CAPÍTULO V

Cuando Marcello entró en casa de Quadri, quedó sorprendido inmediatamente de la diferencia con el apartamento en que lo viera por primera y única vez en Roma. Ya el edificio —levantado en un barrio moderno, en el fondo de una pequeña calle serpenteante, parecido, con sus muchos balcones rectangulares que se proyectaban de la lisa fachada, como una cómoda con todos los cajones abiertos— le había dado la impresión de un vivir obvio y anónimo, informado por una especie de mimetismo social, como si Quadri, al establecerse en París, hubiese tratado de confundirse con la masa uniforme de la burguesía acomodada francesa. Luego, una vez dentro, se acentuó aún más la diferencia: la casa romana era vieja, oscura, estaba atestada de objetos, libros y papeles, se veía polvorienta y abandonada. Esta de París, por el contrario, era luminosa, nueva, limpia, con escasos muebles y ninguna señal de estudios. Esperaron unos minutos en el salón, una estancia espaciosa y desnuda, con un solo grupo de butacas confinadas en un ángulo, en torno a una mesa con cubierta de cristal. El único pormenor de gusto menos habituad era un gran cuadro colgado en una de las paredes, obra de un pintor cubista: una mezcla fría y decorativa de esferas, cubos, cilindros y paralelas diversamente coloreadas. En cambio, libros —aquellos libros que tanto habían sorprendido a Marcello en Roma— no se veía ni uno. Aquello parecía —pensó, considerando el pavimento de madera brillante de cera, las largas y claras cortinas, las paredes vacías— el proscenio de un teatro moderno, un escenario sumario y elegante dispuesto para la representación de un drama de pocos personajes y de una sola situación. ¿Qué drama? Sin duda, el suyo y el de Quadri; pero mientras que la situación le era ya conocida, le parecía, sin saber por qué, que no todos los personajes se le habían manifestado. Todavía faltaba alguno, cuya intervención tal vez modificaría por completo la situación misma.

Casi como para confirmar este oscuro presentimiento, se abrió la puerta del salón del fondo, y en vez de Quadri entró una mujer joven, probablemente la misma —pensó Marcello— que le había hablado en francés por teléfono. Se acercó a través del brillante pavimento, alta y singularmente elástica y graciosa en su forma de andar, con un blanco vestido estival, de falda acampanada. Por un momento, Marcello no pudo impedirse mirar, con una especie de furtivo placer, la sombra de aquel cuerpo, perfilada en la transparencia del vestido: sombra opaca, pero de contornos precisos, elegantes, como de gimnasta o de danzarina. Luego levantó los ojos hasta su rostro y estuvo seguro de haberla visto ya antes, aunque sin poder explicarse cuándo ni dónde. Se acercó a Giulia, le apretó ambas manos con familiaridad casi afectuosa y le explicó en correcto italiano, pero con un sensible acento francés, que el profesor estaba ocupado y que vendría dentro de unos minutos. Menos cordialmente —como le pareció a Marcello—, casi de pasada, lo saludó desde lejos. Luego los invitó a sentarse. Mientras ella hablaba con Giulia, Marcello la estudió atentamente, curioso por definirse a sí mismo el oscuro recuerdo por el que le parecía haberla conocido ya. Era alta, de manos y pies grandes, anchos hombros y cintura de increíble ligereza, realzada por el exuberante pecho y las ampulosas caderas. El cuello, largo y sutil, sostenía un rostro pálido, carente de polvos o coloretes, poco fresco y como macerado, aunque juvenil, de expresión avispada, ansiosa, inquieta y presta. ¿Dónde la había visto antes? Como si se hubiera sentido observada, se volvió de pronto hacia él. Y entonces, por el contraste entre la mirada inquieta e intensa y la luminosa serenidad de la alta frente blanca, comprendió dónde la había visto antes o, mejor, dónde había visto a una persona semejante a ella: en el burdel de S., cuando, al volver a la sala común para recoger su sombrero, encontró a Orlando en compañía de la prostituta Luisa. A decir verdad, toda la semejanza se reducía a la forma particular, blancura y luminosidad de la frente, semejante, también en ésta, a una diadema real; por lo demás, ambas diferían sensiblemente. La prostituta tenía la boca ancha y sutil; ésta, pequeña, carnosa, compacta, comparable —pensó— a una rosa exigua de pétalos densos y algo marchitos. Otra diferencia: la mano de la prostituta era femenina, suave, sensual. Por el contrario, ésta tenía una mano casi de hombre, dura, rojiza, nervuda. Finalmente, la prostituta tenía esa horrible voz ronca tan frecuente entre las mujeres de su profesión. Por el contrario, la voz de ésta era seca, límpida, abstracta, agradable, como una música racional y sutil: una voz de sociedad.

