Capítulo 2
La muy pícara lo había hecho caminar casi un cuarto de milla antes de avisarle de que debía ir a buscar a su caballo, pero no podía culparla, el caballo era responsabilidad suya. Se convenció de que lo mejor era ir en busca de la bestia sin hacer más comentarios.
La dama lo observaba en una actitud calma. Parecía lo natural en ella. Se preguntó qué le provocaría alguna reacción violenta o apasionada. Todavía acarreaba el pescado, que no parecía haber sufrido mucho con el golpe. Pero por la poca atención que ella le prestaba, podría haber sido una rana, daba lo mismo.
—No puedo dejaros aquí sola —dijo él—. Tendréis que retroceder conmigo para buscar al caballo.
—¿Acaso vuestro corcel no tiene nombre?
—Seguramente —admitió Giff—. Pero no tengo idea de cuál.
—¿Lo habéis robado?
—No sería la primera vez —repuso arrogante—. No, no os pongáis tan seria. Sois demasiado bonita para estropear tanta belleza con una mueca.
Los ojos de Sidony se encendieron como si nadie, hasta el momento, la hubiera halagado por su armónica figura.
—No deberíais decirme esas cosas —lo amonestó, sonrojándose.
—Me imagino que las escucharéis todo el tiempo. Pero tenéis razón en recordarme que debo cuidar mis modales. Hugo, seguramente, querría que así fuera.
—¿Cómo es que lo conocéis?
—¿Queréis decir más bien cómo fue que Hugo conoció a un ladrón de caballos? —le preguntó él, lacónico.
—¿Realmente robáis caballos?
—A veces.
Giff buscaba a su alrededor, deseando no haber dejado a aquella bestia en el lugar equivocado. Era casi imposible que perdiera la orientación, pero desde que había puesto sus ojos en la muchacha, no había visto nada más. Esperaba que la joven no fuera el señuelo de la trampa de un enemigo.
—Robar es un pecado mortal —señaló Sidony, con decoro.
—Por supuesto, pero un hombre hace lo que debe hacer. Además, vengo directo de las tierras fronterizas, donde los hombres no creen que llevarse animales de los otros sea robar. Lo llaman «aprovecharse» y es simplemente un modo de vida. Si un hombre necesita un caballo o ganado para alimentar a su familia, se va por ahí a «aprovecharse». Ah, por fin, allí está —añadió él.
—¿Temíais haberlo perdido?
—No seáis absurda. Un hombre jamás pierde su caballo.
—Pero si no es vuestro caballo... Si lo robasteis...
—No robé este caballo —la corrigió—. Lo tomé prestado.
Ella asintió con solemnidad.
—He oído a otros decir lo mismo cuando los atrapaban robando. Además, cuando uno toma algo prestado, después lo devuelve.
—Y eso es lo que haré —respondió él, orgulloso—. Lo he tomado prestado de un pariente de temperamento fuerte, si no se lo devuelvo...
—¿Le tenéis miedo?
—¡Por Dios! Qué facilidad tenéis para dar la vuelta a las palabras de un hombre. Os subiré al caballo, así os ahorráis la caminata de regreso. Espero que no le tengáis miedo.
—Por supuesto que no. He montado toda mi vida.
—¿De veras? —preguntó, sorprendido—. Es raro que las mujeres de las Tierras Altas monten, y las pocas que he visto sobre un caballo, parecen muñecas de trapo sobre un asno.
—Yo sí —aseguró ella, riendo ante la imagen—. Pero no tengo ningún interés en montar en uno que hayáis robado.
—Me gustaría que dejéis de asumir que he robado a esta bestia —pidió él cortésmente, mientras desataba las riendas. Luego acarició el cuello y el morro del caballo.
—Pero habéis dicho que no era la primera vez que...
—He dicho hace unos instantes, que no lo había robado.
—Sí, seguro. Pero antes dijisteis...
Él se dio vuelta, listo para cerrarle la boca a esa muchachita enervante con una respuesta ruda, pero cuando se topó con esa mirada de zafiro, se detuvo. Quería cerrarle la boca, pero con un beso. Trató de mantener un tono tan suave como el de ella.
