Capítulo 6
Parecía irreal que Giff estuviese contemplando la verdadera piedra de coronación de Escocia.
A primera vista, se imponía por su majestuosidad. De un mármol o basalto pulido, de unos cincuenta centímetros de largo, y casi un metro de ancho, bien tallada, con dibujos que danzaban bajo la luz de la antorcha, el bloque principal estaba apoyado sobre unos pies que parecían de águila, pero las esquinas delanteras resultaban más bien como piernas de un reptil, quizá como de lagartija.
—Parece endemoniadamente pesada —masculló, inclinándose para tocarla.
Por un segundo dudó, pero como ni Hugo ni Rob hicieron nada para impedírselo, la cogió de un extremo con ambas manos y trató de moverla.
—Pesa como una tonelada.
—Menos de un cuarto de tonelada, me parece —puntualizó Rob—. Creo que seis hombres podrían sacarla de aquí. Si ese par de garras a cada lado son tan fuertes como parece, será fácil atarles dos palos para el transporte.
—Hemos mandado cortar algunos para ese propósito —comentó Hugo.
—Así que estáis seguros de que ésta es la verdadera Piedra del Destino —dijo Giff, acuclillándose para observarla mejor.
Ahora ya casi no tenía dudas de su autenticidad. Pasó una mano por la suave superficie y detuvo los dedos en lo que parecía la marca de un pie, e imaginó a reyes antiguos a punto de ser coronados, admirando aquella pieza única tal como él hacía ahora.
—Henry ha dicho que se asemeja a la piedra tallada en los tiempos antiguos —comentó Hugo—. Los más modernos muestran un trono más alto, con el pie del rey sobre una silla. El príncipe cree que Eduardo se llevó la equivocada sólo porque la gente no había visto la verdadera durante muchos años.
—¿Estás de acuerdo con hacer el trabajo? —agregó Rob.
—Lo haré —declaró Giff. Estaba dispuesto a luchar contra cualquiera que tratase de impedirlo—. Puedo hacerlo. Y no conozco a nadie en quien pudiera confiar más para protegerla.
—Entonces creo que debería saber tanto del asunto como podamos decirle —dijo Rob a Hugo—. Después de todo, estará arriesgando su vida, tanto como la piedra.
—Tienes el derecho a elegir cuánto quieres contarle —respondió Hugo—. Tú eres el que ama los secretos y el que menos interés tiene en revelarlos.
Rob se volvió hacia donde estaba Giff.
—El abad de Holyrood me dijo que cuando llegaron noticias a la abadía de Scone, en 1296, de que Eduardo de Inglaterra pretendía llevarse la piedra hacia su país, el abad de Scone recurrió al abad de Holyrood, quien por ese entonces era sacerdote de Lestalric. Estuvo de acuerdo en ocultar la piedra si lograban transportarla antes de que Eduardo llegara hasta Lothian. El abad que hoy está en Holyrood servía a nuestro hombre cuando Eduardo III de Inglaterra marchó sobre Escocia en 1329. Los dos sacerdotes acudieron a Bruce, pues los ingleses ya habían saqueado la abadía de Melrose, y todo el mundo creía que estaban camino de Holyrood. Así que Bruce les recomendó que confiaran su problema a dos de sus camaradas más leales.
—Si Lestalric contribuyó con el abad, entonces...
Rob completó la frase con evidente resistencia.
—En efecto, fue mi bisabuelo, sir Robert Logan. El mismo que intentó llevar el corazón de Bruce a Tierra Santa después de que hubiera muerto, y que murió en el camino sin lograrlo. Sin embargo, le reveló el secreto a su hijo, mi abuelo, antes de partir, y mi abuelo me lo reveló a mí.
Giff frunció el ceño.
—Hay otros dos grandes nombres asociados a esa misma misión, y ambos murieron también en España.
—El bueno de sir James Douglas y sir William Sinclair.
—No voy a preguntarte quién fue el otro confidente, porque sospecho que no puedes revelarlo, pero confío en que me disculparás si trato de adivinarlo —dijo Giff.
