CAPÍTULO PRIMERO

Durante su niñez, Marcello sintióse fascinado por los objetos como una garza. Tal vez porque en su casa, y más por indiferencia que por austeridad, sus padres no pensaron jamás en satisfacer su instinto de propiedad; o quizá porque la avidez ocultaba en él otros instintos más profundos y aún oscuros; sentíase asaltado continuamente por unas ansias furiosas hacia los objetos más diversos. Un lápiz con goma de borrar en una punta, un libro ilustrado, una honda, una regla, un tintero portátil de ebonita, cualquier fruslería exaltaba su ánimo, primero con un deseo intenso e irracional de la cosa ambicionada, y luego, una vez que tal cosa había entrado en su posesión, con una estupefacta, hechizada e insaciable complacencia. Marcello tenía en su casa toda una estancia para él, en la que dormía y estudiaba. En ella, todos los objetos esparcidos sobre la mesa o enterrados en los cajones tenían para él carácter de cosas aún sagradas o que apenas habían perdido aún su carácter sagrado, según su adquisición fuese reciente o antigua. En suma, no eran objetos semejantes a los otros que se encontraban en casa, sino más bien retazos de una experiencia por hacer o ya realizada, cargada por completo de pasión y oscuridad. A su modo, Marcello se daba cuenta de este carácter singular de la propiedad, y, al mismo tiempo que le proporcionaba un goce inefable, sufría por ello como por un pecado que se renovaba continuamente y no le dejaba ni siquiera el tiempo de sentir remordimiento.

Pero, entre todos los objetos, los que lo atraían de una manera especial, tal vez porque le estaban prohibidos, eran las armas. Pero no ya las armas fingidas con que jugaban los niños, los fusiles de madera o metal, las pistolas con detonadores o los puñales de madera, sino las armas de verdad, en las cuales la idea de la amenaza, del peligro y de la muerte, no está confiada a una mera semejanza de formas, sino que constituye la razón primera y última de su existencia. Con la pistola de los niños se jugaba a la muerte sin posibilidad alguna de provocarla en realidad, mientras que con las pistolas de los mayores, la muerte no sólo era posible, sino inminente, como una tentación frenada sólo por la prudencia. Marcello había tenido a veces entre sus manos estas armas de verdad: un fusil de caza en el campo y la vieja pistola de su padre, que éste, un día, le mostrara en un cajón, y una y otra vez había sentido un escalofrío de comunicación, como si su mano hubiese encontrado, al fin, una prolongación natural en la culata del arma.

Marcello tenía muchos amigos entre los niños del barrio, y no tardó en darse cuenta de que su afición a las armas tenía unos orígenes más profundos y oscuros que sus inocentes inclinaciones militares. Jugaban a los soldados fingiendo crueldad y ferocidad, pero en realidad persiguiendo el juego por amor al juego e imitando aquellas crueles actitudes, sin participar realmente en las mismas. En cambio, en él ocurría lo contrario: la crueldad y la ferocidad buscaban una válvula de escape en el juego de los soldados, y, a falta de éste, en otros pasatiempos que implicaban el gusto por la destrucción y la muerte. En aquel tiempo, Marcello era cruel de una manera natural, sin remordimiento ni vergüenza, porque sólo la crueldad le proporcionaba unos placeres que no le parecían insípidos, y esta crueldad era aún lo bastante pueril como para no despertar sospechas en sí mismo ni en los demás. Por ejemplo, bajaba al jardín a una hora cálida de aquellos inicios del verano. Era un jardín pequeño, pero exuberante, en el que, con gran desorden, crecían numerosos árboles y plantas abandonados durante años a su talante natural. Marcello bajaba al jardín armado de un junco seco, delgado y flexible, que había arrancado, en la buhardilla, de un viejo sacudidor de alfombras; y durante unas momentos daba vueltas entre las sombras caprichosas de los árboles y los ardientes rayos del sol, por senderos de grava, observando las plantas. Notaba que sus ojos centelleaban, que todo el cuerpo se le abría a una sensación de bienestar, que parecía confundirse con la vitalidad general del jardín exuberante y lleno de luz, y se sentía feliz. Pero con una felicidad agresiva y cruel, casi deseosa de parangonarse con la desgracia de los demás. Cuando veía en medio de un arriate una bonita mata repleta de margaritas blancas y amarillas, o bien un tulipán de corola roja erguida sobre el verde tallo, o una planta silvestre de flores altas, blancas y carnosas, Marcello hacía vibrar enérgicamente el junco, que silbaba en el aire como una espada. El junco cortaba en seco flores y hojas, que caían limpiamente a tierra junto a la planta, dejando rígidos los decapitados tallos. Al actuar así experimentaba un incremento de vitalidad y casi la deliciosa complacencia que inspira la descarga de una energía largo tiempo reprimida; pero, al mismo tiempo, sentía una confusa sensación de poder y justicia. Como si aquellas plantas hubiesen sido culpables y él hubiera tenido en sus manos el poder para castigarlas. Mas no le era del todo desconocido el carácter prohibido y culpable de este pasatiempo. De vez en cuando, y a pesar suyo, dirigía furtivas miradas a la villa, temeroso de que su madre, desde la ventana del salón o la cocinera desde la cocina, pudieran observarlo. Y se daba cuenta de que temía no tanto el reproche cuanto el simple testimonio de hechos que él mismo consideraba anormales y misteriosamente manchados de culpabilidad.

