CAPÍTULO II

Ya era tarde, y, tan pronto como estuvo fuera del Ministerio, Marcello apresuró el paso. Se puso en cola en la parada del autobús, en medio de la multitud hambrienta y nerviosa del mediodía y, pacientemente, esperó su tumo para subir al vehículo ya lleno. Hizo una parte del recorrido colgado fuera, sobre el estribo, y luego, con mucho trabajo, logró abrirse paso hasta la plataforma, donde permaneció, apretujado por todas partes, mientras el autobús, dando saltitos y zumbando, trepaba, desde el centro de la ciudad, por calles cuesta arriba, hacia la periferia. Sin embargo, estas incomodidades no lo irritaban, sino que incluso le parecían útiles, desde el momento en que eran compartidas por muchos otros, y, aunque en pequeña medida, contribuían a hacerlo semejante a todos. Por otra parte, los contactos con la multitud, aunque desagradables e incómodos, le gustaban y le parecían siempre preferibles a los de los individuos aislados. Aquella multitud —pensó mientras se ponía de puntillas en la plataforma para respirar mejor— le daba la reconfortante sensación de una comunión multiforme que iba desde el ser apretujado dentro de un autobús, hasta el entusiasmo patriótico de las grandes asambleas políticas. Pero de los individuos aislados le llegaban sólo dudas sobre sí mismo y sobre los demás, como aquella mañana durante su visita al Ministerio.

¿Por qué, por ejemplo —siguió pensando—, inmediatamente después de haberse ofrecido a compaginar el viaje de bodas con la misión, había experimentado la penosa sensación de haber realizado un acto tanto de servilismo no solicitado como de fanatismo obtuso? ¿Por qué —se preguntó— había hecho tal ofrecimiento a aquel hombre escéptico, intrigante y corrompido, a aquel indigno y odioso secretario? Porque había sido él, con su sola presencia, el que le había inspirado vergüenza por un acto como aquél, tan profundamente espontáneo y desinteresado. Y ahora, mientras el autobús rodaba de parada en parada, se examinaba diciéndose que no habría experimentado tal vergüenza si no se hubiese encontrado frente a un hombre como aquél, para el que no existían fidelidad, ni entrega, ni sacrificio, sino sólo cálculos, prudencia y provecho. En realidad, su ofrecimiento no había brotado de una especulación de la mente, sino de la oscura profundidad de su espíritu, lo cual era una demostración segura, sobre todo, del carácter auténtico de su inserción en la normalidad social y política. Otro, por ejemplo, el secretario, habría hecho un ofrecimiento semejante tras largas y astutas reflexiones; por el contrario, él lo había improvisado. En cuanto a la inconveniencia de compaginar el viaje de bodas con la misión política, no había ni siquiera que perder el tiempo examinándola. Él era lo que era, y resultaba justo que todo cuanto hiciese estuviera conformado a lo que era.

Ocupado en estos pensamientos, se apeó del autobús y se puso a caminar por aquel barrio de funcionarios, por la acera plantada de oleandros blancos y rosa. Las casas de los funcionarios estatales, macizas y desconchadas, abrían a aquella acera sus grandes portalones, en cuyo fondo se entreveían amplios y tristes patios. Alternando con aquellos portalones se sucedían aquellos modestos comercios que Marcello conocía muy bien: el estanquero, el panadero, el verdulero, el carnicero, el abacero. Era mediodía, y hasta entre aquellos edificios anónimos se descubría, por muchas señales, la tenue y efímera alegría propia de la suspensión del trabajo y de la reunión familiar: olores de cocina que llegaban de las entreabiertas ventanas de los pisos bajos; prisa de hombres mal vestidos que entraban casi corriendo por aquellas puertas; alguna voz de la radio, algún ruido de gramófono. De un jardincito cerrado en la entrada de uno de los palacios, el respaldar de rosas trepadoras saludó su paso con una oleada de intensa y empolvada fragancia. Marcello apresuró el paso y, frente a la casa número diecinueve, junto con otros dos o tres empleados, imitando, no sin complacencia, la prisa de los mismos, entró y marchó escaleras arriba.

Empezó a subir lentamente por los anchos tramos, en que una débil sombra se alternaba con la cegadora luz de los ventanales de los rellanos. Pero al llegar al segundo descansillo recordó que había olvidado algo: las flores, que jamás dejaba de llevar a su prometida siempre que era invitado a comer a su casa. Contento de haberse acordado de ello a tiempo, bajó corriendo la escalera, salió a la calle y marchó directamente hacia la esquina del edificio, donde una mujer, sentada en una sillita plegable, exponía, en unos recipientes muy particulares, las flores propias del tiempo. Eligió apresuradamente media docena de rosas, las más bonitas que tenía la florista, largas y de tallo encesto y, manteniéndolas cerca de la nariz para aspirar su perfume, entró de nuevo en el edificio y subió, esta vez, hasta el último piso. Aquí, sobre el rellano, se abría sólo una puerta; una escalera más pequeña llevaba, algo más arriba, a una puertecita rústica, bajo la cual brillaba la fuerte luz de la terraza. Mientras llamaba en la puerta, pensaba: «Esperemos que no venga a abrirme la madre.» En efecto, su futura suegra le demostraba un amor casi maniático, que le molestaba profundamente. Poco después se abrió la puerta, y Marcello descubrió con alivio, en la sombra del recibidor, la figura de la criadita, casi una niña, envuelta en un delantal blanco demasiado grande para ella, con su pálido rostro coronado por una doble vuelta de trenzas negras. La muchacha cerró la puerta, no sin antes asomarse un momento a mirar con curiosidad el rellano. Y Marcello, respirando profundamente el olor de cocina que llenaba el ambiente, pasó al saloncito.

