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Capítulo 12

El capitán Maxwell, Jake y Giff disfrutaron de una cena juntos, sentados sobre uno de los bancos de los remeros, en la penumbra. Habían compartido los rollos de carne con dos de los guardias, pero el licor, en el jarro, sólo había sido para Giff y el capitán.

Jake, encantado de verlo, había dicho de pronto y sin rodeos:

—No tengo vuestra libra todavía. Mi padre no me pagará por limpiar abajo.

—Y tampoco debería hacerlo —respondió Giff—. ¿Cuán sucio puede estar un barco así de nuevo?

—Habrá suciedad suficiente, con todos esos paquetes y barriles y las otros bultos. Además habrá que vaciar las trampas de ratas después de que hayamos estado en el muelle. No me importa sacar las cosas, ni tener que fregar, pero odio las ratas, vivas o muertas.

—Deberías darle las gracias a sir Giffard por la cena, en lugar de andar quejándote como una niña. ¿Dónde guardas tus modales, bribón? ¿En el trasero? —lo regañó su padre y todos se rieron.

Siguieron conversando animadamente. Giff entretuvo a sus anfitriones con cuentos de trovadores de las Tierras Altas y de las Islas, hasta que Maxwell envió a su hijo a la cama.

—Nosotros hemos estado durmiendo en la cabina de popa, sir, y él se dormirá de inmediato, así que por qué no venís conmigo y traéis ese licor. Cuando queráis marcharos, colgaré una linterna para que se acerque la barcaza y os lleve de regreso a la costa.

—¿Ya sabéis cuándo zarparán? —le preguntó Giff mientras lo seguía hacia la cabina de popa.

A la izquierda había una litera con dos camas, y en el otro extremo había una pequeña mesa, fijada a la pared, con un banco angosto a cada lado.

—No creo que falte mucho —dijo Maxwell cuando ambos tomaron asiento.

Pronto, Jake se subió a una de las camas y se echó una manta encima.

—La gente de su señoría ha estado trayendo provisiones y equipos durante varios días —comentó Maxwell—. Hay cosas distribuidas por todo el barco, y algunas de las pertenencias de milord están en unas cajas bajo la escalera. Veréis, ésta será el camarote del conde, pero como a Jake le gustan más estas camas que las de mi pequeño camarote de proa, no veo por qué no permitírselo hasta que el conde suba abordo.

—¿Entonces su señoría viajará con ustedes?

—Mis respetos, señor, pero tendría que saber los motivos de vuestra pregunta antes de responderos.

Giff se encogió de hombros.

—Pura curiosidad, capitán, podéis decirme que no es asunto mío. Tengo más historias que contarle, si lo preferís. Uno de mis favoritos es sobre la hija de un rey nórdico, muy conocida por su talento en las artes ocultas.

—Es verdad, vuestras historias me divierten mucho, y vuestro whisky es excelente —bebió un buen sorbo, mirando hacia la última cama, donde todo parecía tranquilo—. ¿Qué cosas mágicas podía hacer la princesa?

Giff llenó la copa de Maxwell y lo mismo hizo con la suya.

—Pues sobrevolaba los campos enemigos como un águila. Su padre, el rey, la consultaba a menudo, cuando los otros consejeros le fallaban. Pero ella estaba celosa de las vastas tierras de Lochaber, de modo que...

En voz baja, le narró toda la historia, embelleciendo el momento en que la muchacha decidía volar echando una nube de fuego sobre los bosques donde se había reunido la gente para tratar de detenerla. Se entretuvo un tiempo explicando las conversaciones entre el hombre sabio y el rey, y para el momento en que llegó a la muerte de la doncella y las penas de su padre, Jake roncaba en la litera de arriba, y el resto de la audiencia de Giff, después de que le hubieran llenado dos veces más la copa, se bamboleaba en su sitio.

Giff dejó a Maxwell abrazado a la botella y llorando por la princesa. Un centinela dormía sobre un banco de remos, envuelto en una gruesa manta. El otro estaba de pie en la cabina de proa, mirando al este y al viento que inundaba el estuario.

Después de subir sigilosamente por la escalera, Giff se deslizó hacia la parte más alta.

—Una noche realmente movida, ¿no es cierto? —comentó Giff.

El hombre se sobresaltó.

—¡Por Dios, sir! Casi me matáis de un susto.

