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Capítulo 16

Todavía con los dedos en el lazo de la chaqueta de una decidida pero temerosa Sidony, Giff clavó los ojos sobre su esposa.

—¿Qué es lo que has dicho? —le reclamó.

—Ya me has escuchado —respondió ella.

—Te he escuchado, sí, pero no lo comprendo —siseo él, al borde de la furia. Bajó tas manos de manera brusca—. Pero, querida, no seremos verdaderos esposos hasta que hayamos consumado nuestro matrimonio —le explicó con gentileza.

—No importa, sir, he tomado una decisión.

—Éste no es un buen momento para convertirte en una muchacha decidida —observó él.

—Tú mismo me alentaste a ello —le recordó—. Así que pretendo mantener mi posición. Además tú forzaste esta situación, con la excusa de que me quedara a bordo. Dos veces. Lo hiciste cuando seguiste de largo en lugar de regresar y dejarme en Lestalric, y otra vez en St. Andrews, cuando podrías haber permitido que el padre Adam me llevara con el obispo.

—¡Tú no querías ir con el obispo!

—Es cierto. Pero eso no afecta mi decisión de ahora. Sólo acepté casarme contigo para guardar las apariencias y evitar un escándalo. Lo hice por mi familia, no por ti —subió el mentón con arrogancia—. Si lo que te preocupa es tu reputación de macho conquistador, puedes decirles a todos que doblegaste a tu esposa varias veces. Me tiene sin cuidado lo que piense una tripulación de bestias.

—El matrimonio es de por vida. ¿Pretendes rechazarme para siempre?

La joven apartó la vista.

—En realidad, sir, te comportas de manera demasiado impulsiva para mi gusto. No apruebo las acciones tan tempestuosas, pero tú pareces haber hecho un hábito de ello. Por ahora, te ruego que te contengas.

—Rob y Hugo se hubieran marchado antes de que nosotros pudiéramos regresar a Lestalric, y aunque hubiésemos logrado anclar a salvo, jamás habríamos tenido la oportunidad de llevarte a casa. Fife estaba pisándonos los talones, mucho más rápido de lo que yo había esperado.

—Podría haber caminado hasta Lestalric sin ningún problema.

—No digas tonterías. Fife te hubiera capturado en un pestañeo.

—Deberías haberme bajado a tierra la primera vez —insistió Siddie, obstinada.

—Puede que esto te sorprenda —le respondió él—. Pero regresar a casa no es lo más crucial para mí. Es más importante llevar mi carga a destino. Entiéndelo de una buena vez, mujer.

La tensión entre ellos se acrecentaba con cada palabra. Sidony se alejó de él todo lo que era posible en esa diminuta cabina.

—¿Así que esa caja de joyas es lo que más te importa?

—Caja de joyas y... —dijo él, pero se cortó; estaba entrando en terreno peligroso en más de un sentido.

—¿Acaso el tesoro no es más que un puñado de joyas? —le preguntó ella—. ¿Sólo objetos? Seguramente, son objetos de valor para algunos. Pero déjame decirte, sir, que yo valoro mucho más a la familia y a las personas que a los meros objetos, sin importar de qué clase sean. Y espero que mi esposo considere a la familia en primer lugar. Lo cierto es que este barco lleva sólo una parte del tesoro que, hasta donde sabemos, no ha provocado más que problemas desde que desapareció hace casi un siglo. Tal vez convendría que el conde de Fife o cualquier otro tomaran nuestra parte, y nos dejaran en paz.

—Siéntate —le ordenó él, gentilmente, señalando uno de los bancos—. Tendremos que hablar abiertamente, mi querida esposa, recuerda que ahora tengo el derecho de pedirte obediencia. No me provoques o te arrepentirás.

Sidony se arrepintió de haberlo desafiado. La verdad es que apenas si entendía su propia actitud. Había planeado con cuidado su discurso, y lo había pronunciado en tono tan calmo como había deseado. Esperaba que él se sorprendiera, y sobre todo que la entendiera. Pero ahora, Giff estaba enfadado, y la situación se hallaba fuera de control, ella no había tenido el deseo de provocarlo así. Sin embargo, tenía la habilidad de enfurecerla como nadie. Desde el primer día, él había provocado en ella facetas que no sabía que poseía, algunas le gustaban. Pero esta actitud desafiante, no. Estaba a punto de pedirle disculpas...

—¡He dicho que te sientes!