La ventana del saloncito estaba entornada, para impedir que entraran el calor y la luz, pero no tanto como para que, en la semipenumbra, no se distinguieran los oscuros muebles de falso estilo Renacimiento que atestaban la estancia. Eran muebles pesados, severos, densamente tallados, que formaban un contraste singular con las coquetonas y decadentes figuras diseminadas sobre las repisas y la mesa: una joven desnuda arrodillada en el borde de un cenicero; un marinero en mayólica azul tocando un acordeón; un grupo de perros blancos y negros, dos o tres quinqués en forma de capullo o de flor. Había muchos ceniceros de metal y de porcelana que en su origen —como él sabía— habían contenido bombones y caramelos de bodas de amigas y parientes de su prometida. Las paredes estaban tapizadas por una tela roja de falso damasco, y paisajes y bodegones de vivos colores, enmarcados en negro, colgaban de ellas. Marcello se sentó en el sofá cubierto ya por la funda estival, y miró a su alrededor con satisfacción. Era en realidad una casa burguesa —reflexionó una vez más—, de la burguesía más convencional y modesta, semejante por completo a otras casas de aquel mismo palacio, de aquel mismo barrio. Y éste era para él el aspecto más grato; la sensación de encontrarse frente a algo muy común, casi vulgar y, sin embargo, perfectamente tranquilizador. Ante este pensamiento comprobó que experimentaba una sensación casi abyecta de complacencia por la fealdad de aquella casa. Él había crecido en una casa bonita y de buen gusto, y se daba cuenta de que todo cuanto ahora lo rodeaba era irremediablemente feo. Pero tenía necesidad precisamente de esto, de esta fealdad tan anónima, como de una característica más que lo acercase a sus semejantes. Recordó que por falta de dinero, al menos en los primeros años, ellos dos, Giulia y él, una vez casados, tendrían que vivir en aquella casa. Desde luego, él no se veía capaz, por sí solo, de amueblar de nuevo aquella casa tan fea, de acuerdo con sus gustos. Así, pues, aquél sería pronto su salón; lo mismo que el dormitorio, de estilo Liberty, en el que, durante treinta años, habían dormido su futura suegra y su difunto esposo, sería su propio dormitorio; y el comedor de caoba, en el que Giulia y sus padres habían consumido las comidas dos veces al día durante toda su vida, sería su propio comedor. El padre de Giulia había sido un funcionario importante en un Ministerio, y aquella casa, montada de acuerdo con el gusto imperante en el tiempo de su juventud, era una especie de templo elevado patéticamente en honor de las divinidades gemelas de la respetabilidad y de la normalidad. Pronto —siguió pensando con una alegría casi deseosa y lasciva y al mismo tiempo triste— quedaría insertado, de derecho, en aquella normalidad y respetabilidad.

Abrióse la puerta, y Giulia entró impetuosamente, hablando en el pasillo con alguien, tal vez con la criada, Luego, cuando hubo acabado de hablar, cerró la puerta y corrió apresuradamente hacia su prometido. Giulia, a sus veinte años, era hermosa como una mujer de treinta, con una hermosura poco fina y casi vulgar, pero fresca y sólida, que revelaba a la vez la edad juvenil y una indefinible ilusión y goce carnal. Era de tez blanquísima, con ojos grandes, de una limpidez sombría y lánguida, cabellos castaños densos y bien ondulados y labios frescos y sonrosados. Marcello, al verla dirigirse hacia él envuelta en un ligero ropaje de corte masculino, en el que parecían reventar las formas de su cuerpo exuberante, no pudo por menos de pensar, con renovada complacencia, que se casaría precisamente con una muchacha normal, común por completo, muy semejante al salón que poco antes le había procurado tanto alivio. Y sintió un alivio semejante, casi un refrigerio, al oír una vez más la voz de ella, arrastrada, cándida, dialectal, que decía:

—Pero, ¡qué rosas tan bonitas! ¿Por qué? Ya te he dicho que no debes molestarte… Como si fuese la primera vez que vienes a comer con nosotros.

Y, al decir esto, se dirigió hacia un jarrón azul, colocado sobre una columna de mármol amarillo, en un rincón, y metió en él las flores.

—Me gusta traerte flores —dijo Marcello.

Giulia emitió un suspiro de satisfacción y se dejó caer de golpe sobre el sofá, junto a él. Marcello la miró y notó que una repentina inquietud había sustituido a la impetuosa desenvoltura de hacía un momento, señal indudable de una incipiente turbación. Luego, de pronto, se volvió hacia él y, echándole los brazos al cuello, murmuró:

—Bésame.

Marcello le rodeó la cintura con el brazo y la besó en la boca. Giulia era sensual, y en aquellos besos, que casi siempre le pedía ella, aun cuando él mostrara cierta resistencia, llegaba siempre el momento en que aquella sensualidad de la muchacha se insinuaba agresivamente, modificando el carácter casto y previsto de sus relaciones de prometidos. También esta vez, cuando sus labios estaban ya a punto de separarse, ella sintió como un sobresalto de anhelante lascivia y, rodeando de improviso el cuello de Marcello con un brazo, volvió a aplicar con fuerza su boca contra la de él. Marcello sintió la lengua de ella abrirse camino entre sus labios y luego moverse rápidamente, torciéndose y enrollándose dentro de su boca. Al mismo tiempo, Giulia le había apretado fuertemente una mano y se la había llevado al pecho, guiándola para que le oprimiera el seno izquierdo. La muchacha respiraba ruidosamente por las narices y suspiraba fuerte, con un ruido animal, inocente, insaciado. Marcello no estaba enamorado de su prometida; pero Giulia le gustaba, y aquellos abrazos tan sensuales no podían por menos de trastornarlo. Sin embargo, no se sentía inclinado a intercambiar aquellos transportes. Quería que las relaciones con su prometida se mantuviesen dentro de los límites tradicionales, como si creyera que una mayor intimidad volvería a introducir en su vida aquel desorden y aquella anormalidad que trataba siempre de alejar de él. Así, tras un rato, separó la mano del seno de la muchacha, y poco a poco la rechazó.

—¡Uf, qué frío eres! —exclamó Giulia echándose hacia atrás y mirándolo con una sonrisa—. De verdad qué a veces pienso si me querrás o no mucho.

Marcello dijo:

—Ya sabes que sí, que te quiero mucho.

Ella prosiguió con volubilidad:

—¡Estoy más contenta! Nunca he sido tan feliz. A propósito: ¿sabes que mamá ha insistido, esta mañana, en que ocupemos su habitación? Ella se trasladaría a la habitacioncita que hay al fondo del corredor. ¿Qué opinas? ¿Debemos aceptar?

