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Capítulo 1

En los apartamentos reales del castillo de Edimburgo.

Martes 4 de junio de 1381

El conde de Fife, quien prácticamente dirigía Escocia por aquel entonces, estaba sentado ante el fuego, en su habitación favorita de la torre de David. Preparaba algunos documentos para que los firmara su padre y les pusiera el sello real. Obviamente, disfrutaba de estar al mando de Escocia y pretendía seguir haciéndolo durante varios años más.

Alto y delgado, de cabellos oscuros y rasgos severos, vestía siempre de negro, y aunque ya estaba bastante entrado en la cuarentena, era un hombre ágil, dispuesto y con unas pocas ilusiones. Como bisnieto de Robert Bruce y tercer hijo del gran rey de los escoceses, Fife era astuto en la política, inexorable y afable. Entendía el poder, lo ambicionaba. Y en los últimos años había estado incrementándolo sin cesar y reteniéndolo en sus huesudas manos.

Se consideraba un gobernante mucho más capaz que su anciano padre o que su incompetente hermano mayor. Pero gracias a esa tonta idea de Robert Bruce, según la cual el hijo mayor debía suceder al rey, Carrick era el heredero legítimo de la corona.

Antes de que Bruce alterara el proceso, los nobles escoceses siempre habían elegido a sus reyes. A diferencia de los ingleses y los franceses, que pretendían creer que Dios elegía a los monarcas, los escoceses no confiaban en esas cosas. Su rey era sólo el jefe preeminente de un clan. No poseía una armada o una flota real; dependía completamente de la buena disposición de sus nobles para disponer de naves y hombres para apoyar sus empresas.

Si Bruce no hubiera estipulado las reglas de la sucesión real, ningún Estuardo se habría convertido en rey de los escoceses, porque había demasiados nobles que los consideraban advenedizos.

Pero ahora, a Fife no le importaba cómo habían llegado los Estuardo al poder. Controlaría a Carrick tan fácilmente como a su padre, aunque tenía la esperanza de ocupar el trono de forma inmediata. El Parlamento escocés apoyaría a un hombre fuerte más que a uno débil. Y más importante, si les daban motivos suficientes, derogarían legalmente la orden de sucesión de Bruce.

Tanto su padre como su hermano carecían de la fuerza necesaria para dirigir un país lleno de nobles con gran poder sobre los clanes ambiciosos de tener supremacía unos sobre otros, que se resistían a cualquier autoridad externa. Fife creía que ya había demostrado lo suficiente su fortaleza política como para dirigirlos. Sólo necesitaba demostrarle al Parlamento sus cualidades como rey. Lo que no sabía era hasta dónde debía llegar para conseguir ese derecho.

Un año atrás, había creído estar a punto de conseguirlo. Pero había sido traicionado.

Ahora, con su nuevo barco, el Reina Serpiente alcanzaría sus metas. Cuando acabó el último documento, apareció en la puerta un servidor anunciándole que tenía una visita.

—El chevalier De Gredin, milord.

Se sorprendió al escuchar ese nombre. Hizo un gesto al criado, dejó a un lado los documentos y observó desconfiado al caballero que ahora le hacía una profunda reverencia.

Étienne, chevalier De Gredin, era diez años más joven que el conde. Llevaba atavíos más coloridos, quizás hasta más lujosos. Traía consigo un documento cerrado con doce sellos de cera. Se incorporó y clavó sus ojos verdes sobre el conde.

—Seguramente os sorprendéis de verme, milord —dijo con soltura—, pero os traigo un mensaje de Su Santidad, el Papa.

—¿De veras? Pensé que habíais huido hacia el Norte con el rabo entre las piernas.

—No, milord. Fue sólo para enterarme allí de todo lo que pude —explicó ignorando la respuesta despectiva—. Sin embargo, al disponer sólo de los barcos nórdicos y los de mi hueste, fue imposible comunicarme con el Papa o con mis amigos en Francia. De modo que regresé al continente, y aquí me presento para a deciros que Su Santidad todavía apoya vuestras empresas y pretende poner barcos a vuestra disposición para ayudaros. Si vos lo permitís, yo permanecería aquí como enviado de Su Santidad.