—¿Soléis discutir así con todos los hombres con quienes os encontráis?
Sonrió con cierta melancolía.
—No me encuentro con muchos hombres. Nunca me había encontrado con ninguno en uno de mis paseos, mucho menos a alguien como vos.
—¿Queréis decir, un ladrón?
Ella asintió, ruborizada.
—Milady —suspiró—, no sé qué hacer con vos, pero está claro que cuanto antes os reunáis con vuestra familia, antes me libraré de vos —estiró los brazos.
—No, gracias —Siddie dio un paso atrás—. Iré a pie.
—No seáis tonta —respondió él, más seriamente—. Necesito secar el lodo de mis pantalones, y vos estropearéis aún más vuestro vestido si hacéis todo el camino de regreso a pie por este bosque empantanado. Además, os resultará más confortable montar.
—No lo creo, pero os lo agradezco de todas formas.
—No os lo estoy ofreciendo para ganarme vuestra gratitud —gruñó él.
—Pero yo prefiero ir a pie.
—Y yo digo que iréis a caballo.
Puso los brazos en jarras y la observó con severidad, con esa mirada que lograba que sus hombres se escabulleran de inmediato para cumplir sus órdenes.
El caballo le golpeó el hombro justo en ese momento y lo empujó hacia ella.
Los labios de Sidony temblaron y el brillo seductor de sus ojos se profundizó.
—¡Por Dios! ¿Os atrevéis a reíros de mí?
Él volvió a estirar un brazo para sujetarla y ella volvió a dar un paso hacia atrás, pero esta vez él fue más rápido y la tomó del antebrazo.
Aquel brillo se había desvanecido. Ahora lo contemplaba con serena expectación.
La joven se humedeció los suaves labios rosados... una invitación descarada.
La aferraba fuertemente del antebrazo, con el ceño fruncido. Por su experiencia con sus cuñados, ella sabía que a los hombres no les gustaba que las mujeres se rieran de ellos, pero al ver que el caballo lo golpeaba, no pudo resistir la tentación.
Él todavía la miraba de ese modo extraño, como si calculara algo, tal vez, la manera de castigarla.
En realidad, le incomodaba la idea de montar su caballo, y llevar el pescado, mientras él marchaba a su lado. El solo hecho de que la escoltara le demostraría a Hugo y a Rob que su paseo por los bosques había sido una idea bastante tonta, si no peligrosa. Sin duda, su caballero andante sólo lograría que el uno o el otro le prohibieran hacerlo de nuevo.
Él la devoró con los ojos y la apretó con más fuerza. Sidony tragó saliva pero no apartó la vista. Dios mío, ¡iba a besarla de nuevo! Pero en un gesto apenas perceptible, cambió la expresión de su rostro. Entonces la tomó de la cintura y la montó sobre el caballo.
Instintivamente, Sidony deslizó las dos piernas al otro lado del lomo del caballo y se bajó, cuidando de no tirar el pescado al fango. Dio un paso atrás por si el animal se molestaba por la maniobra y la pateaba. El caballo lanzó un relincho, sacudió la cabeza, se movió hacia adelante; pero él sostuvo las riendas y rápidamente lo tranquilizó.
—Estáis empezando a irritarme, jovencita —gruñó Giff, con severidad.
—Lo lamento, habéis sido amable conmigo —respondió ella—, pero no quiero montar en el caballo mientras vos lo guiais, ni tampoco que montemos los dos juntos. Sólo pensad en lo que pensaría la gente de Canongate si nos viera así.
—¿Y pensáis que será muy distinto si los dos vamos a pie?
—Claro que sí. No puede haber nada malo en que me hayáis encontrado en el bosque y que hayamos caminado juntos. De hecho, pienso que lo más prudente será que yo regrese sola y que vos sigáis la dirección por la que veníais, como si nada hubiera ocurrido.
—Así ni siquiera me encontraría con Hugo. ¿Ése es vuestro plan?
