Capítulo 7
El regocijo de Giff se esfumó en una corriente de remordimientos. Se sintió como si hubiera pateado un cachorro. Si Hugo volvía a noquearlo, se lo merecería, y mucho más también.
Sidony se veía tan triste que tuvo que morderse la lengua para no asegurarle de inmediato que no se estaba riendo de ella.
Pero no era verdad. La idea de una mujer que no fuera capaz de tomar una decisión por sí misma le había divertido. Aquellas mujeres que, justamente, hacían tanto escándalo cuando un hombre no les obedecía. Lo había visto muchas veces desde la infancia. Su madre y sus hermanas eran perfectos ejemplos.
Las mujeres de las Tierras Altas no eran conocidas por su sumisión ni por ser particularmente manejables. Hasta las mujeres de las tierras fronterizas parecían más sumisas. Y sólo Dios sabía que comparadas con las muchachas escocesas, las inglesas y las francesas estaban tan ansiosas de recibir órdenes como las ovejas frente al perro pastor.
Mientras observaba aquel pequeño rostro rígido, con el mentón elevado como una bandera en lo alto de un mástil, no pudo evitar la culpa. Pero Sidony seguía avanzando, su caballo no se había percatado del tumulto emocional contra el que su dueña debía estar luchando en ese momento. Aquel cuerpo esbelto se movía sin problemas al ritmo del caballo.
Sin embargo, los remordimientos se disiparon, empezaba a disfrutar observándola cuando notó que una lágrima se escabullía por su mejilla.
Estiró una mano para tocarla.
—No, milady. Soy una bestia por haberos hecho sentir así. Debo admitir que vuestras palabras me resultaron graciosas, porque nunca había conocido a una mujer que no pudiera tomar decisiones. Pero os creo. Me pregunto cómo se sentirá uno al hacer siempre lo que otro le ordena y nunca decidir por uno misma lo que se quiere hacer.
—No se siente nada —murmuró ella, sin intentar retener la nueva lágrima que le rodaba por la mejilla—. Tampoco es demasiado difícil.
—¿Y qué pasa si dos personas os presionan para hacer dos cosas distintas?
Sidony se encogió de hombros.
—Eso ocurre pocas veces. Sorcha es la más cercana a mí en edad, casi siempre estábamos juntas antes de que se casara con Hugo. Ella tomaba las decisiones por las dos. Adela, que todavía estaba en casa por entonces, también se encargaba de darnos órdenes a ambas, porque por lo general hacíamos todo juntas. Si Sorcha no quería obedecer, yo no lo hacía. Y si Adela se quejaba a nuestro padre, él castigaba a Sorcha bastante más que a mí.
—Así que también hay beneficios —murmuró él, provocador.
La joven se enjugó una lágrima.
—Ya os he dicho que no era difícil —le respondió—. Pero quizá ahora entendáis por qué los otros tienden a ignorarme. Sólo piensan en mí cuando quieren que haga algo. El resto del tiempo, suponen que estoy haciendo alguna cosa que me han ordenado.
Giff asintió, pero aún le resultaba difícil imaginar cómo un hombre podría estar en su presencia sin fijar la atención en ella, olvidando todo lo demás.
Habían doblado hacia la carretera principal que conducía a Edimburgo.
—Seguramente lady Isobel debe de haber previsto que este paseo tan largo, sola, enfadaría a sir Hugo. Me sorprende que os haya permitido hacerlo.
Sidony se ruborizó. ¡Ajá! Conque lady Isobel no sabía lo que ella estaba haciendo en ese momento, «muchachita traviesa», pensó Giff, divertido.
En lugar de responderle, Sidony prefirió cambiar de tema:
—¿Por qué estabais vos y los otros dos ahí abajo en la cañada? Pensé que todos se dedicarían estos días a ayudar a la condesa en sus preparativos para el viaje a la ciudad.
—La mayoría parece entretenida con eso —admitió él. Por supuesto no tenía ninguna intención de comentarle sus asuntos y continuó hablando de temas triviales—: En verdad, no creo que sea tan importante. Está acostumbrada a un séquito acorde con su gran poder. Pero este viaje no es más que de ocho o diez millas. Parece demasiado escándalo para una distancia tan corta.