—¿Cómo su enviado en mis huestes? —lo inquirió Fife con calma.

—Como vos lo deseéis, milord —dijo De Gredin, y se puso de rodillas en señal de sumisión—. Ambos seguimos en busca del mismo objetivo, hacernos con el tesoro templario, devolverlo a Su Santidad y velar por que vos ocupéis el lugar que os corresponde como rey de los escoceses.

Fife dejó que continuase de rodillas y quedó pensando por un momento.

Los caballeros templarios habían servido como ejército del Papa y protección de los peregrinos que marchaban a la Tierra Prometida durante las Cruzadas. En algún momento se convirtieron en los banqueros del mundo y guardianes de los objetos más sagrados y valiosos de Occidente, y así habían amasado una enorme fortuna. Pero, a principios del siglo XIV, habían sido traicionados por Felipe IV de Francia y su astuto Papa, que los convirtió en herejes y provocó que aquella Orden tan respetada se desmembrara. Sin embargo, cuando Felipe trató de hacerse con el tesoro, descubrió que había desaparecido. Y aún ahora, y desde hacía ya casi setenta y cinco años, el tesoro de los templarios seguía envuelto en el misterio. La Santa Iglesia lo había reclamado para sí, y el Papa, que aparentemente creía que una buena parte del tesoro había llegado hasta Escocia, había enviado ya dos veces a sus hombres para encontrarlo y reclamarlo... hasta ahora, en vano.

El único interés de Fife en el tesoro residía en uno de los objetos que había en él. Por lo tanto, si De Gredin y el Papa necesitaban su ayuda para encontrar el tesoro, Fife aprovecharía esa oportunidad en propio beneficio. Después de todo, aunque no lograran encontrarlo, el solo apoyo del Papa bastaría para inclinar la balanza a su favor cuando el Parlamento tuviera que decidir si lo coronaba rey.

Pero el conde desconfiaba del chevalier.

—El año pasado me traicionasteis —le espetó entonces, con el ceño fruncido—. ¿Por qué debería confiar en vos ahora?

Todavía de rodillas, el caballero le extendió el documento sellado que traía consigo.

—Leed esto, milord. Luego decidid.

* * *

En los bosques de la abadía de Holyrood.

Martes 4 de junio de 1381

Las ondas formándose alrededor del sedal, hasta el momento quieto, fue la primera indicación.

Lady Sidony Macleod, de sólo diecinueve años, aferró con fuerza la caña y observó con detenimiento los anillos que se iban expandiendo en el agua. Había estado sentada al menos durante una hora sobre un promontorio de granito asomado sobre el delgado lago, sin haber visto un solo pez, aunque el jardinero de la abadía, hombre fornido y de blancas barbas, le había asegurado que estaba repleto de ellos. Se preguntó si era el momento de tirar de la línea. Pero no quería atrapar ningún pez. Se había llevado la caña sólo para que su paseo no pareciera una simple escapada.

Tener un pescado como excusa le sería de ayuda, pero llevarlo consigo de regreso le resultaría una molestia. Sorcha, su hermana mayor, era siempre la encargada de llevarlos a la casa cuando salían de pesca.

—¿Está seguro de que podré atrapar alguno? —le había preguntado al jardinero.

—Claro, milady. Seguramente pescaréis alguna trucha o un salmón para vuestro desayuno.

No pudo resistirse a semejante ofrecimiento, de modo que le dio las gracias y aceptó un pequeño frasco de lombrices para usar de cebo. Luego había cruzado tres jardines entre la mansión Clendenen y el bosque, y había caminado entre los árboles, los helechos y las flores, sorprendida de que la tierra estuviera tan esponjosa y húmeda. Pero la serenidad del lago la invadió haciéndole olvidar todo a su alrededor.

Un ciclo gris lo cubría, generando un extraño efecto. El centro del agua parecía verde grisáceo y en las orillas se iba oscureciendo, bajo la sombra negra de los árboles.

Sidony había recorrido la orilla del lago hasta llegar a la roca. Después de luchar contra el fango, aquella piedra seca y limpia resultaba tentadora.

