Capítulo 18
Sidony contuvo el llanto, quiso abrazar a Giff que temblaba como un niño, pero en lugar de eso, le tendió su copa:
—Bebe esto. Te sentirás mejor.
Quería reconfortar a su esposo, pero algo en su interior le decía que debía escuchar el resto de la historia.
Era un milagro que, con la prisa, no hubiese tropezado con la bata de la condesa y caído de cabeza junto a él. La imagen casi logró dibujarle una sonrisa en la cara.
—¿Estás tratando de no reírte de mí, cariño?
—Estaba pensando que he estado a punto de tropezarme con esta bata y acabar de cabeza en esa tina contigo —se dio vuelta hacia la cama—. La condesa también envió una bala de Henry para ti.
Escuchó un chapoteo. Giff se dirigió hacia el fuego, chorreando, y se secó la cabeza con una toalla, frotándose con energía. Su cuerpo de bronce brillaba a la luz de la chimenea y de los candelabros.
Sidony se acercó desde atrás, haciendo todo el esfuerzo posible por no quedarse mirando ese cuerpo desnudo tan bien torneado:
—Te ayudaré. Mete los brazos en las mangas.
Giff le obedeció y se dio vuelta hacia ella, con la bata abierta por delante, pero cuando la joven quiso retroceder, él dejó caer la toalla, la tomó por los hombros y de un tirón la acercó. Sus labios quedaron apenas a centímetros de distancia.
La joven lo abrazó para infundirle calor.
—Te morirás de frío sí... —le murmuró.
—Nunca se lo había dicho a nadie.
—¿Es por eso que has estado fuera de Duncraig por tanto tiempo?
—Poco tiempo después, mi padre me envió con mi tío a Loch Hourn.
—¿Por el accidente?
—Estoy seguro de que él no lo considera un accidente. Yo mismo me creía culpable. Si le hubiera gritado...
—¿Y por qué no lo hiciste? —le preguntó con cautela, cuando vio que él permanecía en silencio.
—Todo ocurrió tan rápido —sacudía la cabeza, tratando de liberarse de aquellas imágenes tortuosas que lo acosaban—, pero pude haberlo ayudado, porque recuerdo haber pensado que parecía un tonto por haber caído en esa grieta.
—¿Y es por eso que tu padre te culpó?
—Nunca le conté esa parte —confesó él—. Le dije que Bryan estaba corriendo y que se había tropezado, que todo había sucedido en un instante, y fue entonces que me dijo que ningún tesoro puede recuperar el momento perdido. Así fue como lo supe.
—Pero debes haber regresado alguna vez a casa mientras te alojabas con tu tío.
—Desde luego, pero mi padre se mostraba rudo y distante conmigo, de modo que dejé de hacerlo. Mi tío me enseñó todo acerca de los barcos y más tarde me regaló uno. Luego fui a parar a Dunclathy.
Hubiera querido preguntarle más cosas, pero él se desperezó bostezando:
—Ya hemos hablado lo suficiente sobre el pasado, muchacha. Quiero meterme en la cama y abrazarte. ¿Me dejarás que lo haga?
Sidony lo miró asustada.
—Si tú quieres..., pero antes deseabas seducirme. Por eso me diste el licor.
Giff sonrió compungido.
—Es cierto. Pero tengo que decir algo en mi favor. Y es que le he dicho a Henry que te permitiré elegir si quieres venir conmigo o quedarte aquí.
—¡Claro que iré contigo! —exclamó—. Soy tu esposa. Y aunque no lo fuera —añadió—, me prometiste que me llevarías hasta Glenelg.
Por el modo en que él la miraba, no importaba lo que le hubiera dicho a Henry, ahora pretendería convencerla de que se quedara, así que Sidony añadió de inmediato:
—Podremos hablar de eso más tarde. Vayamos a la cama.
A pesar de la voluminosa bata, se movía con una gracia fascinante, podría haberla observado caminar durante toda la vida, pensó Giff. ¿Por qué le había resultado tan fácil hablarle acerca de la muerte de Bryan? Aunque su confesión la había entristecido, no la había impresionado ni le había causado repulsión.
Apagó las velas, recogió la copa y luego siguió a su esposa hacia la gran cama de dosel, tomó la bata cuando ella se la quitó y la colocó a los pies de la cama. La camisola también le quedaba demasiado grande. No pareció advertir que revelaba todos sus encantos mientras se subía a la cama y se movía hacia el otro lado.