Marcello notó estas semejanzas y estas diferencias. Además, mientras la mujer hablaba con su esposa, observó también la extrema frialdad de su actitud hacia él. Tal vez había sido informada por Quadri de sus pasados sentimientos políticos, y habría preferido no recibirlo. Se preguntó también quién podría ser. Por lo que le parecía recordar, Quadri no estaba casado. Y aquella mujer, por sus modos oficiosos, se habría dicho una secretaria o, por lo menos, una admiradora en funciones de secretaria. Pensó de nuevo en el sentimiento experimentado en la casa de S., cuando vio a la prostituta subir la escalera delante de Orlando: sentimiento de rebeldía impotente, de piedad desgarrada. Y, de pronto, comprendió que aquel sentimiento no había sido en realidad más que deseo de los sentidos enmascarado por un celo espiritual, deseo que ahora volvía en su integridad, y sin enmascarar, por la mujer que estaba sentada frente a él. Le gustaba de una manera nueva y desconcertante; y él deseaba gustarle a ella; y aquella hostilidad que rezumaban todos los gestos de la mujer le dolía amargamente. Al fin dijo, casi contra su voluntad, pensando no en Quadri, sino en ella:

—Tengo la impresión de que nuestra visita no es muy del agrado del profesor. Tal vez se halla demasiado ocupado.

La mujer respondió inmediatamente, sin mirarlo:

—Por el contrario, mi marido me ha dicho que los recibirá con mucho gusto. Se acuerda muy bien de usted. Todos los que vienen de Italia son bien recibidos aquí. Es cierto, está muy ocupado, pero su visita le es particularmente grata. Espere, voy a ver si viene.

Estas palabras fueron pronunciadas con una solicitud inesperada, que caldeó el corazón de Marcello. Cuando hubo salido la mujer, Giulia preguntó a Marcello, aunque sin mostrar curiosidad alguna:

—¿Por qué crees que al profesor Quadri no le gustará recibirnos?

Marcello respondió con calma:

—Me ha hecho pensar en ello la actitud hostil de esta señora.

—¡Es extraño! —exclamó Giulia—, a mí me ha causado la impresión contraria. Me ha parecido tan contenta de vernos… Como si ya nos conociésemos. ¿Tú la habías visto ya antes?

—No —respondió Marcello con la sensación de que mentía—, nunca antes de hoy. No sé ni siquiera quién pueda ser.

—¿No es la mujer del profesor?

—No sé. Ignoro que Quadri esté casado. Tal vez sea su secretaria.

—¡Pero ella ha dicho mi marido! —exclamó Giulia, sorprendida—. ¿Dónde tienes la cabeza? Lo ha dicho bien claro: mi marido. ¿En qué pensabas?

Esto quería decir —no pudo por menos de reflexionar Marcello— que aquella mujer lo turbaba aún al extremo de hacerlo distraído hasta la sordera. Este descubrimiento le causó placer, y por un momento, extrañamente, deseó hablar de ello a Giulia, como si ella no fuese parte en causa, sin una persona extraña a la que hubiese podido confiarse libremente:

—Me había distraído… Conque su esposa, ¿eh? Debe de haberse casado hará poco.

—¿Porqué?

—Porque cuando lo conocí era soltero.

—Pero, ¿os escribíais tú y Quadri?

—No; era mi profesor. Luego se vino a establecer en Francia, y hoy es la primera vez que lo veo desde entonces.

—Es curioso. Creía que erais amigos.

