CAPÍTULO III
Hacia el alba, Marcello se despertó y vio o creyó ver a su esposa que, de pie en el rincón junto a la ventana, miraba a través de los cristales, en aquella luz grisácea de las primeras horas de la mañana. Estaba completamente desnuda: con una mano apartaba el visillo, y con la otra se cubría el pecho, no sabía si por pudor o aprensión. Un largo mechón de cabellos despeinados le caía a lo largo de la mejilla. La cara, tendida hacia delante, pálida y sin colores, tenía una expresión de reflexión desolada, de consternada contemplación. Hasta su cuerpo parecía haber perdido aquella su robusta y apetitosa exuberancia: los senos, que la maternidad había aplastado y relajado un poco, mostraba, de perfil, un pliegue de fláccido cansancio que no había notado antes; el vientre, no tan redondo cuanto hinchado, daba una sensación de pesadez torpe e inerme, confirmada por la posición de los muslos, que se apretaban, como temblorosos, para esconder el regazo. La fría luz del naciente día, semejante a una mirada indiscreta y apática, iluminaba pálidamente aquella desnudez. Al mirarla, Marcello no pudo por menos de preguntarse qué pasaría por su mente mientras inmóvil en aquel gajo de luz mortecina, contemplaba el patio desierto. Y con un vivo sentimiento de compasión, se dijo que podía imaginar muy bien aquellos pensamientos. «Heme aquí —pensaba, sin duda, ella— arrojada de mi casa a mitad de mi vida, con una hija pequeña y un marido arruinado que no espera ya nada de su porvenir, cuya suerte es incierta y cuya vida tal vez se halle en peligro. He aquí el resultado de tantos esfuerzos, de tanta pasión, de tantas esperanzas.» Era en verdad —pensó— Eva expulsada del Paraíso; y el Paraíso era aquella casa, con todas las cosas modestas que contenía: la ropa en los armarios, los utensilios en la cocina, el salón para recibir a las amigas, los cubiertos de plata, las falsas alfombras persas, la vajilla de porcelana que le regalara su madre, la nevera, el florero en la antesala, la habitación de matrimonio, de falso estilo imperio, comprada a plazos, y a él, dentro de la cama, que la miraba. El Paraíso era también, sin duda, el placer de estar a la mesa, dos veces al día, con la familia; el dormir por la noche abrazada al marido; el atender a la casa; el formular proyectos para su porvenir, el de su hija y el de él. Finalmente, el Paraíso era la paz del alma, el acuerdo consigo misma y con el mundo, la serenidad del corazón tranquilo y saciado. De este Paraíso la expulsaba ahora, empujándola, desnuda e indefensa, al hostil mundo externo, un ángel furibundo y despiadado, armado con flamígera espada. Marcello la observó todavía durante largo rato, mientras ella, inmóvil, prolongaba su melancólica contemplación; luego, en el sueño que volvía a gravitar sobre sus párpados, la vio separarse de la ventana, andar de puntillas hasta la percha, coger un vestido, ponérselo y salir sin hacer ruido. Probablemente iría —pensó— a sentarse junto a la cama de la niña amodorrada, otra contemplación poco alegre, o bien a acabar los preparativos de la partida. Por un momento pensó en seguirla, para consolarla como pudiera. Pero aún tenía mucho sueño y, tras un momento, quedóse de nuevo dormido.
Más tarde, mientras el coche corría hacia Tagliacozzo en la pura luz de la mañana estival, volvió a pensar en aquella visión lamentable y se preguntó si la había soñado, o bien si la había visto en realidad. La mujer estaba sentada a su lado, apretada contra él para hacer sitio a Lucilla, que, arrodillada en el asiento y con la cabeza fuera de la ventanilla, disfrutaba del viaje. Giulia permanecía con el busto erecto, la chaqueta desabrochada sobre una blusa blanca y la cabeza erguida, tocada con un sombrero de viaje. Marcello notó que tenía en las rodillas un objeto de forma oblonga, envuelto en un papel de color marrón y atado con un cordel.