Él se quitó la bata de Henry y la puso encima de la de ella, luego se deslizó adentro y quedó de espaldas al lado de Sidony. Entonces colocó su brazo sobre la almohada vecina.
—Ven aquí y deja que te abrace.
Sin protestar, Sidony se acurrucó contra el cuerpo de él, con la cabeza a la altura del hombro. Su cuerpo era más cálido de lo que él había imaginado.
Quedaron un rato en silencio hasta que la urgencia de su deseo se volvió intolerable.
Sidony se acercó lo bastante para que el pudiera sentir la curva suave de su seno contra su propia espalda desnuda.
—Todavía estás frío —murmuró ella.
—No, no lo estoy —murmuró él con voz ronca—. Eres tan ardiente que cualquier hombre se derretiría por saborear tus encantos.
Sidony rió, tímida.
—Creí que me despreciarías —añadió luego, sombrío.
—¿Por qué? Eras sólo un niño y no tenías ninguna capacidad para convencer a otro, dos años mayor que tú. Lo mismo me pasaba a mí con mis hermanas. Hay muchas cosas que no conozco, pero entiendo a los niños —declaró con firmeza—. ¿Cómo hubieras podido saber que saltaría sobre el acantilado? Tú mismo no lo habías hecho.
—Pero yo no estaba corriendo. Nunca había estado tan...
—¿Tan excitado? —le sugirió ella—. ¿Tu padre también es un caballero templario escocés?
—Sí, claro —balbuceó desconcertado por la pregunta—, por eso me envió a Dunclathy. La mayoría de nosotros fuimos entrenados allí.
—La mayor parte de los que conozco parecen ser templarios y todos están relacionados de alguna manera con sir Hugo y con su padre. Supongo que todos serán hombres bien.
—¡Claro que lo son! Pero si pretendes decir que nunca son imprudentes como yo...
—No he dicho eso —se apresuró a defenderse. Posó una mano en el pecho y jugueteó con los vellos.
—Cariño, si sigues haciendo eso, no podré responder por mis acciones.
—¿Por qué?
—¿Puedo mostrarte por qué?
El pulso de Sidony comenzó a acelerarse. La voz de Giff había sonado más grave. Las vibraciones de aquel tono le habían recorrido todo el cuerpo, encendiendo su deseo y haciéndola sentir un calor incontrolable.
Se le ocurrió que podría estar perdiendo uno de esos momentos únicos de los que él le hablaba tan a menudo. Y, sin embargo, no podía decidirse. Pero su mano parecía haberlo hecho por ella, porque seguía acariciándolo, moviéndose cada vez con mayor facilidad sobre su pecho.
Giff la tomó de la muñeca y se dio vuelta hacia ella.
—Si me estás poniendo a prueba, cariño —le advirtió, aproximándose más—, pronto sabrás lo peligroso que puedo ser —sonó casi como un gruñido—. Quiero poseerte como esposa, pero no a la fuerza. Si continúas haciendo eso, interpretaré que sí estás dispuesta, pero preferiría que me lo dijeras.
Los dedos de Sidony se movieron nerviosamente.
—¿Y bien? —insistió él, impaciente.
—D-de acuerdo —titubeó—. Si tú quieres, yo... estoy dispuesta.
Las palabras apenas acabaron de salir de la boca de Sidony cuando Giff fue a su encuentro.
Todavía la sostenía por la muñeca y la apretaba con su cuerpo hacia abajo, contra el colchón.
Para sorpresa de ella, el suyo respondió haciendo presión también.
Los labios de él exploraron su boca, demandantes, y cuando le soltó la muñeca y colocó la mano sobre sus senos, acariciándola como ella había hecho antes con él, fue encendiendo cada rincón de su cuerpo, aun a través de la camisola de lino fino. Y cuando rozó sus pezones con el pulgar, ella se escuchó responder a la caricia con un gemido.
—Quítate esa camisola, cariño —fue un anuncio más que una orden, pues Giffard la desnudó con un hábil movimiento, y la camisola se esfumó en un instante. La joven no protestó, se quedó petrificada mientras su esposo actuaba. Giff bajó la vista y la estudió.
El brillo tenue de la chimenea alumbraba su rostro transformado por el deseo.
Cuando posó sus ojos en los senos y luego en la unión de sus piernas, Sidony comentó en un tono serio que también era nuevo para ella:
—¿Sigues deseando no haberte casado, sir?
Giff sacudió la cabeza, sonriendo.
—Pero seguiré siendo un esposo terrible, madame.