Las botas de la muchacha llenas de lodo, y el ruedo manchado de su falda azul también evidenciaban la caminata que había hecho. Pero era un vestido viejo, que no le importaba mucho. Se lo había puesto para jugar con su sobrino de catorce meses, y así salvar sus otros trajes más finos de aquellas manitas pegajosas, o de cualquier cosa que el pequeño le arrojara encima.

Recordó las expediciones de pesca con Sorcha cerca del castillo de Chalamine, su hogar en las Tierras Altas, el manantial cercano y los densos arbustos que lo rodeaban, y no pudo evitar lanzar un suspiro.

Había estado fuera de casa más de un año... demasiado tiempo. Las lágrimas la invadieron, y una le resbaló por la mejilla, justo cuando la caña dio otro tirón. La asió fuerte con las dos manos y se puso de pie trastabillando, tratando de no caer al agua, ni pisarse el vestido, ni perder el pez.

Era más grande de lo que esperaba. Peleaba tanto que Sidony deseó no haberlo atrapado. Agotada por la batalla, se preguntó si no sería mejor dejarlo ir.

En una circunstancia similar, su hermana mayor le había dicho que el pez moriría de todas formas, pero que antes estaría agonizando durante días. Así que cuando lo tuvo a sus pies, golpeando contra la superficie de granito, Sidony recogió una piedra y con mucha resolución acabó con su vida.

Observó al pez muerto con una mueca y se puso a buscar una rama con que atravesarlo, para luego poder cargar con él con comodidad. Se felicitó por su profesionalismo en todo el procedimiento, pero no quiso atrapar otro pez. Recogió entonces la caña del jardinero para emprender el regreso a la mansión Clendenen.

Unos minutos más tarde, al no encontrar ninguna huella, se dio cuenta de que se había perdido.

Si hubiera habido sol, quizá habría descubierto qué dirección seguir. Sorcha podía hacerlo sólo guiándose por el sol, pero Sidony no estaba segura, porque nunca se había molestado en preguntarle exactamente cómo lo hacía. Sabía que el sol se ponía en el oeste, en el lado del castillo de Clendenen.

Encaramado, como el castillo de Edimburgo, sobre la cima de una colina escarpada, la fortaleza se veía desde todos lados, menos desde donde estaba ella ahora, pues allí la vegetación era demasiado espesa.

Se dijo que debía tomárselo como una prueba más de su libertad. Además, alguien la encontraría, si ella no lograba hallar el camino de regreso. La campana de la abadía sonaría para las vísperas, y desde allí podría llegar sin problemas.

A estas alturas, la gente debía de estar preguntando por ella. Y seguramente estarían sorprendidos de que no hubiera avisado de adónde iba. Pero Sidony no había querido despertar a su hermana Isobel ni a su anfitriona, ni perturbar a los hombres, y tampoco había planeado perderse. Aunque quizá todavía no se habían percatado de su ausencia, pues era común que no notaran su presencia. Quizá alguien podría escucharla si silbaba un poco. Se suponía que las damas no debían silbar, pero la única de sus seis hermanas presente en la mansión Clendenen era Isobel, que estaba embarazada de nuevo y se pasaba el día durmiendo, roncando, de hecho. Sidony no conocía muchas melodías, así que silbó su favorita una y otra vez. Se preguntó entonces quién habría puesto esas reglas absurdas. Las mujeres debían poder silbar con libertad como los hombres.

Para su alivio, comenzó a sonar la campana de la abadía, pero sus reverberaciones inundaron el bosque. Sólo cuando los últimos ecos se perdían en la distancia fue capaz de discernir que el sonido provenía de la derecha.

En aquel silencio repentino, escuchó el relincho de un caballo. Quiso gritar, pero luego recordó a los hombres horribles que una vez habían secuestrado a su hermana Adela.

Alguien que la estuviera buscando iría pronunciando su nombre. Que el jinete se mantuviera en silencio indicaba que era un extraño, en el mejor de los casos.

 

 

Al escuchar aquella agradable melodía, el jinete había aflojado las riendas de su caballo. La música lo había intrigado, pero aquella bestia que montaba había protestado con un bufido. Entonces, el jinete deseó que aquel silbido no proviniese de un adversario. Pero si bien se había hecho tanto de amigos como de enemigos, pocos esperarían encontrarlo en el bosque de la abadía.