—Creo —dijo Marcello— que se molestaría si no aceptásemos.

—Eso me parece a mí también. Figúrate que cuando era niña soñaba con dormir un día en una habitación como ésa. Y ahora no sé si me gusta más que antes… ¿A ti te gusta? —preguntó ella en un tono dubitativo y complaciente a la vez, como quien teme el juicio de otro sobre un gusto propio y quisiera verlo aprobado. Marcello se apresuró a responder:

—Me gusta muchísimo. Es muy bonita.

Vio que aquellas palabras despertaban en Giulia una visible satisfacción. Llena de alegría, ella lo besó en la mejilla y luego continuó:

—Esta mañana me he encontrado con la señora Pérsico y la he invitado a la boda. ¿Sabes que no sabía que me casaba? Me ha hecho muchas preguntas. Al decirle quién eras, me ha dicho que conocía a tu madre, que la había visto hacía años durante el veraneo en la playa. —Marcello no dijo nada. Le resultaba siempre muy desagradable hablar de su madre, con la que no vivía desde hacía años y a la que veía sólo muy raramente. Por fortuna, Giulia, sin darse cuenta de su embarazo, y sólo por volubilidad, cambió nuevamente de tema—: A propósito de la boda. Hemos hecho la lista de los invitados; ¿quieres verla?

—Sí, déjamela ver. —Ella sacó del bolsillo una hoja de papel y se la tendió. Marcello la cogió y la miró» Era una larga lista de personas, agrupadas por familias: padres, madres, hijas, hijos. Los hombres figuraban también con los títulos profesionales: médicos, abogados, ingenieros, profesores; y, cuando los tenían, también con sus títulos honoríficos: comendadores, grandes oficiales, caballeros. Junto a cada familia, Giulia, para mayor seguridad, había escrito el número de las personas que la componían: tres, cinco, dos, cuatro. Casi todos eran nombres desconocidos para Marcello, y, sin embargo, le pareció que los conocía hacía ya tiempo: todas, personas de la media y pequeña burguesía, de profesiones liberales y funcionarios estatales; toda, gente que, sin duda, vivía en casas como aquélla, con salones como aquél, con muebles como aquéllos y que tendrían seguramente hijas casaderas muy semejantes a Giulia, que contraerían matrimonio con jóvenes licenciados y empleados muy semejantes, según esperaba, a él mismo. Examinó la larga lista, deteniéndose en ciertos nombres más característicos y comunes, con una complacencia profunda, aunque teñida de su acostumbrada melancolía, fría e inmóvil—. Pero, ¿quién es, por ejemplo, Arcangeli? —no pudo por menos de preguntar al acaso—: ¿El comendador Giuseppe Arcangeli, con su esposa Iole, sus hijas Silvana y Beatrice y su hijo, el doctor Gino?

—Nada, no los conoces… Arcangeli era amigo del pobre papá en el Ministerio.

—¿Dónde vive?

—A dos pasos de aquí, en via Porpora.

—¿Y cómo es su salón?

—Pero, ¡qué cómicas son tus preguntas! —exclamó ella riendo—. ¿Cómo quieres que sea? Un salón como éste y como muchos otros. ¿Por qué te interesa tanto saber cómo es el salón de los Arcangeli?

—Y las hijas, ¿están casadas?

—Sí, Beatrice…, pero, ¿por qué?

—¿Cómo es su novio?

—¡Uf! Pero, ¿también el novio? Pues bien, el novio tiene un nombre extraño, Schirinzi, y trabaja en el bufete de un notario.

Marcello notó que por las respuestas de Giulia no se podía colegir en modo alguno el carácter de sus invitados. Probablemente no tenían más forma en su mente que en el papel; nombres de personas respetables, indistinguibles, normales. Volvió a examinar la lista y se detuvo sobre otro nombre, al azar:

—¿Y quién es el doctor Cesare Spadoni, su mujer Livia y su hermano, el abogado Tullio?

—Un médico de niños. La esposa es una compañera mía de colegio. Tal vez la conozcas: es muy mona, rubia, pequeña, pálida. Él es un joven estupendo, fino, distinguido. Su hermano también es un chico magnífico. Son gemelos.

—¿Y el caballero Luigi Pace, su esposa Teresa y sus cuatro hijos, Maurizio, Giovanni, Vittorio y Riccardo?

—Otro amigo del pobre papá. Todos los hijos son estudiantes… Riccardo va aún al liceo.

Marcello comprendió que era inútil seguir preguntándole detalles sobre las personas registradas en la lista. Giulia no habría sabido decirle mucho más de cuanto registraba ya la propia lista. Y aun cuando —como pensó— lo hubiese informado detenidamente sobre el carácter y la vida de aquellas personas, forzosamente tales informaciones no habrían rebasado los límites demasiado estrechos de su juicio y de su inteligencia. Pero se dio cuenta de que se hallaba contento, casi de una manera voluptuosa —si bien con una voluptuosidad sin alegría—, de entrar a formar parte, gracias a su matrimonio, de aquella sociedad tan corriente y común. Sin embargo, aún le quedaba en la punta de la lengua otra pregunta, por lo que, tras un momento de vacilación, se decidió a formularla:

—Y dime: ¿me parezco yo a tus invitados?

—Pero, ¿cómo, físicamente?

—No. Me gustaría saber si, según tú, tengo puntos de semejanza con ellos, en sus modos, en su aspecto, en sus características generales… En resumen, si me parezco a ellos.

—Para mí, tú eres mejor que todos ellos —replicó ella impetuosamente—. Aunque, lo demás, sí, eres una persona como ellos: serio, distinguido, fino… En suma, se ve que, como ellos, eres una persona honrada y formal. Pero, ¿por qué me haces esa pregunta?

—Por saberlo.

—¡Qué extraño eres! —exclamó ella mirándolo casi con curiosidad—. Todos quisieran ser distintos de los demás, y tú, en cambio, se diría que sientes deseos de ser como todos.

Marcello no dijo nada y le devolvió la lista, mientras observaba, como en un murmullo:

—De todas formas, no conozco ni siquiera a uno.

