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Capítulo 17

—¡A los remos, muchachos! ¡Desciende, Ned Blegbie!

Sidony lo escuchó gritar a Giff que se movía con rapidez entre los hombres, dando otras indicaciones a los marineros.

—¡Jake, la brújula!

El rostro del niño se iluminó y corrió a cumplir su importante misión.

Desde ese momento y durante el resto del día, Giff apenas si le prestó atención a su esposa. Sidony comió un poco de carne salada al mediodía y habló con el padre Adam, pero cuando el sacerdote empezó a hacerle preguntas, lamentó no tener otra persona con quién conversar. Se despidió de él alegando un dolor de cabeza y se recluyó en la cabina.

La cena consistió en un guiso de carne salada y unas bolas de harina en salsa de carne que los hombres se habían ingeniado para cocinar, a pesar de la marea.

Giff comió rápido junto a ella, pero su mente seguía concentrada en el mar y en los barcos que los perseguían. Luego, para su sorpresa, una hora antes del atardecer, su esposo ancló el barco en una bahía y envió el bote hacia la costa con algunos hombres armados. Minutos después trepó él mismo al mástil para observar el mar.

El bote regresó una hora más tarde con agua fresca y provisiones. Apenas levaron anclas, la joven se retiró una vez más a la cabina, creyendo que su marido la acompañaría.

—Regresaré pronto, querida, pero no me quedaré mucho tiempo. Una vez que lleguemos a Peterhead, tendré que vigilar el curso, nos esperan setenta millas de mar abierto, sin tierra a la vista, mientras cruzamos el estuario de Moray. Si pierdo la bahía de Sinclair y acabo de narices en Orkney, o algo peor aún, perderé también mi reputación.

Sidony no creía que sir Giffard MacLennan fuera a extraviarse, así que se limitó a sonreír, luego se preparó para ir a la cama y se quedó esperándolo dentro.

—¿Por qué nos detuvimos en la bahía? —le preguntó cuando él regresó.

—Porque no podía soportar almorzar ese guiso una vez más. Mañana tendremos conejo.

—¿Pero si Fife nos hubiera atrapado?

—Bien, ésa era otra de las razones. Las galeras del conde son bastante más rápidas que nuestro barco, pero están a una hora de distancia. Quería saber si se detendrían también. Y así lo hicieron, porque están a la misma altura que antes. Parece que nos están vigilando, quizá piensan que somos tan idiotas como para conducirlos hasta el tesoro.

Le agradaba el sonido de su voz.

—¿En serio te preocupa perder el curso? —preguntó somnolienta.

—No, ya han salido las estrellas. Pero el clima empeora. Hugo diría que soy un tonto por no anclar cerca de la costa hasta el amanecer, pero cuanto antes lleguemos a Girnigoe, mejor.

Conversaron sobre generalidades hasta que Maxwell golpeó la puerta y dijo que ya habían pasado Cairnbulg Point. Luego, Giff se inclinó, la besó suavemente en los labios y se fue. Al día siguiente, el cielo estaba cubierto, el viento soplaba en varias direcciones, y ya nadie dudaba de que la tormenta que había estado amenazando con estallar durante una semana se desataría en cualquier momento.

Las nubes turbulentas se habían abierto de vez en cuando para dejarle ver las estrellas que señalaban el camino, pero cuando amaneció y no había ningún signo de tierra, Giff temió por un momento haberse confundido en sus cálculos.

El conejo asado levantó el ánimo al mediodía, pero tuvieron que esperar todavía unas horas para que Blegbie, subido al mástil, gritara las buenas nuevas:

—¡Tierra a la vista!

—Los barcos están acortando la distancia, sir —agregó después—, ¡y se ha sumado media docena más!

Le aseguró luego que no todos eran barcos largos. Giff hizo una seña a Maxwell para que lo siguiera a la cabina de proa, donde pidieron al sacerdote que se retirara sin ninguna ceremonia.