—Lo importante ahora es alejar la piedra de las garras de Fife.
—Dado que sospecha de los Sinclair y está intrigando en contra de Henry, supongo que no querrás que la lleve hacia Girnigoe o hacia Orkney. ¿Dónde podría estar segura? El único hombre lo bastante poderoso para mantenerla alejada de Fife es el señor de las Islas.
—No, no debe ir a parar a manos de Donald —objetó Hugo.
—¿Adónde entonces?
—A un hombre conocido por su lealtad, que también es miembro de la Orden —respondió Hugo—. Llevarás la piedra a Ranald de las Islas.
Giff volvió a fruncir el ceño.
—Sé muy bien que Ranald es leal. Pero también debe fidelidad a su medio hermano menor. Apoyó las reclamaciones de Donald mientras luchaba por convertirse en el segundo señor de las Islas, a pesar de que casi todos los nobles insistían en que el mismo Ranald fuera coronado.
—Apoyó a Donald porque así lo quería su padre —aclaró Hugo—. Pero Donald no es miembro de nuestra Orden. Además, es nieto del rey de los escoceses y sobrino de Fife. Pero como la madre de Ranald es una Macruari y no una Estuardo, él no comparte ese vínculo con el rey ni con Fife.
—Podremos discutir más sobre el tema cuando regrese Michael —se impacientó Rob—. Partió a Eigg hace dos semanas para hablar con Ranald. Pero ahora creo que deberíamos irnos de aquí. Alguien podría ver a nuestros hombres a la entrada del bosque y preguntarse si realmente sólo están pescando.
—¿Has visto lo suficiente, Giff? —le preguntó Hugo.
—Sí —respondió Giff, satisfecho—. ¿Tenéis algún plan de cómo sacarla de la cañada?
—Hemos hecho muchos planes, que dependen de cuándo puedas zarpar. Lo que necesitamos saber es si puedes cargarla en una embarcación.
—Si logras trasladarla hasta el barco sin una horda de hombres de Fife pisándote los talones, yo podré cargarla sin problemas —respondió Giff—. Estoy pensando que sería preferible otro embarcadero distinto del de Leith, especialmente si el barco de Fife sigue anclado allí cuando estemos listos para movernos.
—Todos tendremos una visión mejor cuando hayamos encontrado el barco y escuchemos las noticias que Michael traiga de Ranald —dijo Rob, impaciente por salir de la caverna.
Ya en la entrada, colocaron la roca en su lugar y esparcieron hojas y ramas en la base, para borrar las huellas.
Retrocedieron por el angosto sendero y salieron junto a la cañada del río, donde los hombres de Hugo ya habían abandonado las cañas de pescar y se habían montado en sus caballos.
—¿Algún signo de visitantes? —preguntó Rob después de montar su propio caballo.
—No, milord —respondió el líder del grupo—. Al menos, ninguno de la clase a la que vos os referís. Sólo una de las damas, que pasó a caballo por la cima de la colina.
—¡Por Dios! ¿Cómo puedes reconocer desde aquí quién era? —preguntó Giff.
—Disculpadme, sir, pero nuestros muchachos estaban vigilando el camino y no hubieran dejado pasar a ninguna otra muchacha. Vos mismo podéis verla ahora, allá arriba —señaló el hombre.
En la orilla oeste del turbulento río North Esk, Giff pudo ver un jinete que se acercaba al castillo de Hawthornden desde el norte, y no tuvo dificultades en reconocerlo.
Hugo dejó escapar una maldición.
—¿Seguro que no es Sorcha? —comentó Rob.
—No, Sorcha está en Roslin —respondió Hugo—. Pero esa muchacha monta con una silla de hombre, como hacen ellas, debe de ser Sidony. ¿Qué diablos está haciendo sola por ese camino?
—Seguramente ha querido visitaros a ti y a Sorcha en Hawthornden —dedujo Rob—. Cuando se entere de que ninguno de los dos está allí, seguirá hasta Roslin.
