CAPÍTULO IX
Fuera, el profesor se sentó al volante del automóvil y dejó la portezuela abierta.
—Su marido puede ir delante con el mío —dijo Lina a Giulia—, y usted, detrás conmigo.
Pero Giulia respondió con voz burlona y ebria:
—¿Por qué? Yo prefiero ir delante con su marido —y subió con decisión al lado de Quadri.
Así, Marcello y Lina se encontraron uno al lado del otro.
Ahora, Marcello deseaba coger por la palabra a la mujer y comportarse como si verdaderamente creyese que era amado por ella. Y en este deseo había además de un impulso vindicativo, casi un resto de esperanza. Como si, después de todo, y de una manera contradictoria e involuntaria, estuviese ilusionado aún sobre los sentimientos de Lina. El coche se puso en marcha, que enlenteció en un punto oscuro para torcer por una calle transversal. Entonces, aprovechándose de la oscuridad, Marcello cogió la mano que Lina tenía sobre una rodilla y la puso sobre el asiento, entre sus dos cuerpos sentados. La vio soltarse, al contacto, con un movimiento iracundo, que, sin embargo, se transformó en seguida en un falso y cómplice gesto de suplicante amonestación. El coche corría, enfilando, una tras otra, las callejuelas del Barrio Latino, mientras Marcello apretaba la mano de Lina. La sentía en la suya rígida e inquieta, rechazando no sólo con los músculos, sino se habría dicho que incluso con la piel, sus caricias, en un hormigueo impotente de los dedos en el que parecían mezclarse la repugnancia, la indignación y la cólera. En cierto momento, al tomar una curva, el coche se inclinó, y ellos cayeron uno encima del otro. Entonces Marcello aferró a Lina por la nuca, como se hace con un gato que pudiera revolverse y arañar, y, doblándole la cabeza, la besó en la boca. Al principio, ella trató de soltarse, pero Marcello apretó más fuertemente aún la nuca rasurada, sutil, como de muchacho. Y entonces, con un gemido sumiso de dolor. Lina dejó de resistir del todo y recibió pasivamente el beso. Pero sus labios, como Marcello advirtió claramente, se retorcían en una mueca de disgusto; y, al mismo tiempo, la mano que él seguía apretando en la suya, le clavaba las agudas uñas en la palma, ademán aparentemente voluptuoso, pero que Marcello sabía en realidad desbordante de repugnancia y aversión. Él prolongó el beso cuanto pudo, mirando ora a los ojos de ella, centelleantes de odio y de impaciente repulsión, ora a las dos cabezas negras e inmóviles allá delante: la de Giulia y la de Quadri. Los faros de un coche que venía en dirección opuesta a la de ellos iluminaron vividamente el parabrisas: Marcello dejó entonces a Lina y se echó hacia atrás en el asiento.
Con el rabillo del ojo, la vio cómo se echaba también hacia atrás, se retrepaba en el asiento y luego, lentamente, llevarse el pañuelo a la boca y limpiársela con un gesto reflexivo y lleno de asco. Y entonces, al ver con el cuidado y la repugnancia con que se limpiaba los labios, que, según la ficción, habrían debido estar aún, por el contrario, palpitantes y ávidos del beso, notó un desesperado, oscuro y espantoso sentimiento de dolor.
«¡Ámame! —habría querido gritar—, ¡ámame, por el amor de Dios!» Le pareció de pronto que del amor de Lina por él —tan deseado y tan imposible—, dependía ya no sólo su propia vida, sino también la de ella. En efecto, ahora, como contagiado por la invencible aversión de Lina, comprendía que experimentaba también él, aunque mezclado con el amor e inseparable de éste, un odio sanguinario, homicida. Pensó que en aquel momento la habría matado de buena gana, pues no le parecía posible seguir soportando el saberla al mismo tiempo viva y enemiga. Y pensó también —aun espantándose al pensarlo— que el verla morir tal vez le habría inspirado un placer mayor que ser amado por ella. Luego con repentino y generoso impulso del espíritu, se arrepintió y dijo: «Gracias al cielo, ella no estará en Saboya cuando vayan allí Orlando y los otros.» Y comprendió que, en realidad, había deseado, por un momento, que muriera junto con el marido, del mismo modo y en la misma ocasión.
El coche se detuvo, y ellos bajaron. Marcello entrevió una oscura calle de arrabal, entre una fila desigual de casitas y un muro de jardín.