—Veamos el cuaderno de anotaciones —dijo Giff, desenrollando un mapa en un estante empotrado para ese propósito. Confirmó luego el detalle que creía recordar.

—Entonces los dejaremos acercarse cuanto quieran, y luego doblaremos de improviso hacia Noss Head antes de que caiga la noche.

—Nos llevará casi dos horas hasta llegar allí, sir. Tenemos muy poco tiempo.

—Eso es lo que quiero, pero si calculamos bien, Fife y sus refuerzos estarán ocupados con otras cuestiones mientras yo desembarco y converso con el príncipe Henry.

—Entiendo —murmuró Maxwell, echando un vistazo al cuaderno—. ¿Cuánto tiempo pretende quedarse en Girnigoe?

—Sólo uno o dos días para aprovisionarnos, luego seguiremos con nuestra carga hacia el oeste.

—Pensé que tenía planeado dejarnos a mí y a Jake en Girnigoe —señaló el capitán un tanto perturbado.

—Lo necesitaré a usted, Maxwell, y espero que quiera que Jake se quede con nosotros.

—Claro que sí, el pequeño granuja ya es parte de la tripulación —añadió el hombre, orgulloso.

De pronto se le ocurrió que Sidony también debería quedarse en Girnigoe, pero sintió una profunda tristeza ante la idea de dejarla allí.

Sólo Dios sabía cuándo podría regresar a buscarla.

Además, ahora era suya, y él no quería separarse de su esposa.

El viento hinchaba la vela mayor, doblegando a los hombres que luchaban con toda su fuerza para poder controlar el palo transversal. Las olas se encrespaban violentas y rompían contra el casco.

Sidony, bien arropada con el abrigo de lana negra de Fife, observaba cómo las nubes se apiñaban sobre sus cabezas. Las olas también venían en contra, y cuanto más se acercaban a tierra, más contrarias se hacían.

Giff hizo una pausa en sus continuos recorridos por la cubierta.

—¿Tienes frío, milady?

—No, sir, adoro el viento, pero he dejado de insistir en la idea de cubrirme el cabello.

Él sonrió.

—De modo que estas corrientes no te asustan.

Sidony sacudió la cabeza, sin querer admitir ante él que su presencia la hacía sentir segura.

—¿Cómo de cerca están ahora esos barcos?

—Nos están ganando terreno. Pero llegaremos a Girnigoe al anochecer.

Sidony no quería pensar en Girnigoe. Había visto más de una vez al príncipe Henry, pero no conocía a la condesa. Casada o no, no podía imaginar que ninguna mujer aprobara su viaje de tres días en un barco repleto de hombres.

Pero dos horas más tarde, el ahora Dragón de Las Islas viró por Noss Head para entrar por fin en la bahía Sinclair.

Giff se maravilló por la magnificencia de la bahía que se abría ante él. Una costa rocosa que descendía hacia las colinas de arena contra un telón de precipicios. Las espuma bañaba las escolleras, profundas fisuras que se internaban creando cavernas o abismos sinuosos. Aquí y allá había pilares de arena aislados, semejantes a ídolos de tierra, alzados hacia las nubes.

—Sir Giff, mi pa' me ha dicho que le avise que los barcos están a sólo media hora de distancia.

—Gracias, Jake.

En tanto avanzaban hacia la costa, Giff buscaba el castillo con la mirada y medía el ritmo de la marea. Sabía que Henry solía apostar vigías para que le avisaran de cualquier embarcación que se acercara al puerto.

Una milla hacia el oeste se levantaba el castillo de Girnigoe, baluarte principal de los antiguos condes de Caithness y de la familia Sinclair, sobre una península de tierra a unos treinta metros por sobre el extremo sudeste de la bahía.

La torre principal de Girnigoe se erigía tras la muralla, levantada justo sobre el precipicio. A los pies del despeñadero había una pared natural lo bastante ancha para ocultar un barco de buenas dimensiones.