De las flores y las plantas a los animales, el tránsito fue insensible, como lo es en la naturaleza. Marcello no habría sabido decir cuándo advirtió que aquel mismo placer que experimentaba al arrancar las plantas y decapitar las flores, lo sentía con más intensidad y profundidad al infligir las mismas violencias a los animales. El motivo que lo impulsó por este nuevo camino tal vez fue sólo un golpe de junco que, en vez de mutilar un arbusto, dio de lleno a una lagartija adormilada en una rama, o quizá fue un comienzo de hastío y saciedad lo que le sugirió buscar nueva materia sobre la que ejercitar su crueldad aún inconsciente. Sea como fuere, una tarde silenciosa en la que dormían todos en casa, Marcello se encontró de pronto, como herido por un rayo de remordimiento y de vergüenza, ante un montón de cadáveres de lagartijas. Se trataba de cinco o seis de estos animales que, con distintos procedimientos, había hecho salir de las ramas de los árboles o de entre las piedras del muro que circuía la finca, para fulminarlas luego con un golpe de junco precisamente en el momento en que, sospechando de su inmóvil presencia, trataban de huir hacia cualquier refugio. No habría sabido decir o, mejor aún, prefería no recordar cómo había llegado a aquello. Sea como fuere, todo había terminado ya y únicamente quedaba el sol ardiente e impuro sobre los cuerpos sanguinolentos y sucios de polvo de las lagartijas muertas. Y ahora permanecía de pie ante la acera de cemento sobre la que yacían las lagartijas, apretando fuertemente el junco en la mano; y sentía aún en su cuerpo y en su rostro la excitación que lo había invadido durante la matanza, pero ya no de una forma ardientemente agradable, como entonces, sino tamizada por el remordimiento y la vergüenza. Además, se daba cuenta de que, al habitual sentimiento de crueldad y poder, se había añadido esta vez una turbación particular, nueva para él e inexplicablemente física; y, junto con la vergüenza y el remordimiento, experimentaba una confusa sensación de espanto. Había descubierto en sí mismo un carácter del todo anormal, que lo hacía sonrojarse y que había de mantener secreto para no avergonzarse, además de sí mismo, frente a los demás y que, en consecuencia, lo separaría para siempre de la sociedad de sus coetáneos. No había duda: él era distinto de los muchachos de su edad, quienes no se dedicaban, ni en grupos ni solos, a semejantes pasatiempos; y, por añadidura, distinto de manera definitiva. Porque lo cierto era que las lagartijas estaban muertas, y aquellas muertes, junto con las crueles y locas acciones cometidas por él para provocarlas, no tenían justificación. En suma, él era aquellas acciones, como en el pasado había sido otras del todo inocentes y normales.

Aquel día, para confirmar aquel descubrimiento tan nuevo y doloroso de su propia anormalidad, Marcello quiso confrontarse con un pequeño amigo suyo, Roberto, que vivía en la casa junto a la suya. Hacia el crepúsculo, Roberto, tras haber acabado de estudiar, bajó al jardín; y hasta la hora de la cena, por mutuo acuerdo de las familias, los dos muchachos jugaban juntos, ora en el jardín del uno, ora en el del otro. Marcello esperó aquel momento con impaciencia, durante toda la larga y silenciosa tarde, solo en su habitación, tumbado en la cama. Sus padres habían salido, y en casa sólo estaba la cocinera, cuya voz oía de cuando en cuando tararear alguna canción en la cocina, en la planta baja. En general, por la tarde estudiaba o jugaba solo en su habitación; pero aquel día no sintióse atraído por los estudios ni por el juego; veíase incapaz de hacer algo y, al propio tiempo, no podía tolerar aquel ocio. Lo paralizaban y, a la vez lo llenaban de impaciencia, la angustia del descubrimiento que le parecía haber hecho y la esperanza de que aquella angustia fuese disipada por el próximo encuentro con Roberto. Si éste le decía que también él mataba lagartijas, que le gustaba matarlas y que no veía ningún mal en ello, le parecería como si se borrara de él toda sensación de anormalidad y podría mirar con indiferencia la matanza de las lagartijas y considerarla como un incidente privado de significado y sin consecuencias. No habría sabido decir por qué atribuía tanta autoridad a Roberto; oscuramente pensaba que si también Roberto hacía aquellas cosas, de aquella forma y con aquellos sentimientos, eso querría decir que todos las hacían; y el que todos las hicieran era normal, o sea, bueno. Pero estas reflexiones no eran muy claras en la mente de Marcello, y se le presentaban más bien como sentimientos e impulsos profundos, que como pensamientos precisos. Pero de un hecho le parecía estar seguro: de la respuesta de Roberto dependía la tranquilidad de su ánimo.