Sin embargo, verificó que su espada estuviera en su lugar, anudó las riendas a una rama accesible y avanzó con cuidado hacia aquella melodía, con los pasos ágiles y silenciosos de un hombre experimentado en el bosque, evitando ramas, charcos y guijarros, más guiado por el instinto que prestando atención en los posibles obstáculos.

La descubrió un instante más tarde; aquella belleza delgada y con curvas, adornada por una cabellera rubia dividida en dos trenzas, una que le colgaba sobre el hombro derecho y otra que le caía sobre la espalda hasta la cintura. De inmediato sintió el deseo de tocar una y comprobar si eran tan sedosas como parecían.

Ella se movía despacio, mirando a los lados, parecía más indecisa que atemorizada.

Le extrañó su vestido en mal estado, era una pena que una dama tan hermosa no llevase seda o satén, ni estuviera cubierta de pieles y joyas que realzaran su belleza. En lugar de eso, lucía un traje de lana enlodado, y en vez de joyas, llevaba un salmón en una mano y una caña decrépita en la otra.

El padre de esa criatura debía ser castigado por dejar que una belleza así se moviera sin escolta. Sin embargo, ahí estaba ella, y Giff MacLennan no era hombre que dejara escapar las oportunidades. Se acercó, pisando unas flores azules para aminorar el ruido de sus pasos. No quería asustarla llegando por la espalda. Simuló estar distraído para que ella se encontrara con él. Entonces fue él quien se volvió de espaldas a la joven.

Escuchó el cambio de ritmo en los pasos de la muchacha y supo que lo había visto. Cuando se dio cuenta de que se había detenido, giró y se topó con su mirada azul. Ante él, apretó con fuerza la caña en su mano izquierda. El salmón, de excelente aspecto, colgaba de una ramita a su derecha.

—Buenos días, milady —la saludó—. ¿Estáis perdida en estos vastos bosques?

Ella asintió. Sus ojos seguían muy abiertos y los labios carnosos temblaban por la sorpresa. Eran tan tentadores como sus senos, que también parecían suaves e invitadores, y se movían despacio pero a un ritmo cada vez mayor dentro del canesú.

—Puedo mostraros el camino, si queréis —agregó él, obsequiándole con su mejor sonrisa.

Por lo general, le devolvían la sonrisa, pero ella seguía observándolo en silencio y seria.

—¿Deseáis que os muestre el camino? —repitió.

Ella volvió a asentir, mirándolo a los ojos de una forma que consiguió despertar la masculinidad de Giff.

—Sólo te pediría una pequeña recompensa como pago de este rescate —aclaró él, sugerente.

La joven seguía sin decir palabra.

Él dio un paso adelante, sin quitarle la vista de encima, preguntándose si ella daría un paso atrás.

Sentía que la tierra estaba húmeda bajo sus pies, pero por primera vez no le prestó atención. Era aún más bella de cerca.

 

 

Aquel extraño de cabellos oscuros que se acercaba con expresión cautivadora llevaba una armadura de cuero, botas y pantalones ceñidos a los musculosos muslos. La espada sobre la espalda y la daga que se asomaba por una de sus botas deberían haberla asustado, pero ni por un instante lo confundió con un rufián de frontera.

Su camisa era demasiado blanca, confeccionada con el lino más fino. Además, el desconocido se movía con una arrogancia que sólo podía encontrarse entre las clases acomodadas. No era el hombre más guapo que hubiera visto en su vida, pero había algo en él que la fascinaba.

Le gustaban aquel brillo de sus ojos azul oscuro como el lago y su voz tan suave como la miel. Pero era tan alto y tan ancho de hombros como Hugo o Rob, y ella prefería que los hombres no ocuparan tanto espacio. Esos hombres corpulentos tendían a alzarse sobre una mujer como una montaña, gritando órdenes a los cuatro vientos. Sus cuñados eran todos así. Y ella les obedecía.

