CAPÍTULO IV
Después de comer, Giulia quiso volver al hotel para cambiarse de vestido, antes de ir a casa de Quadri. Pero cuando hubieron salido del ascensor, ella le pasó un brazo en torno a la cintura y le susurró:
—No es cierto que quisiera cambiarme… Quería únicamente estar un poco a solas contigo.
Caminando por el largo pasillo desierto entre dos filas de puertas cerradas, con la cintura rodeada por aquel brazo afectuoso, Marcello no pudo por menos de decirse que mientras para él aquel viaje a París era también, y sobre todo, la misión, para Giulia era, por el contrario, sólo un viaje de bodas. De ello se seguía —pensó— que no le estaba permitido descuidar la parte de recién casado que, al subir al tren con ella, había aceptado desempeñar, aunque a veces, como ocurría ahora, experimentaba un sentimiento angustioso muy lejano de la turbación del amor. Pero ésta era la normalidad que tanto había anhelado: este brazo en torno a su cintura, estas miradas, estas caricias. Y lo que se disponía a hacer junto con Orlando no era sino el precio de sangre de semejante normalidad. Entretanto, habían llegado a su habitación. Giulia, sin soltarle la cintura, abrió la puerta cotí la otra mano y entró junto con él. Una vez dentro, ella lo soltó, cerró con llave y le dijo—: Entorna la ventana, ¿quieres? —Marcello se dirigió a la ventana y corrió la persiana. Y, cuando se volvió, vio que Giulia, de pie junto a la cama, se sacaba el vestido por la cabeza. Y le pareció comprender lo que ella había querido decirle al comunicarle: «Quería únicamente estar un poco a solas contigo.» En silencio, fue a sentarse en el borde de la cama, al otro lado de Giulia. Ella se había quedado ahora en viso y con medias. Dispuso con mucho cuidado el vestido sobre una silla, junto a la cabecera de la cama, se quitó los zapatos y, finalmente, con gesto desmañado, primero una pierna y luego la otra, se tumbó detrás de él en posición supina, con un brazo bajo la nuca. Calló por un momento y luego dijo—: Marcello.
—¿Qué hay?
—¿Por qué no te acuestas a mi lado? —Obediente, Marcello se inclinó, quitóse los zapatos y se tendió al lado de su esposa. Giulia se acercó inmediatamente a él, solícita, apretando el cuerpo contra el de su marido y preguntándole afanosamente—: ¿Qué te pasa?
—¿A mí? Nada. ¿Por qué?
—No sé. Me pareces algo preocupado.
—Es una impresión que deberías tener muy a menudo —respondió él—. Ya sabes que mi humor normal no es alegre. Pero esto no quiere decir en modo alguno que esté preocupado.
Ella calló, abrazándolo. Luego dijo:
—No es cierto que quisiera venir aquí para prepararme, pero tampoco es verdad que quisiera estar a solas contigo. La verdad es otra.
Esta vez, Marcello se extrañó y casi sintió remordimiento de haber sospechado que lo que ella tenía era, simplemente, ansia erótica. Bajando la mirada, vio sus ojos, llenos de lágrimas, que lo miraban de arriba abajo. Afectuosamente, pero con cierto malestar, le preguntó:
—Ahora soy yo el que debo preguntarte qué es lo que te pasa.
—Tienes razón —respondió ella. Y empezó de pronto a llorar con silenciosos sollozos, cuyas sacudidas advertía contra su propio cuerpo. Marcello aguardó unos instantes, esperando que acabase aquel llanto incomprensible. Pero en vez de ello, el llanto pareció redoblar de intensidad. Entonces preguntó, fijando la mirada en el techo:
—Pero, ¿se puede saber por qué lloras?
Giulia sollozó un poco más y luego contestó:
—Por ningún motivo… Porque soy una estúpida —y había ya un indicio de consuelo en su dolorida voz.
Marcello inclinó sus ojos hacia los de ella e insistió:
—¡Vamos!, ¿por qué lloras?