—Si mi mayordomo la deja continuar sin agregarle un par de hombres a su escolta, tendrá que vérselas conmigo cuando regrese a casa —gruñó Hugo—. Vamos.
Giff seguía mirando hacia el norte. Pensó que aquel jinete montaba mejor que cualquiera de sus hombres. Justo en ese momento, Sidony volvió la cabeza y miró hacia abajo. Parecía como si hubiese notado su presencia antes de seguir camino. Giff, que había conocido a lady Isobel en la mansión Clendenen, a la esposa de Rob en Lestalric y la noche anterior a la esposa de Hugo en Hawthornden, sabía ahora que al menos tres de las hermanas se le parecían mucho.
Sin embargo, había reconocido a Sidony de inmediato.
Notó que los otros dos habían montado y se apresuró a seguirlos, preguntándose qué planeaba hacer Hugo. Cuando llegaron a Roslin, comprobó que las obligaciones de Hugo no le permitirían marchar hasta dentro de una hora.
—Todavía tenemos algunas horas de luz —trató de hablar en un tono casual—. Creo que será mejor que yo continúe. Cuanto antes encuentre el barco apropiado, mejor.
Rob lo miró muy divertido, pero Hugo ya estaba distraído con otras obligaciones.
—Es una buena idea.
Giff se apartó de inmediato y cruzó el angosto puente que unía Roslin con la colina hacia el este.
El río North Esk doblaba en una curva pronunciada, rodeando casi toda la base del castillo de Roslin y el promontorio sobre el que había sido levantado, de modo que para llegar a la orilla oeste había que bajar la pronunciada pendiente hacia el puente de piedra que lo atravesaba. En cambio, para acceder a la orilla este, se usaba el camino más alto y más transitado por encima de la colina.
Giff eligió esta última ruta y espoleó a su caballo para que pronto cobrara velocidad.
Sidony había reconocido a Hugo y a Rob junto al río... y a Giff MacLennan, por el modo en que se movían. Su curiosidad se encendió cuando creyó ver que los tres salían de la pared misma de la cañada.
Claro que los arbustos eran tupidos en ese sector, y había también muchos árboles, una hondonada en la cima del acantilado y un manantial que cruzaba el camino hacia el río North Esk, así que no era extraño que existiera una pequeña falla o corte en ese punto, o hasta una cascada.
En Hawthornden comprobó que Sorcha estaba pasando el día en Roslin y rechazó la oferta del mayordomo de que la esperara hasta su regreso. Él le preguntó si pensaba marchar entonces a Roslin, pero Sidony no quería inmiscuir a Hugo en sus asuntos. De modo que simplemente prometió que regresaría otro día.
—Sólo quería una excusa para que mi caballo hiciera un poco de ejercicio, pero prometí a lady Isobel que volvería a la mansión Sinclair para la cena.
—Por supuesto, milady. Pero permitid que mis hombres os acompañen de regreso a casa.
—Gracias, no los necesito —respondió ella—. Tengo mi propia escolta.
El mayordomo miró con recelo a los dos jóvenes criados.
—Disculpadme, milady, pero debería tener una escolta más apropiada a su rango. Sir Hugo se enfadará conmigo si os dejo ir con ese par de jovencitos.
Sidony se mordió el labio. Permaneció en la puerta hasta que el mayordomo desapareció en el establo, en la muralla norte del castillo. Apenas él se perdió de vista, se dirigió a su escolta.
—Nos iremos ahora. Si quiere mandar unos hombres detrás de nosotros, bien, pero no tengo intención quedarme aquí sentada mientras preparan los caballos.
Los dos muchachos se miraron, pero no hicieron ninguna objeción. Esta nueva sensación de seguridad era embriagadora.
Sabía que Hugo la había visto. Es más, que los tres la habían visto. Y quería volver a la ciudad tan rápido como fuera posible.
Azuzó al caballo para alcanzar un buen ritmo, y lo mantuvo así hasta que el camino empezó a descender bruscamente. Entonces, consciente de que los tres animales estaban cansados, disminuyó la velocidad, y pronto notó que sus dos compañeros mostraban cierto alivio por su decisión.