Giff descubrió con admiración las cuatro galeras del príncipe, con su tripulación a bordo lista para zarpar.

—¡Hacia el castillo! —ordenó el comandante.

Al vadear Noss Head, el viento amainó significativamente, pero las olas continuaban dificultándoles el avance, y la bahía llena de piedras no les daba margen para ningún error.

Rezó para que el viento no se cambiara a capricho de repente. El estuario de Pentland, donde las tormentas desataban su ira más que en ningún otro sitio, se hallaba a sólo diez millas de allí.

Trató de no pensar en los barcos perseguidores, con la esperanza de que sus capitanes los dirigieran directos a las rocas.

—Oh, qué paisaje tan magnífico —suspiró, la suave voz de la muchacha lo desconcertó.

—Magnífico —murmuró él, y le sonrió.

—¿Conoces a la condesa Jean? —le preguntó Sidony.

Algo en su tono le llamó la atención, una tensión que perturbaba su serenidad habitual.

—No tengas miedo, cariño. No te morderá. Henry no se lo permitiría.

—Las mujeres no necesitan morder para hacer daño, sir.

Sin apartar los ojos del curso del barco, deslizó un brazo alrededor de ella y la acercó hacia sí.

—Te aseguro que no te hará daño, porque yo no se lo permitiré.

Sidony se alimentó de la fuerza de aquel abrazo y de sus palabras, mientras miraba con fascinación los enormes pilares de rocas a cuyos pies se arremolinaban las aguas. Su preocupación acerca de la condesa se esfumó, y en su lugar apareció el desconcierto que le provocaba la rapidez con que se iban acercando a la pared del acantilado.

Estaba más acostumbrada a los botes que encallaban en la arena, que a los grandes barcos.

Tenía confianza en Giff, pero...

—¿No nos detendremos pronto para anclar por aquí?

Él rió.

—No lo pasaríamos muy bien si lo hiciéramos. Mira hacia allí, justo enfrente, hay una ensenada con un atracadero, con anillos y muelles bajos a cada lado para amarrar el barco. Verás también a los hombres de Henry que nos esperan. Ellos se ocuparán de proteger la nave.

—¿Y qué sucederá con Fife? —le preguntó ella.

—Espero que él y sus hombres se mantengan entretenidos, y que no lleguen tan lejos.

Sidony reparó en las cuatro galeras, que parecían estar aguardando detrás de la bahía.

—¡Arriba, muchachos! —les ordenó su esposo.

Los hombres levantaron los remos.

Giff clavó los ojos en las rocas que los iban rodeando, mientras el barco se escurría peligrosamente entre ellas. Otros hombres iban arrojando cuerdas hacia los que aguardaban a los costados para asegurar el barco.

El Dragón de Las Islas acabó por detenerse en aguas sorprendentemente calmas.

Henry Sinclair, el conde de Orkney, con su aspecto vikingo y sus treinta y seis años, caminaba hacia ellos sonriente, para darles la bienvenida.

Giff saltó sobre el puente y tendió una mano hacia Sidony. Cuando la muchacha alcanzó el muelle, Giff la soltó y le dio la mano a Henry.

—Todo está bien. Fife nos acecha como un sabueso, como debes saber, y me he casado con la muchacha, allí está el sacerdote, ya te contaremos todos los detalles de inmediato —añadió al notar el desconcierto del príncipe.

Henry dio una calurosa recepción a Sidony y al pobre padre Adam, que estaba agradecido de pisar tierra firme. Siguieron al anfitrión por unas empinadas escaleras, cortadas en la roca que daban a un precipicio.

Jean, la condesa de Orkney, una joven regordeta y saludable, rubia como su esposo, los recibió tan calurosamente como había hecho Henry y se mostró encantada al escuchar que se habían casado.

—Oh, debéis estar exhausta, querida —le dijo a Sidony—. Yo siempre lo estoy después de un viaje en barco. ¡Y habéis llegado tan rápido desde Leith! No debéis de haber pisado tierra desde que salisteis.