—¿Y acaso crees que yo los conozco a todos? —dijo Giulia alegremente—. Sólo mamá sabe quiénes son muchos de ellos… Por lo demás, la comida pasa pronto. Una horita, y luego no volverás a verlos más.

—A mí no me disgusta verlos —dijo Marcello.

—Lo decía por decirlo, hombre. Oye ahora el menú del hotel y dime si te gusta. —Giulia se sacó del bolsillo otro papel y leyó en voz alta—:

Consomé frío

Filetes de lenguado a la molinera

Pavipollo con arroz, salsa suprema

Ensalada del tiempo

Quesos surtidos

Helado diplomático

Fruta

Café y licores.

—¿Qué te parece? —preguntó con el mismo tono dubitativo y complaciente que había empleado poco antes al hablar del dormitorio de su madre—. ¿Es bueno? ¿Crees que comerán bastante?

—Me parece estupendo y abundante —contestó Marcello.

Giulia prosiguió:

—Respecto al champán, lo hemos elegido italiano. Es menos bueno que el francés, pero para brindar servirá lo mismo. —Calló un momento y luego añadió, con su habitual volubilidad—: ¿Sabes qué ha dicho don Lattanzi? Que si quieres casarte, debes comulgar, y si quieres comulgar, debes confesarte; de lo contrario, él no nos casa.

Por un momento, Marcello, sorprendido, no supo qué decir. No era creyente, y tal vez hacía unos diez años que no entraba en una iglesia. Además, siempre había estado convencido de sentir una franca antipatía por todo cuanto era eclesiástico. Pero se daba cuenta, con maravilla, de que esta idea de la confesión y de la comunión, en vez de enojarlo, le agradaba y lo atraían, en cierta forma, como le agradaban y le atraían el banquete de bodas, aquellos invitados que no conocía, el matrimonio con Giulia y la propia Giulia, tan corriente y tan parecida a otras muchachas. Era un eslabón más —pensó— en la cadena de normalidad con la que trataba de anclarse en las falaces arenas de la vida. Y, por añadidura, este eslabón estaba hecho de un metal más noble y resistente que los otros: la religión. Casi se sorprendió de no haber pensado antes en ello, y atribuyó este olvido al carácter obvio y pacífico de la religión en que había nacido y a la que le había parecido siempre pertenecer, aun sin practicarla. Sin embargo, curioso por oír lo que contestaría Giulia, dijo:

—Pero es que yo no soy creyente…

—¿Y quién lo es? —replicó ella tranquilamente—. ¿Tú piensas que cree el noventa por ciento de los que frecuentan las iglesias? ¿Incluso los propios sacerdotes?

—Pero, ¿tú crees?

Giulia hizo un gesto característico con la mano:

—Así, así, hasta cierto punto. Se lo digo a don Lattanzi de cuando en cuando: «Ustedes, los sacerdotes, no me convencen con todas sus historias…» Creo y no creo; o, mejor aún —añadió con escrúpulos—, digamos que tengo una religión completamente mía, distinta de la de los sacerdotes.

«¿Qué significa tener una religión propia?», pensó Marcello. Pero sabiendo por experiencia que Giulia hablaba a menudo sin saber demasiado bien lo que se decía, no insistió. En vez de ello, dijo:

—Mi caso es más radical. Yo no creo en absoluto ni tengo religión alguna.

Giulia hizo un gesto con la mano, alegre e indiferente.

—Pero, ¿qué te cuesta? Te debe dar lo mismo. A ellos les importa mucho y a ti no te cuesta nada.

—Desde luego que no. Pero me veré obligado a mentir.

—¡Tonterías…! Y, además, será una mentira para conseguir un bien… ¿Sabes qué dice don Lattanzi? Que es necesario hacer determinadas cosas como si se creyese en ellas, aunque no se crea… La fe viene después.

Marcello calló un momento y luego dijo:

—Bien. Entonces me confesaré y comulgaré. —Y, al decir esto, sintió de nuevo aquel temblor de delicia, algo sombría, que experimentó poco antes al leer la lista de los invitados—. Entonces iré a confesarme con don Lattanzi.

—No creas que es necesario que te confieses precisamente con él. Puedes ir a cualquier confesor en cualquier iglesia.

—¿Y para la comunión?

—Te la dará don Lattanzi el mismo día que nos casemos. Comulgaremos juntos. ¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas?

—Pues… no me he confesado desde que hice la primera comunión —contestó Marcello con cierto embarazo—. Nunca más he vuelto a hacerlo.

—Tendrás que confesarte de un carro de pecados —exclamó ella alegremente.

—¿Y si no me absuelven?

—Sí lo harán, no te preocupes —respondió ella con afecto, acariciándole el rostro con la mano—. Además, ¿qué pecados puedes haber cometido tú? Eres bueno, de alma noble, no has hecho mal a nadie… De seguro que te absolverán en seguida.

—Es complicado casarse —dijo Marcello casualmente.

—A mí, en cambio, me gustan muchísimo todas estas complicaciones, todos estos preparativos… A fin de cuentas hemos de permanecer unidos para siempre, ¿no te parece? Y, a propósito, ¿qué decidimos para el viaje de bodas?

Por primera vez, Marcello sintió, junto al acostumbrado afecto indulgente y lúcido, casi un sentimiento de piedad por Giulia. Comprendía que aún estaba a tiempo de volverse atrás y, en vez de ir a París, donde tenía que desempeñar su misión, trasladarse a cualquier otro lugar para pasar su luna de miel. Diría en el Ministerio que declinaba el encargo. Pero, al mismo tiempo, comprendió que esto era imposible. Aquella misión tal vez sería el paso más firme, más comprometedor y más decisivo en el camino de la normalidad definitiva; de la misma forma que constituían pasos en la misma dirección, aunque menos importantes a su manera de ver, el matrimonio con Giulia, el banquete de bodas, la ceremonia religiosa, la confesión y la comunión.

No se detuvo mucho tiempo a analizar esta reflexión, cuyo fondo tétrico y casi sombrío no se le escapaba, y respondió apresuradamente:

—He pensado que, después de todo, podríamos ir a París.