Se sentó.

Giff quedó de pie junto a ella, alto, imponente, frunciendo el ceño.

—Jamás creí que nuestra noche de bodas estuviera plagada de témpanos. Esto es peor que atravesar el mar nórdico en invierno —se cruzó de brazos—. Debí haber imaginado que te resistirías. Muy bien, haz lo que te plazca, siempre y cuando sea en privado.

—No pareció importarte la opinión de los demás cuando robaste este barco, su capitán ¡y al sacerdote!

El gesto de la mano de Giff la hizo callar.

—No rapté al cura —objetó él—, pero supongo que tampoco lo entenderás. Eres más terca que una mula.

Sidony apretó los labios para no dar rienda suelta a su propio enfado. Tenía ganas de golpearlo y arrojarse al mar para llegar a St. Andrews a nado. «Voy a enloquecer si no salgo de aquí», pensó frotándose las manos. En lo profundo de su corazón la afligía que él no luchara más por convencerla de consumar el matrimonio. «No me desea», apartó la mirada avergonzada.

—Mi honor está en juego, Sidony. Espero que alguna vez lo comprendas. Hice una promesa.

Sidony estaba tentada de decirle que él acababa de prometer ante Dios que la protegería a ella, pero se refrenó.

—Pamplinas. Estoy harta de escuchar hablar a los hombres y su magnánimo honor —resopló—. Conozco damas más honradas que muchos hombres. Mis hermanas, por ejemplo. Incluso ellas parecen haberse comprometido con la Orden y ese maldito secreto que los tiene a todos tan nerviosos.

Giff asintió.

—Ahora que estamos casados, ¿no vas a contármelo?

Giff frunció el ceño.

—No todavía, querida.

—¿Por qué no?

—Todavía no te conozco lo suficiente.

—Si realmente me conocieras mejor, ¿lo harías?

Giff entrecerró los ojos.

—¿Estás tratando de negociar conmigo, cariño? Espero que no estés sugiriendo que si te entregaras a mí te lo diría.

Sidony se sonrojó.

—Pensé que era lo que tú estabas sugiriendo.

Giff rió entre dientes.

—Aprovecharemos este viaje para aprender a conocernos un poco más.

Ella asintió, sorprendida de que su alivio también tuviera algo de decepción.

Su esposo le tendió la mano, que ella aceptó con cautela.

—Vamos a la cama, querida, estoy exhausto.

Sidony se sobresaltó.

—Me refiero, mi dulce tormento, a que si ahora me fuera a dormir junto a los remeros, o en cualquier lugar del barco que no fuera aquí contigo, estaría revelando que mi esposa me ha rechazado.

La idea de que él pudiera pasar la noche con ella en esa pequeña cabina amenazó con cortarle la respiración. El corazón de la joven daba tumbos en su pecho.

 

 

Fife resopló molesto. Aún no habían visto ningún signo de su presa. Contempló el horizonte lejano, hacia el norte: la clave para encontrar el tesoro estaba en Girnigoe.

Hacía fresco allí afuera, Fife se había empapado por la fuerza de los remos. Por fortuna, ahora, el viento los impulsaba sin necesidad de ellos.

Reparó en el mascarón de proa y recordó a la muchacha. Ni rastro de ella en St. Andrews. El obispo ni siquiera estaba enterado la llegada del barco.

Tampoco habían visto ninguna señal del Reina Serpiente en el puerto, sólo pequeñas embarcaciones y dos más grandes, una mercante con la bandera de la Hansa y la otra con una bandera nórdica en la proa.

Sólo cuando un hombre de Fife interrumpió la velada, para anunciarles que el barco nórdico había partido del puerto, descubrieron que el astuto de MacLennan había camuflado el barco.

—¡Debemos salir ahora mismo! —había exclamado De Gredin—. Aún podemos atraparlos, milord.

Fife rechazó la sugerencia de inmediato. No podía imaginar peor muerte que chocar con un barco y morir ahogado en el mar. Pero cuando De Gredin siguió explicándole al obispo que un villano había robado el barco del conde, Fife tuvo que hacerse el valeroso y salir a recobrarlo de inmediato.

Resignado a su propio destino, el conde rezó una plegaria. Pero pronto llegó uno de sus hombres para informarle que el chevalier había trasladado a la mitad de la tripulación a la segunda embarcación.