—Verá usted —dijo Lina cogiendo por el brazo a Giulia—, no es precisamente un lugar para educandas…, pero resulta interesante. —Se acercaron a una puerta iluminada. Sobre la puerta, un pequeño rectángulo de vidrio rojo llevaba, en letras azules, el letrero: La cravate noire—. La corbata negra —explicó Lina a Giulia— es la corbata que usan los hombres cuando visten de smoking, y que aquí dentro llevan todas las mujeres, desde las camareras hasta la dueña.
Entraron en el vestíbulo y, en efecto, inmediatamente, una cabeza de rasgos duros y cabello corto, pero imberbe y de blancura y fisonomía femeninas, se inclinó sobre el mostrador del guardarropa, diciendo con voz seca:
—Vestiaire.
Giulia, divertida, se acercó al mostrador, se volvió de espaldas y dejó caer la mantilla, de sus desnudos hombros, en las manos de la encargada del guardarropas, vestida con chaqueta negra, camisa almidonada y corbata de pajarita. Luego, en una atmósfera saturada de humo y llena del estruendo de la música y de las voces, pasaron a la sala de baile.
Una mujer hermosa, de edad incierta, pero no juvenil, de cara redonda, pálida y fina, apretada bajo el mentón por la inevitable corbata negra de pajarita, les salió al encuentro entre las mesas llenas de clientes. Saludó a la esposa de Quadri con afectuosa familiaridad, y luego, levantando al imperioso ojo un monóculo atado con un cordoncito de seda a la solapa de la chaqueta masculina, dijo:
—Cuatro personas. Tengo precisamente lo que usted necesita, señora Quadri. Síganme, por favor. —Lina, a la que el lugar parecía haber puesto de buen humor, inclinándose sobre el hombro de la mujer del monóculo, le dijo, sin duda, algo malicioso y alegre, a lo que aquella mujer, precisamente como un hombre, respondió encogiéndose de hombros y con una mueca de desdén. Siguiéndola, llegaron al fondo de la sala, a una mesa libre—. Voilà —dijo la directora, que, a su vez, se inclinó sobre Lina, ya sentada, y le dijo algo al oído, con aire jocoso e incluso pícaro, y luego, sacando el pecho, con la brillante y pequeña cabeza imperiosamente erguida, se alejó entre las mesas.
Vino una camarera pequeña, regordeta, muy morena, vestida como todas las demás, y Lina, con una seguridad alegre y desenvuelta, como de persona que se encuentra, al fin, en un lugar de acuerdo con sus gustos, pidió las bebidas. Luego se volvió hacia Giulia y dijo alegremente:
—¿Ha visto cómo van vestidas? Es un verdadero convento. ¿No es curioso?
Giulia —según le pareció a Marcello— parecía ahora cohibida, y sonrió de una manera realmente convencional. En un pequeño espacio redondo, entre mesas, bajo una especie de hongo de cemento vuelto del revés, transido por la falsa luz de neón, se apretujaban numerosas parejas, algunas, de mujeres. La orquesta, formada también por mujeres vestidas de hombres, se hallaba en un rincón, bajo la escalera que llevaba a la galería. Algo distraídamente, el profesor dijo:
—Este lugar no me gusta. Estas mujeres me parecen más dignas de compasión que de curiosidad.
Lina no pareció haber oído la observación de su esposo. Con los ojos llenos de una luz devoradora, absorbente y anhelante, no separaba los ojos de Giulia. Finalmente, y como cediendo a un deseo irresistible, le propuso, al fin, con una risa nerviosa:
—¿Quiere que bailemos juntas? Así nos tomarán por dos de ellos. Es divertido. Fingiremos ser como ellas. Venga, venga.
Riendo excitada, se había levantado ya e invitaba a hacerlo a Giulia, poniéndole una mano en el hombro. Giulia la miró, y miró al marido, irresoluta. Marcello dijo secamente:
—¿Por qué me miras? No hay nada malo en ello.
Comprendió que había de secundar a Lina también esta vez. Giulia suspiró y, lentamente y de mala gana, se puso de pie. Entretanto, la otra, que evidentemente había perdido la cabeza, repetía:
—Si hasta su marido dice que no hay nada malo en ello… ¡Vamos, levántese!
Con evidente malhumor, dijo Giulia, encaminándose hacia la pista de baile:
—A decir verdad, no me gustaría pasar por una de ellas.