Ebria de entusiasmo, Giulia aplaudió:

—¡Magnífico! ¡París, mi sueño! —Le arrojó los brazos al cuello y lo besó furiosamente—. ¡Si supieras qué contenta estoy! Pero no quería decirte los grandes deseos que tenía de ir a París. Temía que costase mucho.

—Pues costará poco más o menos como ir a cualquier otro sitio. Pero no debes preocuparte por el dinero. Esta vez lo encontraremos.

Giulia estaba verdaderamente exaltada.

—¡Qué contenta estoy! —repetía. Apretóse mucho contra Marcello y le murmuró—: ¿Me quieres mucho? ¿Por qué no me besas?

Y así, de nuevo, Marcello tuvo en torno a su cuello el brazo de su prometida, y la boca de ella, en la suya. Esta vez el ardor del beso pareció redoblado por la gratitud. Giulia suspiraba, se retorcía con todo su cuerpo, aplastaba contra su seno la mano de Marcello, enrollaba la lengua en la boca de él, rápida y espasmódicamente. Marcello se sentía turbado y pensaba: «Ahora, si quisiera, podría poseerla aquí mismo, en este sofá.» Y podía advertir, una vez más, la fragilidad de lo que él llamaba normalidad. Finalmente, se separaron, y Marcello dijo sonriendo:

—Por fortuna nos casaremos pronto… De lo contrario, tendría miedo de que uno de estos días nos convirtiéramos en amantes.

Levantando los hombros, con el rostro encendido aún por el beso, Giulia respondió, con su exaltado e ingenuo descaro:

—Te quiero tanto, que no podría pedir nada mejor.

—¿De verdad? —preguntó Marcello.

—E incluso en seguida —dijo ella atrevidamente—, ahora, aquí mismo. —Tomó una mano de Marcello y la besó lentamente, mirándolo de soslayo con ojos brillantes y conmovidos. Luego se abrió la puerta, y Giulia se tiró para atrás. Entró la madre de Giulia.

También la madre de su prometida —pensó Marcello al verla acercarse— era uno de los muchos personajes introducidos en su vida por la búsqueda de una normalidad rescatadora. Nada podía haber de común entre él y aquella mujer sentimental y siempre desbordante de abrasada ternura; nada, aparte su deseo de unirse duradera y profundamente a una sociedad humana sólida y establecida. La madre de Giulia —señora Delia Ginami— era una mujer corpulenta en la que los asentamientos de la edad madura parecían manifestarse en una especie de descomposición del cuerpo y del espíritu: el primero, afligido por una obesidad trémula y deshuesada; el segundo, inclinado a las ternuras de una bondad fisiológica y zalamera. A cada paso que daba, bajo el ropaje informe parecía como si partes enteras de su inflado cuerpo se dispersaran y se trasladasen por cuenta propia. Por cualquier pequeñez, una conmoción espasmódica parecía rebasar sus facultades de control, le llenaba de lágrimas sus acuosos ojos azules, y sus manos adoptaban actitudes estáticas. Por otra parte, aquellos días, la inminencia de la boda de su única hija había sumergido a la señora Delia en una condición de perpetuo enternecimiento. No hacía más que llorar, de alegría, según explicaba. Y a cada momento sentía la necesidad de abrazar a Giulia o a su futuro yerno, al que, según manifestaba, quería ya como a un hijo. Marcello, al que molestaban mucho aquellas efusiones, comprendía, sin embargo, que eran sólo un aspecto de la realidad en que quería insertarse, y, como tales, las soportaba y apreciaba con la misma complacencia, algo sombría, que le inspiraban los feos muebles de aquella casa, la conversación de Giulia, las fiestas de la boda y las imposiciones rituales de don Lattanzi.

Sin embargo, la señora Delia no estaba en esta ocasión enternecida, sino indignada. Agitaba en la mano una hoja de papel, y, tras haber saludado a Marcello, que se había puesto en pie, dijo:

—Una carta anónima… Pero, ante todo, vayamos al comedor… y pronto…

—¿Una carta anónima? —gritó Giulia precipitándose detrás de su madre.

—Sí, una carta anónima… ¡Qué asco de gente!

Marcello entró, a su vez, en el comedor, tratando de esconderse el rostro con el pañuelo. La noticia de la carta anónima le había desconcertado y trataba de que las dos mujeres no se dieran cuenta de ello. El oír a la madre de Giulia exclamar: «¡Una carta anónima!» y pensar inmediatamente: «¡Alguien ha escrito sobre lo de Lino!», había sido para él una sola cosa. Ante este pensamiento, la sangre había huido de su rostro; le había faltado la respiración y lo había asaltado una sensación de espanto, de vergüenza y de miedo, inexplicable, inesperado, fulminante, jamás experimentado desde los primeros años de la adolescencia, cuando el recuerdo de Lino se hallaba aún fresco. Había sido más fuerte que él. Y todos sus poderes de dominio de sí mismo se habían visto arrollados en un segundo, de la misma forma que es arrollado por una multitud presa de pánico el sutil cordón de la Policía que debería contenerla. Se mordió los labios hasta sangrar mientras se acercaba a la mesa. Sí, estaba equivocado en la biblioteca cuando, al buscar la noticia del delito, quedó convencido de que se hallaba del todo curada la antigua herida. En efecto, no sólo no estaba curada, sino que era aún mucho más profunda de lo que había imaginado. Por suerte, su sitio en la mesa era a contraluz, de espaldas a la ventana. En silencio, rígidamente, sentóse a la cabecera de la mesa, con Giulia a su derecha y la señora Ginami a su izquierda.

La carta anónima estaba ahora sobre el mantel, junto al plato de la madre de Giulia. Entretanto había entrado la criadita, sosteniendo con ambas manos una bandeja colmada de pasta asciutta. Marcello hundió el trinchante en aquella maraña roja y untuosa, levantó una pequeña cantidad de spaghetti y la depositó en su plato. Inmediatamente protestaron las dos mujeres:

—Demasiado poco… ¿Quieres ayunar? Toma un poquito más.

La señora Ginami añadió:

—Usted trabaja y tiene que comer.

Entonces Giulia, impulsivamente, tomó de la bandeja, con el trinchante, otra ración de spaghetti y los puso en el plato de su prometido.