Se había quedado aguardando a que el extraño le dijera cómo debía pagarle para que la sacase del bosque. Entonces, él se inclinó hacia adelante y la besó en los labios. Impresionada, sintió también que deslizaba una mano por detrás de su cabeza para retenerla y poder seguir besándola.

Aquellos labios le resultaron suaves al principio, y luego más duros, demandantes. Él cerró los ojos, y Sidony lo lamentó, eran de un color azul que nunca había visto.

Luego, él le deslizó la otra mano alrededor de la cintura. Sidony sabía que debía protestar y hasta empujarlo. Pero nunca nadie se había atrevido antes a hacerle algo así, y encontró el asunto más interesante de lo que hubiera pensado.

La lengua de él se movió sobre sus labios. Entonces, ella reaccionó sin pensar y lo empujó con ambas manos, sin importarle tampoco la caña o el pescado.

Giff la soltó y dio un paso hacia atrás, mirándola anonadado.

—¿Por qué tanta violencia, cariño? —preguntó con una sonrisa pícara—. No puedes negar que te ha gustado.

Giff puso los brazos en jarras, desafiándola a que lo desmintiera. La rabia invadió a Sidony de manera tan intempestiva que actuó sin pensar. Olvidando que todavía sostenía el pescado, echó hacia atrás su brazo con fuerza y le dio un puñetazo.

Giff alzó una mano para defenderse y dio un paso atrás, pero la tierra blanda lo traicionó y el pescado acabó dándole en medio de la cara. Para horror de Sidony, el hombre terminó sentado sobre la tierra blanda y las florecitas azules.

La joven giró y echó a correr, pero antes de que hubiera dado cinco pasos, una mano de hierro se cerró sobre la parte superior de su brazo y tiró de ella para detenerla.

—Por todos los cielos —exclamó furioso, sus labios casi tocándose—. Debería darte una tunda para enseñarte mejores modales.

Sidony se puso firme de pronto y al fin pudo hablar.

—¡Cómo os atrevéis! —le espetó—. ¡Soltadme!

Y para su sorpresa, él obedeció. Pero aquellos ojos azules chispeaban como el fuego y no presagiaban nada bueno.

—¿Qué es lo que estáis haciendo aquí sola, vestida como una criada?

—Pensé que erais un caballero —lo acusó, indignada—. ¿Es así como los caballeros tratan a las criadas? No lo sabía.

—No me provoquéis milady. Soy un hombre paciente, pero no tolero las insolencias de nadie.

—¿Y es insolente hacer esa pregunta? —retrucó ella, alzando el mentón—. Yo diría que es mucho más insolente andar por ahí besando a las inocentes muchachas del servicio.

—En general no son tan inocentes —agregó él, en tono burlón.

—¿Y por qué creéis vos que no lo son?

—Me extraña que una dama haga esas preguntas tan agudas como si preguntara por el clima.

—No me habéis respondido.

—Y no voy a hacerlo. Porque o sabéis la respuesta o en tal caso sois demasiado inocente como para que os lo diga. Además, sois vos quien me debe una respuesta.

—He olvidado la pregunta —respondió ella, de manera despectiva, aunque la recordaba muy bien.

Por un momento, el caballero pareció a punto de sacudirla, pero luego consideró la situación y trató de tranquilizarse.

—Os he preguntado qué estabais haciendo aquí sola, vestida como una criada común —repitió.

—¿No es de mala educación hacer comentarios poco halagüeños sobre el vestido de una dama?

Sidony descubrió con satisfacción que los ojos de él volvían a aguzarse.

El hombre dejó escapar una suerte de gruñido antes de hablar.

—¿De verdad os habéis perdido?

—Sí, pero como ahora sé dónde está la abadía, caminaré para...

Miró alrededor y notó que en su huida apresurada para liberarse, había vuelto a perder el sentido de la dirección.

—Sigo perdida —admitió.

—¿Dónde vivís?

—He llegado al bosque desde la mansión Clendenen, en Canongate.

—Conozco bien Canongate, encontraremos la mansión. Si hubierais tomado el otro camino y seguido por la orilla del lago, habríais llegado pronto a la abadía.

Prefirió no discutir con él sobre lo que debería o no haber hecho.

—Fue una descortesía de vuestra parte cobrarme la ayuda —lo amonestó, muy seria.

