de las mujeres que he conocido. No sólo es amable y agradable, sino inteligente, y apasionada. Además... me hace reír —añadió luego rápidamente.

Giff notó un brillo especial en los ojos de Rob y se sintió aliviado, pero se mantuvo en guardia. Aunque Rob tenía un temperamento equilibrado, siempre había sido uno de los mejores y más experimentados guerreros.

—Sidony también es una muchacha inocente —añadió Logan—. Cuida tus pasos, muchacho, porque no sólo tendrás que enfrentarte a sus cuñados si la lastimas, sino también a sus hermanas, que a fin de cuentas, podría ser lo peor para ti.

Un golpe sordo en la puerta los interrumpió.

—Adelante —dijo Rob.

Lady Clendenen apareció en el umbral. El criado que la acompañaba los dejó de inmediato.

—Gracias por haber venido tan pronto, milady —Rob se acercó a besar su mano.

Buscó una silla alta para ella y otra para él; Giff se quedó de pie junto al fuego.

—Por favor, decidnos cómo os enterasteis de que la condesa planea postergar su viaje a la ciudad.

—¡Por eso me mandó llamar, sir? Temí que hubiera ocurrido algo horrible, teniendo en cuenta especialmente que sir Giffard está aquí con vos —repuso la dama, observando al más joven.

—No quise asustaros, pero estoy seguro de que si Isabella hubiera querido enviaros ese mensaje, me lo hubiera confiado a mí. Nosotros debemos velar por su seguridad, por eso nos preguntamos cómo habíais recibido vos esa noticia.

—¿No es correcta, entonces?

—Por el contrario, milady, la noticia es cierta.

—Pues la escuché en el castillo, donde he almorzado hoy con la princesa María.

—Ya veo, ¿Y fue la princesa quien se os contó?

Lady Clendenen frunció el ceño.

—No me acuerdo quién lo hizo. Había bastantes mujeres, y todas hablando al mismo tiempo, como pasa siempre. Lo lamento, pero no podría asegurar quién fue.

—Gracias, milady —respondió Rob—. Despreocupaos. Habéis sido de gran ayuda, y estamos más que agradecidos por eso.

Cuando Giff la acompañó para abrirle la puerta, lady Clendenen le murmuró en tono conspirativo:

—Gracias, sir. Espero que hayáis disfrutado de vuestra tarde.

Giff atinó a sonreír en silencio, bastante confundido. Luego cerró la puerta y se dirigió nuevamente hacia Rob.

—¿Así que el plan está en marcha, no es así?

—Avisaré a los demás. Asegúrate de que ese barco holandés esté en el lugar convenido al amanecer del viernes y que puedas cargarlo para zarpar de inmediato. El éxito de nuestra empresa depende de eso.

—No os fallaré —prometió Giff.

 

 

Considerando la atención que estaba prestando Sidony a arreglarse para la cena, su criada hubiera podido vestirla con unos harapos en lugar de esa sobreveste amarillo pálido que le quedaba tan bien, con cintas de colores, sobre ese vestido de seda verde oscura.

La criada le arregló los pliegues de la falda y le ajustó un cinturón plateado de tal manera que pudiera verse por entre las dos aberturas laterales de la sobreveste, y luego le tendió un espejo a su ama. Después, colocó una capelina sobre las suaves trenzas de Sidony y se inclinó a atarle los zapatos.

Tan pronto como la joven estuvo lista, salió en busca de Ealga.

La cena fue excelente, como todas las veladas organizadas por Adela, exactamente igual a cada una a las que Sidony ya había asistido antes: un barullo de trovadores y conversaciones discordantes. Pero aunque a ella le gustaba bailar, comprobó decepcionada que apenas había visto a Giff.