Un momento después, uno de los ellos le habló.
—Disculpadme, milady, pero hay unos hombres a caballo justo detrás de nosotros. Son todos de Hawthornden.
Sidony simuló un aire de indiferencia.
—Pueden unirse a nosotros si lo desean. No tengo nada que objetar.
Pero necesitó de toda su fuerza de voluntad para no mirar por sobre su hombro, aunque sabía que ninguno de los hombres de Hawthornden se atrevería a amonestarla. Y puesto que Isabella todavía estaba en Roslin, era imposible que Hugo formara parte de aquel grupo.
Ahora podía escuchar los cascos de los caballos detrás de ella. La curiosidad la carcomía, pero no quería que su extraña escolta pensara que le temía. Ella era una Macleod de Glenelg, y «haré lo que me plazca» se envalentonó, y ellos no tenían ningún derecho a detenerla.
—¿Cuán cerca están? —le preguntó a uno de los muchachos poco después, considerando que no se había incrementado el ruido de los cascos.
—Han aminorado la marcha, milady. Creo que se quedarán a distancia.
—Bajemos un poco el ritmo también nosotros, a ver qué hacen.
Los jinetes de atrás hicieron otro tanto, y con esa comprobación, Sidony decidió ir al paso para volver a descansar. Si Hugo pretendía regañarla de nuevo, lo haría tanto si la encontraba en el camino o en la mansión Sinclair. Otra reprimenda tampoco era tan grave.
La nueva sensación de libertad se acrecentó en su interior. Prosiguió camino orgullosa de su coraje, hasta que una voz familiar, algo cortante, demasiado cerca de ella, la sobresaltó.
Giff había hecho una mínima pausa en Hawthornden, sólo para enterarse de que lady Sidony, después de enterarse de que su hermana no estaba en casa, había emprendido el regreso a la mansión Sinclair. De inmediato, quiso conocer los detalles. No estaba muy interesado en las quejas del mayordomo sobre la escolta personal de milady, sino más bien en qué era lo que la había inducido a emprender ese viaje.
Estaba claro que no había llegado hasta allí para anunciarles ninguna calamidad ocurrida en la mansión Sinclair. Lady Sidony no podía ser la mensajera de noticias funestas.
Mientras marchaba tras ella, Giff se preguntaba por el creciente interés que sentía por la muchacha. Además enfadar a Hugo le daba al asunto también un cierto incentivo. Sin importar la razón, la mayor de las motivaciones era que pasaría una hora conversando con lady Sidony.
En general, era extraño tener un momento de privacidad con una joven, rodeada habitualmente por tantos parientes preocupados por ella. Y en el caso de lady Sidony Macleod el asunto no era diferente; tenía verdaderas huestes preocupadas por su destino. Rob ya había descubierto sus intenciones, con cierta diversión, pero Hugo se pondría furioso; Giff decidió entonces que disfrutaría de un nuevo brote de furia de su antiguo compañero de armas.
Diez minutos más tarde, divisó un poco más adelante a los jinetes y dejó escapar una maldición. Lo último que Giff quería era una docena de hombres armados bajo las órdenes de Hugo, que pudieran informarle de todos sus movimientos mientras él intentaba mantener una charla con la doncella.
De modo que se dirigió hasta el líder del grupo, con toda intención.
Notó que lady Sidony y sus dos criados estaban lo bastante lejos como para no escucharlo.
—Buenos días otra vez —saludó en tono alegre—. Seguramente me recordáis. Estaba con sir Hugo en Lestalric, ¿no es así?
—Sí, sir Giffard —respondió el líder del grupo, asintiendo con la cabeza.
—Entonces tendréis motivos para estarme agradecido. Porque estoy aquí para relevarlo de su obligación de proteger a la dama. Voy de camino a la mansión Sinclair. Yo me ocuparé de que llegue sana y salva a casa, a manos de lady Isobel. Los dos criados y yo seremos escolta suficiente en la ruta principal. Como ve, ya estamos a menos de media milla de la carretera.