Con esta esperanza y esta angustia, esperó impacientemente la hora del crepúsculo; estaba ya casi adormilado cuando oyó que le llegaba del jardín un largo silbido modulado: era la señal convenida, con la que Roberto lo advertía de su presencia. Marcello saltó de la cama y, sin encender luz alguna, en la penumbra del crepúsculo, salió de su habitación, bajó la escalera y se asomó al jardín.

En la indecisa luz del crepúsculo estival, los árboles permanecían inmóviles y taciturnos; bajo las ramas, la sombra era ya nocturna. Saturaban el aire inmóvil y denso emanaciones de flores, olor a polvo e irradiaciones solares que brotaban de la tierra. La verja que separaba el jardín de Marcello del de Roberto desaparecía por completo bajo una yedra gigantesca, exuberante y profunda, semejante a un muro de hojas superpuestas. Marcello se fue directamente hacia un rincón al fondo del jardín, donde la yedra y la sombra eran más densas, subióse a una enorme piedra y, con un solo gesto deliberado, apartó una profusa masa de la planta trepadora. Él fue quien ideó aquella especie de portillo en el follaje de la yedra, por un sentido de juego secreto y lleno de aventura. Separada la yedra, aparecieron las barras de la verja y, tras las barras, el rostro fino y pálido, bajo los rubios cabellos, de su amigo Roberto. Marcello se puso de puntillas sobre la piedra y preguntó:

—¿No nos ha visto nadie?

Era la fórmula con que se iniciaba aquel juego. Roberto respondió, como recitando una lección:

—No, nadie. —Y, tras un momento—: ¿Has estudiado algo?

Hablaba en susurros, otro de los procedimientos convenidos. También susurrando, respondió Marcello:

—No, hoy no he estudiado… no tenía ganas… le diré a la maestra que me sentía mal.

—Yo he hecho el deber de italiano —murmuró Roberto— y uno de los problemas de aritmética… me queda otro… Pero, ¿por qué no has estudiado?

Era la pregunta que esperaba Marcello:

—Pues no he estudiado —respondió— porque he estado cazando lagartijas. —Esperaba que Roberto le dijera: «¡Ah, sí! Yo también cazo a veces lagartijas», o algo por el estilo. Pero la cara de Roberto no expresaba ninguna complicidad y ni siquiera curiosidad. Añadió con esfuerzo, tratando de disimular su embarazo—: Las he matado todas.

Roberto preguntó prudentemente:

—¿Cuántas?

—Siete en total —respondió Marcello. Y luego, esforzándose, manifestó con jactancia técnica e informativa—: Estaban en las ramas de los árboles y entre las piedras… Esperé que se movieran y luego las pesqué al vuelo… con un solo golpe de este junco… un golpe por cada una. —Hizo una mueca de complacencia y mostró el junco a Roberto.

Vio cómo el otro lo miraba con una curiosidad no ajena a una especie de maravilla:

—¿Por qué las has matado?

—Pues… —titubeó; estuvo a punto de decir: «Porque me causaba placer»; pero inmediatamente, sin saber por qué, se detuvo y respondió—: Porque son dañinas… ¿No sabes que las lagartijas son perjudiciales?

—No —dijo Roberto—, no lo sabía… ¿Perjudiciales para qué?

—Se comen las uvas —dijo Marcello—. El año pasado, en el campo, se comieron todas las uvas del parral.

—Pero aquí no hay uvas.

—Además —prosiguió sin atender la objeción— son malas… Una, cuando me vio, en vez de escapar, se dirigió contra mí con la boca abierta… Si no la hubiese detenido a tiempo, se me habría echado encima. —Calló por un momento y luego, más confidencialmente, añadió—: ¿No has matado nunca a ninguna?