—Es que aún no habéis visto cómo viaja —comentó Sidony con una sonrisa.
Giff se alegró de verla sonreír.
—¿Y cómo viaja?
—Con una verdadera caravana, se podría creer que está mudándose a una nueva casa.
La miró para comprobar si estaba burlándose de él, pero parecía sincera.
—Estoy seguro de que el príncipe Henry mantiene la mansión Sinclair en buen estado y bien amueblada.
Sidony rió entre dientes.
—La mansión Sinclair es magnífica, pero a ella le gustan sus propias sábanas y la mesa que tiene junto a su cama en Roslin, y otros muchos objetos. Además, les regalará a Rob y a Adela un cofre maravilloso que Rob quería para Lestalric. Y lady Clendenen asegura que también trae algunos objetos para donar a la abadía.
—Suena como un verdadero espectáculo.
—Siempre lo es —coincidió ella—. Pero aún no me habéis dicho qué hacían los tres en la cañada.
—Estábamos ocupándonos de un asunto de Hugo —respondió él, sencillamente—. Los dejé en Roslin, para que siguieran con eso.
—Adela estará decepcionada al saber que Rob no ha regresado con vos.
—No tendrá tiempo de decepcionarse. Rob regresa esta noche. Tiene que ayudarme a conseguir un barco —añadió, pensando que esa información la distraería de su interés por la cañada.
—¿Necesitáis un barco?
—Por eso he venido hasta aquí. Soy una criatura de los mares —declaró en tono poético, pero ante el ceño fruncido de Siddie, aclaró—: marinero de profesión. Cuando encuentre el barco, tendré que llevarlo hacia el oeste, a casa.
—Oh.
Giff vio que esa información la decepcionaba, pero esta vez no sintió remordimientos. Sus asuntos, y especialmente este asunto, no era algo que a ella le concerniera.
Sidony se recuperó rápido. Mientras seguían conversando, con períodos de silencio agradable, sus pensamientos se concentraban en su acompañante y las reacciones impredecibles que él le inspiraba.
¿Cómo se había atrevido a cuestionarlo sobre lo que estaba haciendo en la cañada, junto con Hugo y Rob? Ciertamente, no tenía experiencia en tratar con hombres, pero sabía perfectamente que no les gustaba discutir sus asuntos con las mujeres.
Pero ansiaba saber más de Giff, sobre todo si planeaba buscar un barco para alejarse de ella. «Eres una idiota Sidony Macleod, a sir Giffard MacLennan le importa un rábano estar cerca o lejos de ti», se reprochó. En realidad, hasta hacía sólo dos días, ella también hubiera aprovechado cualquier oportunidad para salir de allí, y regresar a las Tierras Altas.
Dejó escapar un suspiro. Giff acababa de señalarle la colina real.
Se prometió disfrutar todo lo posible del tiempo que les quedara de aquel viaje ilícito.
—Sabéis —dijo en voz suave—, todavía no me habéis dicho de qué parte de Kintail venís. ¿Pretendéis mantenerlo en secreto?
—No —respondió él, con una sonrisa que de pronto la hizo sentir acalorada—. Reconozco que no he pensando mucho en mi casa durante estos últimos días.
—¿Pero dónde está?
—Duncraig.
—Ah, entonces la conozco —confirmó la joven, recordando una formidable muralla color gris que parecía tan alta como el acantilado donde se levantaba—. Está sobre los acantilados de la costa de Kintail, al norte de Kyle Akin, ¿no es cierto? Es casi tan imponente como Dunstaffnage, sólo que más alta pero no tan grande.
—Mi padre aprobaría una descripción así —observó él—. Le gusta pensar que Duncraig es impenetrable.
—Y supongo que lo será.
—Ha sufrido algunos ataques, como la mayoría de las fortalezas. Pero decidme —volvió a desviar el tema—, ¿qué sucederá si Isobel se entera dónde habéis estado hoy? No me gustaría revelar algo que no debería.