—Pues...
—Tarde o temprano me lo encontraré —dijo él, sacudiendo la cabeza—. ¿Acaso fingiréis que no me conocéis?
No había pensado en esa posibilidad.
—¿Tenéis que ver a Hugo?
—Por eso he venido a Edimburgo.
—Oh, pero si llegasteis aquí desde las tierras fronterizas, ¿por qué no entrasteis en la ciudad de la forma habitual, directo hacia Cowgate desde la ruta principal?
—No creo que ese asunto os incumba —espetó—. Lo que sí os concierne es que, más allá de lo que penséis de mí, yo no me aprovecho de las muchachas inocentes, y menos aún de las nobles. Y tampoco apruebo que anden por ahí sin protección. En especial —añadió, serio—, no lo apruebo de mujeres emparentadas con mis amigos. Mi padre castigaría a cualquiera de mis hermanas que se atreviera a hacerlo.
—¿Tenéis hermanas?
—Dos.
—Bueno, pero vos no tenéis ningún derecho a castigarme a mí —replicó ella—. Y aunque Hugo puede ser feroz a veces, tampoco creo que lo haga.
Luego, se le ocurrió otra posibilidad:
—No le sugeriréis que haga algo así conmigo, ¿no?
—Por supuesto que no. Ahora vamos. Hemos estado parloteando aquí durante demasiado tiempo.
—¿No volveréis a tratar de montarme en el caballo?
—No, será como vos deseéis, milady —hizo una reverencia exagerada y añadió—. Ya es hora de que nos vayamos.
La forma en que pronunció aquellas últimas palabras hizo que Sidony sintiera un escalofrío en la espalda. La posibilidad de volver a verlo en alguna otra ocasión le parecía remota.
Giff la observó internarse por un sendero en el bosque. Se preguntó qué había en ella que lo subyugaba. Lo que en verdad merecía era una azotaina en el trasero, sólo por su obcecación.
—¿Pretendéis ir todo el camino delante de mí? —le preguntó él.
La joven dudó; miró hacia atrás.
—Prometéis que no volveréis a intentarlo.
—Ya he dicho que no lo haré —le recordó él—. Palabra de honor.
—Muy bien, entonces. Caminaré a vuestro lado si es lo que prefierís.
Marcharon en silencio un rato. Pero a la tercera vez que la vio vacilar como si quisiera hablarle, él acabó por interrogarla.
—¿Qué sucede? ¿Tenéis algo más que decirme?
Sidony se mordisqueó el labio inferior.
—No exactamente. Sólo quería haceros una pregunta. Pero sé que no debo.
—Preguntadme lo que queráis. No me molestará.
—Es que se trata de una pregunta muy impertinente.
—Mis preguntas favoritas —comentó Giff en tono burlón.
Ella volvió a apartar la mirada.
—Es algo tonto, y no debería prestarle atención a esas cosas, lo sé, pero...
—... no podéis resistir la tentación —completó él.
Esa curiosidad de Sidony lo estaba molestando, de pronto tuvo ganas de sacudirla. Pero sentía que si volvía a ser violento con ella, nunca se enteraría de lo que la había perturbado, y él quería saberlo a toda costa.
Sidony todavía parecía vacilar. Giff decidió callar, con la esperanza de que fuera ella quien no pudiera aguantar el silencio. Al fin, ella tomó la palabra.
—¿Acostumbráis a decir a las mujeres cosas que en realidad no pensáis?
—En general, digo a todos lo que pienso. Pero no logro comprenderos.
Sidony se sonrojó y volvió a titubear.
—Podéis preguntarme lo que queráis —la alentó en un tono tan gentil que le infundió ánimos—. Prometo no juzgaros.
Agradecida habló apresurada, sin contener las palabras.
—Dijisteis que era hermosa. ¿Realmente lo creeis?
Él se detuvo asombrado.
—Deberíais saber que sois hermosa —aseveró en tono serio—. Cualquiera que os conozca ya os lo habrá dicho.