Siguió un largo silencio. Luego se abrió la puerta en la que Marcello fijaba los ojos sin impaciencia, y en el umbral apareció alguien en quien, a primera vista, no reconoció a Quadri. Pero después su mirada pasó de los ojos al hombro y encontró la prominencia que lo elevaba casi hasta la oreja. Entonces comprendió que Quadri, simplemente, se había afeitado la barba. Ahora volvía a encontrar de nuevo la forma peregrina, casi hexagonal, del rostro, aquella su consistencia unidimensional, como de máscara chata pintada y provista de peluca negra. Reconocía también los ojos, fijos y brillantes, circuidos de rojo; la boca informe, una especie de anillo de carne roja y viva. La única novedad era el mentón, escondido antes tras la barba. Era pequeño y ganchudo, profundamente replegado bajo el labio inferior, de una fealdad significativa, que tal vez denotaba un carácter del hombre.

Pero Quadri no vestía ya la levita que Marcello le había visto la primera y la única vez que lo viera en Roma, sino, por el contrario —con esa preferencia que sienten los jorobados por los tonos claros—, un traje deportivo color tórtola. Bajo la chaqueta se veía una camisa de cuadritos rojos y verdes, de estilo americano, y una vistosa corbata. Dirigiéndose hacia Marcello dijo en tono cordial, pero, al mismo tiempo, indiferente por completo:

—Clerici, ¿verdad? Sí, estoy seguro, me acuerdo muy bien de usted, entre otras cosas, porque fue el último estudiante que fue a visitarme antes de mi partida de Italia. Estoy contento de volverlo a ver, Clerici.

También la voz —pensó Marcello— seguía siendo la misma: suavísima y, a la vez, casual; afectuosa y, a la vez, distraída. Entretanto presentó su esposa a Quadri, el cual, con una galantería tal vez ostentosa, se inclinó para besar la mano que le tendía Giulia. Cuando se hubieron sentado, Marcello dijo, con cierto embarazo:

—He venido en viaje de novios a París, y he pensado en venir a verlo. Era mi profesor… Pero tal vez lo haya molestado.

—¡No, en modo alguno, querido hijito! —exclamo Quadri con su acostumbrada dulzura empalagosa—. Por el contrario, me ha gustado mucho. Ha hecho usted muy bien en acordarse de mí. Todo el que venga de Italia, si no por otra cosa, al menos por hablarme en la bella lengua italiana, es bien recibido por mí. —Tomó de la mesa una caja de cigarrillos, miró en su interior y, al ver que contenía sólo uno, lo ofreció, con un suspiro a Giulia—. Tome, señora; yo no fumo, y mi esposa, tampoco, por lo cual olvidamos siempre que a los demás les gusta fumar… ¿Le gusta París? Supongo que no será la primera vez que viene, ¿verdad?

Estaba visto que Quadri quería plantear un diálogo de tipo convencional. Respondió por Giulia:

—No; es la primera vez para ambos.

—En tal caso —dijo Quadri solícitamente— los envidio. Siempre es digno de envidia el que viene por primera vez a esta bellísima ciudad, y, por añadidura, en viaje de bodas y en la estación del año en que nos encontramos, que es la mejor para París. —Suspiró de nuevo y preguntó cortésmente a Giulia—: ¿Y qué impresión le ha causado París, señora?

—¿A mí? —exclamó Giulia mirando no a Quadri, sino a su marido—. En realidad, aún no he tenido tiempo de verlo… Llegamos ayer.

—Verá, señora, es una ciudad muy bella, mejor aún, bellísima —dijo Quadri con acento genérico y como pensando en otro—. Y cuanto más se vive en ella, más conquistado se siente uno por su belleza. Pero, señora, no visite sólo los monumentos, que son notables, sin duda, pero no superiores a los de las ciudades italianas. Dé vueltas por ahí, haga que su marido la acompañe por los barrios de París. La vida de esta ciudad tiene una variedad de aspectos sorprendente en verdad…

—Por ahora hemos visto poco —dijo Giulia, que no parecía darse cuenta del carácter convencional y casi irónico de las palabras de Quadri. Y luego, vuelta hacia el marido, y tendiéndole una mano hasta tocar y acariciar la suya—: ¿Verdad que daremos una vuelta por ahí, Marcello?

—Desde luego —contestó Marcello.

—Deberían —prosiguió Quadri, siempre con el mismo tono—, deberían, sobre todo, conocer al pueblo francés. Es un pueblo simpático, inteligente, libre, y también, aunque ello contradiga en parte la idea que suele tenerse de los franceses, bueno. En ellos, la inteligencia, tan fina y sensible, se ha convertido en una forma de bondad. ¿Conocen a alguien en París?

