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Capítulo 4

—No provoques a sir Giffard, jovencita —le advirtió Hugo después de despedir a los otros dos y cerrar la puerta tras ellos.

—Yo no provoco a nadie —respondió ella ofuscada.

—Eso es cierto —reconoció él—. Pero no siempre estás en tus cabales, ¿verdad?

—No planeé perderme, sir, ni tampoco irme por tanto tiempo.

—Sabes que no me refiero a eso. ¿Qué demonios te llevó a pasear por los bosques de la abadía?

Aunque no le gustaba que nadie estuviera enfadado con ella, Sidony se enfrentó a él sin titubear.

—Me cansé de estar siempre rodeada de gente —admitió ella—. Los bosques son pacíficos y silenciosos. Después de todo, no por nada pertenecen a la Iglesia. ¿Qué daño podría sufrir, considerando que Dios los vigila?

—Saliste del bosque con un hombre que ni siquiera conocías —le señaló él.

—Pero tú sí lo conoces, milord —replicó—. Isobel dijo que enviasteis a por él.

—Pero tú no lo sabías en ese momento —retrucó él, bruscamente—. ¿O se atrevió a abordarte con la excusa de que era mi amigo?

—No —recordó la escena—. Me dijo que te conocía, por eso se empecinó en traerme hasta aquí. Conoce tu temperamento.

—Entiendo.

Cierto o no, Hugo dejó de concentrarse en inculpar a sir Giffard, pero continuó enumerando los errores de Sidony con severidad.

Escuchó todas las recriminaciones, en respetuoso silencio, luego se atrevió a hablar.

—Estoy muy arrepentida por haber molestado a todo el mundo, sir.

—No quiero volver a enterarme de que has hecho algo semejante ¿me has entendido?

—Sí, milord.

—Bien, jovencita —le dio una palmada en el hombro—. Vayamos a cenar, antes de que lady Clendenen venga a buscarnos.

Aliviada de que hubiera pasado el mal trago, obedeció con entusiasmo.

Encontraron a los otros en el gran salón, rodeados de paredes de piedra y bajo el cielo raso de vigas de madera. El recinto era confortable y tenía una chimenea que compartía con la cocina, al final de la casa. Si bien lady Clendenen se quejaba durante el invierno, la chimenea lograba caldear bien el ambiente.

—Oh, acabamos de llegar —la saludó su hermana, pero Sidony no le prestó atención y miró hacia donde sir Giffard se había reunido con Rob, cerca del fuego. Cuando él le sonrió, ella apartó la vista rápidamente. Y cuando volvió a mirarlo, Rob había capturado su atención para presentarle a la anfitriona de la casa.

Hugo tomó por el codo a Sidony con delicadeza y la guió hasta la mesa.

Las copas, bandejas, platos de madera pulida, una canasta de pan y una jarra de vino adornaban la mesa. A cada lado, la flanqueaban sillas de respaldo y en las cabeceras, sillones; había un tablero de trinchar para el cordero asado, ya preparado junto a la entrada de la despensa.

Algo apartadas de la mesa principal había otras dos mesas menores, ocupadas por los criados de lady Clendenen.

—Somos un grupo extraño esta noche, ¿no es cierto? —comentó lady Clendenen—. Pero estoy muy complacida de que me honren con su presencia.

Era una mujer algo regordeta, que ya había cumplido los cincuenta. Se quejaba a menudo de su baja estatura, pero tenía una piel delicada y una sonrisa agradable, que desplegó apenas puso sus ojos en sir Giffard.

—Podéis sentaros a mi derecha, sir —le indicó—. Rob, querido, venid aquí a mi lado. Isobel y Sidony se sentarán frente a ti, y tú, Hugo, sed bueno y ocupad la silla en la otra cabecera, y di la oración por mí.

Hugo obedeció gustoso. Su señoría hizo una seña a un criado para que sirvieran la carne, informó a todos que el salmón que yacía en la bandeja era el que Sidony había pescado, y luego añadió:

—Ahora, mi querido sir Giffard, habladnos de vos.