La vio mirarlo con aquellos ojos lagrimosos, en que parecía reflejarse ya una luz de esperanza. Luego Giulia esbozó una ligera sonrisa y le sacó el pañuelo del bolsillo. Secóse los ojos, se sonó la nariz, le metió el pañuelo en el bolsillo y, abrazándose de nuevo, le susurró:
—Si te digo por qué lloraba, creerás que estoy loca.
—¡Animo! —dijo él acariciándola—, dime por qué llorabas.
—¡Figúrate! —dijo ella—. Durante el almuerzo te he visto tan distraído, e incluso preocupado, que pensé que ya te habías hartado de mí y estabas arrepentido de haberte casado conmigo… Tal vez por aquello que te expliqué en el tren, lo del abogado, ¿sabes?; o quizá porque te habías dado cuenta de que habías cometido una tontería, tú, con el porvenir que tienes, con tu inteligencia e incluso con tu bondad, al casarte con una desgraciada como yo. Y entonces, al pensar todas estas cosas, creí lo más conveniente adelantarme a ello, o sea, irme sin decirte nada, para evitarte hasta la molestia de la despedida. Y decidí que, apenas llegáramos al hotel, haría las maletas y me marcharía… regresaría inmediatamente a Italia, dejándote en París.
—No hablarás en serio, ¿verdad? —exclamó Marcello sorprendido.
—Y bien en serio —contestó ella sonriendo, halagada, por su estupor—. Piensa que mientras estábamos en el vestíbulo del hotel, y cuando tú te separaste de mí un momento para comprar cigarrillos, me dirigí al recepcionista para rogarle que me reservara un billete en el coche-cama de esta noche para Roma… Como ves, no te lo digo en broma.
—Pero, ¿estás loca? —exclamó Marcello levantando la voz contra su voluntad.
—Ya te he dicho —contestó ella— que pensarías que estoy loca. Sin embargo, en aquel momento estaba segura, absolutamente segura de que te haría un bien marchándome, yéndome. Sí, estaba tan segura —añadió ella incorporándose hasta rozarle la boca con sus labios— como lo estoy ahora de que te doy este beso.
—¿Por qué estabas tan segura? —preguntó Marcello turbado.
—No lo sé… pues como se está seguro de muchas cosas… sin motivo alguno.
—Y luego —no pudo por menos de exclamar él, con un remoto matiz de dolor—, ¿por qué cambiaste de idea?
—¿Por qué? ¿Quién puede saberlo? Quizá porque en el ascensor me miraste de cierta manera o, por lo menos, tuve la impresión de que me mirabas de cierta manera… Pero luego me acordé de que había decidido partir y de que había encargado el billete para el coche-cama, y al pensar entonces que ya no podía volverme atrás, me eché a llorar. —Marcello no dijo nada. Giulia interpretó a su modo este silencio y preguntó—: ¿Estás enfadado por… estás enfadado por lo del coche-cama…? Pero no te preocupes… que se lo vuelven a quedar pagando sólo el veinte por ciento, ¿sabes?
—¡Qué absurdo! —respondió él lentamente y como reflexionando.
—Entonces —dijo ella sofocando una carcajada incrédula en la que, sin embargo, temblaba aún cierto temor—, ¿estás enfadado porque no me he marchado de verdad?
—Otro absurdo —respondió él. Pero esta vez le pareció que no era del todo sincero. Y como para suprimir una última indecisión o un último remordimiento, añadió—: Si te hubieses ido, toda mi vida habría quedado destrozada. —Y esta vez le pareció haber dicho la verdad, aunque de manera ambigua.
¿No habría sido acaso deseable que su vida, aquella vida que había constituido a partir del hecho de Lino, se hundiera del todo en vez de sobrecargarse con otros pesos y otros compromisos, como un edificio absurdo al que su propietario engreído añadiera azoteas, torrecillas y balcones hasta comprometer su solidez? Sintió los brazos de Giulia envolverlo aún más estrechamente, en un abrazo amoroso. Luego la voz de ella le susurró:
—¿Lo dices de verdad?