Él vestía una chaqueta de terciopelo azul con botones enjoyados y un pantalón haciendo juego; seguramente prestados por Rob. Sólo se dignó a participar de una danza en círculo. El resto del tiempo, circuló por el salón sin quedarse en ningún lado, y extrañamente, no le prestó más atención que una reverencia y un par de sonrisas. Se fue antes de la medianoche, y poco después ella se retiró a sus aposentos.

 

 

Rob salió hacia Roslin el miércoles antes de que amaneciera, y Giff también abandonó Lestalric para hacer los últimos preparativos de su viaje, así que Isobel y Sidony pasaron la mañana solas junto a Adela. Regresaron a la mansión Sinclair al final de la tarde.

El jueves por la mañana amaneció con una fuerte brisa que refrescó toda la casa. Cuando Sidony se puso el traje de montar, divisó unas nubes que cruzaban el cielo gris. Aunque unos rayos de sol se colaron a través de ellas cuando ella e Isobel almorzaron juntas, una hora antes de lo habitual, y a pesar del viento, el aire de afuera era claro y vivificante cuando se unió a lady Clendenen y su escolta de seis hombres armados.

La cabalgada resultaría algo tediosa, en especial por la preferencia de Ealga de utilizar la silla de montar de lado, que muchas mujeres nobles habían comenzado a usar hacía un tiempo. A pesar de que estaba bien recubierta con piel de oveja, la obligaba precisamente a ir de lado y se movía mucho con el ritmo del caballo. «¡Con razón lady Clendenen detesta montar!», pensó Sidony revolviéndose en su montura. Que lo soportara sólo para ir a encontrarse con Isabella era una prueba de cuánto estimaba a la condesa.

 

 

Giff pasó la mayor parte del miércoles ultimando los detalles de la partida del viernes. Había encontrado al Trueno del mar amarrado al más pequeño de los dos muelles del puerto de Leith, mientras la tripulación se dedicaba con eficiencia a cargar provisiones. El capitán holandés regresó allí por la tarde. El hombre le habló con entusiasmo de la ciudad de Edimburgo.

—Mis hombres son de confianza —continuó el capitán—. Las provisiones están listas, si queréis revisarlas.

—Muy bien —declaró Giff, complacido—. Os pagaré la mitad, como acordamos, y el resto cuando hayamos embarcado nuestra carga el viernes por la mañana, antes de zarpar.

El holandés pareció dudar.

—Recordad que os pagaré la mitad de lo que habíamos arreglado para vos y vuestra tripulación entonces, y el resto cuando lleguemos a destino —acotó Giffard.

Aunque ni el capitán ni la tripulación irían al norte, Giff había negociado de buena fe. Los hombres de la tripulación recibirían una buena suma por haber hecho bastante poco, a menos que, claro está, no consiguieran convencer al holandés, cuando pusieran sus propios hombres a bordo, de que no le estaban robando el barco. El hombre le estrechó la mano calurosamente antes de retornar al Trueno.

Giff regresó entonces a Lestalric, se despidió formal y cálidamente de su anfitriona después de la cena, y se levantó temprano el jueves para llevar su propio equipo al barco.

El viento soplaba gélido, como una advertencia de que el clima se complicaría.

Pasó por la pequeña villa de North Leith y apareció en la orilla del puerto, para descubrir de pronto que el barco del holandés ya no estaba allí.

 

 

La cabalgada resultó más larga de lo que Sidony y Ealga habían anticipado. Llegaron hasta el río North Esk sin haber visto ni rastro de la comitiva de la condesa.

—Debe de haber salido mucho más tarde de lo esperado —comentó Sidony.

—Quizá los carros y las ovejas obstruyeron también este camino. Oh, ojalá que la encontremos pronto —suspiró la dama—. Este viento está convirtiéndose en una molestia.

Sidony coincidió con ella. Avanzaron todavía media hora más, hasta que la joven notó que su compañera parecía languidecer.

—¿Os sentís mal, milady?

—Me gustaría que tú y tus hermanas me llamarais Ealga —respondió la dama, quejumbrosa—. Según la ley, seré tu madre en menos de un mes.