 

 

Después de convencer a su esposa, Giff escuchó que Sidony dejaba escapar un suspiro. Su cuerpo se tensó, lleno de esperanza. Desde el momento en que ella lo había rechazado, el deseo de estrecharla en sus brazos se había incrementado tanto que ahora lo invadía por completo. Podía sentir el calor de ella en sus manos. Le ardían los dedos, anhelantes de acariciarle la piel desnuda.

Giff inspiró hondo y la soltó con cuidado.

—Supongo que podrás quedarte un rato —aceptó ella.

—Ellos esperan que me quede toda la noche.

—¿Toda la noche? —lo miró dubitativa—. Muy bien. Entonces lo mejor será que te quedes al menos esta noche. Supongo que puedo confiar en que mantendrás tu palabra.

Las manos de Giff volvieron a posarse sobre los hombros de ella.

—Siempre podrás confiar en mi palabra, aunque en este asunto, no puedo jurártelo. Eres demasiado bella, demasiado seductora para el deseo de un hombre. Así que cuídate de no tentarme demasiado. No respondo por mis acciones.

Sidony sintió un temblor ante la idea de que pudiera tentarlo tanto. Había escuchado las historias de los trovadores, sobre mujeres hechizando a los hombres con sus encantos, pero nunca había soñado que ella misma fuera una hechicera de amor. El sentimiento era tan intenso que no pudo controlar tentación de probarlo con él.

—No creas que te daré una daga para defenderte como llevaban tus hermanas Isobel y Adela —dijo él con una sonrisa—. Pero puedo ordenar a mis hombres que pesquen algún salmón y que te lo den, para que me golpees si pierdo el control.

Ella se rió, y la tensión entre ambos pareció disminuir.

—No necesito un salmón, sir —respondió ella—. Siempre tendré la posibilidad de gritar pidiendo ayuda. Puedes quedarte esta noche, pero no pretenderás que me desvista ante tus curiosos ojos.

—Oh, me gustaría —admitió, con tono provocador—. Pero iré a ver a la tripulación y a hablar con Wat Maxwell. No te preocupes por el farol. Lo apagaré cuando regrese.

Apenas salió de la cabina, Sidony se apresuró a quitarse el chaleco y la falda, los sacudió sin mucha esperanza, y los colgó en unos ganchos de la pared.

Se acicaló como pudo, luego retiró dos mantas rellenas de plumas de una canasta, colocó una en la cama superior y extendió la otra sobre el colchón cubierto de paño. Se deslizó debajo de la manta con un escalofrío.

Trató de imaginarse a Fife durmiendo en ella. Por primera vez en meses, añoró su hogar. Su cama mullida, sus amplios aposentos... Se removió incómoda. Ese fino colchón de fieltro que pretendía ser un colchón parecía tan confortable como la prisión en la que se había despertado esa mañana bajo el suelo. De todas formas, estaba tan cansada que hubiera sido capaz de dormirse sobre una roca.

Ya casi se había dormido cuando la puerta al cerrarse la despertó por completo.

—¿Eres tú? —exclamó, y tiró de la manta hasta cubrirse el mentón. Después se dio cuenta de que cualquiera podría responder afirmativamente a su pregunta y tuvo que reprimir una risita.

—Si fuera otro, estaría jugándose la vida.

Sidony sintió una vez más esa emoción del poder femenino. No creía que él fuera capaz de matar a un hombre cuyo único error hubiera sido abrir esa puerta, pero el hecho de que lo hubiera dicho era embriagador.

—¿Dónde estamos? —le preguntó ella.

—Entre Arbroath y Montrose. Hace unos minutos pasamos por Devil's Head y pronto alcanzaremos las dos elevaciones de Meg's Craig.

—No sé cómo puedes recordar tantos lugares. Yo ni siquiera reconozco esos nombres.

—Seguro que conoces Arbroath.

—Sé que Escocia declaró su independencia ante Inglaterra allí hace cincuenta años, pero no conozco el lugar exacto.

—Estamos a unas dos horas y media de St. Andrews.

—Siguen sin bajar los remos —observó ella—. Me doy cuenta por el movimiento del barco.

—Si el viento se mantiene, esperamos llegar a Aberdeen por la mañana. ¿Estás lista para que apague el farol? —preguntó de repente.

Giff parecía inmenso en aquella habitación; su cabeza casi tocaba el techo.

—¿Crees que esa cama te aguantará?

Él rió.

