Capítulo 14
En el momento en que Giff salió de la cabina, Sidony recordó cómo el día anterior había invocado su imagen para no pensar en los métodos de interrogatorio con que De Gredin la había amenazado. Imaginárselo ahora entregándola a un obispo al que Fife tenía en el bolsillo le daba ganas de abofetearlo.
La idea de sacudir a un hombre treinta centímetros más alto que ella y de unos cuantos kilos más la hizo sonreír. Se preguntó cómo rayos Giff MacLennan era capaz de inspirarle sentimientos tan contradictorios.
«¿Qué problema había en que una joven como ella paseara sola en el bosque? Además si hablamos de modales...»", recordó de repente que la había besado tres veces. La primera había sido un beso robado, las otras...
—¡Es un ladrón por naturaleza!
Se había puesto de pie sin sentir ningún dolor más que un pequeño mareo por el movimiento del barco, además de esa sensación de encierro que daba la cabina con la luz tenue y la falta de alimento.
«No creerá que voy a comer sola en la cabina, ¿o sí?», se preguntó mareada.
Sidony avanzó con cuidado hasta la puerta.
Los remeros trabajaban a un ritmo regular a pesar de que la vela hinchada con el viento era la más grande que ella había visto jamás. En las Islas, los barcos cargueros eran llamados birlinn, pero éste era muy distinto de los demás. El Dragón tenía un tamaño descomunal, ¡además contaba con dos cabinas!
El cielo se ocultaba bajo una capa de nubes amenazantes. Inspiró el aire fresco.
Reconoció la isla de May más adelante, por sus altos acantilados y el priorato ubicado en la cima de la vieja piedra. Estaban entrando en la parte más extrema del estuario.
Descubrió que Giff avanzaba por el pasillo central, corriendo de proa a popa por encima de los bancos, y se refugió detrás de la puerta.
Su expresión era tan amenazadora como el clima. Cuando se adelantó para hablarle, sus ojos parecían tormentosos.
—Te dije que te mantuvieras dentro.
—Pues no quiero —se negó ella, y miró hacia otro lado con una mezcla de sorpresa y deleite por defender su voluntad.
—He estado demasiado tiempo encerrada en una caja y necesito respirar. Ningún hombre en este barco me hará daño, a menos que... —hizo una pausa y lo miró a los ojos—. ¿Tienes miedo de no poder controlarlos, sir?
—No, muchacha, no tengo miedo de eso —respondió Giff.
Le causó un poco de gracia la seria expresión de ella al hacer la pregunta. Su traje verde de montar estaba hecho jirones y lleno de polvo. Su rostro, lleno de manchas; algunas, quizá, producto de las lágrimas. Y sólo por esas lágrimas hubiera matado a De Gredin.
—Si insistes, puedes sentarte en ese banco de allí —le indicó él.
Era un banco en la esquina contraria al puesto del timonel, en la popa.
—Pero no creas que siempre me podrás manejar tan fácilmente —le advirtió—. Recuerda que ahora soy el dueño de este barco, y no toleraré ninguna insubordinación de mi tripulación.
—No creo que sea una insubordinada —objetó—. Sólo tengo hambre.
—Tenemos chuletas saladas.
Giff echó un vistazo a los hombres. A pesar de que el viento los favorecía, había puesto a dos en cada uno de los remos, para poder alcanzar mar abierto lo antes posible. Sólo entonces los remeros le dejarían toda la tarea a la vela. Los que no trabajaban se habían tendido en los espacios entre los bancos para descansar y esperar su turno, conocidos como los «cuartos», o daban vueltas para estirar las piernas o hacían alguna tarea, como separar viejas cuerdas, para mezclarlas con alquitrán y cubrir con ellas las grietas del barco.
Dos hombres hablaban cerca de la cabina de proa, Hob Grant estaba de pie allí arriba, maniobrando el palo de proa mientras vigilaba las aguas. Ninguno miraba cómo avanzaba Giff, pero todos habían notado su presencia y la de la mujer que lo acompañaba.
Desde el puesto del timonel, Maxwell observaba las aguas turbulentas.
—¿Dónde está Jake? —le preguntó Giff.