—No tengo hambre —dijo Marcello con una voz que le pareció absurdamente apagada y angustiosa.

—El apetito viene comiendo —respondió Giulia sirviéndose, con énfasis.

La criada se fue, llevándose la bandeja casi vacía. Y la madre dijo en seguida:

—No quería enseñarla. Creía que no valía la pena. Pero, ¡hay que ver en qué mundo vivimos!

Marcello no dijo nada. Inclinó la cabeza sobre el plato y se llenó la boca de spaghetti. Seguía temiendo que la carta se refiriese al asunto de Lino, aunque la mente le demostrase que esto era imposible. Era un temor incoercible, más fuerte que cualquier reflexión. Giulia preguntó:

—Pero, ¿se puede saber qué dice la carta?

La madre respondió:

—Ante todo, quiero decir a Marcello que, aunque se hubiesen escrito en esta carta cosas mil veces peores, debe estar seguro de que mi afecto permanece inalterado… Marcello, usted es para mí un hijo, y sabe muy bien que el amor de una madre para el hijo es superior a toda insinuación. —Los ojos se le llenaron de pronto de lágrimas y repitió—: Sí, un hijo. —Luego, cogiendo la mano de Marcello, se la llevó al corazón y dijo—: Querido Marcello. —No sabiendo qué hacer ni qué decir, Marcello permaneció inmóvil y silencioso, esperando que hubiese acabado aquella efusión. La señora Ginami lo miró con ojos llenos de ternura y añadió—: Debe perdonar a una anciana como yo, Marcello.

—Mamá, ¡qué absurdo! No eres vieja —exclamó Giulia, demasiado acostumbrada a aquellas conmociones maternas como para darles importancia o maravillarse de ellas.

—Sí, soy vieja y me quedan pocos años de vida —respondió la señora Delia. Esto de la muerte inminente era uno de sus argumentos preferidos, tal vez porque, además de conmoverse a sí misma, creía que tenía el poder de conmover también a los otros—. Moriré pronto, y por eso estoy muy contenta de entregar mi hija a un hombre tan bueno como usted, Marcello. —Marcello, al que la mano de la señora Delia apretaba contra su pecho y lo obligaba a adoptar una posición incómoda, no pudo reprimir un ligerísimo movimiento de impaciencia, que no escapó a la anciana señora, la cual, sin embargo, lo tomó por una protesta contra unos elogios tan excesivos—. Sí —confirmó ella—, usted es bueno, muy bueno. A veces se lo digo a Giulia: Tienes mucha suerte de haber encontrado a un joven tan bueno. Sé muy bien, Marcello, que la bondad ya no está de moda… Pero permítalo decir a una persona que tiene muchos más años que usted. En el mundo no hay nada como la bondad… Y usted, por fortuna, es tan bueno, tan bueno…

Marcello arqueó las cejas y no dijo nada.

—Pero, ¡déjalo comer, pobrecito! —exclamó Giulia—. ¿No ves que le ensucias la manga de salsa?

La señora Ginami soltó la mano de Marcello y, cogiendo la carta, dijo:

—Es una carta escrita a máquina y con el matasellos de Roma. No me extrañaría, Marcello, que la hubiese escrito uno de sus compañeros de oficina.

—Pero, mamá, ¿se puede saber de una vez qué es lo que dice?

—Tómala —dijo la madre alargando la carta a su hija—. Léela, pero no lo hagas en voz alta. Son cosas feas que no me gusta oír. Cuando la hayas leído, pásasela a Marcello.

No sin ansiedad, Marcello vio a su prometida leer la carta. Luego, torciendo la boca en señal de desprecio, Giulia exclamó:

—¡Qué asco! —y se la tendió a Marcello.

La carta, en papel vitela, constaba sólo de unas cuantas líneas, escritas a máquina con una cinta muy gastada. Decía: «Señora, si permite que su hija se case con el doctor Clerici, cometerá usted algo peor que un error, cometerá un delito. Hace años que el padre del doctor Clerici está encerrado en un manicomio, afecto de locura de origen sifilítico, que, como sabe usted, es una enfermedad hereditaria. Aún está usted a tiempo: impida el matrimonio. Un amigo.»

«¡Conque eso era todo!», pensó Marcello casi desilusionado. Le pareció entender que su desilusión era mayor que su alivio: casi como si hubiese esperado que algún otro estuviese informado de la tragedia de su infancia y lo liberase en parte de la carga de tal conocimiento. Sin embargo, lo había impresionado una frase: «… que, como sabe usted, es una enfermedad hereditaria». Sabía muy bien que el origen de la locura paterna no era sifilítico y que no había peligro alguno de que él pudiese convertirse en un loco como su padre. Y, sin embargo, la frase, en su amenazadora malignidad, le pareció que aludía a otra locura que podría ser realmente hereditaria. Esta idea, rechazada en seguida, no hizo más que aflorar a su mente. Devolvió la carta a la madre de Giulia, mientras decía con tranquilidad:

—Nada es verdad.

—Ya sé que nada es verdad —respondió la buena mujer casi ofendida. Y, tras un momento, añadió—: Lo único que sé es que mi hija se casa con un hombre bueno, inteligente, honrado, serio… y un guapo muchacho —concluyó con una especie de coquetería.

—Sobre todo un guapo muchacho. Lo puedes decir bien fuerte —confirmó Giulia—. Por eso es por lo que el que ha escrito esa carta insinúa que está tarado. Al verlo tan guapo le parece imposible que no nos tenga ojeriza. ¡Cretinos!

«¡Quién sabe lo que dirían —no pudo por menos de pensar Marcello— si supiesen que a los trece años casi llegué a tener relaciones amorosas con un hombre y que lo maté!» Se dio cuenta de que ahora, pasado el miedo que había despertado en él la carta, había recuperado su acostumbrada apatía melancólica y especulativa. «Probablemente —siguió pensando mientras miraba a su prometida y a la señora Ginami— no les haría ni frío ni calor… La gente normal tiene la piel dura.» Y comprendió que envidiaba a las dos mujeres, una vez más, su «piel dura».

De pronto dijo:

—Precisamente hoy he de ir a visitar a mi padre.

—¿Vas con tu madre?

—Sí.