Precediendo a Giulia, llegó al espacio reservado a los bailarines y se volvió hacia ella, con los brazos extendidos, para que la otra la abrazara. Marcello vio a Lina acercarse, ceñir, con seguridad y autoridad masculinas la cintura de Giulia, y luego empujarla, a paso de danza, hacia la pista, entre las parejas de bailarines. Por un momento, estupefacto de una manera dolorosa y oscura, contempló a las dos mujeres que bailaban abrazadas. Giulia era más baja que Lina, bailaban mejilla contra mejilla y, a cada paso, Lina apretaba más la cintura de Giulia. Le parecía una visión triste e increíble. Éste —no pudo por menor de pensar— era el amor que en un mundo diverso, con una vida diversa, le estaría destinado a él, amor que lo salvaría y del que gozaría. Pero una mano se posó sobre su hombro. Volvióse y vio el semblante rojizo e informe de Quadri que se inclinaba hacia el suyo:
—Clerici —dijo Quadri con voz conmovida—, no crea que no me he dado cuenta.
Marcello lo miró y dijo lentamente:
—Perdóneme, pero no lo entiendo.
—Clerici —dijo súbitamente el otro—, usted sabe quién soy yo, pero yo también sé quién es usted. —Lo miraba con intensidad, al tiempo que lo había cogido por las solapas de la chaqueta con ambas manos. Marcello, turbado, helado por una especie de terror, lo miró, a su vez, a la cara. No, no había odio en los ojos de Quadri, sino una emoción sentimental, lagrimosa y anhelante y, sin embargo —como pensó—, discretamente calculada y maliciosa. Quadri prosiguió—: Yo sé quién es usted y me doy cuenta de que, al hablar de este modo puedo darle la impresión de ser un iluso, un ingenuo e incluso un estúpido. No importa. Clerici, pese a todo, quiero hablar con sinceridad y le digo: gracias. —Marcello lo miró y no dijo nada. Las solapas de su chaqueta seguían aún entre las manos de Quadri, y él sentía su chaqueta contra el cuello como cuando alguien nos aferra para arrojarnos lejos—. Le digo: gracias —prosiguió Quadri— por no haber aceptado llevar la carta a Italia. Si usted hubiera cumplido con su deber, habría cogido la carta y la habría entregado a sus superiores, con lo cual habría sido descifrada, y sus destinatarios, detenidos. Pero usted no lo ha hecho, Clerici, no ha querido hacerlo. Por lealtad, por un súbito arrepentimiento, por una duda repentina, por honradez…, no lo sé. Únicamente sé que usted no lo ha hecho y le repito de nuevo: gracias. —Marcello hizo un movimiento como para responder, pero Quadri, soltándole, al fin, la chaqueta, le tapó la boca con una mano—: No, no me diga que no ha querido aceptar expedir la carta para no hacerme sospechar, para mantenerse fiel a su papel de recién casado en viaje de bodas. No lo diga, porque sé que no es verdad. En realidad, usted ha dado un primer paso hacia la redención. Le doy las gracias por haberme dado la ocasión de ayudarle a dar ese paso. Continúe, Clerici, y podrá renacer verdaderamente a una nueva vida. —Quadri se dejó, al fin, caer sobre la silla y fingió querer apagar la sed con un buen trago de su copa—. Bueno, ya vienen las señoras —dijo levantándose. Marcello, sorprendido, se levantó también.
Notó que Lina parecía de mal humor. Cuando se hubo sentado, abrió la polvera con ademán desairado y presuroso, y nerviosamente, con pequeños golpes repetidos y rabiosos, se untó polvos en la nariz y en las mejillas. Por el contrario, Giulia, plácida e indiferente, se sentó al lado de su marido y, bajo la mesa, le cogió una mano con ademán afectuoso, como para confirmarle su propia repugnancia por Lina. Acercóse la directora del monóculo y, arrugando su lisa y pálida mejilla con una melosa sonrisa, preguntó con voz afectada si todo iba bien.
Lina contestó secamente que no podía ir mejor. La directora se inclinó hacia Giulia y le dijo:
—Es la primera vez que viene usted aquí. ¿Puedo ofrecerle una flor?
—Sí, gracias —respondió Giulia, sorprendida.
—¡Cristina! —llamó la directora. Acercóse una muchacha, vestida también con atuendo masculino, muy distinto del de las graciosas floristas que suelen encontrarse en las salas de baile: pálida y delgada, sin afeites, un rostro oriental de nariz grande, labios gruesos, amplia y descarnada frente bajo unos cabellos cortísimos y muy mal peinados, como si una enfermedad los hubiese hecho clarear de una manera alarmante. Alargó un cestito lleno de gardenias, y la directora eligió una, la prendió en el pecho de Giulia y dijo:
—Obsequio de la dirección.