El capitán señaló con la cabeza hacia el poste de proa y Giff lo vio arrodillado en el «cuarto» de los remeros de delante, cerca del pasaje central, los brazos cruzados sobre el banco y el mentón descansando. Los hombres parecían contentos de tenerlo ahí, pero más contentos estaban de tener a esa belleza en la cubierta. Todos clavaron sus ojos en Sidony.
Quizá percibiendo las miradas, levantó los ojos hacia Giff y se sonrojó.
Él se le acercó alzando un dedo admonitorio.
Con visible renuencia, se subió al andamio central, consiguió mantener el equilibrio y se dirigió hacia adelante.
—Agradece a ese muchacho que te hayamos liberado —informó en voz baja—. El pobre temía que fueras un fantasma.
—Debo de haberlo aterrorizado —rió ella—. Pero estoy contenta de que alguien me haya escuchado.
—Jake, ésta es lady Sidony Macleod —la presentó Giff cuando el joven llegó hasta ellos.
Apenas si esperó a quitarse la gorra; hizo una pequeña reverencia y le dijo:
—¿Cómo os metisteis en ese pequeño agujero, milady?
—Un hombre malvado me puso ahí —le respondió ella, sonriendo—. Sir Giffard me ha dicho que debo darte las gracias por salvarme.
—El ruido me llegó hasta las tripas, ¡os lo aseguro! Pensé que habían venido unos fantasmas a llevarnos a todos. ¿No traéis un peine con vos, milady?
Avergonzada, Sidony se tocó el cabello, reparó en su falda, estaba claro que hasta ese momento no había pensado en su aspecto.
—Oh, Dios mío, ¿tan mal estoy?
—Parecéis un poco magullada, milady —opinó Jake sin dudar—. Como si se hubierais peleado con gatos callejeros. Mirad, tenéis un ojo morado. ¿Qué fue lo que os pasó?
—Ese mismo hombre malvado me golpeó —le respondió ella, echando un vistazo a Giff.
—Estás tan hermosa como siempre, Sidony —le dijo en tono sereno—, debes de ser la primera mujer que conozco que no piensa primero en su apariencia.
Ella hizo una mueca.
—Pues debería —se quejó Jake, haciendo una mueca—. Podría verse mucho mejor con una trenza hecha como corresponde y sin esas manchas de barro. Si queréis un peine, os presto el mío, milady.
—Gracias, Jake —le obsequió una bella sonrisa—. Eres un encanto.
Giff cogió al ruborizado joven por el hombro y se lo apretó un poco en señal de reconocimiento.
—Yo también te doy las gracias por tu buen oído, Jake. Ya me has pagado con creces la deuda.
El niño abrió mucho los ojos.
—¿No tengo que pagaros nada de nada?
—Nos has prestado un gran servicio a los dos —declaró Giff. Y luego añadió, serio—: Pero que no te encuentre robando, porque me lo cobraré dándote una buena paliza también. ¿Me has entendido?
—Sí, sir, y mi pa' me dice que no le dé motivos de enfado porque si no me dará una paliza también —explicó el niño, solemne, golpeándose el trasero—. No tomaré nunca nada más que no sea mío.
Hurgó en su bolsillo, hasta sacar un peine roto de hueso común, que le entregó a Sidony con otra de sus exageradas reverencias.
—No es necesario —lo detuvo Giff.
—No te metas en esto. Gracias, Jake —le dijo Sidony, aceptando el peine con otra sonrisa.
—A la orden, milady —dijo el niño y luego se dirigió a Giff—: ¿Me juráis que no tendré que pagaros ni una pizca de vuestra condenada libra?
—¿Me estás provocando?
—No, sir, no, no.
—Estaba a punto de sugerirte que podríamos encontrar un peine o un cepillo entre las cosas personales que Fife ya había cargado en el barco —comentó Giffard a la joven.
Sidony inclinó la cabeza.
—No dejaré que un peine o un cepillo de ese hombre horrible toque mi piel. El peine de Jake bastará.
El muchacho sonrió abiertamente.
—Vete ahora, Jake —ordenó el comandante—. Y no molestes a los remeros. Y diles a esos hombres que han tensado demasiado la vela.