—Eres el primero que me llama así, «madame»—señaló, y luego suspiró, porque él había empezado a jugar de nuevo con sus senos.
Giff le frotó un pezón, después lo tomó con delicadeza entre los labios y lo lamió con la lengua de una forma exquisita, inspirando oleadas de fuego en Sidony, cada vez que lo lamía. Con la otra mano le fue acariciando el vientre, descendiendo y descendiendo, hasta la entrepierna, para luego volver a besarla en los labios, esta vez penetrándola con su lengua.
Siddie recibió gustosa el beso. «¡Dios mío! —pensó Giff,— tiene la lengua de terciopelo». Quiso explorar cada centímetro de esa boca, cada centímetro de su voluptuosa silueta. Aquellas manos delicadas le recorrían el cuerpo, lo tocaban apenas, explorando la textura de su piel, enredándose con el vello de su pecho y de su abdomen.
Sentía su miembro palpitar, pero si quería demostrarle que no siempre actuaba tan impetuosamente, no podía permitirle a Sidony que lo obligara a llegar al desenlace tan rápido.
Le atrapó la mano con que ella le acariciaba las tetillas, le besó las yemas de los dedos. Luego se puso sobre su cuerpo, y sosteniéndole la mano contra la almohada, bajó la cabeza y le lamió los senos con suavidad. Luego le soltó la mano y le acarició el brazo hacia abajo, hasta el hombro. Siguió por el costado y llegó hasta la cintura, y luego se asentó entre los muslos. Finalmente, deslizó un dedo en su nido.
Al sentir que se tensaba, Giff le soltó el pezón que había estado acariciando con la lengua.
—Relájate, querida, sólo quiero preparar el camino. ¿Sabes cómo se unen un hombre y una mujer?
—Sí —murmuró ella—. He escuchado hablar a mis hermanas.
—Si te sientes incómoda, sólo tienes que decírmelo. Esto debe ser algo placentero. Pero la primera vez no siempre lo es. Eso también deberías saberlo.
Mientras hablaba, masajeaba su femineidad acrecentando el ritmo. Cuando Sidony abrió las piernas gimiendo, Giff buscó la boca con su lengua. Con cada beso y cada caricia el deseo se iba incrementando. La joven jadeaba y arqueaba su espalda contra él, ansiando más, hasta que no pudo aguantar otro segundo y Giff se introdujo dentro de ella. La escuchó gritar y trató de darle tiempo para ajustarse, pero la urgencia era demasiado intensa y tuvo que seguir adelante.
Al principio se movió despacio, tratando de mantenerse algo distante, pero luego el deseo se volvió tan incontrolable que aceleró el ritmo de las embestidas.
Sidony gimió cuando él comenzó a moverse más rápido. Su lengua todavía le llenaba la boca. Luego, Giff levantó la cabeza y la penetró más profundamente. Un estallido de nuevas sensaciones sacudió su cuerpo entero, placer, dolor, calor, su esposo dentro de ella.
En la penumbra, el rostro de Giff se había desfigurado como si él también sintiera dolor; sin embargo la pasión parecía demasiado intensa como para advertirlo. Se movía más rápido, más fuerte y más profundo, hasta que Sidony temió que aquella fuerza fuera a partirla en dos.
Giff respiraba con dificultad, entrando y saliendo con frenesí con embestidas cada vez más cortas y rápidas, hasta enloquecer de placer. Siddie apretaba con fuerza la almohada para resistir.
Lo sintió estallar dentro de ella, palpitante, exhausto.
Aún estaba encima de la joven, respirando con dificultad. No había salido de ella, pero ya no se movía ni le hacía daño.
—¿Puedes respirar? —le murmuró él en la oreja izquierda.
—No muy bien.
Con un esfuerzo evidente, se echó hacia un lado de la cama pero dejó un brazo sobre el cuerpo de ella, justo debajo de sus senos.
—¿Mejor así? —le preguntó.
Sidony asintió con la cabeza.
—¿Te he hecho mucho daño?
—Algo, pero nunca había imaginado que uno podía sentir esas cosas.
—Dijiste que habías escuchado hablar a tus hermanas.
—Supongo que hay que sentirlo para entenderlo.
—Me caigo de sueño, cariño —murmuró él—. Te ayudaré.
Siddie siguió la vista de su esposo hasta sus muslos. Con dulzura, Giff la ayudó a limpiarse la sangre, apenas una o dos manchas pequeñas en la sábana de la condesa, observó aliviada. Cuando dispusieron todo para dormir, Giff le dio un rápido beso en los labios.