La sorpresa del caballero despertó el sentido del humor de Sidony, pero intentó disimularlo para no enfadar más a Hugo. Inesperadamente, fue Hugo quien intervino antes de que el otro hablara.

—No creo que queráis quiera saber todo sobre él, madame. Su mala fama lo precede. Pero como Rob os debe de haber dicho, Giff está aquí por invitación mía y de Michael.

—Os equivocáis, Rob no me ha dicho eso —respondió su señoría echando un vistazo al caballero, que parecía sólo interesado en el criado que se había acercado para servirle más vino. El jovenzuelo, alerta a los gestos bruscos de la señora, la vigiló con atención y logró completar su cometido sin causar accidentes. Había otros dos criados que se movían por el salón, ofreciendo carne asada.

—Sir Giffard viene de Kintail, milady —comentó Sidony de repente—, por tanto somos casi vecinos. ¿No es así, sir?

—¿Entonces ya lo conocías, querida? —preguntó lady Clendenen, cuando el huésped reparó en Sidony—. Pensé que lo habías conocido esta tarde.

Sidony recordó que nada se le escapaba a esa dama atenta.

—Nos hemos visto por primera vez esta tarde, pero me ha dicho que es de Kintail. Además, ya he escuchado alguna vez el nombre de MacLennan, aunque creo que no hay ninguno viviendo en Glenelg.

—¿Y en qué parte de Kintail vive su familia, sir? —lo inquirió lady Clendenen.

Él inspiró hondo para tomar la palabra, pero la dama se le adelantó.

—Quizá debería decirle antes que soy una persona muy inquisitiva. Además, en un mes desposaré a Macleod de Glenelg, el 6 de julio para ser exactos. Y ahora que tengo el gusto de conoceros, se me ocurre que quizá Macleod ha invitado a vuestra familia a la ceremonia, a menos que... —añadió poco después, con una mirada pícara—... vos ya estaréis al tanto del asunto.

Aquella sombra instantánea, que Sidony le había descubierto en el bosque, cruzó una vez más el rostro de Giffard; pero él respondió con soltura.

—No tengo idea, milady. Apenas si he estado en casa durante la última década.

—¿Durante tanto tiempo? ¿No estáis en contacto con vuestra familia?

El huésped pareció preocupado.

—Ya te advirtió que era muy inquisitiva —comentó Rob, disculpándola—, pero te acostumbrarás si pasas tiempo suficiente en Edimburgo. Yo lo he logrado.

—Oh, sí —dijo lady Clendenen a otro criado que le ofrecía de un plato con verduras—. Me temo que soy una de esas personas que dice lo que piensa. Mi primo Ardelve, que Dios lo tenga en la gloria, me acusaba de mi falta de tacto. Pero también acepto que me avisen cuando excedo los límites. Decidme si me paso de la raya. Os prometo que no me ofenderá si lo hacéis.

Sidony se preguntó si la dama hablaba de verdad. En su corta experiencia, las personas que se jactaban de hablar con sinceridad pocas veces apreciaban si los otros hacían lo mismo con ellos. Miró con compasión a sir Giffard. Él sonreía y parecía completamente a gusto.

Se hizo un pequeño silencio. Isobel decidió intervenir.

—Dejadme agradecerle su amabilidad para con mi hermana, sir. Sidony tuvo suerte de encontrarse en el bosque con un amigo de la casa. Podría haberse topado con un enemigo.

Sidony la miró con preocupación.

—Pero, Isobel —intervino lady Clendenen—, ¿crees que hay enemigos escondidos en los bosques? A mí no se me ocurriría salir a caminar por ahí, pero estoy convencida de que estos bosques son tan seguros como mi propio jardín.

—Yo no vi a nadie escondido —comentó sir Giffard.

—A excepción de ti —apuntó Hugo, sardónico. Luego comentó en un tono más amable—: Este cordero está excelente, milady.

—Gracias. Pero no deberíais desmerecer la amabilidad de sir Giffard al proteger a nuestra frágil Sidony. Isobel está en lo correcto en darle las gracias. También os lo agradezco yo, sir, y estoy segura de que Sidony también.