—Sabe que he ido hasta la ciudad —respondió Sidony, con cierta culpa—, porque ella me sugirió que visitara a Adela en Lestalric. Pero después cambié de camino.
—Si queréis aceptar mi consejo, comentadle de inmediato vuestro cambio de planes.
Sidony asintió. Pero cuando llegaron a la mansión Sinclair, descubrieron que Isobel no estaba en absoluto preocupada por las actividades de Sidony, porque sir Michael Sinclair había regresado a casa.
—¡Giffard, maldito embustero! Por fin has bajado de tu hediondo barco y te has dignado a visitarnos —Michael se adelantó sonriendo para estrecharle la mano.
Giff saludó a Michael con la misma satisfacción, hacía varios años que no lo veía. Después de que se hubieron dado la mano, apareció lady Isobel, radiante, y deslizó un brazo alrededor del de su esposo.
—Cuan amable de vuestra parte escoltar a Sidony a casa, sir Giffard —le agradeció ella—. Espero que hayáis disfrutado del paseo.
—En efecto, milady —respondió él, aliviado de no tener que negar que venían desde Lestalric—. Pero no os distraeré con detalles. Ahora que sir Michael ha regresado a casa, seguramente está esperando que me marche ahora mismo.
—De ningún modo, pues mi esposo, con el entusiasmo de regresar, se ha olvidado de comer algo en el camino y ha cabalgado desde Glasgow hasta aquí sólo con un mísero desayuno. Así que estábamos planeando una cena temprana. Nos encantaría que nos acompañaseis en la mesa.
Giff sonrió.
—Soy uno de aquellos que siempre están dispuestos a aceptar una buena cena, milady. Aunque no quisiera interrumpir la reunión familiar...
—Insisto.
En realidad estaba muy hambriento, y aceptó agradecido la sugerencia de lady Isobel.
—¡Esplendido! Cenaremos en unos minutos —anunció Isobel, y se reclinó sobre su esposo, sonriendo mientras él la abrazaba de la cintura.
—¿Cómo está Will? —quiso saber lady Sidony una vez que los hombres se alejaron hacia la escalera.
Giff se dio vuelta, lleno de curiosidad. No la había escuchado hablar nunca de un tal Will.
—Creo que está mejor, pobrecito —respondió Isobel—. No ha llorado mucho hoy. Justo le estaba contando a Michael sus problemas con los dientes cuando llegasteis.
Giff sonrió y siguió a su anfitrión.
Sidony los vio alejarse y trató de imaginar la mejor forma de hacer su confesión. Isobel también había hecho sus travesuras antes de casarse, difícilmente la reprendería. Pero Giff había conseguido que se sintiera culpable.
De modo que apenas su hermana le preguntó qué había ocurrido para que sir Giffard se ofreciera a acompañarla desde Lestalric, Sidony confesó:
—Me temo que no venimos de Lestalric.
—¿No?
—No.
Tomó aire, irguió los hombros y habló:
—He ido a Hawthornden hoy por la mañana. Pero no me quedé —añadió rápidamente—. Eso sí, me llevé de aquí a los dos criados, además la ruta estaba llena de gente, también de carros y ovejas, y luego me encontré con sir Giffard, así que estuve segura todo el rato.
—¿De veras? —dijo Isobel con gentileza, divertida con el torpe relato de su hermanita.
Volvió a comprobar que se ruborizaba.
—Sé que debes de estar enfadada.
—No estoy enfadada, sólo decepcionada. ¿Sir Giffard se hallaba en Hawthornden? Aunque llevaras a dos criados contigo, viajar tan lejos no es prudente, cariño. Y ya que estuviste allí, ¿por qué no visitaste a Sorcha?
—Se encontraba en Roslin.
Estuvo a punto de hablarle a su hermana sobre los hombres reunidos en la cañada, pero como temía que Michael y Giff regresaran en cualquier momento y las escucharan discutiendo sobre el asunto, desistió. En efecto, los hombres se reunieron con ellas poco después, y juntos disfrutaron de una agradable cena. Los caballeros intercambiaban miradas todo el tiempo; Sidony percibió la ansiedad de Giff. Así que cuando Michael apartó su plato, sus palabras no resultaron sorprendentes.