—¿Qué llevas en ese paquete? —preguntó sorprendido.
—Te haré reír —respondió ella—, pero no podía decidirme a dejar en casa el florero de cristal que estaba en la antesala. Me gusta, ante todo, porque es bonito, y luego porque me lo regalaste tú. ¿Te acuerdas? Fue poco después de haber nacido la niña. Es una debilidad, lo sé, pero servirá. Pondremos flores en él en Tagliacozzo.
Conque era cierto —pensó—; no lo había soñado; era ella, en carne y hueso, y no una figura de sueño, a la que había visto aquella mañana, de pie ante la ventana. Tras un momento, dijo:
—Si te gustaba traértelo, has hecho bien. Pero te aseguro que volveremos puntualmente a casa tan pronto como acabe el verano. No debes alarmarte para nada.
—No me alarmo.
—Todo se resolverá bien —añadió Marcello cambiando de marcha, ya que el coche atacaba una subida—, y serás feliz como lo has sido en los últimos años e incluso más. —Giulia no dijo nada, aunque no parecía convencida. Mientras conducía, Marcello la observó un momento: con una mano aguantaba el florero sobre las rodillas, y con el otro brazo ceñía la cintura de la niña, asomada a la ventanilla. Todos sus afectos y sus posesiones —parecía decir con aquellos gestos— estaban ya allí, en aquel coche: el marido a su lado, la niña al otro y, símbolo de la vida familiar, el florero de cristal en sus rodillas. Recordó que, en el momento de la partida, había dicho ella, lanzando una última mirada a la fachada de la casa: «¡Dios sabe quién vendrá a ocupar nuestra casa!» y comprendió que jamás lograría persuadirla, porque en ella no había convicción meditada, sino sólo aterrorizado presentimiento del instinto. Sin embargo, preguntó con calma:
—¿Se puede saber qué estás pensando?
—Nada —contestó ella—, no pienso absolutamente en nada… Contemplo el paisaje.
—No, quiero decir que qué piensas en general.
—¿En general? Creo que las cosas van mal para nosotros. Pero no es culpa de nadie.
—Tal vez sea culpa mía.
—¿Por qué culpa tuya? Nunca es culpa de nadie. Todos tienen, al mismo tiempo, la culpa y la razón. Las cosas van mal porque van mal. Eso es todo. —Pronunció esta frase en tono conciso, como para indicar que no tenía más ganas de hablar. Marcello calló, y desde aquel momento, y durante un buen rato, medió el silencio entre ellos.
Era aún muy de mañana, pero el día se anunciaba ya caluroso. Ante el coche, entre los setos polvorientos y deslumbrantes de luz, temblaba el aire, y la reverberación del sol arrancaba brillantes reflejos al asfalto. La carretera discurría por un paisaje ondulado, entre colinas amarillentas, erizadas de matorrales secos, con algunas granjas, oscuras y grises, perdidas en el fondo de valles desiertos y sin árboles. De cuando en cuando se cruzaban con algún carro tirado por un caballo o un viejo coche provinciano. Era una carretera poco frecuentada, ya que los vehículos militares circulaban por otras partes. Todo estaba en calma, normal, indiferente —pensó Marcello mientras conducía—, y nadie habría podido pensar que se encontraba en el corazón de un país en guerra y en revolución. Las caras de los raros campesinos que se veían apoyados en los enormes cedazos o en medio de los campos, con la azada al pie, expresaban los acostumbrados sentimientos de estúpida y pacífica atención por las cosas normales, habituales, obvias, de la vida. Allí, todo era gente que pensaba en las cosechas, en el sol, en la lluvia, en los precios de las mercancías e incluso en nada. Giulia había sido durante años como aquellos campesinos —pensó—, y ahora lamentaba haber sido arrancada de aquella paz. Y pensó en esto casi con irritación: peor para