—En efecto —agregó Isobel, sonriendo—. Aunque mi hermana todavía teme que vos estéis enfadado con ella.

—No tiene por qué temer nada. De hecho, milady, no se me ocurre por qué imagina que me haya enfadado alguna vez con ella.

—Sí —murmuró Rob, tomando otra porción de salmón—, este salmón sabe excelente. Al parecer sobrevivió al golpe sin daños mayores.

—¿Sobrevivió? —comentó Hugo con una sonrisa.

Las mejillas de Sidony se encendieron, percibió las miradas burlonas que le dirigían y deseó que todos desaparecieran de su vista.

Giff notó que Sidony se sonrojaba, pero se concentró en lady Isobel, que todavía lo miraba con curiosidad. Parecía una gaviota sobre la cuerda de un barco, esperando su porción.

—¿El salmón? Me temo que no entiendo, tal vez podáis explicármelo, sir —sugirió ella con modesta afectación—. Debo confesar que soy tan inquisitiva como lady Clendenen.

—En realidad, Isobel me supera con creces —comentó la anfitriona—. Pero responded, por favor. No logro imaginarme cómo un salmón pueda enfrentar a un hombre y una mujer, a menos que ella se lo haya robado. Y tampoco puedo imaginar que Sidony haya hecho algo incorrecto.

—Yo tampoco, milady —dijo Giff—. Lady Sidony había pescado ese magnífico ejemplar antes de que yo la encontrara. La cena es mérito de ella, no mío. Le aseguro que no me enfadé con ella por ningún motivo.

Y si esta mentira perjudica mi alma inmortal, que así sea.

Estudió a Sidony, para comprobar si ella mostraba alguna gratitud por su mentira piadosa, pero la muchacha tenía los ojos clavados en el plato. La copa de vino estaba intacta.

Giff se convenció de que la provocación de Rob no había sido intencionada, pues pronto se desentendió de su comida e introdujo un tema más general de conversación. Al rato, la charla se volvió tediosa, hasta que por fin terminaron de comer y Hugo tomó la palabra.

—Pronto partiremos, milords. Podemos discutir los últimos detalles cuando ya estemos a caballo. Puedes alojar a Giff en Lestalric, ¿no es cierto, Rob?

—Desde luego, y supongo que tú también dormirás allí.

—Lo haré esta noche. Mañana tengo que regresar a Hawthornden; de lo contrario, mi cabeza acabará rodando por el suelo.

Giff sonrió.

—¿Tan temible es tu esposa? Me gustaría conocerla.

Hugo le sonrió a su vez.

—Tal vez la conozcas... en alguna ocasión.

—Nosotras también debemos marcharnos, Sidony —acotó Isobel.

—Iremos con vosotras —comentó Hugo—, para comprobar que lleguéis bien a la mansión Sinclair.

—Gracias, pero primero tengo que preparar a Will y buscar a su niñera. Ha estado bastante revoltoso últimamente, tal vez tarde un poco. Si queréis, podéis salir primero. Uno de los criados de su señoría nos...

—Os esperaremos —la interrumpió Hugo—. Tampoco tenemos tanta prisa. Lestalric no está a más de dos millas. Puedes tomarte todo el tiempo que quieras con el niño.

Se levantaron de la mesa. Giff notó cuánto más serena que el resto era lady Sidony, mucho más que las otras dos mujeres, que parecían hablar sin parar entre ellas y con los hombres.

Sidony se retrasó un poco para que el resto avanzara hacia el corredor que daba a la escalera. De modo que Giff también dejó pasar primero a Rob y a Hugo, que seguían a las otras dos mujeres. Pero justo cuando se felicitaba por su maniobra, Sidony murmuró que se había olvidado el cuchillo en la mesa y regresó al salón.

MacLennan se las arregló para apartarse del grupo sin que Hugo lo notara. Se apresuró a dirigirse al salón. Con alivio vio a la joven cruzar por un sendero la parte de atrás de la casa.

El cielo se había aclarado, sólo algunas nubes correteaban hacía el horizonte, donde el sol ya se hundía, extendiendo sus rayos.