—Sois muy amable, sir, pero sir Hugo querrá que nosotros también la acompañemos.
—Podéis presentaros a sir Hugo con mis saludos y decirle que yo os ordené que aceptarais mi oferta —retrucó Giff con una sonrisa—. Me conoce desde pequeño y estará más que dispuesto a echarme toda la culpa a mí.
El hombre volvió a asentir.
—Entonces no hay nada más que decir —remató Giff.
El líder del grupo pareció dudar. Pero cuando Giff aceleró el ritmo de su caballo y se les adelantó, pronto escuchó con satisfacción que el hombre daba la orden de regresar a Hawthornden.
Había notado que los dos criados de Sidony volvían la cabeza a menudo, pero que ella no lo había hecho ni una vez. Así que, o bien estaba tratando de no mostrar interés, o era sorda y no los había percibido.
Los dos criados marchaban a la misma altura que ella.
Giff los alcanzó y les habló en un tono de voz que casi siempre conseguía que todo el mundo le obedeciera.
—Atrás, muchachos. Quiero hablar en privado con la dama.
Ninguno de los dos objetó nada. Y aunque había esperado que lo obedecieran, el hecho de no ofrecer la más mínima resistencia le confirmó su opinión de que no eran muy valiosos como escolta de Sidony. Hugo habría tenido razón en estar enfadado.
La vio ponerse rígida y supo que ella había escuchado la orden, pero que seguía con la vista hacia adelante y el mentón alzado.
Giff trató de mostrarse serio y obligó a su caballo a ponerse a la altura de ella.
—¿Qué tipo de locura es ésta, milady?
—No tengo por qué rendiros cuentas —respondió ella sin dejar de mirar hacia adelante.
—Agradeced que así sea.
Ella se mordió el labio. Giff no supo si era porque sabía que se merecía una reprimenda o porque estaba tratando de sofocar una sonrisa.
—¿Qué demonio se apoderó de vos para que volvierais a huir casi sin escolta, apenas unos días después de escaparos a los bosques? Debéis saber que habéis enfurecido a Hugo una vez más.
—¡Por Dios! —exclamó ella, volviéndose hacia él—. ¿Pretendéis regañarme? No tenéis ningún derecho a hacerlo, no sois mi padre, ni mi marido, ni siquiera mi protector. No pienso escuchar ni una palabra al respecto.
—No por ahora —murmuró él—. Pero no podéis culparme de que me preocupe por vos. ¿Acostumbráis a inspirar la furia de Hugo a menudo?
—Me importa un rábano Hugo y su furia —respondió ella, alzando aún más el mentón.
—Bien dicho. Pero tened cuidado, milady. Si empieza a llover y tenéis la nariz tan arriba, os ahogaréis enseguida.
Sidony volvió la cabeza y de nuevo se mordió el labio, tratando de ahogar la risa.
—Eso está mejor. Pero me gusta más todavía cuando me miráis.
Ella le hizo caso, y sus labios se entreabrieron irresistiblemente.
—¿Pero por qué se te ha ocurrido hacer este largo viaje hoy?
Ella dudó.
—Para veros a vos.
Sidony no podía creerlo. Había hablado con el corazón, en lugar de pronunciar la frase que tenía preparada para él. La verdad se había deslizado fuera de su boca.
El calor le inundó las mejillas. ¡Qué desfachatez! Tan directa, tan poco gentil... aunque tampoco es que él fuera un gran caballero. De pronto la imagen de la condesa Isabella irrumpió en su cabeza. Sidony apretó los ojos para quitársela de encima, pero sólo consiguió que Isabella se instalara con mayor comodidad en sus pensamientos.
Abrió los ojos para ver cómo Giff le sonreía.
Trató de relajarse.
—Me disculpo, milord.
—No tenéis por qué, sólo dijisteis la verdad.
—¡Qué arrogante!
Con alivio, Sidony comprobó que los hombres de Hawthornden habían desaparecido, y que los criados estaban lo bastante lejos como para no escucharlos.