Sidony le agradeció su preocupación a la condesa y dejó escapar una risita.

—Aún estoy mareada. Si sir Giffard no me hubiera sostenido, me habría caído al agua, subiendo por estas escaleras. Os aseguro que sentí como si cada peldaño se tambaleara a cada paso.

—Siempre es así. Pero la sensación pronto se desvanece. Acompañadme. Estoy segura de que los hombres querrán hablar a solas mientras cenan. Os mostraré vuestra habitación. Me imagino que estaréis ansiosa por tener una cama cómoda después de haber dormido en ese horrible barco.

Sidony sonrió aliviada.

—Sois muy amable, milady —luego bajó la voz avergonzada—. Quizá podáis prestarme una camisa de dormir..., sólo dispongo de la ropa que llevo puesta.

—¡Querida mío! ¿Pero cómo ocurrió semejante cosa?

Mientras subían hacia el tercer piso de la torre, Sidony le fue explicando lo que había sucedido.

—Os daré todo lo que necesiteis. Seguro que encontrare algo de vuestra talla. ¡Tenéis una cintura de ninfa! Tal vez mis trajes de recién casada sirvan —resolvió la mujer añorando las épocas cuando ella también era una ninfa.

La habitación resultó tan oscura que Sidony no podía decidir si la tormenta ya se había desatado sobre el mar o si las diminutas ventanas no dejaban pasar más que un haz de luz.

—Les diré que os traigan la comida de inmediato, y una tina también —comentó la condesa—. No necesitáis apresuraros, estoy segura de que sir Giffard tardará un tiempo en venir a haceros compañía.

—¿Hacerme compañía? —repitió Sidony, con un chillido en la voz.

Su anfitriona le sonrió pícara.

—No me atrevería a alojarlo en ningún otro lugar, considerando que ésta debe de ser la primera noche que pasaréis juntos con verdadera intimidad —le guiñó un ojo—. Os enviare a mi doncella con algo bonito para poneros después del baño.

La condesa salió y dejó a Sidony observando la enorme cama que dominaba la habitación.

 

 

Henry envió al padre Adam a reunirse con su capellán, prometiéndole que él se ocuparía de organizar su regreso a St. Andrews en uno de los barcos de Girnigoe.

Luego condujo a Giff a la mesa principal.

—Cenaremos solos para hablar tranquilos. Jean se ocupará de tu esposa. Ya le han llevado una tina a su habitación.

El cuerpo de Giff se tensó ante la idea de Sidony en una tina, pero Henry lo distrajo pronto.

—Ahora dime, ¿qué diablos ha sucedido con tus perseguidores? El último reporte que recibí fue que estaban muy cerca de ti.

—¿Cómo de peligroso podría ser que entraran en la bahía? —le preguntó Giff como respuesta.

Henry se encogió de hombros.

—Girnigoe es impredecible, y mis barcos vigilarán a Fife de cerca. Aunque utilice el estandarte real de su padre para entrar, no podrá traer más que seis hombres consigo.

—Tiene más del doble de barcos de los que tú dispones ahí abajo. No podría nombrar ni tres señores de Lothian que le dieran su apoyo, menos aún seis, y no conozco a nadie de la costa este que tenga más de un barco. Sin embargo, trajo dos naves francesas.

—¿Y qué pasa con De Gredin? —le preguntó Henry, frunciendo el ceño—. Estaba en este asunto el año pasado antes de que yo lo trajera hasta aquí. Asegura que tiene relaciones tanto con Francia como con el Papa.

—En efecto, todavía sigue involucrado. Capturó a Sidony y la encerró en el barco de Fife. Luego, yo robé el barco, y así fue que tuvimos que casarnos.

Henry, algo desconcertado pero también divertido, le pidió que le contara toda la historia. Giff le explicó gustoso lo sucedido, pero omitió ciertos detalles privados.