—Sí, sir, a la orden, sir —respondió Jake, y se alejó corriendo para obedecerle.
—¿Cómo hace para correr así sobre esa plancha tan angosta? —preguntó Sidony—. Yo debo hacer un gran esfuerzo para mantenerme en pie.
—Ha vivido la mayor parte de su vida en un barco —respondió Giff, viendo cómo uno de los hombres le hacía señas al otro para que lo ayudara a incrementar la curva de la vela—. Apuesto a que tiene que hacer más esfuerzos para moverse cuando está en tierra. Te acostumbrarás al movimiento del agua, milady. Es decir, si te quedaras a bordo, que no es el caso —se corrigió él.
Sidony no le respondió, sino que se dedicó a acomodarse la falda. Luego le preguntó:
—¿Cómo sabrás dónde estamos cuando hayamos dejado atrás el primer estuario?
—¿Temes que nos perdamos? —la cuestionó él con una sonrisa.
—Claro que no. Ya te he dicho que no es la primera vez que navego, y aunque en la mayor parte de las islas siempre se puede ver alguna otra costa, he visto desaparecer orillas, sobre todo en medio de la niebla espesa. Pero siempre llegamos a salvo a destino. Sólo me preguntaba cómo es que lograban hacerlo los marineros.
—Usamos brújula, claro está, pero también observamos el color del cielo y el curso del sol, la luna y las estrellas. Identificamos algunos puntos en la costa. Y a veces se usa el reloj de arena para controlar el paso de las horas y calcular las distancias. Además, uno aprende a reconocer los movimientos del mar.
Sidony luchaba ahora para desenredar su cabello enmarañado.
—No entiendo —dijo, mientras desenredaba un nudo—. ¿Para qué puede servir mirar el movimiento del mar si no para saber si está calmo o encrespado?
—Un buen marinero debe observar muchas cosas. Por ejemplo, la mayor parte del tiempo, las olas van en la misma dirección. Cualquier cambio que se produzca en el movimiento indica algo. Cuanto más se acerca uno a la costa, es más probable que se encuentre con corrientes cruzadas y hasta algunas que vayan en contra. Todo eso puede ayudar a prevenir ciertos peligros.
—Seguro que cerca de la costa hay más riesgos de toparse con olas violentas, ¿no es así?
—Claro, por eso la mayoría de los capitanes lleva una bitácora, donde anotan los detalles de sus travesías.
—¿Y tú tienes una bitácora así?
—En mi propio barco, sí. Y Maxwell tiene una para esta ruta, porque Fife planeaba navegar en esta misma dirección. Pero yo también puedo leer bien las aguas —se jactó—. Crecí navegando no sólo en el mar y los pasajes cerca de Kintail, sino también en los lagos marinos, donde las condiciones del tiempo y las mareas son especialmente traicioneras. Seguramente has estado alguna vez en Loch Hourn, al sur de Glenelg.
—Desde luego.
—Los acantilados forman como un embudo con el viento, que se vuelve muy traicionero. Puede soplar desde atrás en un minuto y al siguiente desde la proa. Los remos ayudan, pero un buen capitán aprende a reconocer esos cambios y a leer las olas mientras se modifican. Son habilidades especialmente útiles cuando hay niebla, seguir el movimiento de las aguas para llegar a la costa y encallar en la arena sin violencia, o en los guijarros sin chocar con las rocas.
Durante la charla, Sidony había reparado varias veces en los remeros, y se había acomodado nerviosamente el pelo y las faldas.
—Seguramente quieres volver a la cabina —repuso Giff, notándola incómoda—. ¿Por qué no me lo has dicho? ¡Por Dios! Hasta estás temblando.
Sidony se sonrojó.
—No quería darte la satisfacción de que me dijeras que debí haberte obedecido desde el principio.
Giff se rió mientras le tendía una mano.
—Iré contigo —anunció—. Veremos qué nos ha regalado milord Fife en materia de peines, ropa y ese tipo de vituallas.