Segundos más tarde, comprobó molesta que su esposo roncaba.
Sidony se quedó despierta a su lado, preguntándose si un hombre podía darle a su esposa un niño la primera vez que estaban juntos o si se necesitaba repetir el intento para lograrlo.
Sidony bostezó contrariada. Se sentó en la cama y se subió la colcha para taparse los senos. Él se preguntó si ella se arrepentía de haberse entregado a él la noche pasada.
Afuera, el viento se había incrementado. Las ráfagas rugían contra las ventanas.
Sidony lucía espléndida. Había dormido desnuda junto a él. Y ahora, su bonito cabello le caía sobre los hombros desnudos y la espalda. La noche anterior no había tenido tiempo para recogerlo en una redecilla.
—Buenos días —volvió a bostezar.
Él le respondió con una sonrisa. Adoraba escuchar su voz melodiosa.
—Te has despertado temprano, milord.
—Debía averiguar el curso de Fife. Henry dice que han perdido varios de sus barcos.
—¿No se habrán ahogado?
—No sabemos cuánto daño han sufrido los barcos todavía. Justo después de Noss Head hay una amplia extensión de bancos de rocas que aparecen rápidamente cuando la marea empieza a bajar. Los barcos de Fife venían lo bastante rápido como para chocar contra ellos antes de verlos. Hay también un gran banco de arena, y si sólo se golpearon contra él, a estas alturas ya deben de haber entrado en la bahía.
—¡No pretenderán atacar el castillo!
—No les conviene —señaló Giff—. Esta fortaleza es una trampa mortal para cualquier invasor.
—¿Y qué es lo que vamos a hacer entonces?
Un pequeño golpe en la puerta anunció a una criada que venía con el desayuno.
—Gracias, puede retirarse —ordenó Giff—. Con respecto a Fife, Henry comentó que De Gredin debe de haber explorado bastante bien los alrededores el año pasado y no encontró ningún tesoro, así que es probable que crean que iremos a Orkney.
—¿Acaso el tesoro se encuentra en Orkney?
—Pues no lo sé, pero ahora tengo que irme —tomó dos bocados, le dio un beso rápido, y al instante ya se había ido.
¿Cómo era posible que no supiera dónde estaba escondido el tesoro si llevaba una parte de él en el barco? ¿Acaso planeaba dejarle su carga a Henry? Un sinfín de preguntas acosaron a Siddie. Quería confiar en su marido, pero algo en su interior le hacía sospechar.
No mucho después llegó a la habitación Morag, la doncella personal de Jean. Tan regordeta como su ama, traía en sus brazos una pila de vestidos, para que Sidony escogiera.
—Éstas son las prendas que la condesa usaba de recién casada, milady —comentó estudiando a la joven con ojo experto—. Puedo hacer los arreglos que vos necesitéis, tal vez ajustarlos un poco más... —la evaluó midiéndole el talle—, pareceréis una princesa. Ah, ¡casi lo olvidaba! La condesa desea que vos paséis aquí algunas semanas.
—Exprésale mi agradecimiento por su amable invitación —respondió Sidony, sospechando que Giff o Henry le habían sugerido a Jean esa idea para mantenerla en Girnigoe.
Aceptó la ayuda de Morag mientras se probaba los atuendos. Pasó la siguiente hora probándose y seleccionando su guardarropa. Cuando Giff regresó, Sidony estaba de pie sobre una silla, con un abrigo corto de camelina rosa sobre un vestido verde pálido y gris de seda.
Morag estaba colocando alfileres en el dobladillo del abrigo para que dejase ver el ruedo del vestido.
Giff se detuvo en el umbral con la misma expresión en el rostro que la noche anterior, cuando la había descubierto vestida con la bata y la camisola debajo.
—Gracias, Morag —dijo ella, escudriñando a su esposo—. Te llamaré más tarde.
—Como gustéis, milady, haré el dobladillo del abrigo. ¿Hay algo más que queráis elegir?
—No, ya tengo demasiada ropa. La condesa ha sido muy generosa —respondió Sidony.
Se bajó de la silla y le entregó el abrigo a Morag. Pero seguía prestando atención a Giff, y trataba de buscar una explicación a la expresión de su rostro.
Giffard acarició el abrigo de camelina rosa cuando Morag pasó junto a él. Ninguno de los dos dijo nada hasta que la doncella cerró la puerta.
—Espero que no pienses que este vestido me hace parecer una niña —comentó ella.