ella. Para los hombres, vivir no significaba entregarse plácidamente en manos de la soporífera paz ofrecida por la indulgente naturaleza, sino estar continuamente en lucha y en agitación, resolver en todo momento un problema mínimo dentro de los límites de problemas más vastos contenidos, a su vez, en el problema conjunto de la vida. Este pensamiento le volvió a dar confianza en sí mismo, mientras el coche salía del paisaje ondulante y desolado y penetraba por entre las altas rocas rojizas de una cadena montañosa. Tal vez porque al conducir el coche le parecía como si el propio cuerpo formase un todo con el motor que, inflexible y fácilmente, afrontaba y resolvía las dificultades de la carretera, llena de curvas y pendientes, creyó sentir que una especie de optimismo, el primero después de muchos años, venturoso y petulante a la vez, barría finalmente, semejante a una ráfaga de impetuoso viento, el tormentoso cielo de su espíritu. Se trataba —pensó— de considerar acabado y enterrado todo un período de su vida y de empezar de nuevo desde el principio, de acuerdo con un plan y con medios distintos. El encuentro con Lino —pensó— le había sido muy útil; y no tanto porque lo hubiese liberado del remordimiento de un delito que no había cometido, cuanto porque con aquellas palabras, dichas casualmente, sobre la inevitabilidad y normalidad de la pérdida de la inocencia. Lino le había hecho comprender que durante veinte años se había obstinado por un camino extraviado, del que ahora debía salir resueltamente. Esta vez no habría necesidad de justificación ni de comunión —pensó—, y ahora estaba resuelto a no permitir que el delito cometido en realidad, el de Quadri, lo envenenase con los tormentos de una vana búsqueda de purificación y de normalidad. Quadri, aquel hombre que había sido, estaba muerto, y más pesada que una losa sepulcral, él dejaría caer sobre aquella muerte la lápida definitiva de un olvido total. Tal vez porque el paisaje, ahora, había dejado de ser el bochornoso desierto de hacía unos instantes y la abundancia de aguas invisibles hacía desbordar los márgenes de la carretera de hierbas, flores, helechos y, más arriba, en lo alto de la cima, el denso y exuberante verdor del soto, le pareció que de ahora en adelante sabría evitar para siempre la desolación de los desiertos, en los que el hombre persigue a su propia sombra y se siente perseguido y culpable. Y, por el contrario, buscaría, libre y venturosamente, lugares semejantes a éstos que ahora recorría, lugares rupestres e inaccesibles, morada de bandidos y de animales salvajes. Se había sometido voluntaria, obstinada y estúpidamente, a la opresión de unos lazos indignos y de unos compromisos más indignos aún. Y todo ello por el espejismo de una normalidad que no existía. Ahora, estos lazos habían quedado rotos, anulados los compromisos, y él volvía a quedar libre y sabría hacer uso de su libertad. En aquel momento, el paisaje se presentaba en su aspecto más pintoresco: a un lado de la carretera, el soto, que cubría el flanco de la colina; al otro, una vertiente herbosa salpicada de enormes encinas frondosas, que descendía hasta una vaguada transida de matorrales, entre los que se percibía la espumosa agua de un torrente. Al otro lado de la vaguada se erguía una pared rocosa, de la que se desplomaba la brillante cinta de una cascada. De pronto, Marcello detuvo el coche y dijo:
—Es un lugar muy bonito. Parémonos un momento.
La niña preguntó, volviéndose de la ventanilla:
—¿Ya hemos llegado?
—No, aún no hemos llegado, nos detenemos un momento —dijo Giulia cogiéndola en brazos y haciéndola bajar del coche.