Roberto sacudió la cabeza y respondió:

—No, nunca. —Y luego, bajando la vista y con el rostro compungido, añadió—: Dicen que no se ha de hacer daño a los animales.

—¿Quién lo dice?

—Mamá…

—¡Bah, dicen tantas cosas…! —exclamó Marcello, cada vez menos seguro de sí mismo—. Pero tú prueba, no seas tonto… Te aseguro que es la mar de divertido.

—No, no probaré.

—Pero, ¿por qué?

—Porque es hacer mal.

Así no había nada que hacer, pensó Marcello contrariado. Sentía un impulso de ira contra aquel amigo que, sin darse cuenta de ello, lo inmovilizaba en su propia anormalidad. Sin embargo, logró dominarse y le propuso:

—Mira, mañana volveré de nuevo a cazar lagartijas… Si vienes conmigo, te regalaré la baraja de cartas del «Comerciante en la Feria».

Sabía que para Roberto era una oferta muy tentadora, pues había expresado varias veces su deseo de poseer aquella baraja. Y, en efecto, Roberto, como iluminado por una súbita inspiración, respondió:

—Iré a cazarlas contigo, pero con una condición: que las cojamos vivas, las metamos en una cajita y luego las dejemos en libertad… A cambio de ello, tú me darás la baraja.

—Eso no —replicó Marcello—, lo bueno está precisamente en golpearlas con este junco… Apuesto a que no eres capaz de hacerlo. —El otro no dijo nada. Marcello prosiguió—: Entonces vendrás, ¿verdad? Pero has de buscarte otro junco.

—No —opuso Roberto con obstinación—, no iré.

—Pero, ¿por qué? Mira que la baraja es nueva.

—No; es inútil —dijo Roberto—, no mataré lagartijas, aunque… —titubeó unos instantes, buscando un objeto de valor proporcionado— me ofrezcas tu pistola.

Marcello comprendió que era inútil toda insistencia y, de pronto, se dejó arrastrar por la ira que hervía en su pecho desde hacía un rato:

—No quieres porque eres un cobarde —replicó—, porque tienes miedo.

—¿Miedo de qué? La verdad es que me haces reír.

—Tienes miedo —repitió Marcello airado—, eres un gallina… un verdadero gallina.

De pronto alargó un brazo a través de la verja y cogió a su amigo por una oreja. Roberto tenía orejas salientes, rojas, y no era la primera vez que Marcello se las cogía; pero nunca con tanta rabia y con un deseo tan preciso de hacerle daño.

—¡Confiesa que eres un gallina!

—¡No! ¡Déjame! —empezó a lamentarse el otro, retorciéndose—. ¡Ay, ay!

—¡Vamos, confiesa que eres un gallina!

—¡No… déjame!

—¡Confiesa que eres un gallina!

En su mano, la oreja de Roberto ardía, caliente y sudorosa; en los ojos azules del atormentado aparecieron lágrimas. Balbuceó:

—Bueno, está bien, soy una gallina —y Marcello lo soltó en seguida. Roberto se apartó de la verja y, echándose a correr, gritó—: ¡No soy un gallina…! —Mientras lo decía, pensaba: «No soy un gallina… ¡Te la he jugado!» Desapareció, y su voz, lacrimosa y burlona, se perdió a lo largo, más allá del bosquecillo del jardín contiguo.

Este diálogo le dejó una sensación de profundo malestar. Roberto, junto con su solidaridad, le había negado la absolución que él buscaba y que le parecía ligada a aquella solidaridad. Por tanto, era rechazado a la anormalidad; pero no sin haber mostrado antes a Roberto cuánto le urgía salir de ella y haberse dejado arrastrar —de lo cual se daba perfecta cuenta— a la mentira y a la violencia. Y ahora se unía a la vergüenza y al remordimiento de haber matado las lagartijas, la vergüenza y el remordimiento de haber mentido a Roberto sobre los motivos que lo impulsaban a pedirle su complicidad y haberse traicionado con aquel movimiento de ira cuando lo cogió por la oreja. A la primitiva culpa se añadía ahora una segunda; y él no podía liberarse en modo alguno de la una ni de la otra.