Por un momento, con la luz del sol en los ojos, la perdió de vista y se preguntó si se habría adentrado una vez más en el bosque. Luego la descubrió junto a un árbol, contemplando los colores del atardecer.

Cuando los pasos de Giff sonaron en el sendero de grava, ella se dio vuelta y lo observó acercarse con tranquilidad. Los últimos rayos de sol la bañaban de dorado, de la cabeza a los pies.

—Veo que no soy el único que quería un poco de aire fresco —le dijo cuando estuvo lo bastante cerca para hablar sin levantar la voz.

—Me habéis seguido —respondió ella.

Giff quiso convencerla de que la había encontrado por casualidad. Pero no pudo. En lugar de eso, prefirió sonreír.

—Así es. Quería que continuásemos conociéndonos un poco más. ¿Estáis enfadada conmigo?

—No. Pero estoy segura de que Hugo os aconsejó que no os acercaseis a mí.

—En efecto. Del mismo modo que os advirtió a vos de que no me provocaseis.

Sidony sonrió.

—Lo escuchasteis. En ese momento me pregunté si lo habría hecho a propósito.

—Claro que lo hizo a propósito.

—¿En verdad no le teméis? Tiene un temperamento feroz. Vos mismo me habéis dicho que os tumbó de un golpe la última vez que os visteis.

—No lo volverá a hacer.

—Parecéis seguro. Debo confesar que me alegra que no le hayáis mencionado que os golpeé. Y os lo agradezco también —agregó después—, por no decírselo tampoco a Isobel.

Giff frunció el ceño.

—¿Hugo sería capaz de castigarte?

—Nunca lo ha hecho, pero es bastante severo cuando está molesto. Supongo que si yo fuera un hombre, me daría una paliza. No entiendo cómo no le teméis —repitió, inclinando la cabeza—. ¿Es porque él mandó a buscaros? ¿Por qué no me lo dijisteis antes?

—Es un asunto de hombres —respondió Giff—. Además, no acostumbro a discutir mis asuntos con cualquier mujer bonita que me cruzo en el camino.

Sidony abrió mucho los ojos.

—¿Tantas os habéis encontrado?

Giff rió.

—Docenas cada día. Pero no muchas que se vieran tan bonitas como vos esta noche, con ese vestido. Parecéis una ninfa de los bosques. Deberíais usarlo más a menudo.

Las mejillas de Sidony se encendieron.

—¿Por qué me decís esas cosas?

—Porque son ciertas —respondió él, perforándola con la mirada. Los ojos de la joven eran tan claros que parecían diluirse en la luz. Y ese efecto fascinaba a Giff.

Sidony se humedeció los labios, esos labios carnosos, tan tentadores. El cuerpo de Giff se tensó en respuesta, henchido de deseo.

Sidony no sabía qué hacer con él. Ese hombre la hacía sentir arrebatada y un poco marcada. Un cosquilleo recorrió su cuerpo, quiso estirar una mano, pero no supo si para alejarlo o para acercarlo más aún.

Era alto, de espalda ancha y musculoso, el tipo de hombre que hubiera subyugado a cualquier mujer. Parecía no preocuparse por lo que los otros pensaran de él. Ni siquiera había pedido disculpas por sentarse a la mesa con los pantalones y la chaqueta de cuero que llevaba puestos desde hacía dos días. Aunque la camisa blanca contrastaba con su piel de bronce.

Quizá en Galloway los hombres no se vestían elegantes o quizá sir Giffard era pobre.

Se avergonzó de sus pensamientos. Mientras él seguía clavándole los ojos, con esa mirada extraña, hambrienta. Debía dar un paso atrás y poner un poco de distancia, pero cuando estaba a punto de hacerlo, él se le acercó aún más.

La tomó de la cintura, suave pero con firmeza, y la besó.

—¡Giff! ¿Qué haces ahí afuera?

—Es Hugo —murmuró ella, preocupada.

—Poneos detrás del árbol —le indicó—. No os ha visto.