Ella sacudió la cabeza.
—Nadie.
—Eso es imposible. Sólo necesitáis un espejo para comprobarlo por vos misma.
—No lo entendéis —suspiró la joven—. Tengo seis hermanas. La gente habla de las bellas hermanas Macleod, pero la mayoría conoce sólo a las que se han marchado antes que yo. Cristina, la mayor, es de una belleza extraordinaria. Mi cabello es pálido comparado con el de ella, mi figura menos exuberante y mi temperamento bastante más tímido. Cuando entra en una habitación, todos la miran. Y la gente que conoció a mi hermana Mariota asegura que ella es una pálida sombra comparada con la mayor. Y yo soy la sombra de todas ellas.
—Mariota es la que murió, ¿verdad?
—Sí. Isobel afirma que no importa lo que los otros digan sobre la belleza de Mariota. Su naturaleza no era bella. Pero los otros sólo se fijaban en la apariencia.
—¿Vos no la conocisteis?
—No, yo era un bebé cuando ella murió. Así que, como verás, nunca nadie piensa en mí como en una belleza, pues mi aspecto no se compara con el de ellas.
—Pero seguramente habéis estado en la Corte del rey. Alguien debe de haber elogiado vuestra belleza allí.
—No, no me gustan las grandes reuniones. Una vez fui con Sorcha y con Isobel al castillo de Edimburgo porque mi padre quería que lady Clendenen me presentara a Su Majestad, pero él estaba enfermo, así que nos quedamos apenas media hora. Nunca había escuchado semejante barullo. No sé cómo alguien puede conversar en un lugar así.
Él rió entre dientes, recordando su breve experiencia en Stirling.
—La mitad de la Corte es sorda y la otra mitad está borracha, pero la mayoría de la gente lo encuentra agradable. Y además, cualquiera que quiera hacerse un nombre en Escocia sabe que tiene que ir allí a hacer reverencias a diestro y siniestro.
—¿Vos lo habéis hecho?
Él asintió.
—Lo encuentro tan desagradable como vos, pero logré encontrar mi camino a mi modo, que me servirá para cuando regrese a asentarme en las Tierras Altas, supongo, después de que mis aventuras lleguen a su fin. En el oeste, a nadie le preocupa mucho lo que hayan hecho los otros en la Corte, a excepción de al señor de las Islas y a los de su clase, que quieren adquirir todo el poder que puedan. Pero los otros incluso evitan pasar por Stirling y Edimburgo, y hacen la mayoría de sus negocios en la Corte de las Islas.
—¿Y lo mismo hacéis vos?
—No, no me he dedicado a esas cosas durante años.
—Quiero decir, ¿salís en busca de aventuras?
—Ah, sí, y en este momento lo disfruto. Ahora hay muchas oportunidades para un hombre como yo.
—Oh, contadme acerca de vuestras aventuras —rogó entusiasmada.
—Quizá otro día —se negó él con una sonrisa—. La abadía está ahí detrás, supongo que pronto daremos con la mansión Clendenen, ¿no es así?
—Sí —dijo ella, frunciendo el ceño—. Estamos muy cerca.
Llegaron a la entrada de la mansión demasiado pronto. La casa de Ealga, lady Clendenen, estaba ubicada en el lado sur de la avenida conocida como Canongate, que se extendía desde la iglesia de St. Giles hasta la abadía de Holyrood. Las casas de piedra que flanqueaban la calle a ambos lados habían sido construidas muy próximas entre sí, aunque casi todas dejaban un pasillo a un lado que conducía a establos y jardines de atrás.
En el lado norte, más cerca de St. Giles, se encontraba la casa de los Sinclair, donde Sidony estaba viviendo en ese momento junto a su hermana Isobel y su esposo, sir Michael Sinclair. Hacia el noroeste se levantaba el castillo de Edimburgo, que dominaba toda la ciudad desde la cima empinada del peñasco.