—Según lo que me ha dicho el capitán Maxwell, dos hombres solos pueden levantar el palo transversal y salir a navegar —comentó Giff en tono amable—. ¿Es eso cierto?

—Así es —dijo el hombre mostrando cierto orgullo—. Veréis, tenemos las correas y todo lo necesario como para que la vela sea tan liviana como una sábana, supongo que un solo hombre podría izarla. ¿Queréis que cuelgue el farol, para que el bote venga a buscaros?

—Primero me gustaría que me ayudes a izar la vela.

—Oh, sir, eso no puedo hacerlo.

—¿Sabes nadar? —le preguntó Giff.

—Sí, claro, pero...

Giff lo tiró por la borda y fue hacia el otro marinero, para discutir con él sus requerimientos.

 

 

El conde de Fife había pasado un día frustrante, pues a pesar de estar seguro de que la admirable condesa de Strathearn y Caithness llevaban la piedra entre su gran cantidad de equipaje, había sido incapaz de dar con ella.

Se había enfrentado a Isabella en persona, pero a pesar del estandarte real, al que todos los nobles de Escocia debían respeto, la dama no se había dignado bajar de su caballo. «Busque donde queráis, milord, pero daos prisa, debo continuar mi camino», le había espetado con arrogancia.

Era una verdadera lástima, pensaba al observar sin apetito el plato bien lleno de su cena, que los hijos de los reyes de Escocia, a diferencia de cualquier otro reino, nacieran sólo con el rango de condes y no con el de príncipes.

Isabella esgrimía el mismo rango que él. Sin duda, esa mujer se creía superior, porque aunque Fife tuviera dos condados, los había obtenido por matrimonios convenientes, y no por nacimiento.

—Disculpadme, milord, si os distraigo de vuestros pensamientos —dijo suavemente la dama que lo acompañaba—. Habéis estado tan silencioso, espero que gocéis de buena salud.

—Así es, milady —sonrió el conde—. El día ha sido tedioso, pero estoy a la espera de una noche algo más entretenida.

En efecto, la dama era virtuosa en muchos aspectos. El conde reparó en sus encantos con una mirada lasciva. Y además, su esposo estaba de viaje, y la esposa de Fife se hallaba en Stirling.

Volvió a concentrarse en la cena, hasta que el paje real llegó para informarle de que el chevalier De Gredin lo esperaba en su salón de audiencias. Le murmuró a su bonita invitada que el deber lo llamaba y abandonó el comedor sin decir nada más.

 

 

Giff sacudió por los hombros al segundo guardián. Notó que para entonces los gritos del primero casi se habían esfumado, en especial por el viento que los estaba arrastrando hacia mar abierto. El muchacho parecía un nadador bastante bueno, y seguramente daría la alarma una vez que hubiese llegado a la costa.

Se preguntó por un momento si no le hubiera convenido matarlo, pero jamás había podido asesinar a sangre fría. Giff sacudió la cabeza, en su opinión, preocuparse después de haber actuado resultaba inútil.

El guardia se estiró sobre el banco, quejumbroso:

—Déjame, Geordie, o te arrancaré la cabeza para que puedas jugar con ella.

—Despiértate, muchacho —lo zamarreó Giff—. Te necesitan.

El hombre parpadeó desconcertado, se incorporó de inmediato y sacudió la cabeza.

—Disculpadme, sir —quiso a levantarse, pero se dejó caer de vuelta en el banco cuando Giff lo empujó hacia abajo con una mano—. ¿Dónde está el capitán?

—Durmiendo —respondió MacLennan—. Pero necesito tu ayuda. ¿Cómo es tu nombre?

—Hob Grant, sir. ¿Y dónde está Geordie?

—Está ocupado. Levántate y te lo enseñaré.

El hombre se puso de pie, todavía luchando por despertarse.

—Por aquí —Giff le indicó el borde del banco más cercano a la borda—. Mira hacia allí. Hay un poco de luz, porque la luna no se ha escondido detrás de los nubarrones. Pero ¿ves ese chapoteo?

—Sí, claro —respondió el hombre.

—Ése es Geordie —aclaró Giff.

El hombre lo miró, abriendo los ojos como platos.

—¿Sabes nadar?

Por fin el hombre entendió la situación.

—No, sir, ni una brazada —confesó aterrorizado.

—Entonces serás más amable que tu amigo Geordie. Ayúdame a levantar el ancla y a izar la vela.

—Pero, sir, ¡éste es el barco del conde de Fife!