—Puedes ponerte arriba si lo prefieres.

Sidony se sonrojó.

—Prefiero quedarme aquí —dijo ella, con la esperanza de parecer despreocupada.

Giff fue lo bastante amable para no volver a reírse.

—Me quitaré las botas —anunció—. Tendrás que retirarte un poco después, porque para subirme a mi cama tendré que apoyarme en la tuya.

Cuando Giffard apagó el farol, la cabina se fundió en una oscuridad total. Sidony sintió cómo se hundía su colchón con el pie de su esposo al trepar a la cama de arriba.

—¿Realmente cabes en esa cama? —le preguntó, temiendo que la precaria estructura se derrumbara sobre ella.

—He dormido en lugares peores.

Las olas acunaban el barco, pero los recién casados no podían conciliar el sueño. Giff se incorporó bruscamente y todo crujió.

«¿Cómo diablos logran los remeros dormir entre los bancos?»

Se dio vuelta una vez más, convencida de que despertaría con todo el cuerpo entumecido.

—¿Todavía despierta? —le preguntó él.

—Estaba pensando.

—¿En nosotros?

—En el barco —aclaró Sidony—. Nunca me dijiste cómo lo robaste. Parece una tarea imposible para un sólo hombre.

Giff sonrió en la oscuridad.

—En ese momento, me pareció que era lo correcto.

—¡Pero no puedes tomar las cosas sólo porque lo deseas! Actúas como un niño. Tú mismo le enseñaste a Jake que debe pagar lo que toma sin permiso.

—La diferencia es que yo necesitaba un barco y algo que retrasara a Fife. Además, señorita, si no hubiera robado este barco, tú seguirías siendo rehén del conde. Sin duda, él no se habría mostrado tan condescendiente como yo. Habría disfrutado de tus encantos todas las noches.

La joven se estremeció ante la imagen. Quiso saltar a la cama de arriba para que Giff la abrazara, pero se contuvo.

—En realidad, fue De Gredin quien me raptó.

—Eso no tiene importancia. De Gredin debe de haber aprovechado la ocasión cuando se la ofreciste. Me pregunto qué estará tramando el conde ahora.

—Al menos, planea antes de actuar —asestó Sidony, con malicia.

—No me des lecciones, milady. He descubierto que en el medio del caos uno puede encontrar al menos una oportunidad. Yo busco ese momento, y lo aprovecho cuando llega.

—¿Y eso fue lo que hiciste con este barco?

—Sí. No reparé en que pertenecía al conde. Sólo vi mi oportunidad y la tomé.

Sidony quedó en silencio.

—¿Sigues despierta?

—Sí.

—¿Y ahora entiendes por qué a veces actúo como lo hago?

Sidony no le respondió. Le gustaba escucharlo, y estaba claro que él creía que había hecho lo correcto. Sin embargo, algo le molestaba, y no estaba segura de poder decírselo. Según su experiencia, a los hombres no les gustaba que los criticaran en sus acciones.

—¿Qué te sucede? Te mueres por decirme algo más. Puedo percibirlo.

—¿Lo único que hacen todos los hombres es limitarse a encontrar la oportunidad justa?

Sidony sentía mariposas en el estómago.

—No importa lo bien que se planifique, siempre hay algo que sale mal. Tenía que actuar rápido, de lo contrario toda la operación hubiera fallado. Ahora duérmete, debes estar exhausta.

Sidony sonrió y cerró los ojos. El día anterior había sido aterrorizante, pero ahora volvía a sentirse segura. Por fin, concilió el sueño, profundo y sin alteraciones.

Cuando llegó la mañana, se despertó y se encontró sola en la cabina.

Giff estaba de pie sobre la cabina de popa, mirando en la distancia detrás de ellos. Unas nubes de algodón cubrían las alturas del cielo, anunciando la tormenta. Ya estaban al sur de Aberdeen y llegarían a Peterhead cuando empezara a caer la noche.

No se divisaba ningún barco detrás de ellos. Ciertamente, el viento los había favorecido mucho, pero por más que deseara que el miedo de Fife a navegar los hubiera obligado a pasar la noche en St. Andrews, intuía que esta vez esa esperanza resultaría vana.

Wat Maxwell, que le había cedido su cama al padre Adam, se había quedado en vela toda la noche a cargo del barco.