De cuando en cuando, entre estas amargas reflexiones, su memoria volvía una y otra vez a la matanza de lagartijas, como si esperase encontrarla de nuevo limpia de todo remordimiento y pudiese considerar aquello un simple hecho como otro cualquiera. Pero inmediatamente se daba cuenta de que habría querido que las lagartijas no estuviesen muertas; y, junto con ello, viva y quizá no del todo desagradable, mas precisamente por esto tanto más repugnante, volvía de nuevo a él aquella sensación de excitación e inquietud física que había experimentado mientras daba muerte a los animales; y era tan fuerte, que le hizo incluso dudar de poder resistir la tentación de repetir la matanza los días próximos. Este pensamiento lo aterrorizó; así, no sólo era anormal y no sólo no podía suprimir su anormalidad, sino que ni siquiera se sentía capaz de dominarla. En aquel momento se encontraba en su habitación, sentado a la mesita, ante un libro abierto, en espera de la cena. Se levantó impetuosamente, se dirigió a la cama y, poniéndose de rodillas junto al lecho, como solía hacerlo cuando rezaba sus oraciones, dijo en voz alta, juntando las manos y con acento que le pareció sincero: «Juro ante Dios que no volveré a tocar jamás flores, ni plantas, ni lagartijas.»

No obstante, subsistía la necesidad de absolución que lo había impulsado a buscar la complicidad de Roberto, sin bien trocada ahora en su contrario, o sea, en una necesidad de condena. Roberto, que podría haberlo salvado del remordimiento poniéndose a su lado, no tenía la suficiente autoridad para confirmar el fundamento de este remordimiento y poner orden en la confusión de su mente con un veredicto inapelable. Era un muchacho como él, aceptable como cómplice, pero inadecuado como juez. Pero Roberto, al rechazar su proposición, había adoptado, en apoyo de su propia repugnancia, la autoridad materna. Marcello pensó que se lo diría también a su madre. Sólo ella podía condenarlo o absolverlo y, de una forma u otra, dar cabida a su hecho en un orden cualquiera. Marcello, al tomar esa decisión, razonaba en abstracto, como refiriéndose a una madre ideal, como debería ser y no tal como era. En realidad, dudaba del éxito de su confesión. Pero él sólo tenía aquella madre y había de aceptarla tal como era, y, por otra parte, su impulso de dirigirse hacia ella era más fuerte que cualquier duda.

Marcello esperó el momento en que su madre, tras haberse metido él en la cama, acudía a su habitación a darle las buenas noches. Éste era uno de los pocos momentos en que tenía ocasión de verla cara a cara. La mayor parte de las veces, durante las comidas o en los raros paseos que daba junto a sus padres, siempre estaba presente el padre. Marcello, aunque por instinto no tuviese mucha confianza en su madre, la amaba y, quizá más que amarla, la admiraba de una forma perpleja y apasionada, como se admira a una hermana mayor de costumbres singulares y carácter caprichoso. La madre de Marcello, que se había casado muy joven, había permanecido, moral e incluso físicamente, una muchacha. Por otra parte, aun no teniendo confianza alguna con su hijo, del que se ocupaba poquísimo a causa de sus numerosos compromisos mundanos, jamás había separado su propia vida de la de él. Así, Marcello había crecido en un continuo tumulto de entradas y salidas precipitadas; de vestidos probados y rechazados; de conversaciones telefónicas tan frívolas como interminables; de berrinches con sastres y proveedores; de discusiones con la camarera, de continuos cambios de humor por los motivos más fútiles. Marcello podía entrar en la habitación de su madre en cualquier momento, espectador curioso e ignorado de una intimidad en la que no tenía lugar alguno. A veces su madre, como sacudiéndose la inercia por un súbito remordimiento, decidía dedicarse a su hijo y se lo llevaba consigo a casa de la modista. En estas ocasiones, obligado a pasar largas horas sentado en una banqueta mientras su madre se probaba sombreros y vestidos, Marcello casi añoraba la acostumbrada indiferencia borrascosa de su madre.

Aquella noche, como comprendió en seguida, su madre tenía más prisa de la acostumbrada. Y, en efecto, antes de que Marcello hubiese tenido tiempo de superar su timidez, ella se volvió de espaldas y se dirigió, a través de la oscura estancia, hacia la puerta, que había dejado entornada. Pero Marcello no podía aplazar un día más el juicio del que tenía necesidad. Sentándose en la cama, la llamó en voz alta:

—¡Mamá!

La vio volverse en el umbral, con gesto casi de enojo.

—¿Qué hay, Marcello? —preguntó acercándose de nuevo a la cama.

Ahora estaba de pie junto a él, a contraluz, blanca y delicada en su negro vestido descolado. Su rostro fino y pálido, enmarcado por cabellos negros, quedaba en la sombra, aunque no tanto como para que Marcello no pudiese distinguir en él una expresión disgustada, presurosa e impaciente. Sin embargo, transportado por su impulso, se atrevió a anunciarte:

—Mamá, he de decirte una cosa.

—Bien, Marcello, pero dila pronto… Mamá tiene que marcharse… Papá está esperando. —Entretanto, con ambas manos manipulaba el cierre del collar.