—A Fife no le importará; de hecho, no sabrá nada de todo esto —masculló Giff—. ¿Vas a ayudarme, o prefieres hacerle compañía a tu amigo?

—Jamás podrá manejar solo este barco.

—No necesitaré hacerlo; tendré este viento tan magnífico y a ti de ayudante.

—Su señoría nos colgará a todos cuando nos atrape.

—Entonces debemos asegurarnos de que no lo haga, ¿verdad? —le dio unos golpecitos en el mentón—. No perdamos más tiempo. ¿Vienes o vas? —señaló el mar abierto con la cabeza.

—Haré lo que vo me digáis. Pero ¿no deberíais despertar al capitán?

—Todavía no. Prefiero levar anclas primero.

—¿Ya habéis observado la marea?

—Estaba cambiando cuando la campana de la abadía anunció las vísperas, no volverá a cambiar en nuestra contra hasta dentro de una hora. ¿Conoces algún obstáculo antes de llegar al mar abierto?

—Por Dios, sir, ¿no conocéis estas aguas?

Giff sonrió.

—Las conozco lo suficiente. Sólo quería saber si tú también.

—Pues no tendremos nada de qué preocuparnos si nos mantenemos en el centro del canal principal, hasta la isla de May, pero si vamos demasiado hacia el norte, podemos toparnos con...

—No iremos hacia el norte, nos dirigiremos al sur.

—Quizá después, pero al principio tenemos que ir hacia el norte hasta dejar atrás los bancos de arena del este de Leith y las Black Rocks. Después habrá otras rocas en los pasos, Fidra, Craigleith, y la Bass Rock, como también...

—Todas cercanas a la orilla —acotó Giff, aunque no pretendía ir tan lejos. Si todo funcionaba bien, conduciría el barco en la oscuridad menos de tres millas. Sabía que su éxito dependería de la cooperación del viento y de la marea.

Si cualquiera de ambos se levantaba demasiado pronto...

Pero era inútil ahora pensar en eso.

—En marcha —ordenó, decidido.

 

 

Fife mandó que el paje se retirara sin encargarle ningún refrigerio ni para él ni para el chevalier, que hacía un momento lo había sorprendido, al sentarse con descaro en una silla junto al fuego.

—No me gustan los mensajes crípticos —dijo en voz calma—. ¿Qué diablos es ese objeto misterioso que decís que habéis encontrado?

—Entonces debo deducir que no encontrasteis nada de mayor valor entre las pertenencias de la condesa Isabella de lo que hallé yo —declaró jactancioso.

—Es mejor que os pongáis de pie para hablarme —le espetó Fife, preguntándose por cuánto tiempo ese hombre seguiría habiéndole con su estúpida arrogancia.

—Espero Señoría que me disculpéis mi falta de educación —De Gredin se levantó de inmediato e hizo su reverencia habitual—. Hoy he cabalgado mucho y no he comido nada. Pero el cansancio y el hambre no son excusas para los malos modales. Creo que he adquirido los medios para forzar tanto a los Sinclair como a Logan de Lestalric a que compartan con nosotros todo lo que sepan sobre el tesoro de Su Santidad.

—Y entonces, ¿por qué no me traéis vuestra misteriosa adquisición? —le preguntó Fife, impaciente.

Por intermedio de sus propios hombres, Fife sabía que el chevalier había capturado a lady Sidony, pero no había decidido todavía qué hacer al respecto. Mantenerla cautiva implicaba un riesgo que no quería correr. Sólo le preocupaba la Piedra del Destino, y era improbable que la menor de las Macleod supiera algo al respecto. Pero sin duda le encontraría alguna utilidad, pensó recordando la belleza de las hermanas.

—No me atreví a traerlo hasta aquí a la vista de todos —comentó De Gredin con un toque de diversión—. Y tampoco se me ocurría una forma de trasladarlo en secreto, así que me pareció seguro ocultarlo en otro lado.

—Todavía no me habéis dicho qué maldita cosa habéis traído.

De Gredin sonrió.

—No es una cosa, precisamente, milord, sino una persona.

La sonrisa de De Gredin desapareció.

—Es lady Sidony Macleod, milord —informó, solemne.

—Su padre es consejero de las Islas y colabora con mi sobrino MacDonald.

—Pero más importante es que está emparentada con Michael Sinclair, con sir Hugo y con Lestalric. Nadie querrá arriesgar su seguridad. Negociarán con nosotros para protegerla.