Sidony hizo lo posible para desenredar su cabello con el peine roto de Jake, mientras Giff revisaba las cajas de Fife. Sacó una buena cantidad de camisas finas, que servirían para engrosar tanto su guardarropa como el de ella, un peine y un cepillo de plata —que ella rechazó con desdén—, un cepillo de ropa, dos chaquetas negras una bordada en plata, cuatro pares de pantalones de seda negra, y un par de botas demasiado pequeñas para él y demasiado grandes para ella, que sin duda se ajustarían al gusto de Maxwell.
—No quiero usar la ropa de ese sujeto —objetó la joven.
—No tendrás que hacerlo —le respondió Giff—. Al atardecer estarás cómoda y seca, instalada en el palacio del obispo. He encontrado un bonito abrigo de lana en esta canasta, que te servirá mucho si refresca por la tarde.
—No quiero...
—Si piensas que permitiré que te congeles por orgullo, en lugar de estar abrigada como corresponde —la interrumpió él, serio—, estás muy equivocada.
Sidony notó que la puerta abierta golpeaba contra la pared con el movimiento del barco y se levantó para cerrarla.
—Déjala —ordenó él—. Quisiera evitar un poco de escándalo al menos. A excepción de Jake, su padre y alguno más, el resto son todos hombres de Sinclair: no te sorprendas si alguno cree que yo te subí al barco de alguna forma... para algún extraño cometido.
—¿Pero por qué creerían algo así?
—Les basta con saber que tengo fama de actuar por impulso y lograr lo imposible —respondió él—. Mientras estés a bordo, trataremos de evitar darles motivo de que imaginen que estamos haciendo algo impropio.
Sidony dejó la puerta como estaba y trató de ignorar los golpes que daba con los subidas y bajadas del barco. No podía hacer nada para mejorar el aspecto de su falda, ni el canesú, ni la chaqueta; y se había acomodado el pelo lo mejor posible, aunque sin velo ni capelina. Pero se acicalaría más tarde cuando Giff la dejara por fin sola.
—Jake mencionó que había una jofaina en algún lugar, sir. ¿Tendías algo de agua fresca a bordo, que no sea para beber, y quizá una toalla?
—Usa toda el agua que quieras. Podremos recoger más en St. Andrews. Aquí tienes un poco de jabón —se lo tendió con brusquedad—. Ahora debo irme, necesito hablar con el capitán Maxwell.
—¿Confías en él? —le preguntó ella cuando Giff estaba a punto de salir.
El caballero hizo una pausa.
—Creo que sí. Parece estar más preocupado por el barco que por haber traicionado a Fife. Puede que, al final, acabe siendo desleal también conmigo, pero necesito sus conocimientos sobre este barco y estas aguas, además dudo de que quiera poner en peligro la seguridad de su hijo.
Sidony asintió. Comprendía los motivos tanto de Giff como del capitán.
Sin embargo, robarle a Fife tanto el barco como el capitán sería motivo de una furia mayor en el conde, lo que le incrementaría su sed de venganza.
A pesar de la furia de Fife por haber perdido su barco, lo que acabó por enardecerlo aún más fue descubrir que De Gredin sólo tenía dos barcos en el puerto.
—¿A qué os referís con «dos barcos largos»? —lo cuestionó—. Primero me prometisteis una flotilla de barcos papales con buenas armas. Luego me prometisteis seis o más. ¡Y ahora son dos!
—Los primeros dos —lo corrigió con calma—. La razón por la que han llegado antes es justamente su velocidad. Supongo que los otros arribarán en cualquier momento, pero basta con que estos dos ya estén aquí, para salir en busca de nuestra Reina de inmediato. Quizá, si actuamos con rapidez, podemos adelantarnos y esperarlos en algún lado.
—¿Pretendéis que zarpe a alta mar en este mismo momento? —le preguntó Fife, deseando tener una flota naval propia—. En realidad, no confío lo suficiente en vos para hacer algo así, no importa cuánto desee atrapar a ese MacLennan. Además debo recordaros que la nave me pertenece, no cometáis errores torpes. Es mi Reina —enfatizó.
—Tampoco era eso lo que esperaba, milord. Vos querréis que vuestros hombres más leales lo atiendan. Tenemos tiempo suficiente para que los reclutéis, mientras doy las órdenes para que preparen los barcos y dejo un mensaje a los otros para que nos sigan cuando hayan llegado.