—Gracias —respondió Giulia.
—No hay de qué —respondió la directora—. Apuesto a que la señora es española…, ¿no es cierto?
—Italiana —dijo Giulia.
—¡Ah, italiana…! ¡Habría debido pensarlo…! Con esos ojos negros…
Las palabras se perdieron entre el ruido de la multitud, mientras la directora y la delgada y melancólica Cristina se alejaban juntas.
La orquesta volvía a tocar. Lina se volvió hacia Marcello y le dijo casi con iracundia:
—¿Por qué no me invita? Me gustaría bailar. —Sin decir palabra, él se levantó y la siguió hacia la pista de baile. Empezaron a bailar. Lina se mantenía algo apartada de Marcello, el cual no pudo por menos de recordar con tristeza el posesivo afecto con el que poco antes se había apretado ella a Giulia. Bailaron en silencio durante un rato, y luego, de pronto. Lina dijo con una rabia en la que, extrañamente, la ficción de la complicidad amorosa se teñía de cólera y aversión:
—En vez de besarme en el automóvil, con el peligro de que mi marido nos viera, habrías podido imponerte a tu mujer para la excursión a Versalles. —Marcello quedó sorprendido por la naturalidad con la que ella insertaba su verdadera ira sobre la falsa relación amorosa, así como por aquel tú, cínico y brutal, propio de una mujer que no siente escrúpulos en traicionar al marido. Por un momento, Marcello no dijo nada. Lina, interpretando a su modo este silencio, insistió—: ¿Por qué no hablas, di? ¿Ése es tu amor? No eres ni siquiera capaz de hacer que obedezca esa boba de tu mujer.
—Mi mujer no es una boba —respondió él suavemente, más lleno de curiosidad que ofendido por aquella extraña ira.
Ella se lanzó rápidamente al camino que le abría aquella respuesta:
—¿Cómo que no es una boba? —exclamó irritada y casi sorprendida—. ¡Pero, querido, si hasta un ciego podría verlo! Es guapa, sí, pero perfectamente estúpida. Una hermosa bestia. ¿Cómo es posible que no te des cuenta?
—Me gusta tal como es —respondió él como de manera casual.
—Una gansa, una estúpida… ¡La Costa Azul! ¡Una provincianita sin una brizna de cerebro! ¡Mira que la Costa Azul! ¿Y por qué no Montecarlo o Deauville, e incluso la Torre Eiffel? —Parecía fuera de sí por la rabia, señal, como pensó Marcello, de que entre ella y Giulia, durante el baile, se había desarrollado una desagradable discusión. Él le dijo con dulzura:
—No te preocupes por mi esposa. Mañana por la mañana, preséntate en el hotel. Giulia deberá aceptar tu presencia. E iremos los tres a Versalles.
La vio mirarlo casi con esperanza. Pero luego la ira prevaleció en ella y dijo:
—¡Qué idea tan absurda! Tu mujer ha dicho claramente que no deseaba mi presencia. No tengo costumbre de ir donde no soy grata.
Marcello respondió simplemente:
—Pues bien, yo deseo que vengas.
—Sí; pero tu mujer no.
—¿Qué te importa mi mujer? ¿No te basta que nos amemos nosotros dos?
Inquieta, desconfiada, ella lo contempló echando la cabeza hacía atrás, con los senos turgentes y suaves apretados contra el pecho de él:
—Pero… hablas de nuestro amor como si fuésemos amantes hace quién sabe cuánto tiempo. ¿Crees en realidad que nos amamos seriamente?
Marcello habría querido decirle: «¿Por qué no me amas? ¡Yo te amaría tanto!» Pero las palabras murieron en sus labios, como ecos sofocados por una lejanía insalvable. Le parecía que nunca la habría amado tanto como ahora, en que forzando la ficción hasta la parodia, le preguntaba ella falsamente si estaba seguro de amarla. Al fin dijo con tristeza:
—Sabes que quisiera que nos amásemos.
—Y yo también —respondió ella distraídamente; y estaba claro que pensaba en Giulia. Luego añadió, como despertando a la realidad, con súbita rabia—: De todas formas, te ruego que no me beses más en el coche ni en otros lugares semejantes. No he podido soportar nunca esta clase de efusiones. Me parecen una falta de consideración e incluso de educación.
—Sin embargo —dijo él apretando los dientes—, no me has dicho si vendrás mañana a Versalles.