—Una descortesía desde luego. Pero lo he disfrutado de todas formas —respondió pícaro.

—¿De veras? ¿Por qué?

Giff se encogió de hombros. La joven se veía tan expectante que lo invadió la culpa. No quiso herirla diciéndole que ese beso no había significado más que cualquier otro beso robado.

A MacLennan le gustaba disfrutar de las aventuras que hallaba en su camino, y rara vez consideraba los riesgos, pero con ella de pronto quiso reivindicarse.

La joven aguardaba, paciente, en silencio. No quiso alimentar su vanidad asegurándole que su beso había sido especial. Era una belleza, sin duda, y no le hubiera molestado conocerla aún más, pero un hombre de su clase no tenía tiempo para perder con una muchacha virginal de cuna noble, que seguramente esperaría el matrimonio. De modo que, de una forma más brusca de lo que hubiera querido, acabó por responderle;

—Os escoltaré hasta tu casa, iremos por aquí —la cogió del codo para que se apresurase—. ¿Alguien sabe por lo menos que habéis venido a este bosque?

—Sí, el jardinero —suspiró decepcionada.

—¿Y en qué estabais pensando como para confiaros a un jardinero y a nadie más?

—Había estado jugando con mi sobrino, así mi hermana podía hablar tranquila con nuestra anfitriona —explicó ella, en tono aniñado—. Y cuando la criada se lo llevó para echar la siesta, salí al jardín. No esperaba encontrarme con el jardinero.

—Bueno, ¿dónde más podía estar el jardinero?

—Lo sé, pero aunque es muy amable, yo quería estar sola. Así que cuando me preguntó si estaba disfrutando del paseo, le dije que pensaba ir hasta el bosque.

—Él debería haberos advertido que os quedarais en el jardín —respondió el joven severamente.

—Sin duda, muchos estarían de acuerdo con vos. Pero me ofreció la caña para mi excursión, y luego atrapé un pez en el lago —levantó orgullosa su presa—. Después me perdí, y vos aparecisteis justo en el momento en que creía saber dónde estaba la abadía.

—¿Pero por qué queríais iros? ¿No había nadie más con quien pudierais conversar?

—Oh, sí, están dos de mis cuñados, pero se hallaban hablando en privado y no quise interrumpirlos.

—¿No son amables con vos?

Sintió de pronto que tendría que decirles algunas cosas a esos hombres que habían permitido que una muchacha tan inocente saliera a pasear sola.

Sidony se esforzó por no sonreír. Había notado la expresión de disgusto.

—Son muy atentos, sir. Pero no se debe interrumpir a los hombres cuando hablan en privado, y yo quería estar sola. ¿Sabéis? Llevo en Midlothian ya cerca de un año, y a veces me gusta imaginar que estoy de regreso en casa. Hoy ha sido uno de esos días.

—Así que por lo general no vivís en el emplazamiento real.

—No, claro que no. He estado residiendo alternativamente con tres de mis hermanas. Mi hermana Sorcha y yo llegamos a Midlothian cuando vino una de las mayores, Adela. Isobel ya estaba viviendo aquí, aunque en ese momento se había ido a visitar a nuestra hermana Cristina.

—¿Pero cuántas hermanas tenéis?

—Ahora seis, Cristina, Adela, Kate, Maura, Isobel y Sorcha. Éramos ocho, pero Mariota murió. Todas se han casado, y dentro un mes, será la boda de mi padre con lady Clendenen. Pero antes...

—¿También está aquí? ¿Esperabais que no me encontrara con él cuando os llevara de regreso?

—Está en casa, en las Tierras Altas —aclaró—. Es miembro del Consejo de las Islas, como bien sabréis.

—Os equivocáis, no lo conozco —protestó él—. ¿Quién es vuestro padre?

Sidony frunció el ceño.

—¡Por Dios! Aquí estamos, caminando juntos, como viejos amigos, y vos no sabéis ni siquiera mi nombre. Ni yo el tuyo —agregó ella tuteándolo.