—Sí —respondió él—, de verdad.
—Pero, ¿qué habrías hecho —insistió ella con su complacida y casi vanidosa curiosidad— si te hubiese dejado de verdad y me hubiese marchado? ¿Habrías corrido detrás de mí?
Él titubeó un momento, para contestar al fin, y de nuevo le pareció que en su voz resonaba aquella lejana compasión:
—No… no lo creo… ¿Acaso no te he dicho que toda mi vida se habría derrumbado?
—¿Te habrías quedado en Francia?
—Sí, tal vez.
—¿Y tu carrera? ¿Habrías destrozado tu carrera?
—Sin ti no habría tenido ya sentido —explicó él con calma—. Hago lo que hago porque estás tú.
—Pero, ¿qué habrías hecho entonces? —Ella parecía sentir un placer cruel en imaginarlo solo, sin ella.
—Habría hecho lo que hacen todos los que abandonan su país y su profesión por motivos de esta índole. Me habría adaptado a cualquier oficio: pinche, marinero, chófer…, o bien me habría enrolado en la Legión Extranjera… Pero, ¿por qué te interesa tanto saberlo?
—Porque sí… por hablar… ¿En la Legión Extranjera? ¿Con otro nombre?
—Probablemente.
—¿Dónde tiene su sede la Legión Extranjera?
—En Marruecos, creo… y también en otras partes.
—En Marruecos… Pero como yo me he quedado… —murmuró ella apretándose más contra él, con una fuerza ávida y celosa. Luego siguió el silencio. Ahora Giulia había dejado de moverse, y cuando Marcello la miró, vio que había cerrado los ojos: parecía dormir. Entonces, también él cerró los ojos, con deseos de amodorrarse. Pero no logró dormir, aunque sentíase postrado por un cansancio y un torpor mentales. Experimentaba una sensación dolorosa y profunda, como de rebelión contra todo su ser. Y acudía con insistencia a su mente un singular parangón: él era un hilo, nada más que un hilo de humanidad, a cuyo través pasaba sin descanso una corriente de energía terrible que no estaba en sus manos rechazar o aceptar. Un hilo semejante a los de la alta tensión, atados a postes sobre los que hay escrito: «Peligro de muerte.» Él era uno de aquellos hilos conductores, y la corriente pasaba a veces a través de su cuerpo sin molestarle, más aún, infundiéndole una mayor vitalidad; en cambio, otras veces, como, por ejemplo, ahora, le parecía demasiado fuerte, demasiado intensa, y entonces habría querido ser hilo no ya tenso y vibrante, sino arrancado y abandonado a la herrumbre sobre un montón de detritos, en el fondo del patio de una fábrica. Por otra parte, ¿por qué precisamente él tenía que soportar el transmitir la corriente mientras muchos otros no eran ni siquiera rozados por ella? Además, ¿por qué la corriente no se interrumpía nunca, no cesaba jamás, ni un solo instante, de fluir a través de él? El parangón se articulaba, se ramificaba en preguntas sin respuestas; y, entretanto, crecía su doloroso y deseoso torpor, nublándole la mente, oscureciéndole el espejo de la conciencia. Finalmente, se adormeció, y le pareció como si el sueño hubiese interrumpido de una forma u otra la corriente y él fuese en realidad, por una vez, un rollo de hilo herrumbroso, arrojado en un rincón junto con otros desechos. Pero en el mismo instante sintió que una mano le tocaba el brazo, sentóse de un salto en la cama y vio a Giulia de pie junto a la cama, ya vestida y con sombrero:
—¿Duermes? ¿No hemos de ir a ver a Quadri?
Marcello se levantó perezosamente, y por un momento fijó en silencio los ojos en la penumbra de la estancia y tradujo mentalmente: «¿No hemos de matar a Quadri?» Luego preguntó, como bromeando:
—¿Y si no fuésemos a ver a Quadri y durmiéramos una buena siesta?