Se había terminado la pasta asciutta, y la criadita entró de nuevo, cambió los platos y dejó en la mesa una bandeja llena de carne y de verdura. Tan pronto como hubo salido la camarera, dijo la madre, cogiendo de nuevo la carta y examinándola:

—Me gustaría saber quién ha escrito esta carta.

—Mamá —dijo de pronto Giulia con una seriedad repentina y excesiva—, déjame un momento la carta.

La muchacha cogió el sobre, lo examinó con atención y luego sacó la hoja de papel, la contempló con las cejas enarcadas y, finalmente, exclamó, con voz alta e indignada:

—Sé muy bien quién ha escrito esta cara. No puede haber duda alguna… ¡Ah, qué infame!

—¿Quién es?

—Un desgraciado —respondió Giulia inclinando la frente sobre la mesa.

Marcello no dijo nada. Giulia trabajaba como secretaria en el bufete de un abogado. Probablemente —pensó—, la carta habría sido escrita por uno de sus numerosos ayudantes. La madre dijo:

—Algún envidioso, sin duda. A los treinta años, Marcello tiene una posición que ya quisieran para sí muchos hombres maduros.

Por puro formulismo, aunque no sentía curiosidad alguna, Marcello preguntó a su prometida:

—Si sabes el nombre del que ha escrito la carta, ¿por qué no lo dices?

—No puedo —respondió ella, más reflexiva que indignada—; pero ya he dicho lo que es: un desgraciado.

Devolvió la carta a su madre y se sirvió de la bandeja que le presentaba la camarera. Luego prosiguió la madre, con un tono de sincera incredulidad:

—Sin embargo, no puedo creer que haya alguien tan malo como para poder escribir una carta semejante contra un hombre como Marcello.

—No todos lo quieren tanto como nosotras dos, mamá —dijo Giulia.

—Pero, ¿quién —preguntó de pronto la madre con énfasis—, quién no puede querer mucho a nuestro Marcello?

—¿Sabes qué dice de ti mamá? —preguntó Giulia, que parecía haber recuperado su acostumbrada alegría y volubilidad—. Que no eres un hombre, sino un ángel… Por eso, a lo mejor, uno de estos días, en vez de entrar por la puerta, lo harás por la ventana, volando. —Sofocó un conato de risa y añadió—: Al cura le gustará, cuando vayas a confesarte, saber que eres un ángel. Porque no todos los días se puede escuchar la confesión de un ángel.

—Bueno, la niña me está tomando el pelo, como de costumbre —repuso la madre—. Pero no exagero en modo alguno. Marcello, para mí, es un ángel. —Miró a Marcello con intensa y almibarada ternura, y pronto, los ojos se le llenaron visiblemente de lágrimas—. En mi vida he conocido sólo a otro hombre que fuese como Marcello. Y ése era tu padre, Giulia. —Esta vez, Giulia, de acuerdo con las circunstancias, bajó la mirada sobre el plato. Entretanto, el rostro de la madre experimentaba una transformación gradual: de sus ojos se desbordaron copiosamente las lágrimas, mientras una patética mueca descomponía sus rasgos fofos y abotagados entre los mechones de cabellos despeinados, con lo cual los colores y las facciones parecían confundirse y borrarse como vistos a través de un cristal inundado de agua. Buscóse apresuradamente el pañuelo y, llevándoselo a los ojos, balbució—: Un hombre verdaderamente bueno, un auténtico ángel. ¡Estábamos tan bien los tres juntitos…! Pero está muerto y ya no lo veremos más… Marcello me recuerda a tu padre por su bondad, y por eso lo quiero tanto. Cuando pienso que aquel hombre tan bueno está muerto, se me parte el corazón. —Las últimas palabras se perdieron en el pañuelo.

Giulia dijo tranquilamente:

—Come, mamá.

—No, no, no tengo hambre —replicó la madre sollozando—. Perdonadme… sed felices vosotros, y que esa felicidad no sea turbada por la tristeza de una anciana.

Se levantó bruscamente, se dirigió a la puerta y salió.

—Piensa que hace ya seis años —dijo Giulia mirando hacia la puerta—, y es como si fuese siempre el primer día. —Marcello no dijo nada. Había encendido un cigarrillo y fumaba con la cabeza baja. Giulia tendió una mano y le tomó la suya—. ¿Qué piensas? —preguntó con una voz casi suplicante.

Giulia le preguntaba a menudo qué estaba pensando, llena de curiosidad y, a veces, alarmada también por la expresión seria y taciturna que revelaba el hombre. Marcello respondió:

—Pensaba en tu madre. Sus elogios me llenan de incomodidad. No me conoce bastante para decir que soy bueno.

Giulia le apretó la mano y respondió:

—No creas que lo hace por cumplido. Cuando tú no estás, me dice con frecuencia: «¡Qué bueno es Marcello!»

—Pero, ¿cómo puede saberlo?

—Son cosas que se ven. —Giulia se levantó y se puso en pie junto a él, oprimiendo su exuberante cadera contra el hombro de él y pasándole una mano por el cabello—. ¿Por qué no te gusta que piensen que eres bueno?

—No he dicho eso —respondió Marcello—. He dicho que a lo mejor no es verdad.

Ella movió la cabeza:

—Tu defecto es que eres demasiado modesto. Mira: yo no soy como mamá, que quisiera que todos fuesen buenos. Para mí hay buenos y malos. Pues bien, tú eres para mí una de las mejores personas que he encontrado en mi vida. Y no lo digo porque estemos prometidos y te quiera mucho, sino porque es la verdad.

—Pero, ¿en qué consiste esa bondad?

—Ya te lo he dicho: son cosas que se ven. ¿Por qué se dice que una persona es guapa? Pues porque se ve que es guapa. De la misma forma, se ve que tú eres bueno.

—Tal vez sea así —dijo Marcello bajando la cabeza.