—A nadie —respondió Marcello—, y, por otra parte, temo que no será posible. Estaremos aquí escasamente una semana.

—¡Es lástima, una verdadera lástima! No se puede apreciar en su justo valor un país si no se conoce a sus habitantes.

—París es la ciudad de las diversiones nocturnas, ¿no es verdad? —preguntó Marcello, que parecía sentirse a sus anchas en esta conversación de manual turístico—. Aún no hemos visto nada, pero queremos verlo. Hay muchas salas de baile y locales nocturnos, ¿no es cierto?

—¡Ah, sí! Los tabarins, las boîtes, las cajas, como las llaman aquí —dijo el profesor con aire distraído—: Montmartre, Montparnasse. A decir verdad, nosotros no las hemos frecuentado mucho. Algunas veces, con motivo del paso por París de algún amigo italiano, hemos aprovechado su ignorancia en tal materia para instruirnos a nosotros mismos… Siempre las mismas cosas…, aunque también siempre hechas con la gracia y la elegancia propias de esta ciudad. Mire usted, señora, el pueblo francés es un pueblo serio, muy serio, con unas costumbres sensiblemente familiares. Tal vez se extrañará si le digo que la gran mayoría de los parisienses no ha puesto jamás un pie en una boîte. La familia aquí es muy importante, mucho más que en Italia. Y a menudo son buenos católicos…, más que en Italia, con una devoción menos formal, pero más sustanciosa. Así, no es de extrañar que dejen las boîtes para nosotros, los extranjeros, boîtes que, por lo demás, constituyen una magnífica fuente de ingresos. París debe una buena parte de su prosperidad precisamente a las boîtes y, en general, a su vida nocturna.

—¡Es curioso! —exclamó Giulia—. Yo creía, por el contrario, que los franceses se divertían mucho de noche. —Enrojeció y añadió—: Me habían dicho que los tabarins están abiertos toda la noche y que están siempre llenos, como en Italia antes por carnaval.

—Sí —contestó el profesor distraídamente—, pero los que van a ellos son, predominantemente, extranjeros.

—No importa —dijo Giulia—, me gustaría mucho ver por lo menos uno, para poder decir que he estado en él.

Se abrió la puerta y entró la señora Quadri trayendo una bandeja con la cafetera y las tazas.

—Perdónenme —dijo alegremente mientras cerraba la puerta con un pie—, pero las camareras francesas no son como las italianas… Hoy es el día libre para mi camarera y se ha marchado inmediatamente después de la comida… Hemos de hacerlo todo nosotros. —Era realmente alegre, pensó Marcello, de una manera realmente imprevista. Y había mucha gracia en la alegría y en los ademanes de aquella persona grande, ligera y desenvuelta.

—Lina —dijo el profesor, perplejo—, la señora Clerici querría ver una boîte… ¿Cuál podemos recomendarle?

—¡Oh, hay tantas! No puede decirse que no haya dónde elegir —replicó ella jovialmente, vertiendo el café en las tazas, con todo su cuerpo apoyado en una pierna, y la otra extendida hacia fuera, como para mostrar aquel pie grande, calzado con un zapato sin tacón—. Hay para todos los gustos y para todos los bolsillos. —Entregó a Giulia la taza y añadió como al acaso—: Pero si pudiéramos llevarlos nosotros, Edmondo, a una boîte, sería una buena ocasión para que pudieras distraerte tú también un poquito.

El marido se pasó una mano por el mentón, como si hubiese querido acariciarse la barba y respondió:

—Sí, ¿por qué no?

—¿Saben qué haremos? —prosiguió ella mientras servía el café a Marcello y a su marido—. Como de todas formas hemos de cenar fuera, cenaremos juntos en un pequeño restaurante de la orilla derecha, no caro, pero donde se come bien. Le coq au vin, y luego, después de cenar, podemos ir a ver un local muy singular…, pero la señora Clerici no deberá escandalizarse.

Giulia rio, contenta al ver aquella alegría:

—No me escandalizo tan fácilmente.

—Es una boîte llamada La cravate noire, la corbata negra —explicó ella sentándose en el sofá al lado de Giulia—, y un local al que van personas un tanto particulares —añadió mirando a Giulia y sonriendo.