Era una pregunta importante, pensó mirando a Giulia de abajo arriba; y tal vez no sería demasiado tarde para mandarlo todo a paseo. La vio considerarlo incierta, casi descontenta, al parecer, de que le propusiese quedarse en el hotel ahora que había hecho los preparativos para salir. Luego dijo ella:
—Pero ya has dormido casi una hora… Además, ¿no me habías dicho que la visita al tal Quadri era importante para tu carrera?
Marcello calló por unos momentos y luego contestó:
—Si, es cierto… Es muy importante.
—Entonces —contestó ella con jovialidad inclinándose y dándole un beso en la frente—, ¿qué es lo que sigues pensando? ¡Vamos, arriba, no seas perezoso!
—Pero no quisiera ir —dijo Marcello fingiendo bostezar—. Querría sólo dormir —añadió, y esta vez le pareció ser sincero—, dormir, dormir y dormir.
—Ya dormirás esta noche —dijo Giulia ligeramente mientras se encaminaba hacia el espejo y se contemplaba en él con atención—. Has adquirido un compromiso y ahora ya es tarde para cambiar de idea. —Hablaba con ingenua sensatez, como de costumbre. Y era sorprendente —pensó Marcello— y, al mismo tiempo, oscuramente significativo que dijese siempre las cosas justas sin saberlo. En aquel momento sonó el teléfono en la mesita de noche. Marcello, inclinándose sobre un codo, levantó el auricular y se lo llevó al oído. Era el conserje, que informaba haber reservado el coche-cama para Roma aquella misma noche.
—Anúlelo —dijo Marcello sin titubear—, la señora no se marcha, por fin. —Giulia, desde el espejo en que estaba mirándose, le dirigió una mirada de tímida gratitud. Marcello dijo, colgando el aparato—: Ya está hecho. Lo anularán y así no te marcharás.
—¿Estás enfadado conmigo?
—¿Por qué se te ocurre pensar eso?
Bajó de la cama, se puso los zapatos y se dirigió al cuarto de baño. Mientras se lavaba y peinaba, pensó qué le habría dicho Giulia si le hubiese revelado la verdad sobre su profesión y sobre el viaje de novios. Le pareció poder contestar, sin más, que no sólo no lo habría condenado, sino que, al final, lo habría incluso aprobado, aun asustándose y tal vez preguntándole si era realmente necesario que hiciera lo que hacía. Giulia era buena, sin duda, pero no fuera de los sagrados límites de los afectos familiares. Más allá de estos límites empezaba para ella un mundo oscuro y confuso en el que podía incluso ocurrir que un profesor jorobado y barbudo fuese asesinado por motivos políticos. De la misma forma —concluyó para sí saliendo del cuarto de baño— debía de razonar y sentir la esposa del agente Orlando.
Giulia, que esperaba sentada en la cama, se puso de pie diciendo:
—¿Estás enfadado porque no te he dejado dormir? ¿Habrías preferido no ir a casa de Quadri?
—Por el contrario, has hecho muy bien —respondió Marcello mientras la precedía por el pasillo.
Ahora se sentía robustecido y le parecía no experimentar ya sentimiento alguno de rebelión contra su propio destino. La corriente de energía fluía de nuevo por su cuerpo, pero sin dolor ni dificultad, como por un conducto natural. Fuera ya del hotel, frente al Sena, contempló el perfil gris de la inmensa ciudad, al otro lado de los pretiles, bajo el vasto cielo sereno. Ante él se alineaban los puestos de libros usados, y los paseantes caminaban lentamente, deteniéndose a observarlos. Le pareció incluso ver de nuevo al joven mal vestido, con el libro bajo el brazo, que andaba lentamente a lo largo de los puestos, para subir de nuevo a la acera en dirección a Notre-Dame. O tal vez era otro, semejante en su forma de vestir, en su actitud e incluso en su destino. Pero le pareció mirarlo sin envidia, si bien con frialdad y cierta sensación de impotencia: él era él, y el joven era el joven y no se podía hacer nada. Pasaba un taxi, lo detuvo con una señal de la mano, subió detrás de Giulia y dio al chófer la dirección de Quadri.