—Sin duda está disfrutando del descanso —le dijo Giff, sobresaltando al capitán, sumido en sus pensamientos—. Pero él no puede mandar este barco, y vos necesitáis algo de sueño o no me serviréis de nada. Despertadlo y meteos en la cama.

Maxwell obedeció agradecido, dejándolo al frente de la nave.

—Es toda vuestra, sir.

Giff paseó la mirada sobre la cubierta, buscando al más pequeño de los remeros. La mayoría eran hombros de largas piernas y anchas espaldas que pertenecían a los Sinclair, una estirpe de guerreros. Encontró uno que le pareció adecuado. Le hizo una seña y bajó con cuidado de la cima de la cabina, por si la muchacha, su bella esposa, pensó con una sonrisa, todavía estaba durmiendo.

—¿Sí, sir? —el marinero lo miró con sus ojos grises.

—Eres Blegbie, ¿no es cierto?

—Ned Blegbie, sir. A vuestras órdenes.

—¿Qué te parecería si treparas al mástil, Ned Blegbie?

El hombre sonrió.

—Me sentiría un felino.

—Estoy de acuerdo, pero no es bueno para la moral de un barco que el dueño sea el único que se divierta. Así que sube tan alto como puedas y grita si descubres alguna embarcación detrás de nosotros.

Todavía con una sonrisa en los labios, Ned Blegbie se subió al primer travesaño. Luego, trepó por el entramado de sogas hasta que su cabeza estuvo justo debajo de la punta del mástil.

—Yo lo podría hacer sin problemas.

Alguien tironeó del pantalón de Giff, el pequeño Jake miraba con atención a Ned Blegbie.

—No me digas que tu padre te lo permite, porque no lo creeré.

—No, una vez me agarró cuando estaba empezando a trepar y me tiró hacia abajo. Pero yo no tengo miedo, señor, no, no.

—¿Lo has hecho ya?

—Sí, claro. Le gané una apuesta a un par de hombres que me desafiaron a tocar la punta del mástil por medio penique. Les dije que lo haría, pero no por medio, y entonces me dijeron que me darían uno entero, y así fue.

—Esos hombres pueden sentirse afortunados de no estar ya en este barco —carraspeó Giff—. ¿No tienes ninguna tarea que hacer esta mañana?

Jake suspiró.

—Conozco mis obligaciones —aclaró con un tono serio—. No hace falta que me regañéis. —Luego bajó la voz—: ¿Realmente os habéis casado con ella?

—Así es —afirmó, orgulloso, observando cómo Sidony se asomaba por la puerta de la cabina.

Él le sonrió y obtuvo una agradable sonrisa en respuesta.

—¡Sir! —gritó Ned Blegbie—. ¡Dos botes a estribor!

 

 

Fife estaba esperanzado, pero actuaba con cautela. Había ordenado a sus hombres que levantaran una especie de tienda con las velas de repuesto en la proa del barco, para protegerlo de la inminente lluvia que pudiera desatarse, o del sol abrasador, si es que lograban ver el sol en esos días. Según De Gredin, el Reina Serpiente se hallaba a sólo una hora de distancia. El conde se frotó la barbilla. Veía un barco en el horizonte, pero se dibujaba sobre el agua demasiado lejos para que él pudiera distinguirlo.

—Hay pocos barcos de esa envergadura en las aguas del norte —señaló el chevalier.

—Entonces decidles a los hombres que se den prisa, quiero capturarlo lo antes posible.

—Si insistís. Pero se dirigen hacia el lugar correcto —opinó razonablemente—. No nos reconocerán. Si no los amenazamos, no tendrán ninguna necesidad de eludirnos.

Fife se mostró de acuerdo, pero sólo porque pensó que le resultaría difícil reclamar para sí la Piedra del Destino, aunque realmente estuviera alojada en la bodega del Reina. Claro que esa nave le pertenecía; junto con todo lo que hubiera dentro... la piedra inclusive. Pero MacLennan lucharía por quedársela.

Además, De Gredin también ansiaba el tesoro y asumiría que la piedra era parte de él. Sin duda la utilizaría como mercancía valiosa para negociar con los escoceses que querían dejarla en Escocia. Y aunque tuviera la certeza de que los templarios estuviesen dispuestos a pagar rescate por una piedra, el conde debía evitar que cayera en manos del chevalier o de los templarios.

Además, Fife sólo contaba con doce hombres y era el otro quien mandaba el barco y había prometido que pronto una pequeña flotilla se les uniría desde el sur.