—¿Qué tipo de personas?

—Pues mujeres de gustos especiales… verá… la dueña y las camareras van vestidas de smoking y llevan corbata negra. Ya verá: ¡se ven tan graciosas!

—¡Ahora lo entiendo! —exclamó Giulia algo confusa—. Pero ¿pueden ir también los hombres?

Esta pregunta hizo reír a la mujer.

—Desde luego que sí… Es un lugar público, una pequeña sala de baile, dirigida por una mujer de gustos particulares, muy inteligente por lo demás, y puede ir a ella todo el que quiera, pues no se trata de ningún convento. —Reía a pequeñas sacudidas, mirando a Giulia; luego añadió con vivacidad—: Pero si no le gusta podemos ir a otro lugar, aunque, eso sí, menos original.

—¡No! —exclamó Giulia—, podemos ir ahí. Siento curiosidad.

—Desgraciadas… —dijo el profesor genéricamente. Se levantó—: Querido Clerici, quiero decirle que he sentido un gran placer al verlo y que me gustará mucho cenar esta noche con usted y con su esposa… ¿Sigue usted con las mismas ideas y los mismos sentimientos de entonces?

Marcello respondió con calma:

—No me ocupo de política…

—Tanto mejor, tanto mejor. —El profesor le cogió una mano y, apretándosela entre las suyas, añadió—: Quizá podamos tener entonces la esperanza de conquistarlo para nuestra causa —en un tono dulce, angustiado y anhelante, como el de un sacerdote que hablase a un ateo. Se llevó la mano al pecho, junto al corazón, y Marcello pudo ver con estupor, en aquellos ojos redondos y salientes, un brillo de llanto que desviaba y hacía implorante la mirada. Luego, como para esconder aquella emoción, Quadri se dirigió apresuradamente a despedirse de Giulia y salió diciendo—: Mi esposa se pondrá de acuerdo con usted para esta noche.

Cerróse la puerta, y Marcello, algo tímidamente, sentóse en una butaca, ante el sofá en el que estaban las dos mujeres. Ahora, una vez que se había ido Quadri, la hostilidad de la mujer le parecía evidente. Ella trataba de ignorar su presencia y hablaba sólo a Giulia:

—¿Y ha visto usted ya las tiendas de modas, las modistas y los modistas? ¿Rue de la Paix, Faubourg Saint-Honoré, Avenue Martignon?

—La verdad —contestó Giulia con el aire del que oye por primera vez aquellos nombres—, la verdad es que no los he visto.

—¿Le gustaría ver aquellas calles, entrar en cualquier tienda, visitar alguna casa de modas? Le aseguro que es muy interesante —continuó la señora Quadri con una afabilidad insistente, insinuante, envolvente, protectora.

—Desde luego. —Giulia miró a su marido y añadió—: Me gustaría comprar algo; por ejemplo, un sombrero.

—¿Quiere que la acompañe yo? —propuso la mujer como llegando a la conclusión obligada de todas las preguntas—. Conozco bien algunas casas de modas, e incluso podría darle algún consejo.

—¡Ojalá! —exclamó Giulia con insegura gratitud.

—¿Podemos ir ahora, esta tarde, dentro de una hora? ¿Permite usted, verdad, que lo prive de la presencia de su mujer durante unas horas? —dirigió estas últimas palabras a Marcello, pero en un tono muy distinto del empleado para dirigirse a Giulia: expeditivo, casi despectivo. Marcello se sobresaltó y respondió:

—Desde luego, si le gusta a Giulia.

Le pareció entender que su esposa habría preferido sustraerse a la tutela de la señora Quadri; por lo menos, a juzgar por la mirada interrogativa que le dirigió ella; y se dio cuenta de que, a su vez, él le contestaba con una mirada que le ordenaba aceptar. Pero inmediatamente después se preguntó: ¿Lo hago porque esta mujer me gusta y quiero volver a verla, o bien porque estoy cumpliendo una misión y no me conviene que esté descontenta? De pronto le pareció muy angustioso no saber si hacía las cosas porque le gustaba hacerlas o porque convenía a sus planes. Entretanto, Giulia objetó:

—Pero antes me gustaría haber ido un momento al hotel.