Marcello quería revelar a su madre la matanza de las lagartijas y preguntarle si había hecho mal. Pero la prisa materna le hizo cambiar de idea. O, mejor, modificar la frase que había preparado mentalmente. De pronto, las lagartijas le parecieron animales demasiado pequeños e insignificantes para poder retener la atención de una persona tan distraída. Inmediatamente —sin saber ni siquiera por qué— inventó una mentira, agrandando su propio delito. Esperaba que la enormidad de su culpa lograra impresionar la sensibilidad materna, que, de una manera oscura, adivinaba obtusa e inerte. Con una seguridad que lo maravilló, dijo:

—Mamá, he matado al gato.

En aquel momento, la madre había logrado encontrar, por fin, las dos partes del cierre. Con las manos reunidas en la nuca y el mentón clavado en el pecho, miraba al suelo y, de cuando en cuando, su impaciencia la hacía golpear con el tacón sobre el pavimento.

—¡Ah, sí! —exclamó con voz incomprensiva, como vacía de toda atención por el esfuerzo que estaba realizando.

Marcello remachó, seguro:

—Lo maté con la honda.

Vio a su madre sacudir la cabeza con disgusto y luego quitar las manos de la nuca y mantener en una el collar que no había conseguido cerrar:

—¡Este maldito cierre! —exclamó con rabia—. Anda Marcello, guapo, ayúdame a ponerme el collar. —Sentóse en la cama, al sesgo, de espaldas a su hijo, y añadió con impaciencia—: Presta atención al chasquido del cierre. De lo contrario, se abrirá de nuevo. —Mientras le hablaba, le presentaba la delgada espalda, desnuda hasta la cintura, blanca como el papel a la luz que entraba por la puerta. Sus manos suaves, de rojas y aguzadas uñas, mantenían el collar suspendido sobre la delicada nuca, sombreada de ensortijado vello. Marcello se dijo que, una vez cerrado el collar, lo escucharía con más paciencia; enderezándose, tomó las dos puntas y las unió al primer intento. Luego su madre se puso en pie en seguida e, inclinándose hasta rozarle la cara con un beso, le dijo—: Gracias… Y ahora, duérmete… Buenas noches. —Y antes de que Marcello hubiese tenido tiempo de retenerla con un gesto o un grito, había desaparecido.

El día siguiente amaneció cálido y nublado. Marcello, tras haber comido en silencio en medio de sus también silenciosos padres, deslizóse a hurtadillas de su asiento y salió al jardín por la puerta-ventana. Como de costumbre, la digestión provocaba en él un desagradable torpor, mezclado con una túrgida y reflexiva sensualidad. Caminando despacio, casi de puntillas, sobre la crujiente grava, a la sombra de los árboles pululantes de insectos, fue hasta la verja y miró hacia fuera. Se le apareció la tan conocida calle, ligeramente inclinada, flanqueada por dos filas de árboles pimenteros, de un verde plumoso y casi lactescente, desierta a aquella hora y extrañamente oscura a causa de las nubes bajas y negras que obstruían el cielo. Enfrente se entreveían otras verjas, otros jardines, otras villas semejantes a la suya.

Tras haber observado atentamente la calle, Marcello se descolgó de la verja, sacó la honda del bolsillo y se inclinó hacia el suelo. Entre la menuda grava había algunos trozos de piedra blanca más grandes. Marcello tomó uno del tamaño de una nuez, lo metió en el disco de cuero de la honda y se puso a pasear a lo largo del muro que separaba su jardín del de Roberto. Su idea o, mejor aún, su sentimiento, era el de que se encontraba en estado de guerra con Roberto y que debía vigilar con la máxima atención la yedra que cubría el muro circundante y, al observar el más mínimo movimiento, hacer fuego, disparar la piedra que apretaba en la honda. Era un juego en el que se expresaban a la vez el rencor contra Roberto, que no había querido ser su cómplice en la matanza de las lagartijas, y el instinto salvaje y cruel que lo había impulsado a dicha matanza. Naturalmente, Marcello sabía muy bien que Roberto —el cual solía dormir a aquella hora— no lo espiaba detrás del follaje de la yedra; pero, aun sabiéndolo, actuaba con seriedad y consecuencia, como si, por el contrario, hubiese estado seguro de que Roberto se hallaba allí. La yedra, vieja y gigantesca, trepaba hasta las agudas puntas de la verja, y las hojas, superpuestas unas a otras, grandes, negras, polvorientas, parecidas a volantes de encajes en un pecho tranquilo de mujer, permanecían quietas y fláccidas en el ambiente pesado y sin aire. Un par de veces le pareció que un ligerísimo temblor hacía palpitar el follaje, o, mejor aún, se dijo que había visto aquel temblor, y en seguida, con una satisfacción intensa, lanzó la piedra en lo más denso de la yedra.