Cuando se hubieron apeado, la mujer dijo que aprovecharía aquella parada para que la niña hiciera sus necesidades, y Marcello permaneció junto al coche, mientras Giulia, llevando de la mano a la niña, se alejaba algunos pasos. La madre caminaba despacio, sin inclinarse hacia su hija, la cual —vestida con una corta faldita blanca, tocada con un gran mechón en medio de la cabeza y el cabello desprendido sobre los hombros— parloteaba, como de costumbre, animadamente, levantando de vez en cuando la cara hacia su madre, quizá para hacerle alguna pregunta. Marcello se preguntó qué lugar ocuparía su hija en el porvenir nuevo y libre que la repentina exaltación le había pintado poco antes, y se dijo, con vivo afecto que, si no otra cosa, la sabría encaminar hacia una vida inspirada por motivos completamente distintos de los que hasta ahora habían guiado la suya. Todo en la vida de su familia —pensó— sería brío, fantasía, gracia, ligereza, limpidez, frescor y aventura; todo se asemejaría a un paisaje que no conoce el bochorno ni las nieblas, sino sólo las rápidas tempestades purificaderas que hacen más claro el aire y más rientes los colores. Nada permanecería de la sanguinaria pedantería que hasta ayer había informado su destino. Sí —pensó—, debía vivir en plena libertad.
Tras estas reflexiones, abandonó la cuneta y se acercó al bosque que sombreaba el otro lado de la carretera. Los árboles eran altos y frondosos, bajo ellos se desarrollaban zarzas y otros arbustos silvestres, y bajo estos últimos, en una mancha de sombra, se entreveían hierbas y flores sobre un lecho de musgo. Marcello tendió un brazo entre la maraña de ramas y cogió una de aquellas flores, una campánula de un azul casi violeta. La campánula era sencilla, con pétalos estriados de blanco, y al llevársela a la nariz, percibió un amargo olor herbáceo. Pensó que aquella flor, crecida en la umbrosa maraña del soto, sobre aquel trocito de tierra agarrada a la infecunda toba, no había tratado de imitar a las plantas más altas y robustas, ni de reconocer su propio destino, con objeto de aceptarlo o rechazarlo. En plena consciencia y libertad, creció donde había caído casualmente la semilla, hasta el día en que su mano la arrancó. Ser como aquella solitaria flor, sobre un lecho de musgo, en un soto umbroso —pensó—, era un destino verdaderamente humilde y natural. Lo contrario, o sea, la humildad voluntaria de una adecuación imposible a una normalidad falaz, no escondía sino orgullo y amor propio trastornados.
Se sobresaltó al oír la voz de su mujer, que decía:
—Bueno, vámonos.
Él volvió a ocupar su lugar frente al volante. El coche giró velozmente por la curva de la carretera, contorneando la vertiente sembrada de encinas, y luego, tras un denso jaral, a través de un desgarro de la colina, desembocó a la vista de una inmensa llanura. El bochorno de julio enturbiaba los horizontes, contorneados de montes azules; a la luz dorada y algo caliginosa, Marcello percibió en medio de la llanura, un monte solitario, abrupto, coronado, a guisa de acrópolis, por una aldea de sólo algunas casas agrupadas bajo las torres y los muros de un castillo. Se veía con claridad las paredes laterales de las grises casas suspendidas a pico sobre la carretera de circunvalación que giraba en espiral en torno al monte: el castillo tenía forma cuadrada, con una torre chata y cilíndrica por lado. El pueblo era de un color rosado, y el sol, que incendiaba el cielo, arrancaba mortíferos centelleos a los cristales de las casas. A los pies del monte, la carretera corría recta, como hebra de hilo blanco, hacia los límites extremos de la llanura. Frente al monte, al otro lado de la carretera, se extendía el vasto prado raído —de un verde amarillento— de un campo de aviación. En contraste con las viejas casas del pueblo, en el campo todo se veía nuevo y moderno: los tres largos hangares mimetizados de verde, azul y marrón; el poste en lo alto, rematado por una bandera roja y blanca; los numerosos aparatos plateados, posados, como de una manera casual, en torno a los márgenes del campo.