El príncipe disfrutó de la historia riendo en algunas partes y maldiciendo en otras. Ahora que estaba convencido de que Sidony no habla sufrido grandes daños y que la piedra estaba a salvo a bordo del Dragón, comentó:

—Me sorprende que el chevalier y Fife hayan reanudado su relación. ¿De verdad contará con el apoyo de Su Santidad?

—Dudo de que las naves francesas pertenezcan al Papa. Los barcos del Vaticano siempre llevan carga. Los otros podrían ser barcos de guerra. No hemos visto mucho más que las velas.

—¿Pero por qué entonces no te detuvieron en alta mar? Has dicho que se mantuvieron a distancia.

—Fife no puede controlar completamente esos barcos —MacLennan hizo una mueca—. Además, no debe de querer arriesgarse a que De Gredin piense que tenemos la piedra. Es posible que tampoco lo crea él mismo, llegado el caso. Supongo que tiene la esperanza de que el chevalier lo guíe hacia el tesoro completo.

—En cualquier caso, te quedarás aquí hasta que ideemos un plan —resolvió Henry—. Sólo puede accederse al muelle donde has anclado tu barco desde el castillo, y basta con cuatro hombres con picas y lanzas para defenderlo de cualquiera que llegue por mar. Pero no nos atreveremos a mover tu carga hasta que Fife no se haya marchado.

—Me quedaré un día para que mis hombres descansen y para reunir algunas provisiones. Necesitaré uno de tus cuadernos de navegación con detalles sobre la costa norte de Caithness —pidió Giff—. Pero pretendo irme pasado mañana antes del amanecer.

—No seas necio, muchacho. La tormenta convertirá el estuario de Pentland en una caldera hirviendo durante varios días.

Giff sonrió.

—¿Se te ocurre alguna otra forma de detener a Fife?

—Tienes que recorrer ochenta millas desde aquí para llegar al cabo de Wrath —le recordó Henry—. Serás afortunado si logras hacer cinco sin desbarrancarte, y aunque Fife te permita llegar al cabo de Wrath, la tormenta podría seguirte por la costa oeste.

—No me importa. Las tormentas me llenan de energía —insufló su pecho de aire—, además el conde Fife les teme. Por otra parte, es muy difícil que un capitán de Francia o de Roma conozca estas aguas lo bastante como para seguirnos hasta la caldera que acabas de describir.

—Por supuesto, dejarás a tu esposa aquí.

—No lo sé todavía —admitió Giff—. Tengo planeado preguntarle lo que quiere hacer.

—¡No puedes llevarla en un viaje así!

—Ya veremos.

—Tu plan es demasiado temerario. No sólo pondrás en peligro a todos los que lleves a bordo, sino que pareces haber olvidado tu carga.

—No, no la he olvidado. Pero tengo fe en que San Columba nos protegerá en este viaje más que en ningún otro. La carga que llevo es sagrada, después de todo y los augurios han sido buenos. O se cree en ellos y en la propia fortaleza, o uno está perdido.

Henry no quiso seguir discutiendo y cambió de tema. Le preguntó por las novedades de Roslin, pero Giff sabía que el asunto aún no estaba zanjado. Una hora más tarde, cuando uno de los hombres de Henry anunció que cinco de los barcos habían encallado en los grandes bancos de arena de Noss Head, por los que el Dragón había pasado rápidamente media hora antes, Giff tomó las noticias como otro buen augurio del destino.

Le dio las buenas noches a Henry y aceptó una jarra de licor, otra de vino, y dos copas de plata como regalo de bodas. Luego recordó la imagen de Sidony en la tina. Ansioso por saber si la buena fortuna lo acompañaría esa noche, subió de prisa a la habitación que compartiría con ella.

Estaba a medio camino cuando la imagen de su esposa desnuda bajo el agua cambió por la de una doncella desaliñada que lo rechazaba en el barco.