Desde el borde del escote hasta las caderas, el vestido de seda verde y gris se adhería a su figura, delineando sus senos redondeados y la curva de su espalda. Una faja de cuatro cadenas de plata entrelazadas pendía en la parte más ancha de sus caderas, sujetada por un broche con monedas de plata que colgaba, tentador, sobre la línea de unión de sus muslos y que tintineaban cuando Sidony se movía.
—¿Y bien?
—Estás bellísima —aprobó él—. Me gusta además ese abrigo rosa que tenías puesto. Era tan suave como la piel de un gatito. Sentiré deseos de acariciarlo todo el tiempo.
—A mí me gusta porque es cálido y porque no pertenece a Fife.
Giffard rió.
—¿Y ése cómo es que te queda tan bien? —le preguntó él, indicando el vestido.
—Gracias a casi una centena de ganchitos ceñidos por la espalda, pero no creas que me los vas a quitar ahora —le advirtió, dando un paso atrás con las manos en alto—. Me he estado vistiendo y desvistiendo desde que te fuiste, y estoy muerta de hambre.
—¿Todavía no has almorzado?
—No, ni siquiera había pensado en eso cuando llegó Morag.
—Entonces iré a buscarte algo. Las escaleras están heladas, necesitarás un chal o algo hasta que lleguemos al salón.
Sidony echó mano de un chal de lana amarilla y se envolvió los hombros con él.
—¿Ya sabes lo que ocurrió con los barcos de Fife?
—Tres de los que encallaron se hundieron. Otro sufrió daños serios. Los barcos largos, que son más fáciles de maniobrar, chocaron sólo contra la arena y no sufrieron daños, y los dos que venían más atrás pudieron esquivar los bancos por completo. Así que todavía hay cuatro, y un quinto que puede unírseles. Dudamos que intenten atacarnos con los barcos de Henry tan cerca, pero es posible que Fife se lance al agua en un bote y exija entrar, amparado por el derecho del estandarte real.
—¿Y Henry lo dejará subir?
—Permitirá entrar a Fife y a otros seis hombres, y ninguno más. Pero hasta ahora nadie se lo ha pedido.
Giff se sentía como un gato enjaulado. Fue hasta la ventana y la abrió apenas para respirar el aire de afuera.
—Tengo algo más que decirte —carraspeó—. He cambiado de opinión.
Y aunque hubiera querido no enfrentarse a ella, se dio vuelta y miró a Sidony a los ojos.
—Es demasiado arriesgado, cariño. Sería un irresponsable si te llevara conmigo.
—Así que le mentiste al príncipe —le acusó ella decepcionada.
—¿Y quién crees que dijo que era una idea imprudente e irresponsable? Henry no quiere que vengas. Se alegrará de que yo haya atendido a razones.
—Entonces, tu palabra no vale nada.
—¡Ya basta! —le espetó él—. Cállate o...
—¿O qué? —lo desafió—. ¿Me golpearás? Hugo siempre amenaza a Sorcha cuando ella desafía su naturaleza autoritaria. Pero creo que nunca lo ha hecho de verdad.
—Escúchame bien, milady, porque yo no hago advertencias en vano —siseó Giff, ahora enfadado—. No me provoques.
Sidony alzó el mentón.
—Te recuerdo, sir, que soy tu esposa, y según tengo entendido, en el próximo viaje no hay peligros muy distintos de la os que ya nos hemos enfrentado en nuestro camino de Lestalric hasta Girnigoe.
—¿Y qué me dices de la tormenta de ahí afuera, sabelotodo? ¡Mírala! —gritó.
Giff abrió la ventana para que la tempestad descargara toda su furia en el rostro de la muchacha. Sin embargo, el efecto no fue el buscado, pues había olvidado que desde hacía una hora las ráfagas más fuertes provenían del noroeste, y su enorme fuerza golpeaba sobre el otro lado del castillo. Claro que afuera el mar se levantaba imponente, pero desde el tercer piso de una fortaleza erigida a treinta metros sobre la costa, el impacto no era muy grande.
—No temo ninguna inclemencia del tiempo o del destino si tú mandas el barco —declaró, solemne—. Además..., ni siquiera está lloviendo ahora.
—Volverá a llover en cualquier momento. Además... —imitó el tono de voz de su esposa—. Sea como fuere, la violencia de la tormenta es lo de menos. Soy tu esposo, y harás lo que yo diga.