—¿Por qué no nos retiramos a la otra sala con este excelente vino, Giff? Quiero oír todas tus aventuras desde la última vez que te vi, y yo también tengo mucho que decirte. Seguramente nos demoraremos, mi amor —añadió, dirigiéndose a su esposa—. Te doy ahora mismo las buenas noches. Debes decirle a la niñera que si Will se despierta por la noche, empape un paño con licor y agua y se lo dé a chupar. Mi madre lo remediaba de ese modo.
—Así lo haré, sir —asintió su esposa.
Se levantó a la par que él y se puso de puntillas para darle un beso.
—Pero ten en cuenta que no me dormiré hasta que vengas a la cama —añadió, con un guiño—. No lo entretengáis demasiado, sir Giffard.
—No lo haré, milady.
Sin mucho entusiasmo, Sidony dio las buenas noches a los dos hombres y se acordó de dar las gracias a Giff por haberla escoltado hasta la casa.
Para su sorpresa, cuando Michael dijo que acompañaría a Isobel hasta las escaleras y ella se apresuró a seguirlos, Giff intervino y la detuvo, tomándola de un brazo.
Se acercó bastante, para que nadie pudiera escucharlo.
—No os necesitan ahora. Espero que le hayáis dicho la verdad a lady Isobel, porque debo decirle a Michael que estuve hoy en Roslin. Y no quedará bien sí contamos historias distintas.
—Ya se lo he contado —respondió ella, orgullosa—. Podéis decirle a Michael lo que queráis.
—Muy bien —su intensa mirada logró una vez más que Sidony se sonrojara. Se humedeció los labios en un gesto sensual.
—Oh, milady, no deberíais hacer algo así —murmuró él.
Después, la acercó de un tirón y la besó.
En respuesta, Sidony se fundió contra él, sorprendida por lo bien que se sentía aquel cuerpo, tan tibio contra el de ella, tan musculoso. Y esta vez, cuando la lengua de él se deslizó entre sus labios, ella no se resistió. En lugar de eso, se dejó invadir por la oleada de sensaciones extrañas.
Cuando la vio pasarse la lengua por los suaves labios, Giff no necesitó ninguna otra señal. Ni tampoco pensó en las posibles consecuencias. Estaba empezando a disfrutarlo realmente, había deslizado una mano hacia uno de los pechos de ella, cuando escuchó que alguien se acercaba, y se apartó de inmediato.
—Por todos los cielos, no dejes que Michael te vea esa expresión —murmuró justo antes de darse vuelta, recoger el atizador e inclinarse hacia la chimenea.
Cuando Michael entró en el salón, Sidony se había apartado hacia la mesa, simulando jugar con un cuchillo.
Ella se dirigió a Michael con una sorprendente tranquilidad.
—¿Isobel ya ha subido a su habitación, sir?
Michael sonrió.
—Está esperándote. ¿Por qué no llamas a algún criado para que se ocupe de eso, Giff? —preguntó cuando lady Sidony salió apresurada de la habitación.
—Me gusta hacerlo —dijo Giff, incorporándose—. Pensé que tú y tu esposa preferiríais estar un momento a solas.
—Es cierto —admitió Michael—. Voy a buscar la jarra de vino, ¿te parece?
Ambos se marcharon a una sala contigua.
—Me ha tranquilizado verte por aquí —dijo Michael.
Corrió una mesa y la puso junto al fuego. Le indicó luego a Giff que trajera una silla para él. Buscó otra para sí y colocó las copas y la jarra de vino sobre la mesa antes de sentarse.
—No has estado en la ciudad durante mucho tiempo, pero supongo que ya habrás tenido oportunidad de discutir todo con Rob y Hugo.
—Sí, y me he enterado de que no he venido preparado como corresponde —se quejó Giff—. Tu mensaje no fue específico, y lo recibí estando en Galloway.
—No podíamos ser específicos —se excusó Michael, escanciando el vino—. El asunto es que...