Inmediatamente después se agachó con rapidez, cogió otra piedra y se volvió a colocar en posición de combate, con las piernas abiertas en compás, los brazos extendidos hacia delante y la honda presta a dispararse. Nunca se podía estar seguro, y a lo mejor Roberto se encontraba detrás de las hojas apuntando contra él, con la ventaja de estar escondido, mientras que él, por el contrario, se hallaba completamente al descubierto. Y así, con este juego, llegó al fondo del jardín, al punto en el que había abierto el portillo entre el follaje de yedra. Allí se detuvo y miró atentamente el muro circundante. En su fantasía, la casa era un castillo; la verja oculta por la planta trepadora, los muros fortificados, y el agujero, una brecha peligrosa y fácilmente traspasable. Entonces, de pronto, y esta vez sin posibilidad de duda, vio moverse las hojas de derecha a izquierda, temblando y oscilando. Sí, estaba seguro, las hojas se movían, y era indudable que alguien lo hacía. Con la rapidez del rayo pensó que no era Roberto, que se trataba de un juego y que, puesto que era un juego, podía tirar la piedra; pero simultáneamente pensó que allí estaba Roberto y que, por tanto, no podía tirar la piedra si no quería matarlo. Al fin, con repentina e irreflexiva decisión, volteó la honda y arrojó la piedra contra el follaje. No contento en ello, se inclinó, metió febrilmente otra piedra en la honda, la tiró, cogió una tercera y la arrojó también. Ya había dejado aparte escrúpulos y temores y no le importaba nada que Roberto estuviese o no estuviese allí. Experimentaba solamente una sensación de excitación alegre y belicosa. Al fin, jadeante, tras haber agujereado varias veces el follaje, dejó caer la honda al suelo y trepó por el muro de cerco. Tal como había previsto y esperado, Roberto no estaba allí. Pero las barras de la verja estaban muy separadas y permitían meter la cabeza en el jardín contiguo. Impulsado por una extraña curiosidad, se asomó y miró hacia abajo.

En la parte del jardín de Roberto no había yedra, sino un arriate cultivado con írides que corría entre el muro y el sendero de grava. De pronto, y precisamente bajo sus ojos, entre el muro y la hilera de írides blancos y violeta, tendido de lado, Marcello vio un enorme gato gris. Un terror insensato le cortó la respiración, al contemplar la posición innatural del gato: tumbado de costado, con las patas alargadas y relajadas y el hocico abandonado contra el mantillo. El pelo, denso y de un gris azulado, aparecía ligeramente erizado, enmarañado e inerte, como las plumas de algunas aves muertas que había visto a veces en la mesa de mármol de la cocina. Su terror se intensificaba. Saltó a tierra, sacó de un rosal una de las cañas de sostén, volvió a trepar al muro y, alargando el brazo entre las barras de la verja, logró tocar el flanco del gato con la terrosa punta de la caña. Pero el gato no se movió. De pronto, los írides de altos tallos verdes, de corolas blancas y violetas, inclinadas en torno al gris e inmóvil cuerpo, le parecieron flores mortuorias, como tantas otras depositadas por una mano piadosa en torno a un cadáver. Alejó la caña lejos de sí y, sin preocuparse de arreglar la yedra, saltó a tierra.