—Reconozco vuestra expresión altanera. Creéis que debería saberlo, ¿verdad? Cómo alguien puede no conocer a la señorita aristócrata —agregó en tono burlón—. Un caballero se hubiera presentado de inmediato. Pero me gustaría que no mencionarais este incidente ni a vuestra familia ni a vuestros amigos, aunque todavía no estoy seguro de que podáis mantener la boca cerrada cuando es necesario.

—Muy bien —aceptó ella, pensando que si no quería decirle a nadie su nombre, tampoco pretendería encontrarse con Hugo o Rob—. Mi padre es Macleod de Glenelg, sir. Y yo soy su hija menor, Sidony.

—Lady Sidony —se inclinó en una reverencia, con un destello de satisfacción en los ojos—. Creo que puedo alegrarme de que vuestro padre no esté por aquí.

—No creo que se enfadara con vos —resopló ella—. Supongo que preferiría vérselas conmigo por haberme perdido en estos bosques.

—Sí, pero podría reconocerme. Veréis, yo también soy de Kintail.

—¿Venís de allí? —preguntó interesada—. Oh, decidme, ¿ha hecho buen tiempo? ¿Han florecido las praderas? Entonces debo de conocer a vuestra familia, sir. Conozco a todos los Macleod. ¿Sois un Mackenzie o un Mac Rae?

—No os responderé aún. Primero, contadme más cosas de vuestra familia. Sé muy bien quién es vuestro padre, pero he estado lejos de casa muchas veces en estos últimos diez años. ¿Dónde está vuestra madre? ¿Y cómo es que tres de vuestras hermanas viven aquí en Midlothian si son todas oriundas de las Tierras Altas? Pero un momento, ¿no fue vuestra hermana Cristina quien se casó con Hector Reaganach Maclean, de Lochbuie, en la isla de Mull?

Su rostro se ensombreció.

Sidony no respondió de inmediato. En general, los hombres querían respuestas breves y con pocos detalles.

—Mi madre murió cuando yo tenía dos años, y Cristina está casada con Hector el Feroz —confirmó—. Lo demás es una historia más larga. Adela estaba a punto de casarse con Ardelve de Loch Alsh, pero alguien la raptó antes de que pudiera hacerlo y la trajo hasta aquí. Sorcha y yo los seguimos, pero sir Hugo salió a buscarnos. Oh, y antes de eso Isobel se casó con...

—¿Sir Hugo? —la interrumpió. Parecía disgustado por haber escuchado ese nombre.

—Sí. Sir Hugo Robison. Es el esposo de mi hermana Sorcha.

Los labios del hombre se afinaron, los ojos le brillaron extrañamente; luego, rió y sacudió la cabeza.

—El destino vuelve a reunimos —declaró, amargamente.

—¿Por qué lo decís?

—La última vez que vi a Hugo Robison, me dio una paliza, y si se llega a enterar de cómo nos hemos conocido, sospecho firmemente que volverá a hacerlo.

—Hugo es un caballero, al igual que vos. Me pregunto si también anda por ahí besando a las jovencitas.

—¡Por Dios, muchacha! Espero que no estéis planeando preguntárselo.

—Pero mis hermanas dicen que si uno quiere averiguar algo, debe decirlo sin rodeos.

Él la observó con curiosidad, la joven se mostraba tranquila.

—De verdad, sir, no debéis tenerle miedo a Hugo. Ni siquiera sé por qué deberíais encontrároslo. Cuando lleguemos a la abadía, podré regresar fácilmente por el mismo camino que seguí a la ida, atravesando los jardines. Mi cuñado no tendrá por qué enterarse nunca de que nos hemos conocido.

—Sin duda, lo preferís así. ¿Me equivoco?

—Prefiero que me dejéis regresar sola —retrucó Siddie.

—No puedo hacer eso —sentenció, con una sonrisa irónica, y le ofreció gentilmente su brazo—. Veréis, según mi experiencia, un caballero no debe huir de la batalla. Además, vuestra presencia me protegerá.

Sidony se preguntó quién la protegería a ella e ignoró el brazo que le ofrecía. Tampoco hubiera imaginado jamás que un paseo por el bosque se equiparara con una batalla.

—Antes de que sigamos avanzando, sir, es mejor que busquéis vuestro caballo.