—Ya sé lo que quieres de mí —lo interrumpió Giff, consciente de que hasta la mansión Sinclair podría tener oídos ocultos y demasiado curiosos—. ¿Podemos hablar aquí en confianza?
—Las puertas son sólidas. Tampoco hay mirillas ni nada semejante —añadió Michael con una sonrisa melancólica, tal vez recordando algo del pasado—. Una vez, mi esposa nos escuchó a mí y a Hugo en Roslin. Por suerte, ahora ya no tiene esa costumbre.
Giff pensó de pronto en los hábitos de Sidony, pero Michael volvió a distraerlo.
—¿Qué sabes al respecto?
—Supongo que todo lo que necesito saber —respondió Giff—. Rob y Hugo me llevaron a ver la carga. Si tienes gente de confianza que ayude a embarcarla y me puedes proveer de hombres leales y remeros armados para proteger la embarcación, podré llevarla sin correr grandes riesgos hasta Ranald de la Isla en Eigg. Supongo que se mantiene el plan original, si es que pudiste hablar con él y quiere asumir la responsabilidad.
—Sí, aunque no le he dicho todavía lo que estará protegiendo —respondió Michael—. Sólo le he dicho que era un objeto valioso que nos habían confiado y que pensábamos que estaría más seguro lejos de Midlothian.
—Pero si confías en él, ¿por qué no le has dicho de lo que se trataba?
Michael se encogió de hombros.
—«Cree en la victoria, pero calcula los riesgos y prepárate para haberte equivocado en los cálculos». Lo hemos escuchado más de una vez en Dunclathy, ¿no es cierto? Aunque tú nunca te mostraste muy ansioso por seguir esas máximas —añadió Michael con un brillo en los ojos.
—Entonces no confías en él por completo —concluyó Giff, ignorando el guiño.
—Confío en él, pero no en las circunstancias, así que no le conté todo. Ahora bien, me has hablado de remeros bien armados. ¿Es que no tienes a tus propios hombres?
—Recuerda que he venido a Edimburgo desde Galloway. Si hubiera cuido que regresar al Doncella de los mares, no podría haber vuelto en menos de dos semanas, o quizá un mes si el clima del norte no cooperaba.
—Eso no nos habría servido de mucho.
—Y aunque algunos de los barcos de Sinclair puedan estar cerca, Rob cree que son demasiado conocidos. Pienso que podríamos disfrazar cualquier barco o galera. La mayoría de las embarcaciones grandes hubiera necesitado solamente un cambio de estandarte o de vela, aunque es cierto que los nuevos tienden a mostrar bastantes diferencias en el diseño.
—¿Es un problema sin solución?
—Irritante, quizá, pero no sin solución —sentenció Giff con una sonrisa—. Me has enviado llamar, supongo que no pondrás demasiadas objeciones a mis métodos.
—No hace falta que te diga que necesitamos discreción. Primero pensamos en usar los barcos de Sinclair, bien armados, para transportarla, pero pronto comprendimos que así levantaríamos las sospechas de Fife.
—Quizá, mantener discreción en la carga no significa necesariamente mantener discreción en la aventura. Una procesión ruidosa y de gran tamaño puede esconderla muy bien.
Michael asintió, aguzando la mirada.
—Supongo que Hugo te ha dicho que Henry nos dará el soporte económico. Pues bien, haz lo que te parezca, pero trata de que no acaben colgándonos a todos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Ahora, cuéntame más sobre tu charla con Ranald. ¿Estás seguro de que no le dirá nada a Donald sobre el asunto?
—Creo que estaba un poco sorprendido de que le confiáramos algo para que lo protegiera. Mencioné el asunto de Donald y me dijo que él no tenía ninguna obligación de hablarle de los templarios ni de lo que ellos protegían, y juró que el objeto estaría a salvo con él. Así que entiende perfectamente la importancia del asunto. Sabrá lo que es cuando se haga cargo, claro, pero hasta ese momento, lo mantendremos bien en secreto.
—Muy bien.