La otra no la dejó acabar:

—¿Quiere usted descansar algo antes de salir? ¿Arreglarse un poco? Si es así, no es necesario que vaya al hotel. Puede descansar aquí, en mi cama. Sé lo fatigoso que es, cuando se viaja, dar vueltas todo el día, sin un solo momento de descanso, sobre todo para nosotras las mujeres… Venga, venga conmigo, querida. —Antes de que Giulia hubiese tenido tiempo de respirar, ella la había obligado a levantarse del sofá, y ahora la empujaba, suave, pero firmemente, hacia la puerta. Ya en el umbral, y como si tratara de tranquilizarla, le dijo en tono agridulce—: Su marido la esperará aquí. No tenga miedo, no lo perderá. —Luego, ciñéndole la cintura con un brazo, la sacó al pasillo y cerró la puerta. Al quedar solo, Marcello se puso en pie de un salto y dio algunos pasos por la estancia. Le parecía claro que la mujer sentía una aversión irreductible contra él y quería conocer el motivo. Pero, al llegar a este punto, sus sentimientos se hacían confusos: De una parte, le dolía la hostilidad de una persona como aquélla, por la que, contrariamente a lo que parecía ocurrir, habría querido ser amado. De otra, le preocupaba la idea de que ella supiera la verdad sobre él, porque en tal caso, la misión, además de difícil se haría peligrosa. Pero lo que más lo hacía sufrir tal vez fuese el sentir cómo estas dos inquietudes, tan distintas, se confundían, y él era casi incapaz de distinguir la una de la otra; la del amante que se ve rechazado, de la del agente que se teme descubierto. Por otra parte —como comprendió con un asalto rebosante de su antigua melancolía—, aunque hubiese logrado disipar la hostilidad de la mujer, se habría visto obligado, una vez más, a poner al servicio de su misión las relaciones que hubieran podido seguirse de ello. Como cuando propuso al Ministerio combinar el viaje de bodas con la misión política. Como siempre. A su espalda abrióse la puerta y volvió a entrar la señora Quadri. Se acercó a la mesa y dijo—: Su esposa está muy cansada y creo que se ha quedado dormida en mi cama… Más tarde saldremos juntas.

—Eso quiere decir —dijo Marcello con calma— que me despide usted.

—¡Oh, Dios mío, no! —respondió ella en tono frío y mundano—. Pero yo tengo mucho que hacer, también el profesor, y usted se vería obligado a permanecer solo aquí en el salón. Podría usted hacer algo mucho mejor en París.

—Perdone —dijo Marcello poniendo ambas manos sobre el respaldo de una butaca y mirándola—, pero me parece que siente usted hostilidad hacia mí, ¿no es verdad?

Ella contestó rápidamente, con precipitada intrepidez:

—¿Y le extraña?

—La verdad, sí —dijo Marcello—; no nos conocemos para nada y hoy es la primera vez que nos vemos.

—Yo lo conozco muy bien —lo interrumpió ella—, aunque usted no me conozca a mí.

«Ya está», pensó Marcello. Comprobó que la hostilidad de la mujer, confirmada ahora de manera indudable, despertaba en su corazón un dolor agudo, casi como para hacerlo gritar. Suspiró, angustiado, y dijo lentamente:

—¡Ah!, ¿me conoce usted?

—Sí —respondió ella con los ojos brillantes de luz agresiva—, sé que es usted un funcionario de la Policía, un soplón pagado por su Gobierno. ¿Se extraña ahora de que le sea hostil? No sé si los otros podrán hacerlo, pero yo no he podido sufrir jamás a les mouchards, a los soplones —añadió traduciendo del francés con una cortesía insultante.

Marcello bajó la cabeza y calló por un momento. Sufría terriblemente. El desprecio de aquella mujer era como un hierro sutil que le hurgase sin piedad en una herida abierta. Finalmente, dijo:

—Y su marido, ¿lo sabe?

—Desde luego —respondió ella con injurioso estupor—. ¿Cómo puede usted pensar que no lo sepa? Ha sido él el que me lo ha dicho.

«¡Ah, están bien informados!», no pudo por menos de pensar Marcello. Prosiguió en tono equitativo:

—¿Por qué, entonces, nos han recibido? ¿No habría sido más fácil negarse a hacerlo?

—En efecto, yo no habría querido hacerlo —dijo ella—, pero mi marido es distinto… Mi marido es una especie de santo. Aún sigue creyendo que la bondad es el mejor sistema.