 

 

La joven estaba sentada junto al fuego, sobre unos grandes almohadones, bien rellenos y bordados, recién bañada, bien alimentada, perfumada con un exquisito jabón lavanda de Francia que Jean le había obsequiado. Además, la condesa le había prestado una camisola con lazos y una bata de seda amarilla. Llevaba el cabello suelto, que le caía por la espalda hasta las caderas como una cascada de oro. Escuchó la puerta e inspiró hondo.

Cuando vio que su esposo traía dos copas y dos jarras, decidió que se sentiría menos vulnerable de pie. Así que se incorporó para ir a su encuentro, calzada con las zapatillas de la condesa.

Él se detuvo en el rellano de la puerta contemplándola arrobado. Aquella expresión en el rostro de Giff hizo que Sidony se sonrojara, pronto el calor se propagó por todo su cuerpo.

Giff lanzó un silbido en voz baja.

—Tú, mujercita mía, podrías detener el corazón de cualquier hombre.

Aunque se sintió complacida, Sidony estuvo a punto de remarcarle que no era «su mujercita», antes de recordar que, ante la Iglesia de Dios, sí lo era. De repente, evocó sus votos. Su matrimonio le parecía cada vez menos perturbador y más aceptable que antes.

Giff cerró la puerta con un golpe del codo, y dijo:

—Jean te ha prestado esa bata, ¿no es cierto?

—Sí —dijo ella, alisándola nerviosamente—. Ha sido muy amable, pero me queda un poco holgada.

—Pareces una niña envuelta en la ropa de su madre.

—No soy una niña —objetó, ofendida.

—No, cariño, ya lo veo. ¿El agua de la tina aún está caliente?

—No lo sé. Ha estado ahí un buen rato, pero seguramente encontrarás a alguien que te traiga un poco más de agua caliente.

—Prefiero no esperar —dijo él, con una expresión de ansiedad en el rostro.

Sidony sintió que los nervios la invadían. Pero mantuvo la cordura al menos para decirle con gravedad:

—Si deseas bañarte, sir, te dejaré sólo.

—No, muchacha, tú me ayudarás. Es la obligación de una esposa, y tú has jurado que...

—Conozco mis votos, ¡la Biblia no dice nada acerca de baños!

—Pero había algo acerca de la obediencia. Pareces bastante reticente, seguramente necesitarás un poco de práctica —la observó decepcionado y te tendió las copas—. Sostenlas.

Sidony le obedeció. MacLennan sirvió. Ella olió con desconfianza. No era vino.

—¿Es licor?

—¿Nunca lo has probado?

Ella sacudió la cabeza.

—Bien, voy a tomar un baño. Tú puedes sentarte, beber tu licor y mirarme. Hasta te contaré un cuento de trovadores para pasar el tiempo, si quieres.

—Muy bien —aceptó, considerando que no tenía nada que perder.

Giffard colocó las jarras en la silla baja junto al fuego, donde ella había apoyado la otra copa de licor, y la vio sentarse en los almohadones como una gatita, con su copa en la mano. Satisfecho, probó la temperatura del agua. Estaba tibia y olía maravillosamente por el jabón que ella había usado.

La marca del golpe había desaparecido del rostro de la joven, ahora tenía las mejillas rosadas por el calor del baño.

Giff ardía en deseos de tocar su piel desnuda, pero cuando se quitó la ropa prefirió darse vuelta para no asustarla. Luego se introdujo en la tina, tomó el cubo que había a un costado, se echó agua encima y se enjabonó por completo. Empapado de agua y jabón, le sonrió.

—¿Nunca has ayudado a un hombre a bañarse, cariño?

Sidony sacudió la cabeza, con frenesí.

—Mi padre dice que no es una tarea recomendable para una doncella.

—Pero una doncella puede bañar a su esposo. Podrías ayudarme, si quisieras.

Sidony se revolvió nerviosa en sus cojines.

—Dijiste que me contarías una historia.

—Podemos hacer las dos cosas —hundió el cubo para llenarlo de nuevo.