Sidony le obedeció sin pensar. Era posible que no la hubiera visto; además Giff era tan ancho como para cubrirla.

—Sí, Hugo —respondió Giff, dándose vuelta—. Estoy aquí, admirando el atardecer —y agregó en voz baja—: Tiene el sol de frente, quedaos en silencio hasta que él y yo regresemos a la casa.

—¿Y si te pregunta por mí?

—Está pensando en otras cosas en este momento. Dudo que lo haga —respondió Giff, ya alejándose de ella—. ¿Estás listo para partir? —le preguntó a Hugo.

—Sí. Ya he mandado preparar los caballos, y Rob está esperándonos en la entrada.

Sidony observó cómo Giff marchaba por el sendero de grava hacia la casa. Hugo ya había desaparecido adentro.

Contó hasta cien y entró. Encontró a Isobel descendiendo en ese momento las escaleras, con el niño y la niñera. Por fortuna, Hugo no apareció por ningún lado.

 

 

Cuando los últimos rayos de sol se hundieron bajo el horizonte, el conde de Fife ordenó a los doce jinetes que avanzaran a trote por Canongate, desde la abadía hacia St. Giles y el castillo. Todos estaban bien armados y vestidos de negro.

De Gredin montaba junto a él, ataviado con mayor elegancia que de costumbre.

—Pensé que los monjes no permitían visitas en sus servicios.

—Yo asisto a los que quiero, le guste o no le guste a ese abad malhumorado —respondió Fife—. Una vez me amenazó con excomulgarme, pero no me interesa. Prefiero aprovechar el servicio corto para hacer mi confesión y marcharme de inmediato. Además, con una docena de hombres armados esperándome en el patio de la iglesia, ¿qué podría decirme?

—Ciertamente —comentó De Gredin, en tono alegre—. Estoy agradecido de que me hayáis dejado quedarme, milord. Confío en que esta vez conseguiremos nuestro objetivo.

—Veremos. Pero no podemos discutirlo aquí —murmuró Fife—. Me pregunto dónde están los barcos que me prometisteis.

—Si mal no recuerdo, estamos en época de embarque de lana a los países de la Hansa —señaló De Gredin—. Imagino que llegarán pronto. Con todos los barcos que alojará Leith Harbor en los próximos días, será un buen momento para agregarles uno o dos más.

—Yo he encargado uno para mí —comentó Fife, cambiando el rumbo de la conversación hacia un tema menos delicado para hablar en público—. El Reina Serpiente ya está anclado en la bahía de Leith. Mañana os llevaré a verlo, ni el Papa debe de tener uno tan bonito.

De Gredin expresó su deseo de conocer el barco, pero Fife ya no le prestó más atención. No sólo tenía ahora su propio barco, sino también la promesa del Papa de que lo ayudaría. En recompensa, le pedía que colaborase con De Gredin para recuperar el tesoro templario. Si todo salía bien esta vez, el chevalier lo ayudaría a encontrar la Piedra del Destino de Escocia, algo que Su Santidad no podría reclamar nunca como propio aunque fuera parte del tesoro. Además, si Fife la encontraba, apenas si necesitaría del apoyo papal para hacerse de la corona escocesa.

—Me alegro de que hayáis salido con vida de las tierras fronterizas, milord —dijo De Gredin, retomando la conversación—. ¿Pretendéis regresar pronto a la zona?

—No. Los problemas constantes allí me sirven para mantener a los Douglas ocupados, para que me dejen el camino libre por aquí —respondió el conde, terminante. No pretendía dar detalles al escurridizo francés. Había llevado a De Gredin hasta allí sólo para mantenerlo vigilado.

—Entonces espero que tengáis planeado ahora concentrar toda vuestra atención en nuestro objetivo.

—Habláis demasiado —le dijo Fife, y le echó una mirada diabólica—. Practicad la virtud del silencio.

De Gredin asintió.

—Disculpadme, milord. No quise ser irrespetuoso.

Fife no hizo ningún comentario. La sumisión de aquel hombre no le sorprendía. Por el contrario, le hacía desconfiar aún más de él.