—¿Fuisteis vos quien les ha dicho a esos hombres que regresaran?
—Así es.
—Pero están bajo las órdenes de Hugo. ¿Por qué os obedecieron?
—En general, los hombres me obedecen cuando les doy una orden. Es una habilidad necesaria para todo capitán de un barco —se jactó, y agregó con picardía—: Sólo las mujeres me desobedecen abiertamente.
—¿Por qué les obligasteis a regresar? —le preguntó, convencida de que no quería flirtear con él, no al menos hasta que le respondiera algunas preguntas.
—Quería hablar con vos a solas, y temía que persistieran en marchar cerca de nosotros y nos escucharan, e informaran de cada una de nuestras palabras a Hugo.
—Sabéis entonces que estará tan furioso con vos como conmigo.
—Mucho más conmigo —rió él.
—Sigo creyendo que cualquier persona sensata debería temerle. Pero está claro que no teméis a Hugo.
—Pienso que vos tampoco.
—Pues no, aunque no me gusta que se enfade. La única persona capaz de castigarme en serio no es de Lothian.
—Debes de estar refiriéndoos a vuestro padre.
—Un hombre feroz, pero su verdadera furia siempre se concentró en Sorcha y en Isobel. Ellas sí que lo provocaban. Sólo recuerdo una vez en que me haya pegado a mí, una vez que lo traté con descaro. En general, no me presta atención, y con Hugo, la mayoría de las veces, pasa lo mismo.
—Lo he notado, pero me costaba creerlo. Cuando salisteis al jardín la otra noche, creí que se daría cuenta de inmediato. Yo lo hice.
Ella se encogió de hombros.
—Siempre me ha pasado lo mismo, con todo el mundo.
—¿Por qué?
La joven vaciló.
—¿Y bien?
Sidony le clavó los ojos cristalinos.
—Estoy pensando. Debéis ser paciente.
—Nunca soy paciente. Es la primera cosa que la gente aprende al conocerme.
—Entonces tendréis que practicarlo un poco conmigo.
—Estoy siendo muy paciente en este momento.
—Bien, yo tampoco lo entiendo, pero supongo que es porque tiendo a estar callada cuando hay muchas personas a mi alrededor. La gente parece no verme. Todas mis hermanas son bastante más extrovertidas. Y expresan sus ideas abiertamente. Desde pequeña aprendí que si me mantenía en silencio, era más fácil no enfadarlas o no meterme en sus discusiones.
—¿Discuten a menudo?
—No ahora, que todas hemos crecido —respondió Sidony—. Además, todas están casadas, menos yo. Antes, siempre había alguna diciéndome lo que tenía que hacer, qué pensar, qué decir. Todas son muy amables. Pero cuando se tienen seis hermanas mayores, a menos que haya nacido con una naturaleza combativa, una acaba por doblegarse. Hace tiempo que dejé de hacer cosas según mi criterio. Hasta hoy —concluyó, con una sonrisa.
—Creo que habíais decidido hacer ese cambio el día que nos conocimos —opinó él.
—Oh, no. En ese momento aún no había tomado ninguna decisión. Sólo se me ocurrió la idea de ir al bosque, nada más. Y no me opuse a ella.
—¿Pero hoy sí tomasteis una decisión?
Giff sonaba divertido, y eso a ella le dolió.
Sin embargo, él era el único hombre que había conocido hasta entonces que mostraba interés en averiguar sus opiniones.
Así que trató de explicarse.
—La verdad, es que nunca tomo verdaderas decisiones —respondió—. Supongo que lo intentaría de pequeña, pero como los demás siempre se las arreglaban para cambiarlas, perdí la costumbre de hacerlo.
—Ya veo.
Sidony observó a Giff con mayor atención, tratando de adivinar sus pensamientos.
—¡Ah! Os estáis riendo de mí —lo acusó ella, decepcionada.
Volvió entonces a mirar hacia adelante y dijo en un tono de voz rígido y controlado:
—La ruta principal está ahí a unos pasos, sir. Ya no falta mucho.