—Tened cuidado de no decir demasiado —le advirtió Fife—. Los hombres que estén a bordo de esos barcos no deben saber nada sobre nuestros propósitos. Sólo tienen que seguir las órdenes.
—Nos obedecerán —aseguró el chevalier—. En cualquier caso, tampoco sabemos nosotros qué es exactamente lo que MacLennan está transportando. Pero sea lo que fuere, no pudieron moverlo después de que Isabella se mudara a Edimburgo, deben de haberlo hecho antes.
—Claro que sí —coincidió Fife—. Deberíamos haber examinado todos los carros de lana de Escocia. Al menos examinamos todos los que salieron de Roslin —se consoló.
—Eso fue lo que creímos —apuntó De Gredin.
—Por todos los diablos —exclamó el conde con rudeza—. Estáis buscando un gran tesoro, sir, algo que puede llenar varios barcos. Si, tal como creemos, los Sinclair lo tienen en el castillo de Roslin o en la cañada, llevaría varios viajes trasladarlo por completo.
—Eso sólo nos confirma que lo que están moviendo ahora es sólo una parte del tesoro. No sabemos cuándo han movido el resto, o siquiera si lo han hecho. Waldron estaba seguro de que habían trasladado una parte, y está claro que ahora están haciendo algo similar. Averiguaremos mucho más acerca del destino del viaje en cuanto zarpemos tras ellos.
—El año pasado escondieron algo, y estuvimos a punto de enterarnos de dónde —frunció el ceño al recordar que había sido él el responsable de que el plan hubiera fallado.
—Cierto —admitió De Gredin sin remordimientos—. Pero en aquel momento sólo teníamos sospechas..., al igual que ahora.
Eso era cierto. Gracias a sus informantes, Fife sabía que estaba tras el objeto más valioso y más significativo en poder de los templarios, pero no quería decirle a De Gredin nada de eso.
—Si no fuera parte del tesoro —dijo entonces, encogiéndose de hombros—, ¿por qué habrían de vigilarlo con tanto celo o actuar como lo han estado haciendo últimamente?
—Se lo preguntaremos cuando los atrapemos, milord. ¿Creéis vos que utilizar un estandarte real en el barco nos convendría?
El conde asintió. De Gredin estaba dando por sentado que él también participaría en el viaje, algo que Fife se resistía a aceptar. Pero tampoco quería que persiguiera sólo a MacLennan. Prefería tomarse un tiempo para considerar las posibilidades y los riesgos, antes de decidir. Pero ahora no tenía tiempo, ni muchas opciones si quería echar mano de la Piedra del Destino o al menos recuperar su espléndido barco.
Nadie había mencionado a la pobre lady Sidony. Como estaba a bordo del Reina Serpiente, no podían hacer nada para evitar que MacLennan la encontrase.
Por fortuna, el único captor que ella podía nombrar era De Gredin.
Fife decidió que una acusación así le serviría para sus propósitos más adelante, mucho más que cualquier otro plan. Estaba empezando a cansarse del chevalier.
A pesar de que Giff había estado sólo dos veces antes en la villa de St. Andrews, le fue fácil reconocer las agujas de la catedral y el palacio del obispo, que se asomaba por encima del acantilado al extremo sur de la bahía. Cuando cayó la noche, las luces se encendieron en un ala del palacio y empezaron a puntear la costa del puerto de más abajo.
Sidony había dormido o se había entretenido con alguna otra cosa en la pequeña cabina durante las últimas horas de luz. Se asomó para ver cómo podía subir a la tabla central del barco. Giff se le acercó, la tomó de la mano y le sugirió que se sentase donde habían estado antes.
La joven retiró la mano ofendida. Giff notó entonces que su tono debía de haber sonado más brusco de lo que él hubiera querido. Pero es que aún estaba perturbado por su reciente conversación con Maxwell.
—Sé que le habéis dicho a Jake que no hable de la muchacha y de cómo vos la encontrasteis ahí abajo, sir —le había dicho Maxwell, frunciendo el ceño—. Pero el niño me ha comentado hace un momento que algunos de los hombres han estado hablando.
Giffard se enfureció.
—¿De veras?