La vio titubear y luego preguntar, desconcertada:
—¿Crees que tu mujer no se enfadará al verme llegar? ¿No me insultará, como ha hecho hoy en el restaurante?
—Estoy seguro que no. Tal vez quede un poco sorprendida, eso es todo. Pero antes de que tú llegues, ya procuraré yo convencerla.
—¿Lo harás?
—Sí.
—Tengo la impresión de que tu mujer no puede soportarme —dijo ella en tono interrogativo, como esperando ser tranquilizada.
—Te equivocas —replicó él saliendo al encuentro de aquel deseo tan evidente—. Por el contrario, siente mucha simpatía por ti.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad. Hoy mismo me lo ha dicho.
—¿Qué te ha dicho?
—¡Oh, Dios, pues nada de particular…! Que eres bonita, que parecías inteligente… En pocas palabras, la verdad.
—Entonces iré —decidióse de pronto—, iré tan pronto como se haya marchado mi marido. Hacia las nueve. Así podremos coger el tren de las diez. Iré a vuestro hotel.
A Marcello le parecieron aquella prisa y aquel alivio como una ofensa más a su sentimiento. Y sintiéndose de pronto transportado por no sabía qué deseo de un amor cualquiera, aunque fuese fingido y ambiguo, dijo:
—Estoy muy contento de que hayas aceptado venir.
—¿Sí?
—Sí, porque pienso que no lo habrías hecho si no me amases.
—Podría haberlo hecho también por cualquier otro motivo —respondió ella con coquetería.
—¿Qué motivo?
—Nosotras, las mujeres, actuamos mucho por despecho. Sólo por despecho a tu mujer…
Así, ella pensaba siempre y sólo en Giulia. Marcello no dijo nada, pero, sin dejar de bailar, la llevó hasta la puerta. Dos vueltas más y se encontraron ante el guardarropas, a un paso de la puerta.
—Pero, ¿dónde me llevas? —preguntó ella.
—Escucha —suplicó Marcello en voz baja, de modo que no lo oyera la encargada del guardarropas, derecha detrás del mostrador—, salgamos un momento a la calle.
—¿Para qué?
—No hay nadie. Me gustaría que me dieses un beso espontáneamente, para demostrarme que me amas de verdad.
—Ni lo pienses —dijo ella, súbitamente molesta.
—Pero, ¿por qué? Es una calle desierta y está oscuro.
—Ya te he dicho que no puedo sufrir esas expansiones en público.
—Te lo ruego.
—¡Déjame! —exclamó ella con voz dura y alta. Y se soltó de él, alejándose inmediatamente hacia la sala. Casi transportado por un impulso, Marcello traspasó el umbral y salió a la calle.
La calle estaba oscura y desierta, como había dicho a Lina, y nadie pasaba por las aceras, escasamente iluminadas por algunos faroles. Al otro lado de la calle, bajo el muro que circuía el jardín, había alineados algunos coches. Marcello sacóse del bolsillo el pañuelo y se secó la sudorosa frente, mirando hacia los frondosos árboles que sobresalían por encima del muro. Tenía una sensación de aturdimiento, como tras haber recibido un golpe seco y fuerte en la nuca. No recordaba jamás haber suplicado tanto a una mujer, y casi se avergonzaba de haberlo hecho. Al mismo tiempo, comprendía que se había desvanecido toda esperanza de persuadir a Lina no sólo a amarlo, sino ni siquiera a comprenderlo. En aquel momento oyó a su espalda el ruido de un motor de automóvil; luego el coche pasó casi rozándolo y se detuvo. Había luz dentro; y, al volante, Marcello vio la figura, propia de un chófer de familia, del agente Orlando. El compañero de Orlando, de cara larga y delgada de ave rapaz, estaba a su lado.
—Doctor —dijo Orlando con voz baja. Maquinalmente, Marcello se acercó—: Doctor, nosotros nos vamos. Él partirá mañana por la mañana en automóvil, y nosotros lo seguiremos. Sin embargo, probablemente no esperaremos a llegar a Saboya.
—¿Por qué? —preguntó Marcello casi sin darse cuenta de lo que decía.
—El camino es largo, y Saboya está muy lejos. ¿Por qué esperar a Saboya si se puede hacer antes y en mejores condiciones? Hasta la vista, doctor. Nos volveremos a ver en Italia.
El coche se puso de nuevo en marcha, dirigióse al fondo de la calle, dobló la esquina y desapareció.