La convicción que tenían las dos mujeres de que era bueno, no era nueva para él, pero siempre lo desconcertaba profundamente. ¿En qué consistía aquella bondad? ¿Era, pues, realmente bueno? ¿O no sería más bien su anormalidad lo que Giulia y su madre llamaban bondad, aquella anormalidad que se traducía en su desapego, en su ausencia de la vida común? Los hombres normales no eran buenos —siguió pensando—, porque la normalidad se pagaba siempre, consciente o inconscientemente, a un precio muy caro, con una serie de complicidades varias, pero todas tan negativas, de insensibilidad, estupidez, vileza, cuando no precisamente de criminalidad. Fue arrancado de estas reflexiones por la voz de Giulia, que decía:

—A propósito: ¿sabes que han traído el vestido? Quiero enseñártelo. Espérame aquí.

Salió impetuosamente, y Marcello se levantó de la mesa, se fue hacia la ventana y la abrió. La ventana daba a la calle, o, mejor aún, al ser aquél el último piso, se abría sobre la cornisa del edificio, muy saliente, y bajo la cual no se veía nada. Pero al otro lado de la calle se extendía el ático de la casa de enfrente: una hilera de ventanas abiertas, a través de las cuales se veían los interiores de las habitaciones. Era un piso muy semejante al de Giulia: un dormitorio, con las camas aún sin hacer, según parecía desde allí; un salón «bueno», con los acostumbrados muebles falsos y oscuros; un comedor a cuya mesa se hallaban sentadas en aquellos momentos tres personas, dos hombres y una mujer. Estas habitaciones de enfrente estaban muy cerca porque la calle no era ancha, y Marcello podía ver con toda claridad a los tres comensales en el comedor: un hombre rechoncho, viejo, con una profunda cabellera blanca; otro hombre, más joven, delgado y moreno, y una mujer rubia, madura, más bien opulenta. Comían tranquilamente, en una mesa semejante a la que hacía poco se hallaba sentado él, bajo una lámpara no muy diferente de la de la estancia en que se encontraba él en aquellos momentos. Sin embargo, aunque los viese tan cerca como para sentir casi la ilusión de oír sus palabras, tal vez por aquella sensación de abismo que daba el saliente de la comisa, le parecían, por otra parte, muy lejanos, e incluso remotos. No pudo por menos de pensar que aquellas estancias eran la normalidad: las veía, habría podido, levantando un poco la voz, hablar a los tres comensales, y, pese a ello, se hallaba fuera de ella en un sentido no sólo material, sino también moral. Por el contrario, para Giulia no existían aquella lejanía ni aquella sensación de algo extraño. Eran para ella un hecho puramente físico, estaba dentro de aquellas estancias, había estado siempre en ellas, y si él se lo hubiese hecho notar, le habría dado, con indiferencia, todas las informaciones que poseía sobre la gente que vivía allí, como había hecho poco antes respecto a los invitados a la boda. Indiferencia que denotaba, más que familiaridad, distracción. En realidad, ella no daba nombre alguno a la normalidad, por estar inmersa en ella hasta las raíces de los cabellos, de la misma forma que es de creer que los animales, si pudieran hablar, no darían nombre alguno a la naturaleza de la que forman parte íntegramente y sin residuos. Pero él estaba fuera, y, para él, la normalidad se llamaba precisamente normalidad porque estaba excluido de ella y la sentía como tal en contraposición a la propia anormalidad. Para ser semejantes a Giulia, se necesitaba haber nacido así, o bien…

Abrióse la puerta a sus espaldas y él se volvió. Giulia estaba frente a él en atuendo de novia; era un vestido de seda blanca, y la muchacha sostenía con ambas manos, para que fuese admirado, el abundante velo que le caía de la cabeza. Dijo llena de gozo:

—¿Verdad que es bonito? Mira —y, sin dejar de mantener el velo extendido con ambas manos, volvióse en el espacio entre la ventana y la mesa, a fin de que su prometido pudiese admirar por todas partes el vestido nupcial. Marcello pensó que era un vestido de novia semejante por completo al de cualquier otra novia. Pero le gustó que Giulia se sintiese contenta de aquel vestido tan común, del mismo modo que antes que ella habían estado contentas otros millones y millones de mujeres. Las formas del cuerpo de Giulia, exuberantes y redondeadas, se dibujaban con tosca evidencia en la blanca y brillante seda. Se acercó de pronto a Marcello y le dijo—: Ahora dame un beso, pero sin tocarme, para que no se arrugue el vestido. —En aquel momento, Giulia se hallaba de espaldas a la ventana, y Marcello la tenía enfrente. Cuando se inclinaba para rozar con sus labios los de Giulia, vio en el comedor del ático de enfrente que el comensal de cabello blanco se levantaba y salía y que, inmediatamente después, los otros dos, el joven moreno y la mujer rubia, se ponían de pie a la vez, casi automáticamente, y se besaban. Aquella escena le gustó; después de todo, él actuaba como aquellos dos, de los que poco antes se había sentido separado por una distancia incolmable. En el mismo instante, Giulia exclamó con impaciencia—: ¡Al diablo con el vestido! —y, sin separarse de Marcello, cerró con una mano las hojas de la ventana. Luego, con un impulso fuerte de todo su cuerpo, que se proyectó hacia el de Marcello, le arrojó los brazos al cuello. Se besaron a oscuras, molestados por el velo, y una vez más, mientras su prometida se apretaba contra él, agitaba su cuerpo, suspiraba y lo besaba, Marcello pensó que ella actuaba con inocencia, sin advertir contradicción alguna entre este abrazo y el vestido nupcial, una prueba más de que a las personas normales les era lícito tomarse la máxima libertad con la normalidad misma. Finalmente, se separaron sin aliento y Giulia le susurró—: No debemos ser impacientes… Unos días más y podrás besarme también en la calle.

—Debo irme ya —dijo él limpiándose la boca con el pañuelo.

—Te acompañaré. —Salieron del comedor andando a tientas, y pasaron al vestíbulo—. Nos veremos esta noche, después de la cena —dijo Giulia. Enternecida, absorta, lo miraba desde el umbral, apoyada en una jamba. El velo, que se había separado sobre la cabeza para el beso, le colgaba ridículamente a un lado. Marcello se acercó a ella y se lo puso bien, diciendo:

—Así está mejor.

En aquel momento se oyó un ruido de voces en el rellano del piso de abajo. Giulia, avergonzada, se metió dentro, le lanzó un beso con la punta de los dedos y cerró apresuradamente la puerta.