—Me sorprende que Rob haya estado de acuerdo en contarte a ti lo que es. Es muy receloso a la hora de revelar los secretos.
—Lo obligó la necesidad de tener que moverla.
—No conoces a Rob. Si no fuera porque Fife ya tiene sospechas de la zona donde está oculta la piedra, y que la tienen los Sinclair, Lestalric hubiera luchado para no sacarla de aquí.
—¿Y cómo es que Fife sospecha la verdad?
—Pura maldad y un poco de casualidad —respondió Michael, y echó un poco más de vino en la copa de Giff.
—En algún momento, el conde empezó a ocuparse cada vez más de los asuntos del rey, prácticamente dirige Escocia en su lugar. El hermano de Rob buscó sus favores y le sugirió que quizá los Logan, en especial Rob, sabían dónde se hallaba la piedra.
—¡Por Dios! ¿Realmente el hermano de Rob lo traicionó?
—El hermano y el padre de Rob murieron antes de que pudiéramos averiguarlo. Fue el mismo Fife quien insinuó la traición. Es un hombre muy astuto, además de peligroso. No lo subestimes.
—No lo haré —aseguró Giff—. Me han dicho que Fife piensa que la piedra está guardada junto al tesoro y que quiere encontrar ambas cosas. ¿No esperará un barco de dimensiones descomunales para acarrear semejante carga?
—Pensamos que cree que hay porciones del tesoro esparcidas por varios lugares —explicó Michael—. Ha dejado entrever que sospecha que Henry tiene la mayor parte. De hecho, se ha mandado construir un barco propio para viajar a Girnigoe y enfrentarse a él. Pero no está dispuesto a marcharse antes de que el rey regrese a Stirling, puesto que allí, como protector del castillo, es donde Fife detenta mayor poder.
—He escuchado que ya ha asumido muchas de las obligaciones reales —comentó Giff.
—La mayoría —confirmó Michael— en Stirling, Su Majestad está rodeada de los espías de Fife. Pero ahora estoy más preocupado por este asunto de conseguirte un barco antes de que el conde llegue. ¿Has visto alguna embarcación que pudiera servir para nuestro propósito?
—En este momento, hay una buena cantidad en el embarcadero de Leith, pero la mayoría está cargando lana para llevar al sur —señaló Giff—. Algunas podrían servirnos, incluyendo dos grandes barcos franceses que tal vez tengan algo de lugar para cargas y mercad...
—¿Franceses?
Giff sonrió.
—Sí. Es poco usual, te aseguro, pero los franceses pueden ser a veces tan astutos como los escoceses para reconocer una buena idea cuando se topan con ella. Otra posibilidad es un mercante holandés de Rotterdam que parece veloz. Yo estoy más a gusto en una galera del oeste, pero puedo pilotar cualquier cosa que tenga una vela. O remos, si es el caso.
—Esos botes largos no deben de tener lugar suficiente para la piedra.
—Es cierto. Planeo visitar mañana al capitán del barco holandés, quizá pueda persuadirlo de que nos alquile su barco por un par de semanas. Esto sería suficiente para nosotros, y Fife no tendría por qué enterarse.
—De todas formas deberías disfrazarlo —sugirió Michael—. No muchos holandeses viajan al norte. ¿Qué te parece si le cambias el aspecto por uno similar al de un barco nórdico? Una embarcación así viajando a Orkney no resultaría tan llamativa, Henry recibe visitas de los nórdicos una o dos veces al año.
—No es una mala opción.
—Ahora cuéntame cómo fue que acabaste escoltando a mi cuñada si ella estaba en Lestalric y tú venías de Roslin.
En el castillo, el conde Fife observaba con irritación a su subordinado, encogido por el miedo.
—¿Qué diablos quieren decir con que «están planeando algo»? —le espetó—. ¿Qué es lo que están haciendo? ¡Y quítate el sombrero cuando hablas conmigo, Rolf Stow!
—No lo sé, milord —respondió el desdichado Stow, después de quitarse el sombrero y apretarlo entre las manos—. Pero de repente, han puesto guardias en todas partes, a ambos lados de la cañada. Y también abajo. Seguro que planean algo.