—Supongo que debéis de estar muy cansada —continuó Sidony, ignorando el comentario—. Viajar de este modo es una tortura. Parece que uno está a punto de caerse todo el tiempo.

—Oh, es un castigo divino —la dama se abanicó con la mano—. Pero debo cumplir mi palabra. Sólo me gustaría saber cuánto tiempo más tardará en aparecer.

—Si aceptáis descansar aquí un momento, al amparo del viento, yo podría continuar camino, hasta descubrir dónde se encuentran. El camino está seco y mi caballo todavía tiene energía, no debería llevarme mucho tiempo dar con ellos y volver hasta aquí para comunicaros la distancia a la que están.

Lady Clendenen se mostró de acuerdo y aliviada.

—Pero al menos llévate a dos de nuestros hombres, cariño.

Como la escolta se componía de seis, Sidony rió.

—Pueden venir, si logran seguirme el ritmo. Pero primero debo procurar que vos estéis cómoda.

—No te preocupes, vete ya. Los otros hombres me cuidarán. Cuanto antes encuentres a Isabella, más rápido estaré de vuelta en casa.

Sidony no necesitó ningún otro estímulo. Dio orden de avanzar y espoleó al caballo para que cogiera un buen ritmo. Un momento después, miró hacia atrás y descubrió que dos hombres de la escolta la seguían.

Riendo entre dientes, espoleó una vez más a su caballo para que se apresurara. Los hombres no la regañarían, y a menos que acabara chocándose con Isabella o con Hugo, nadie más lo haría.

El camino había resultado ser bastante empinado, ahora se internaba suavemente en la sombra de un bosque. Al ver que los árboles empezaban a ralear, dedujo que pronto el camino transcurriría más cerca del borde del acantilado, en la parte más profunda de la cañada. Disminuyó la velocidad.

Pronto pudo divisar el río turbulento abajo y, en la distancia, la torre de Hawthornden, que se levantaba en medio de un alto bosque. El castillo estaba todavía a una cierta distancia. En poco tiempo el camino se internaría entre los árboles, para evitar seguir cada curva del río.

De pronto, descubrió abajo a varios jinetes en el sendero de la orilla oeste, con estandartes de los Sinclair. También reconoció la figura de la esbelta condesa, sentada a horcajadas sobre su yegua blanca entre los líderes del grupo.

El camino de abajo era más angosto y no se utilizaba tanto. Tampoco era adecuado para los carruajes y los carros que normalmente transportaban la enorme cantidad de equipaje de la condesa.

Aunque Sidony estaba un poco sorprendida por ese cambio de ruta, no podía culpar a Rob o a Hugo por no haberlo mencionado. Nadie hubiera esperado que ella y Ealga avanzasen tanto para dar con Isabella.

Notó que sólo había un carro cubierto de lona tirado por un buey, que seguía a los jinetes. Dedujo entonces que por eso habían avanzado tan despacio, a paso de tortuga. Pero no había ningún otro vehículo con equipaje, sólo algunos caballos cargados y atados unos a otros.

Ella y Ealga podrían regresar a la ruta principal, al lugar que se cruzaba con el río para encontrarse con los demás. Se preguntó entonces si lady Clendenen tendría la paciencia de esperarlos. Isabella tardaría una hora más en salir de aquel sendero estrecho y lleno de curvas.

—¡Milady! —gritó uno de los hombres que la acompañaban—. Hay unos hombres allí adelante.

El guardia se los señaló con una mano, y pronto Sidony se percató de que no se trataba del grupo de Isabella. Más al norte, en el mismo camino del río, un gran grupo de jinetes se aproximaba a una curva que los conduciría directo a la comitiva de Roslin.

Llevaban el estandarte de la corona.

—¡Por Dios! ¡Debemos avisarles! —exclamó ella.

Pero el acantilado estaba a unos treinta metros sobre el camino del río, jamás la escucharían si gritaba, con el agua rugiendo velozmente a través de la cañada.