—Habéis dicho que la escondisteis. ¿Cómo? ¿Dónde?

—En un barco. Pero nadie sabe que está allí. Se encuentra en el sector de cargas, y le he dado una poción para que duerma toda la noche. Estará asustada, confundida y muy incómoda cuando llegue la mañana. El estado ideal para interrogarla.

—Entonces han llegado los barcos que prometisteis —concluyó el conde, convencido de que De Gredin pretendería mantener a la joven bajo su propio control.

Se sorprendió al escuchar que los barcos aún no habían llegado.

—¿Dónde se hallan? —le preguntó, disgustado—. Confiaba en que estuvieran aquí en Leith.

La impaciencia de Fife volvió a aflorar cuando el chevalier guardó silencio.

—¿Y bien?

—Os ruego que me perdonéis, milord —dijo aquel hombre exasperante—. Apenas si puedo pensar. ¿Sería posible que pudiera comer algo?

Fife reconoció la táctica, porque él mismo la empleaba. De Gredin pensaba que su trofeo lo había colocado en una posición de ventaja y que no le haría ningún daño mostrar su poderío. Y aunque Fife no deseaba seguirle el juego, decidió dejarlo creer que dominaba la situación durante un rato más.

Le gritó a un criado que trajera para el chevalier algo de cenar y vino.

—La tomaréis aquí —añadió.

Al darse vuelta, notó que De Gredin se había sentado en la silla de almohadones al lado del fuego y se había recostado hacia atrás con los ojos cerrados.

Magnifique —suspiró.

 

 

Giff observó con satisfacción que el viento se embolsaba en la vela y que el barco empezaba a moverse despacio hacia el norte. Gracias al hábito de obediencia y al temor a las represalias, Hob Grant demostró ser un asistente capaz.

El Reina Serpiente había echado amarras bastante lejos de los otros barcos, sin duda por el temor del conde de que algún barco a la deriva chocara contra él. El viento soplaba desde el oeste, un detalle que había hecho dudar a Hob Grant de la capacidad del barco de salir del puerto sin contratiempos.

Giff rió entre dientes.

—Ése es nuestro último problema, muchacho. ¿Puedes maniobrar el timón?

—Desde luego, pero ¿cómo lograréis ocuparos solo de esa vela tan enorme?

—No te preocupes por mí.

Hacía semanas que no tenía algo de diversión. Giff rebosaba de energía. Ordenó a Hob que se colocara en la popa y volvió su atención hacia la vela, previendo ya el traicionero estuario norte de Caithness.

Regular los tiradores era una tarea que requería fortaleza y agilidad, pero lo disfrutó sobremanera. No era tan fácil como hacerlo dos hombres, pero nunca era más feliz que cuando el viento soplaba fuerte y tenía un buen barco que timonear.

Ninguna sensación se comparaba con deslizarse a gran velocidad sobre las olas, y una vez que estuviera en las aguas abiertas del estuario de Forth, con el viento a favor, sólo tendría que fijar la vela y rezar para no acercarse demasiado a la orilla antes de encontrar el lugar en la orilla este de Lestairic donde el manantial de Nidrie se volcaba en el estuario.

El conde se enteraría de que su preciado barco se había desvanecido del puerto apenas saliese el sol. Giff rió con ganas al imaginarse el revuelo que armaría Fife. La mayoría de los barcos anclados ahora en la bahía eran extranjeros, pero el astuto conde lograría poner a cualquiera bajo su mando.

—He asegurado el timón, sir —informó Hob, liberando un tirante mientras Giff sostenía el otro para ajustar la vela—. ¿Creéis que Geordie ha llegado bien a la orilla?

—Desde luego —contestó Giff, haciendo una mueca—. Ese muchacho parecía un gran nadador.

—Entonces seguro que les ha dicho a los demás que hemos salido. Y aunque se haya ahogado, ¿no creéis que nuestros compañeros de la costa nos han visto y se han puesto a seguirnos?

—No. Se ve muy poco en una noche tan negra como ésta. Y aunque se despeje, no hay luna que ilumine nuestra travesía.

—Pero yo puedo ver la costa —señaló Hob.

—Siempre se ve mejor desde el agua —le explicó Giff—. Es más fácil ver la orilla opuesta desde el puerto que un barco justo enfrente, además sólo podrán distinguir un conjunto de mástiles. Dudo que el cuento de tu amigo Geordie les inspire más que unas cuantas carcajadas.