—Interesante —masculló Fife—. Pero una información tan escasa no me sirve, averigua algo más. Y no regreses aquí con esas migajas inútiles. ¿Pretendes que vaya yo mismo y les pregunte qué se traen entre manos?
—No, milord. Pero sir Hugo ha puesto guardias y no deja pasar a nadie.
—Sir Hugo —le recordó Fife— no tiene el poder general sobre las tierras. Controla la guardia de Roslin, pero no tiene autoridad para colgar a nadie. Si te enteras que lo ha hecho, sólo tienes que decírmelo. La corona se ocupará de él.
—Pero no será él quien dé la orden —balbuceó el hombre—, lo hará la condesa. Y ella sí tiene el poder de ordenarlo, como vos sabéis. Cuando el conde de Orkney no está por aquí, ella responde por él.
—Entonces no te acerques tanto como para que te acusen de haber pisado tierra ajena —le espetó Fife—. Pero averigua qué demonios están haciendo. ¡Vete ahora!
El hombre salió corriendo, y Fife, con el ceño fruncido, se volvió hacia la única persona presente en la habitación.
—Vos conocéis a los Sinclair, De Gredin. ¿Qué opináis al respecto?
El chevalier se rascó la barbilla.
—Su Majestad está a punto de llegar, milord. Quizá sólo están preparándose para trasladarse a Edimburgo. Si mal no recuerdo, cuando la condesa deja su hogar, arma un gran revuelo, por eso procuran tener siempre el área controlada. Además, no creo que vos seáis su único enemigo.
—Habéis estado casi un año en Orkney, y me decís que no habéis visto ningún rastro del tesoro —le recordó Fife—. Si no está allí, debe de estar en Roslin.
—En realidad, sir, no he visto demasiado en Orkney. Salvo el palacio del obispo en Kirwall, es una vasta región de islas. Está claro que el príncipe Henry, quiero decir, Orkney, planea construir un asentamiento allí, pero pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en Girnigoe, que también es bastante desolado —el chevalier hilaba sus ideas a toda velocidad—. En realidad, Henry podría muy bien tener el tesoro y mantenerlo en cualquiera de los dos lugares sin levantar sospechas.
—Habéis dicho lo mismo de la gran flota de barcos, de la que tanto escuchamos hablar.
—Eso no es más que la verdad, milord. No he tenido oportunidad de explorar con detenimiento. Un hombre podría desaparecer allí tan fácilmente como un tesoro.
—Ya lo veremos, os lo aseguro. Exploraré cada centímetro de esas tierras tan pronto como mi barco esté listo y aparezcan vuestras escoltas del Vaticano. ¿Cuántos barcos creéis que enviará Su Santidad?
—Sólo Dios sabe —alzó los hombros—. Vos queríais que vinieran lo más rápido posible, así que no pueden ser muchos. Considerad lo que pensarían los ingleses si vieran una flota desconocida cruzando sus aguas. Pero ver algunos barcos con la bandera de la Hansa no levantará las sospechas de nadie.
Fife no tenía nada que objetar a eso, pero esperaba que el Papa enviara una flotilla. Aunque no podía confiar en el Papa, ya que él mismo tampoco había sido del todo sincero.
Fife quería ayudar a De Gredin a hallar el tesoro para Su Santidad, pero mucho más que eso deseaba encontrar la Piedra del Destino de Escocia.
Su informante le había dicho que la piedra nunca había salido del país, y sus espías londinenses habían informado que la piedra guardada allí —la que los ingleses habían robado de la abadía de Scone un siglo atrás—, no era más que una pedazo de arenisca de sólo treinta centímetros. Él sabía por los sellos que se adjuntaban a los documentos reales que la piedra verdadera era mucho más grande. Y si podía devolverla a Escocia, sería el mejor argumento para que el Parlamento escocés lo coronara rey.
Por supuesto, no había dicho nada a De Gredin sobre la Piedra del Destino. Y, la verdad es que si además hallaban el legendario tesoro de los templarios, ni él ni Escocia serían capaces de separarse de él.