Ninguno miraba hacia arriba, por lo que tampoco podía hacerles señas de lo que estaba pasando. Sólo entonces se le ocurrió que no se había cruzado con ninguno de los guardias de Roslin en su camino. No era posible que Hugo hubiera ordenado que todos acompañasen la comitiva de Isabella.

Se estremeció de miedo. Alzó la vista hacia los dos hombres que la acompañaban, ambos estaban esperando sus órdenes.

Apretó los dientes y recordó las palabras de Giff: «Debes tomar tus propias decisiones». Sus hermanas sabrían qué hacer. ¿Por qué ella no?

Entonces, de pronto, se le ocurrió que la única ruta posible para el usual equipaje de Isabella era el camino de la colina.

—Vosotros dos, vamos —dijo con energía—. Los carros del equipaje deben de estar un poco más adelante, y tendrán hombres armados consigo. El capitán sabrá qué hacer, ¡pero tenemos que darnos prisa!

Se internó en el bosque a todo galope, para de pronto, después de una curva, toparse con unos hombres armados. Fue tan abrupto que su caballo relinchó. Mientras luchaba por mantenerse en la silla, los hombres la rodearon.

Los hombres que la acompañaban ni siquiera echaron mano a sus espadas. Hubiera sido inútil, los otros los superaban en número y llevaban los estandartes reales, al igual que los que iban por la orilla del río.

Para sorpresa de Sidony, a pesar de los trajes negros, no obedecían al conde de Fife sino al chevalier De Gredin. Sus ojos verdes, color de jade, brillaron cuando él le obsequió esa sonrisa que alguna vez ella y sus hermanas habían creído encantadora.

—Milady, qué placer encontraros aquí —la saludó, y sin hacer una pausa se dio la vuelta para dar órdenes—. Cuatro de vosotros, conmigo. Otros dos, hacedle saber a su señoría que tengo en mi poder algo con lo que podrá chantajear a sus enemigos, si la búsqueda resulta infructuosa. Los demás, retrasad esos carros, hasta que la muchacha y yo nos hayamos alejado lo suficiente.

—¿Qué estáis haciendo? —le espetó Sidony—. Yo no voy con vos a ningún lado.

Mais bien sûr, ma chère, lo haréis —siseó él—. De lo contrario, ordenaré que maten a vuestros hombres de inmediato. Luego os ataré las manos y yo mismo llevaré de las riendas a vuestro caballo.

 

 

Al ver que el barco holandés había desaparecido de su lugar habitual, Giff tuvo la esperanza de encontrarlo amarrado en uno de los muelles. Pero con sólo preguntar en el primero de ellos, se enteró de que esa mañana antes del amanecer, el capitán había tomado una carga de lana de las abadías y había zarpado hacia Brujas con la marea baja.

Giff recordó entonces que ya le había pagado la mitad de las provisiones, y no pudo más que fruncir el ceño. También recordó el gesto del hombre y su recelo antes de aceptar el dinero. Y luego, aquellos dos hombres que lo habían atacado el domingo, y la sugerencia de Sidony de que debían de ser hombres de Fife. Decidió entonces que tenía que ir a Tollgate a tratar de conseguir algún tipo de información útil.

El enjuto carcelero de Tollgate dijo que los recordaba muy bien.

—Sí, sir, perfectamente. Pero un hombre vino el lunes por la noche y se los llevó.

Seguramente Fife, después de haber descubierto que el barco holandés estaba comprometido de alguna manera con los Sinclair, había persuadido al capitán para que tomara una carga de lana y marchase hacia el sur. Ahora, Giff se debatía entre dos opciones: o bien ideaba un mensaje que les transmitiera a los además lo que había ocurrido sin darle información vital al mensajero o a alguien que pudiera interceptarlo, o encontraba un nuevo barco.