Marcello observó largo rato aquel paisaje mientras el coche, girando de un recodo al otro de la escabrosa carretera, descendía velozmente hacia la llanura. Le parecía significativo el contraste entre la roca antigua y el modernísimo campo de aviación, aunque, a causa de una repentina distracción, no lograse apurar cuál era precisamente su significado. Al mismo tiempo se dio cuenta de que experimentaba una sensación singular de familiaridad, como si ya hubiese visto antes aquel paisaje. Pero —como recordó— era la primera vez que recorría aquella carretera.
El coche, al llegar al fondo de la cuesta, enfiló la recta, que parecía interminable. Marcello aceleró la marcha, y la aguja del velocímetro subió gradualmente a los ochenta y luego a los noventa kilómetros por hora. La carretera corría ahora entre dos campos segados, cuya paja era de un color verde metálico, sin un árbol ni una casa. Evidentemente —pensó Marcello—, todos los habitantes vivían en el pueblo y bajaban por la mañana a trabajar en el campo. Luego, por la noche, regresaban al pueblo…
La voz de su mujer lo distrajo de aquellas reflexiones:
—Mira —dijo indicando el campo de aviación—. ¿Qué sucede?
Marcello miró y vio que varias personas corrían de acá para allá por el gran prado raído, agitando los brazos. Al mismo tiempo —extraña en aquella deslumbrante luz del sol estival—, del tejado de uno de aquellos tres hangares se elevó la lengua de una llama, roja, aguzada, casi sin humo. Luego brotó otra llama del segundo, y una tercera del último. Ahora, las tres llamas se habían reunido en una sola, que se agitaba con violencia de acá para allá, mientras nubes de negro humo bajaban hasta tocar la tierra y ocultaban los hangares, esparciéndose en torno. Entretanto, había desaparecido toda señal de vida, y el campo estaba desierto.
Marcello dijo con calma:
—Una incursión aérea.
—Pero, ¿hay peligro?
—No. Ya habrán pasado. —Aceleró la marcha, y la aguja del velocímetro subió a cien y a ciento veinte kilómetros. Ahora estaban bajo el pueblo, se distinguían las calles de circunvalación, las paredes laterales de las casas, el castillo. Al mismo tiempo, Marcello oyó a sus espaldas el fragor estruendoso y rabioso del avión que descendía. Entre el ruido distinguió la densa granizada de la ametralladora que disparaba y comprendió que el avión estaba detrás de él y que no tardaría en estar encima: el estruendo del motor marchaba en eje con la carretera, y, como ésta, derecho e inflexible. Luego el fragor metálico pasó sobre él, ensordecedor, por un instante, para alejarse al fin. Sintió un golpe fuerte en la espalda, como el de un puñetazo, y luego una languidez mortal; desesperado, logró sacar fuerzas de flaqueza, para seguir conduciendo y detener el coche, al fin, junto a la cuneta—. Bajemos —dijo con voz apagada poniendo la mano en la manija de la portezuela y abriéndola.
La portezuela se abrió, y Marcello cayó fuera; luego, arrastrándose con la cara y las manos sobre la hierba, logró sacar las piernas del coche y quedó en la tierra, boca abajo, junto a la cuneta. Pero nadie habló, ni, aunque la portezuela estuviese abierta, se asomó del coche. En aquel momento, de lejos, oyóse de nuevo el estruendo del avión que daba la vuelta. Pensó: «¡Dios mío, que no les pase nada, son inocentes!»; y luego, resignado, con la boca contra la hierba, esperó que volviese el avión. El coche, con la portezuela abierta, estaba ahora silencioso, y él tuvo el tiempo de comprender, con agudo dolor, que nadie bajaría del auto. Finalmente, el avión pasó sobre él y, poco después, se alejaba en el cielo encendido, el silencio y la noche.