Con cuatrocientas casas y dos mil personas, la colina real era la ciudad más grande que Sidony había visto jamás, pero con el tiempo se había acostumbrado al ruido y a la gente. Por fortuna, Canongate era más apacible que la zona más cercana al castillo, aunque en su camino vieron pasar a más de una carreta cargada de lana en dirección a algún barco en la bahía de Leith.
En un angosto pasadizo, el escolta de Sidony dio una moneda a un pilluelo que encontró en la calle y le pidió que le cuidara el caballo. Luego le ofreció un brazo a Sidony, pero ella le prestó tan poca atención como antes. No quería que nadie sospechara que era algo más que un desconocido, con quien se había topado por casualidad.
La puerta de entrada de la mansión Clendenen se abrió antes de que ellos llegaran. Para alivio de Sidony fue Rob, y no Hugo, quien apareció.
—Estábamos preocupados por ti, Sidony —dijo él, en voz suave, apenas ronca. Había hablado despacio y con mesura.
Sin embargo, cuando sus ojos color almendra se posaron en el acompañante de Sidony, se abrieron como platos.
Antes de que Rob pudiera decir otra palabra, una mano se posó en su hombro desde atrás. Era sir Hugo, más imponente y sombrío que nunca. Su ira podía sentirse en el aire.
Todos los esposos de las hermanas Macleod eran hombres robustos, pero Sidony conocía sólo a un hombre más grande que Hugo, el esposo de Cristina, Hector el Feroz.
La muchacha contuvo el impulso de echar un vistazo a su acompañante, para ver su reacción ante el evidente malestar de sir Hugo.
Para su sorpresa, el hombre que la había escoltado hasta allí se rió.
—Por Dios, Hugo —dijo—, pareces a punto de comerte a la pobre muchacha. Si necesitas descargar tu ira, hazlo sobre mí. Al menos, yo puedo defenderme.
Hugo no mostró la menor intención de compartir el buen humor del recién llegado.
—¿Quieres volver a probar tus habilidades conmigo, bastardo andrajoso?
—Con todo gusto. La última vez me sorprendiste con la guardia baja. No volverá a suceder.
—La última vez te senté de un sólo golpe, ni siquiera hubo una pelea como Dios manda —le corrigió Hugo—. Pensé que no querrías recibir ninguna otra lección.
—Sólo inténtalo, y veremos quién instruye a quién.
El recién llegado pronunció aquellas palabras en voz baja, pero Hugo pudo escucharlas, pues hizo una mueca y sacudió la cabeza.
Luego, para el profundo alivio de Sidony, habló sin rastro de rencor.
—Confío en que me digas que la dama no ha sufrido ningún daño, Giff.
—Sabes que no le ha ocurrido nada. ¿Pretendes dejarnos de pie aquí en la entrada de la casa? Tengo entendido que ni siquiera te pertenece a ti, sino a lady Clendenen. Deberías llamar a un criado para que se haga cargo del pescado que trae lady Sidony, para que lo limpie y lo prepare para la cena. Es bastante grande, como puedes observar.
—Bien —aceptó Hugo y se apartó para dejarlos pasar. Luego le dijo a un criado que se hiciera cargo de la caña y el pescado de Sidony—. Y puedes darle tu espada también, Giff —añadió.
—Esto le pertenece al viejo jardinero —señaló Sidony al jovencito que se llevaba la caña—. Por favor, devuélvesela y dale las gracias por mí.
—Sí, milady —dijo el mozo antes de darse vuelta para recibir la pesada espada y la vaina que le entregaba el recién llegado.
Hugo indicó al joven que se retirase.
—Ya era hora de que llegaras, Giff —dijo después—. Ya casi te habíamos dado por perdido.
—Estaba en Galloway, así que tus hombres se pasaron un buen rato tratando de seguirme el rastro.
—¿Cómo te encontraste a lady Sidony?
—Deja que nos acomodemos en el salón pequeño de Ealga antes de seguir hablando —sugirió Rob.
Giff le estrechó la mano a Rob.