Giff le dio una palmada en la espalda y luego miró a la distancia, tratando de decidir dónde se desembocaba en el mar el maldito manantial que estaba buscando.

 

 

Fife contuvo su impaciencia mientras bebía vino, observando a su huésped con ojos pesados hasta que De Gredin apartó los restos de su comida y bebió a grandes tragos.

—¿Os sentís mejor? —le preguntó—. Confío en que después de esta suculenta cena, me daréis la información que quiero —comentó Fife fríamente.

De Gredin se ruborizó.

—No he querido ser descortés. Estaba famélico.

Fife se limitó a asentir con la cabeza.

—Os diré entonces lo que queréis saber —le relató cómo había capturado a Sidony y dónde la había escondido—. Bien —se levantó pesadamente—, mañana nos despertaremos cerca del mediodía y tendremos una conversación con la dama.

Fife aprobó el plan, le dio las buenas noches a su huésped y se retiró, confiado en que todo funcionaría de acuerdo con lo planeado. Pero el descanso tocó a su fin una hora antes de lo previsto y abruptamente, cuando un paje tembloroso le trajo un mensaje urgente del puerto.

 

 

Cuando el castillo de Lestalric apareció después de rodear las Black Rocks y los peñascos, Giff descubrió que la fuerza del viento había disminuido considerablemente y decidió mantenerse lo bastante lejos de la costa como para no correr riesgo de encallar.

Miró a la distancia desde el lado de estribor.

—¿Adónde nos dirigimos, sir? —le preguntó Hob.

—Lo llaman el manantial de Nidrie. ¿Lo conoces?

—No, sir, pero debe de haber un montón de manantiales pequeños que desembocan por aquí en el estuario. ¿Podréis reconocer el correcto desde lejos?

—Sí, pero para cuando que lo logre, nuestro amigo Fife ya se habrá lanzado a buscarnos.

—La marea cambiará pronto. Ya se puede sentir.

Giff asintió.

—El cielo se está aclarando, así que supongo que el capitán Maxwell se despertará pronto. Es una pena que no tengan un bote abordo.

—Tenemos uno, pero vos lo dejasteis en la orilla con nuestros compañeros —le recordó el centinela en tono de reproche.

—Controla tu lengua —le advirtió Giff secamente.

Los hombres se midieron con la mirada hasta que se escuchó una voz muy joven llamar desde la puerta de la cabina.

—¿Dónde estamos? Mi pa' todavía ronca a pierna suelta. ¿Dónde está todo el mundo?

—Buenos días, Jake —lo saludó Giff—. Estamos yendo hacia Portobello. Yo mismo despertaré a tu padre, ¿por qué no nos consigues algo para el desayuno?

—No quiero ir abajo, no, señor, no, no —respondió Jake—. Va a estar más negro que la noche, y mi pa' no me deja llevar ni linterna ni vela, para que no incendie el barco entero. Además, hay un fantasma ahí abajo, yo mismo lo escuché ululando.

—Sólo escuchaste el viento soplando entre los tablones de madera —le aseguró Giff, divertido.

—Pero me llegó hasta las tripas, sir —cuestionó el pequeño capitán.

—Yo también he oído muchas veces ese sonido inquietante —reconoció Giff, reprimiendo una sonrisa—. Pero no necesitas ir abajo. ¿Tu padre y tú no guardáis algunas provisiones en la cabina?

—Pan y cerveza, pero vos querréis algo más de lo que trajimos.

—Bien, trae de ese pan. Nos servirá. Y tu padre agradecerá la cerveza. —Se dirigió entonces a Hob—: Grita si me necesitas. Iremos hasta ese túmulo de rocas allá y daremos la vuelta. Creo que el manantial está en aquella bahía —señaló—, pero necesitamos más luz para estar seguros.

—Muy bien, me mantendré atento —asintió Hob.

—¿Dónde está nuestro Geordie? —preguntó Jake cuando Giff se volvió hacia la cabina de popa.

—Fue a tierra un poco más temprano —explicó Giff—. ¿Vas a buscar ese pan o quieres que tu padre te lo ordene?

—No, ya voy —dio un salto—. Sólo que parece raro.