—No puede culparlos, milord —justificó Maxwell—. Ninguno de esos hombres tiene idea de que la muchacha salió de un agujero del suelo. Jake no dijo nada tal como vos le ordenasteis.
—Fue un error —admitió Giff—. Pero deben saber que no he estado con ella. Vos y Jake durmieron ayer en esa cabina. ¿El muchacho no dijo nada al respecto?
—No tuvo motivo. Tampoco sabía lo que pensarían los demás, apenas es un niño. Pero no le gusta lo que está escuchando, así que pensé que debía avisaros a vos antes de que él meta la pata. La desembarcaréis aquí, ¿no es cierto? Así el obispo puede llevarla sana y salva con sus familiares.
Aunque ese había sido su plan, ahora dudaba. Contempló a la hermosa jovencita y reconsideró su decisión.
En realidad, desconfiaba de Fife, y aunque era cierto que la villa estaba dentro del dominio del conde, St. Andrews era la capital eclesiástica de Escocia. Sus buenos pobladores eran más fieles al gobierno de la Iglesia que a Fife o al rey. Pero aun así, las habilidades políticas del conde hacían probable que hubiera cultivado aliados estratégicos allí dentro, quizá hasta el mismo obispo. Y si el obispo le mencionaba que ella estaba en St. Andrews...
Sidony lo había seguido hacia el banco. Ya podía mantenerse bien en equilibrio sobre la embarcación. Se la veía todavía algo vacilante, pero él no hizo ningún intento de tocarla ni de hablarle.
Su silencio lo hacía sentirse incómodo y hasta culpable.
Cuando llegaron al banco, la tomó apenas del brazo y le dijo con gentileza:
—No quise hablarte tan rudamente. Espero que no te hayas molestado.
—No, sir. ¿Lo que se ve allí es St. Andrews?
La voz de Sidony carecía de su vitalidad habitual.
—Así es —respondió él—. Esas altas agujas son de las su famosa catedral.
—¿Tú mismo vas a llevarme hasta la costa?
—Por supuesto, pero no antes de asegurarme que el obispo se encuentra allí y que se muestra dispuesto a asumir la responsabilidad de llevarte sana y salva hasta Edimburgo.
—Estoy segura de que es el mejor plan.
Esa voz, sin vida y sin ánimo, contradecía su aparente resolución. Giff se debatía internamente: tenía la obligación de mantenerla a salvo, y no estaba seguro de poder hacerlo en ningún barco, menos aún en uno perseguido por Fife y con una carga tan preciosa en la bodega.
—¿Tienes hambre? —le preguntó.
—Seguro que el obispo me dará de comer. ¿Crees que Fife ya ha salido a perseguirnos?
—Quizá todavía no. No tiene ningún otro barco.
—Pero es muy poderoso —comentó ella—. Podría convencer a cualquiera para que lo trajera hasta aquí, y descubrir muy pronto que su propio barco está anclado en el puerto de St. Andrews.
—¿Temes por la seguridad del obispo o por la tuya, si te dejo aquí? —le preguntó Giff, divertido ante aquella táctica tan obvia.
—Ni siquiera Fife se atrevería a dañar al obispo de St. Andrews —opinó, molesta—. Pero ¿qué le dirás al obispo sobre mí?
—No lo sé. Ya se me ocurrirá algo.
—¿No sería mejor planearlo primero?
—No mencionaré ni al conde de Fife ni a su barco —aseveró él fríamente.
—El Reina Serpiente es bastante reconocible, sir. Nunca he visto ninguno parecido.
—Tu experiencia es limitada, milady. Es diferente, seguro, pero tiene muchos rasgos similares a las galeras nórdicas y a los barcos de carga que transitan estas aguas.
—Aun así, está claro que Fife lo podrá reconocer.
—Lo hará si él mismo sale a perseguirnos. Además, ahora somos el Dragón de Las Islas —le recordó con arrogancia—, puede que no logren reconocerlo tan fácilmente.
Pero las palabras de Sidony lo habían hecho pensar.
—Ahora siéntate aquí. Quiero hablar un momento con Maxwell antes de entrar en el puerto. Y mientras nos acerquemos, te mantendrás oculta ¿entendido? Supongo que deberías volver a la pequeña cabina hasta que lo haya arreglado todo.