—Yo preferiría escuchar la historia —bebió un sorbito de su licor—. Esto es muy fuerte —comentó entonces, haciendo una mueca.

—Uno se acostumbra. Es el brogac, el licor de las Islas, pero si crees que no podrás tolerarlo...

Hizo una pausa, la vio beber otro sorbito. Las cosas marchaban bien.

—Conozco muchas historias de las Tierras Altas. ¿Hay alguna que prefieras?

—Oh, sí —exclamó, tomando otro sorbo.

—¿Cuál? —le preguntó él. Se echó hacia adelante para volcarse el cubo de agua sobre la cabeza y quitarse el jabón.

—Quiero que me cuentes por qué una persona puede creer que si pierde una oportunidad de hacer algo, nunca más la tendrá.

Giff, que estaba frotándose la cabeza con una mano, se detuvo en seco.

—Es sólo un proverbio francés que escuché una vez. «Ningún tesoro en el mundo puede recuperar el momento perdido». Lo decía mi padre, y se me marcó a fuego en el corazón.

—¿Y qué momento habías perdido tú para que te lo dijera?

El recuerdo volvió a colársele en la mente, más fuerte que nunca.

Puso el cubo a un costado, inspiró hondo y luego dejó salir el aire. Habló midiendo sus palabras.

—No quisiera hablar de eso esta noche, querida. No es importante.

Sidony se inclinó hacia adelante, tomando la copa con las dos manos, sin advertir que se le había abierto la bata lo suficiente para que se divisara el nacimiento de sus senos y el profundo escote de la camisola. El cabello también le caía hacia adelante y brillaba a la luz del fuego.

—Pues debe de serlo —objetó ella con suavidad—. He visto más de una vez cómo de pronto parecías estar triste, sin motivo aparente, y hablas demasiado a menudo de oportunidades perdidas como para que no sea importante. Lo que haya sucedido debe de haber sido horrible.

Giff nunca se había sentido tan vulnerable ni tan desarmado en su vida. Pero cuando descubrió esa expresión de intensa amabilidad en sus ojos, quiso explicarle todo. La idea de que realmente podía contárselo le parecía extraña. Temía que esa expresión amable y comprensiva pudiera transformarse demasiado pronto en pura repugnancia.

Ella aguardaba serena, infundiéndole confianza.

Sin embargo, Giff vaciló, arriesgaba muchas cosas, y también sabía que había una sola forma de decirlo. Tomó aire y asestó con resolución:

—Maté a mi hermano —confesó, y para su conmoción, sintió lágrimas en los ojos.

Se las enjugó. Estaba sentado en la bañera, con el agua que se enfriaba rápidamente y los mechones adheridos al rostro. Estiró la mano en busca de su copa, con la intención de acabarla de un golpe, pero ella llegó antes que él y no se lo permitió.

—Espera —lo detuvo—. Primero quisiera oír el resto. ¿Cuántos años tenías?

—Once —respondió él, despacio—. Mujer, no puedo estar sentado aquí y hablar de estas cosas.

Ignorándolo, le preguntó:

—¿Y cuántos años tenía tu hermano?

—Trece —comprendió que ya no podía evadir la situación y acabó por confesarlo todo—. Él me provocó. No sé lo que me dijo, pero me enfadó, y luego salió corriendo y yo no podía alcanzarlo. Duncraig está ubicado sobre acantilados. Yo había estado jugando allí el día anterior y había caído en una grieta, una pequeña, pero suficiente para hacer tropezar a un niño y hacer que se sintiera un tonto. Sabía que él se dirigía hacia allí pero no lo cerca que estaba del acantilado. Tuve la oportunidad de detenerlo, pero dudé. Así fue que la oportunidad se perdió.

—¿Cayó?

—Trató de saltar, dio un traspié, y cayó a las rocas de abajo.

Una lágrima se deslizó por el rostro de Giff. De nuevo tenía once años y veía una vez más al niño que nunca había pasado de los trece, desapareciendo ante sus ojos aquel terrible día.