—Muy bien, pero cuando vengas a buscarme, si es que lo haces, me llevarás al castillo de mi padre. No me quedaré con un hombre que no me quiere a su lado.
Giff apretó los puños y dijo entre dientes:
—Claro que te quiero conmigo. ¿No lo ves? Podrías morir si los hombres de Fife nos atrapan.
—Entonces no dejes que nos atrapen —le respondió ella—. No cambiaré de opinión. No quiero quedarme aquí a salvo, pensando que una tormenta o los hombres de Fife pueden despedazarte, sin mencionar todo lo que tendré que esperar para escuchar alguna noticia sobre ti, de alguna manera...
—¡Ya basta, Sidony!
—No, ahora soy tu esposa en todos los sentidos. Si no tengo el derecho a estar contigo hasta que tengamos una casa propia, entonces no quiero estar contigo nunca más.
Con las manos en las caderas y el mentón todavía alto, parecía tan dispuesta a enfadarlo como un niño que merecería una tunda. Pero lo que más deseaba Giff era arrancarle ese vestido de seda y llevarla de vuelta a la cama.
Sidony reconoció la lujuria en sus ojos, y cuando él se acercó hacia ella, no pudo más que retroceder y cubrirse los senos con ambas manos.
Él se detuvo, lanzó un gruñido profundo, giró y salió dando un portazo.
Sidony inspiró hondo para relajarse. Luego, recogió el chal, que en la discusión se le había caído al suelo, se lo colocó y esperó sólo un par de minutos para que él se adelantara. Luego lo siguió escaleras abajo hacia el salón.
Fife se despertó sobre una cama de guijarros húmedos, en la bahía en forma de cuña donde habían encallado los barcos. Todavía llovía, tenía el cuerpo entumecido, pero se sentía agradecido de estar vivo. Como si las largas extensiones sin costa del estuario de Moray no hubieran sido suficientes, ver el daño que les causaba chocar contra los bancos de Noss Head lo había mareado hasta casi no poder mantenerse en pie.
El primer barco sólo había golpeado contra el banco de arena, pero el segundo, apenas a unos minutos de distancia, había encallado rápidamente. Luego escucharon los horribles gritos de los barcos que golpeaban contra las rocas que ellos habían esquivado.
Varios hombres se habían ahogado, pidiendo auxilio a gritos. Por fortuna, habían rescatado a algunos, pero los tres barcos que habían chocado directamente contra las rocas se habían hundido tan rápido que la tripulación había quedado atrapada. Luego, habían girado hacia el sur, siguiendo el camino de las embarcaciones que habían podido esquivar los escollos, y que quizá se habían refugiado en la bahía.
Fife aprovechó la primera oportunidad para procurarse una tienda, y cuando De Gredin le trajo algo de vino, bebió agradecido y, milagrosamente, se durmió al instante. Ahora le dolía la cabeza y sentía una sed apabullante.
Llamó al hombre que había dormido fuera de su tienda, de guardia, pero no consiguió nada. Se levantó entonces para despertarlo. No había nadie allí. De hecho, no veía a ninguno de sus hombres.
De Gredin se los había llevado para darles algunas órdenes «ese maldito se está extralimitando», pensó Fife. Vio entonces que el chevalier estaba de pie junto a una fogata, que había logrado prender con las velas auxiliares de los barcos bajo un refugio improvisado.
De Gredin se le adelantó:
—Os alegrará saber, milord, que el barco anclado en Girnigoe es efectivamente el Reina Serpiente. Mis hombres me han informado de que ha echado amarras en una ensenada, rodeado de filosos acantilados. Mis muchachos podrán ver con facilidad, desde la punta de la bahía, si MacLennan trata de desembarcar su carga, pero aparentemente la única forma de acceder al castillo es a través de una escalera muy empinada, así que dudo que lo descargue aquí.
—Me alegra escuchar esas noticias —dijo Fife con frialdad—. Pero me gustaría saber qué habéis hecho con mis hombres. Parece que los consideráis propios a la hora de dar las órdenes, pero...
—Me temo que no hay nadie a quien mandar, milord —lo interrumpió de Gredin—. Por desgracia, todos vuestros hombres se ahogaron ayer.
—Eso es imposible —bramó Fife—. Sé que algunos estaban en el otro barco francés, y muchos venían conmigo. Uno estaba durmiendo justo al lado de mi tienda.
—Sí, fue muy triste haberlos perdido a todos de esa forma —murmuró De Gredin.
Un escalofrío recorrió la columna del conde y no por el viento fresco de la mañana.