En efecto, era extraño, y Giff no estaba nada ansioso por la conversación que se avecinaba con el capitán Wat Maxwell. Y tampoco quería escuchar lo que Hugo y los demás tuvieran que decirle, aunque confiaba en que una vez que les diera sus razones, las aceptarían. Además, no tenían otra opción.

 

 

Fife había enviado a su sirviente personal para despertar a De Gredin. Ahora, caminaba de un lado a otro de la habitación esperando a que el chevalier apareciera. En el momento en que entró, Fife se apresuró a hablarle.

—¡El Reina Serpiente ha desaparecido! ¿Qué es lo que pudo haber pasado? Por Dios, si vos tenéis algo que ver con esto...

—Calmaos, milord —lo detuvo De Gredin, tratando de controlar un bostezo—. ¿Qué ganaría robándoos vuestro barco? Ninguna persona en su sano juicio se atrevería a hacerlo. En primer lugar, a menos que el capitán sea un traidor a quien no le importa una pizca su pellejo, quien se lo haya llevado debe de haber necesitado una tripulación. Supongo que la persona que quería alquilar el barco holandés descubrió de alguna manera que nosotros lo habíamos hecho zarpar y ahora quiere vengarse llevándose el Reina Serpiente. Me pregunto si sabrá que también se está llevando a lady Sidony.

—O sabía que vos la escondisteis allí —le espetó Fife.

—Lo dudo. Ha zarpado en medio de la noche. Diría que han puesto la carga en otro lado. A estas horas deben de estar millas al norte.

—¿Cuántos barcos esperáis que lleguen aquí? —lo cuestionó Fife.

—Por lo menos seis u ocho, sir, pero no llegarán hasta dentro de unos días. Además, supongo que preferiréis quedaros un tiempo más en Edimburgo para dar la bienvenida a Su Majestad.

—No seáis estúpido —le replicó Fife, furioso—. Iré tras esos malditos traidores tan pronto como me sea posible. Y una vez que les dé alcance, ¡los colgaré a todos del mástil!

 

 

En algún momento de la noche Sidony se había quejado por el dolor de los músculos entumecidos y el latido que sentía en su cabeza. Cuando abrió los ojos, no descubrió ninguna diferencia en la negrura que la envolvía y decidió que estaba durmiendo, de modo que los cerró de nuevo.

Cuando horas más tarde los abrió nuevamente con el mismo resultado, estuvo a punto de volver a cerrarlos, hasta que sintió el estómago revuelto y que el mundo que la rodeaba se balanceaba a su alrededor.

Volvió el recuerdo, y con él un miedo apabullante.

 

 

Un enfurecido Maxwell le gritaba a Giff mientras sufría los efectos del exceso de licor. Al menos, se sentía agradecido de que el buen capitán se hubiera resignado lo suficiente como para no seguir despotricando eternamente sobre lo que él había hecho.

Maxwell permaneció en silencio agarrándose la cabeza que parecía a punto de estallarle.

—¿Qué es lo que pretendéis hacer conmigo y el muchacho? —le preguntó Maxwell una vez que pusieron rumbo hacia el manantial que Giff por fin había encontrado.

—No pretendo mantener un enemigo a bordo. Mi empresa es demasiado importante como para correr riesgos. Pero creo que vos sois un hombre honesto. Si estáis de acuerdo en acompañarme y juráis ayudarme compartiendo conmigo los conocimientos que tengáis de este barco, os llevaré con gusto en el viaje.

Maxwell dudó un buen rato antes de contestar.

—No me dejáis mucha opción, porque no seré capaz de explicarle esto a su señoría. Además, sabemos que bien podría colgar a mi muchacho delante de mí y obligarme a presenciar su muerte. Pero vos, ¿por qué creéis que podrá confiar en mí?

—¿Puedo? —le preguntó Giff.

—Os doy mi palabra de fronterizo.

Giff le extendió la mano.

—Lo acepto, pero el muchacho se queda con nosotros.

—No lo haría si tuviera que dejarlo en tierra. Fife lo atraparía en un suspiro. Mirad, sir —dijo entonces, señalando—, alguien está echando al agua un bote.

Giff inspiró hondo. Pronto se enteraría de cuánto habían enfadado a Hugo sus decisiones impulsivas respecto del barco y al capitán. Aquella idea le hizo sonreír, pero aunque Hugo estaba en el primer bote que se acercó a ellos cuando echaron anclas, no hizo ninguna pregunta.

En lugar de eso, le espetó:

—Creemos que Fife tiene a Sidony.