Marcello volvió a la acera, cruzó el umbral y entró de nuevo en la sala. Entretanto, la orquesta había vuelto a atacar otra pieza, y Marcello no encontró en la mesa más que a Quadri. Lina y Giulia bailaban de nuevo juntas, confundidas entre la multitud que se apiñaba en la sala. Sentóse, tomó el vaso, lleno aún de limonada helada, y empezó a bebérselo con lentitud, mirando, en el fondo del vaso, el pedazo de hielo. Quadri dijo de pronto:
—Clerici, ¿sabe usted que podría ser muy útil?
—No entiendo —dijo Marcello dejando el vaso en la mesa.
Quadri explicó, sin embarazo alguno:
—A otro podría incluso proponerle que se quedara en París. Hay mucho que hacer para todos, se lo aseguro. Y necesitamos, sobre todo, jóvenes como usted. Pero usted podría sernos mucho más útil permaneciendo donde está ahora, en su puesto.
—Para facilitarle informaciones, ¿verdad? —acabó Marcello mirándolo fijamente a los ojos.
—Exacto.
Al oír estas palabras, Marcello no pudo por menos de recordar los ojos brillantes de emoción, casi lagrimosos, sinceramente afectuosos, de Quadri. Pensó que aquella emoción era el terciopelo sentimental en el que se hallaban disimuladas las garras del frío cálculo político. La misma emoción —pensó aún— que había observado en los ojos de algunos superiores suyos, aunque de distinta cualidad, patriótica en vez de humanitaria. Pero, ¿qué importaban estos sentimientos justificativos, si en ambos casos, en todos los casos, no mostraban ninguna consideración por él, por su persona humana entendida, con toda desenvoltura, como uno entre muchos medios para alcanzar ciertos fines? Pensó, casi con burocrática indiferencia, que Quadri, con aquella su petición, había firmado su propia condena a muerte. Luego levantó los ojos y dijo:
—Habla usted como si yo tuviese sus mismas ideas o estuviese a punto de tenerlas. Si fuese así, yo mismo le habría ofrecido mis servicios. Pero estando las cosas como están, o sea, no teniendo yo ni queriendo tener sus ideas, usted me pide simplemente una traición.
—Una traición, jamás —dijo Quadri, rápidamente—. Para nosotros no existen traidores… existen sólo personas que se dan cuenta de sus errores y se arrepienten. Yo estaba y estoy convencido aún de que usted es una de tales personas.
—Se equivoca usted.
—Hágase usted cuenta, entonces, de que no le he dicho nada, absolutamente nada. ¡Señorita! —Atropelladamente, tal vez para esconder su disgusto, Quadri llamó a una de las camareras y pagó la cuenta. Luego callaron. Quadri miraba la sala en actitud de sereno espectador, mientras Marcello, de espaldas a la pista, se mantenía con la cabeza baja. Finalmente, sintió una mano posarse sobre su hombro, y la voz lenta y tranquila de Giulia decir:
—¿Podemos irnos ya? ¡Estoy tan cansada!
Marcello se levantó en seguida y dijo:
—Creo que estamos todos de acuerdo en tener sueño.
Le pareció descubrir en el rostro de Lina una expresión descompuesta y una intensa palidez, pero atribuyó la primera al cansancio de la velada, y la segunda, a la lívida luz del neón. Salieron y se dirigieron hacia el coche, aparcado al final de la calle. Marcello fingió no oír a su mujer, que le susurraba:
—Pongámonos como antes —y subió resueltamente al lado de Quadri.
Durante todo el trayecto, no habló ninguno de los cuatro. Sólo Marcello, a mitad de camino, dijo como al azar:
—¿Cuánto tiempo se tarda en llegar a Saboya?
Y Quadri, sin volverse, respondió:
—Es un coche rápido, y como iré solo y no tendré que hacer nada más que correr, creo que llegaré a Annecy de noche. Al día siguiente, volveré a partir al alba.
Ante el hotel, se apearon y se despidieron. Quadri, tras haber dado la mano, apresuradamente, a Marcello y a Giulia, volvió al coche. Lina se entretuvo un momento en decir algo a Giulia, y luego ésta se despidió de ella y entró en el hotel. Por un momento quedaron a solas Lina y Marcello en la acera. Él dijo, con embarazo:
—Entonces, hasta mañana.
—Hasta mañana —repitió ella, inclinando la cabeza en una sonrisa mundana. Luego le volvió la espalda; y él alcanzó a Giulia en el vestíbulo.