—¿Qué harás cuando lleguemos?
—Tratar de tener una audiencia con el obispo —hizo una mueca—. Le explicaré que las condiciones del mar empeoraron tanto que te has descompuesto y que quieres regresar a Edimburgo por tierra, ¿Cómo suena?
—Tendrás que explicar por qué no tengo una doncella o una chaperona conmigo.
—Ya se me ocurrirá algo —le prometió él—. ¿Estás segura de que no quieres comer nada?
Sidony sacudió la cabeza, con una expresión de asco.
—Ve a hablar con el capitán, yo me quedaré aquí tratando de no devolver el desayuno.
Él se rió y se dirigió hasta el timón.
—Tenéis unas velas de reserva, ¿no es cierto?, para que podamos envolver la parte más baja del mástil como protección, si debemos pasar la noche en el mar.
—Desde luego, milord —dijo Maxwell—. Están guardadas en la bodega de proa.
—Mandad a algunos hombres a buscarlas, para cubrir las partes más bajas de las barandas superiores, y tratad de que parezcan tan bajas como las del nivel siguiente. Tendrán que arreglárselas para que no entorpezcan el movimiento de los remos. De lo contrario, tendremos que llevarlo a la costa con un bote, y con este viento. Sólo quiero disfrazar un poco la forma del barco, y pronto estará lo bastante oscuro, para que los paños hagan ese trabajo.
—Los huecos de los remos son bastante bajos, con eso no hay problema. Pero sólo servirá durante la noche.
—Pienso salir apenas haya terminado con mis asuntos en tierra.
Poco después, Sidony observaba cómo los hombres del barco disponían los paños que cubrirían la primera parte de la baranda de cubierta. Luego recogieron la vela y remaron hasta la bahía, enfrente de la ciudad.
Cuando bajaron el bote, Giff saltó hasta él. Luego lo perdió de vista, hasta que estuvo un poco más adelante. Cuando desapareció poco después detrás de un gran barco, trató de imaginar lo que Giff le diría al obispo para no destruir la poca reputación que debía de quedarle a ella, luego de su terrible experiencia.
—Os he traído queso y unos panes, milady —anunció Jake, que había aparecido abruptamente junto a la puerta—. ¿Queréis que lo lleve dentro de la cabina?
—Gracias, Jake —respondió Sidony. En verdad, estaba hambrienta—. ¿Me acompañas? —añadió luego, al ver la cantidad de viandas que había traído el jovencito.
—¡Claro! —respondió él.
Se acercó a ella, le alcanzó una rodaja de pan y cortó un trozo de queso para cada uno con su cuchillo.
Sidony le pidió que le hablara de él. Así, supo algo de su historia y pasó un buen rato. Jake saltaba rápidamente de un tema al otro, hablaba de la muerte de su madre, para luego pasar a describir sus alegrías en la vida que llevaba a bordo junto a su padre.
—¿Cómo fue que se convirtió en el capitán del barco del conde?
El niño se encogió de hombros.
—El conde le dijo a sus hombres que buscaran al mejor, y ese era mi pa', por supuesto. Creo que Fife se parece al demonio, con eso de que se viste de negro, pero cuando lo dije, mi pa' me dio un coscorrón, así que no le dije nada más del diablo ése.
Sidony reprimió una sonrisa.
—Estoy de acuerdo contigo. Es un hombre muy peligroso.
—Sí, mi pa' tampoco lo quiere —agregó Jake—, dice que el conde es un mal ejemplo para un niño como yo. ¡Claro que es mal ejemplo! ¿Acaso el diablo no es mal ejemplo pa' todos?
—Así es —rió ella, preguntándose si el capitán creería que Giff podría ser un ejemplo mejor.
En ese momento, Maxwell apareció en el umbral de la puerta.
—Jake, quédate con la dama y que ninguno de los dos aparezca por cubierta. Disculpadme la rudeza, milady, pero están entrando en la bahía unos barcos franceses que estaban en el puerto de Leith.
—Pero nosotros no debemos tenerle miedo a los franceses —objetó la joven.
—No, milady, pero ahora los dos traen el estandarte del rey de Escocia.