—No me había dado cuenta de que estarías aquí. Somos primos, milady —le explicó a Siddie—. Tengo un montón de primos en Logan, porque el primero de los MacLenann fue un Logan que, por algún motivo, emigró a las Tierras Altas. ¿Tú también estás en el negocio, Rob?
—Iremos al salón antes de seguir conversando —insistió Hugo con firmeza.
—Sidony, ¡aquí estás!
Sidony reconoció la voz familiar y el tono de alivio. Isobel estaba de pie en la cima de la escalera del lado oeste.
A pesar de que estaba embarazada de su segundo hijo, la bella Isobel, de cabello rubio y ojos grises, todavía no mostraba ningún signo de su condición. Sidony observó que Giff se había quedado mirando a su hermana con esa expresión de admiración que tenían todos los hombres cuando la veían por primera vez.
—Pero ¿dónde has estado, cariño? —preguntó su hermana—. Estábamos terriblemente preocupados por ti, has estado demasiado tiempo afuera. Hugo estaba a punto de salir en tu busca.
—No quise preocuparte —respondió Sidony, con aire culpable—. Sólo salí a dar un paseo.
—¿Pero aquí? —insistió Isobel—. ¿Y quién es este caballero que te acompaña?
Sidony se mordió el labio, sin saber qué responder, porque no era capaz de llamarlo simplemente Giff, como había hecho Hugo. Y admitir que no sabía su nombre sólo lograría empeorar las cosas.
Ante el silencio incómodo que siguió a la pregunta de Isobel, el malhumorado Hugo tomó la palabra.
—Perdóname, milady. Permíteme presentarte a mi amigo Giffard MacLennan de Duncraig. Hizo su entrenamiento en Dunclathy con mi padre y con nosotros. Debería agregar, además, que se las arregló muy bien para molestarnos bastante durante todo ese tiempo.
Isobel sonrió al recién llegado.
—Aunque haya sido así en aquel entonces, supongo que deberíamos llamarlo sir Giffard, ¡no es cierto?
Sidony miró a sir Giffard con el mayor interés. Si había entrenado en Dunclathy, había conseguido tener, seguramente, las mismas habilidades que Hugo, Michael y Rob. Dunclathy era la casa familiar de sir Hugo, y su padre, sir Edward Robison, era un famoso guerrero y conocedor del arte de la espada, con quien sólo estudiaban los mejores.
Antes de que sir Giffard pudiera responder, Hugo prosiguió:
—Isobel es la esposa de Michael, Giff, así que procura comportarte como corresponde en su presencia.
—Ni soñaría con hacer otra cosa —repuso sir Giffard, y realizó una profunda reverencia—. Es un gran honor, milady.
—¿Cómo es que conocéis a mi hermana, sir? —le preguntó Isobel sin rodeos.
—Eso te lo explicaré yo misma —respondió Sidony rápidamente, luchando para hablar con su calma habitual—. Estoy segura de que los caballeros tienen mucho que discutir, mejor dejémoslos solos. Espero que me perdones por haberte preocupado, Isobel.
—Claro que sí —le dio un cálido abrazo.
Pero pronto echó una mirada rápida a Hugo y comentó:
—¿Sir Giffard se queda a cenar?
—Quizá —respondió Hugo.
Luego Sidony tomó el brazo de Isobel y la encaminó con cierta urgencia hacia las escaleras.
Sin embargo, Hugo lanzó una última indicación antes de que se alejasen.
—Hablaré contigo antes de la hora de la cena, Sidony.
—Como gustes, sir —suspiró. Luego recordó que debía comportarse, se dio vuelta hacia sir Giffard y dijo cortésmente—: Gracias por vuestra amabilidad, milord. Confío en que no hayáis ofendido a nadie al escoltarme hasta casa.
Él respondió con la misma elegancia.
—Y yo me alegro de haber podido serviros, milady.
Cuando sus miradas se encontraron, de pronto sintió la extraña necesidad de añadir que ella no había requerido tales servicios. Pero consciente de que Hugo estaba estudiándola, reprimió su deseo, hizo una segunda reverencia de cortesía y siguió a Isobel escaleras arriba.