Aún había muchos anclados en la bahía, así que se abocó a la búsqueda de otro barco de inmediato. Dejó su caballo en el establo del puerto y fue visitando uno por uno. Pronto se enteró de que la mayoría de los capitanes ya habían cargado y estaban esperando la marea para salir, o tenían intención de cargar ese día o el siguiente, con mercancías que ya habían acordado transportar.

Incluso trató con los dos grandes barcos franceses, que todavía estaban amarrados en el puerto. Los dos capitanes parecieron dispuestos al principio, pero hacían más preguntas sobre la carga y el destino del viaje de las que Giff quería responder, con el resultado final y esperable de que ambos declinaron la oferta, después de haberle hecho perder una buena parte de su escaso tiempo.

Al atardecer, recordó lo amigable que le había resultado el capitán Maxwell. Seguramente conocía la mayor parte de las embarcaciones y, aunque era un hombre de Fife, podría aconsejarle alguna para alquilar.

De modo que, para el caso de que Fife hubiera advertido al capitán Maxwell en su contra, compró tres rollos de carne a un tendero y, de las alforjas de su caballo, recogió su equipo y una jarra de fuerte licor de las Islas, y se marchó cargado de provisiones. Encontró el Reina Serpiente varado en el mismo lugar que el domingo, con sus marineros en las cercanías.

El agua de la bahía estaba más agitada que la primera vez, y el viento los fue mojando levemente mientras los remeros lo transportaban hasta el barco. Cuando llegaron, Giff se cargó las alforjas sobre un hombro y subió por la escalera de cuerdas hasta la cubierta.

 

 

Sydony pensaba que el chevalier la entregaría a Fife, pues cabalgaba bajo el estandarte del poder real.

La idea de que la entregaran al conde como botín de guerra la aterrorizaba, en especial porque De Gredin había comentado alegremente que Fife disfrutaría interrogándola. Y también había sugerido que el conde podría utilizar medios horribles para hacerlo, hasta que ella dejó de escucharlo y comenzó a pensar con todas sus fuerzas en Giff. Si alguien podía enfrentarse con Fife y De Gredin, ése era sir Giffard MacLennan.

En lugar de tomar la dirección de Edimburgo, tal como ella había esperado, De Gredin, llevando de las riendas al caballo de Sidony a pesar de lo que había dicho antes, se había apartado abruptamente del camino, cruzado el puente y bajado al otro lado. Poco tiempo después, llegaron a una cabaña, ante la que él desmontó y la bajó de su montura.

—Dos de vosotros, ocupaos del carro y de los caballos. No tardaré mucho.

La cogió de brazo y la llevó dentro. En la cabaña vacía, mezcló en un jarro una pócima horrible que le obligó a beber. Aunque luchó por mantener la conciencia, pronto la oscuridad la rodeó.

Despertó, bostezando, estaba muy oscuro, casi no podía respirar y le dolía tanto la cabeza que no lograba pensar en nada. Estaba tendida sobre una superficie dura, y podía escuchar el ruido de las ruedas de un carro debajo. Luego la oscuridad volvió a envolverla.

La siguiente vez, se despertó al escuchar unos relinchos y el ruido metálico de unos arneses. Luego oyó un chillido y en la penumbra descubrió que estaba en una especie de establo, tal vez. Alguien había levantado un poco la tapa del cajón. Tragó una bocanada de aire fresco y trató de levantarse, pero se dio cuenta de que tenía las manos atadas detrás de la espalda.

—Ni una palabra —le murmuró De Gredin y la ayudó a incorporarse—. Bebeos esto rápido —añadió después y le echó en la garganta el contenido de una copa tan rápido que ella tosió y tragó, segura de que iba a vomitarlo.

El aire salado y una imagen fugaz del puerto afuera, al otro lado de las puertas abiertas, le revelaron dónde estaba. Escuchó que se aproximaban unas voces masculinas. Intentó gritar, vio el puño de él, y ya no supo nada más.