«Un santo muy taimado», habría querido contestar Marcello. Pero se le ocurrió pensar que era precisamente así: todos los santos debieron de haber sido muy taimados; y calló. Añadió:

—Me disgusta mucho que me sea usted hostil. Porque, la verdad es que usted me resulta muy simpática.

—Gracias: pero su simpatía me horroriza. Más tarde, Marcello se preguntó qué le había ocurrido en aquel momento: fue como un deslumbramiento que parecía partir de la luminosa frente de la mujer, y, al mismo tiempo, un profundo impulso violento, poderoso, mezclado de turbación y de desesperado afecto. De pronto se dio cuenta de que había cogido a la señora Quadri, de que le rodeaba la cintura con un brazo, de que la atraía hacia sí y le decía en voz baja:

—Y también porque me gusta usted mucho.

Apretada contra él de forma que Marcello podía sentir la inflamada blandura del pecho de ella palpitar contra el suyo, la mujer lo miró por un momento como sobresaltada; luego:

—¡Magnífico! —gritó con voz penetrante—. ¡De viaje de bodas y ya empieza a traicionar a su mujer! —Hizo un furioso ademán para liberarse del brazo de Marcello y añadió—: ¡O me deja, o llamo a mi marido! —Marcello la soltó inmediatamente; pero la mujer, arrebatada por su impulso hostil, se volvió contra él, como si la sujetara aún entre sus brazos, y le dio una bofetada. Ella pareció arrepentirse inmediatamente de su acción. Se dirigió a la ventana, miró un momento fuera y luego, volviéndose, dijo bruscamente—: Perdóneme.

Pero a Marcello le pareció que no sentía tanto arrepentimiento como temor del efecto que podía producir la bofetada. Pensó que había más cálculo y buena voluntad que remordimiento en el tono reacio e incluso malévolo de su voz. Él dijo con decisión:

—Bueno, lo único que me queda por hacer es retirarme. Le ruego que advierta a mi esposa y la haga venir aquí… Y excúsenos ante su marido para esta noche… Dígale que había olvidado que tenía otro compromiso.

Pensó que aquella vez había terminado todo, y que hasta la misión, a causa de su amor por la mujer, estaba comprometida.

Trató de apartarse del camino que ella debía recorrer para dirigirse a la puerta. Pero vio que ella lo miraba fijamente unos momentos, esbozaba una mueca de descontento caprichoso y luego se dirigía hacia él. Marcello notó que en sus ojos se había encendido una llama turbia y resuelta. Cuando se hallaba a un paso de él, ella levantó lentamente un brazo y, de lejos, extendió la mano hasta la mejilla de Marcello y dijo:

—No, no se vaya. También usted me gusta mucho. No se vaya y olvide cuanto ha pasado. —Entretanto, con la mano le acariciaba lentamente la mejilla, con un ademán cursi, pero seguro, lleno de voluntad imperiosa, como si tratara de quitar de ella el escozor del reciente bofetón.

Marcello la miraba, miraba su frente, y bajo la mirada de ella, al contacto algo áspero de la mano masculina, sentía con estupor —porque era la primera vez que la experimentaba— una turbación profunda, emocionada, llena de afecto y de esperanza, que le llenaba el pecho y le impedía la respiración. Ella estaba ante él con el brazo extendido, acariciándolo, y él, con una sola mirada, tuvo la sensación de que su belleza era algo que estaba destinado para él desde siempre, casi como una vocación de toda su vida: y comprendió que la había amado siempre, antes de aquel día, antes aún de haberla presentido en la mujer de S. Sí —pensó—, éste era el sentimiento de amor que habría de tener por Giulia si la hubiese amado y que, por el contrario, sentía por aquella mujer, a la que no conocía. Luego se acercó a ella, con los brazos extendidos y con ademán de abrazarla. Pero la mujer se separó en seguida, aunque de una manera que le pareció afectuosa y cómplice; y, poniéndose un dedo en los labios, murmuró:

—Ahora vete. Nos veremos esta noche.

Y antes de que Marcello pudiera darse cuenta, ella lo había hecho salir del salón, empujado hacia el pasillo y abierto la puerta. Luego se cerró ésta, y Marcello se encontró de nuevo en el descansillo de la escalera.