Sentíase agitado por una promiscuidad de sensaciones de terror, y su primer impulso fue el de correr a encerrarse en un armario, en una alacena, en cualquier lugar donde hubiese oscuridad y clausura, para huir de sí mismo. Sentía terror, ante todo, por haber matado el gato, y después, quizá en mayor medida, por haber anunciado esta muerte a su madre la noche anterior. Aquello era una señal indudable de que, de una forma fatal y misteriosa, estaba predestinado a realizar actos de crueldad y de muerte. Pero el terror que despertaban en él la muerte del gato y la significativa premonición de la misma, era ampliamente superado por el terror que le inspiraba la idea de que, al matar al gato, había tenido en realidad la intención de matar a Roberto. Sólo que el azar había querido que fuese el gato en vez del amigo. Sin embargo, en el fondo había algo no carente de sentido: no se podía negar que se hubiese dado una progresión desde las flores a las lagartijas, desde las lagartijas al gato y desde el gato al homicidio de Roberto, pensado y querido, aunque no consumado, pero todavía posible y tal vez inevitable. Por tanto, él era un anormal, y no podía por menos de pensar o, mejor dicho, de sentirse, con una viva, física conciencia de esta anormalidad, como un anormal señalado por un destino solitario y amenazador e impulsado ya hacia un camino sangriento en el que ninguna fuerza humana podría detenerlo. Daba vueltas en su cabeza frenéticamente a estos pensamientos en el breve espacio que mediaba entre la casa y la verja, levantando de vez en cuando la mirada hacia las ventanas de la villa casi con el deseo de ver aparecer en ellas la figura de su frívola y atolondrada madre. Pero ella no podía ya hacer nada por él, suponiendo que alguna vez hubiese sido capaz de hacer algo. Luego, con repentina esperanza, corrió de nuevo al fondo del jardín, trepó hasta el muro y se asomó por entre las barras de la verja. Casi se hacía la ilusión de encontrar vacío el lugar en que antes había visto el gato exánime. Pero no; el gato seguía allí, gris e inmóvil en su corona funeraria de írides blancos y violeta. Y la muerte era revelada con una sensación macabra de carroña en putrefacción, por una negra faja de hormigas que, partiendo del sendero, subía al arriate y llegaba hasta el hocico e incluso hasta los ojos del animal. De pronto, mientras miraba, y casi por sobreimpresión, le pareció ver, en lugar del gato, a Roberto, también tendido entre los írides, también exánime, con las hormigas yendo y viniendo por los ojos apagados y la boca entreabierta. Con un escalofrío de terror, abandonó aquella horrible contemplación y saltó de allí. Pero esta vez tuvo cuidado de dejar en orden el portillo de yedra. Pues ahora afloraba también en él, junto al remordimiento y al terror de sí mismo, el miedo a ser descubierto y castigado.

Sin embargo, junto a ese temor tenía la sensación de que, al mismo tiempo, deseaba este descubrimiento y este castigo; si no por otra cosa, al menos para ser detenido a tiempo sobre la resbaladiza pendiente en cuyo fondo le parecía inevitable que hubiese de esperarlo el homicidio. Pero sus padres —que él recordase— no lo habían castigado jamás. Y ello no tanto por un concepto educativo que excluyese el castigo, cuanto —como creía comprender vagamente— por indiferencia. Así, el sufrimiento de creerse autor de un delito y, sobre todo, capaz de cometer otros más graves, se añadía el de no saber a quién dirigirse para hacerse castigar e ignorar incluso cuál pudiera ser el castigo. Oscuramente, Marcello se daba cuenta de que el mismo mecanismo que lo había impulsado a confiar a Roberto su propia culpa, con la esperanza de oírle decir que aquello no era nada malo, sino una cosa corriente que todos hacían, le sugería ahora hacer la misma revelación a sus padres, con la opuesta esperanza de verlos exclamar, indignados, que había cometido un crimen horrendo, por el que debía expiar una pena adecuada. Y poco le importaba que, en el primer caso, la absolución de Roberto le hubiese estimulado a repetir la acción que, en el segundo caso, le habría atraído, por el contrario, una severa condena. En ambos casos, como creía comprender, lo que quería en realidad era salir del angustioso aislamiento de la anormalidad, a toda costa y con cualquier medio.

Tal vez se hubiese decidido a confesar a sus padres la muerte del gato si aquella misma noche, durante la cena, no hubiese tenido la sensación de que ya lo sabían todo. En efecto, tan pronto como se sentó a la mesa notó, con una sensación mezcla de angustia y de vago alivio, que su padre y su madre parecían hostiles y de mal humor. Su madre, cuyo semblante pueril reflejaba una expresión de exagerada dignidad, permanecía erguida, con la vista baja y en un silencio claramente desdeñoso. Frente a ella, su padre mostraba, por diversos signos no menos elocuentes, análogos sentimientos del mal humor. Su padre, mucho mayor que la esposa, le daba a menudo a Marcello la desconcertante sensación de estar metido, junto con su madre, en un mismo ambiente infantil y severo, como si ella no fuese la madre, sino una hermana. Era delgado, de rostro seco y rugoso, raramente iluminado por breves risas sin alegría, en el que eran notables dos rasgos unidos por un nexo indudable: el brillo inexpresivo, casi mineral, de sus salientes pupilas, y el temblor frecuente, bajo la estirada piel de las mejillas, de no se sabía qué nervio frenético. Tal vez por los muchos años pasados en el Ejército, había conservado el gusto por los gestos precisos, por las actitudes controladas. Pero Marcello sabía que cuando su padre estaba enfadado, la precisión y el control llegaban a ser excesivos, cambiándose en su contrario, o sea, en una extraña violencia contenida y puntual, tendente —se habría dicho— a cargar de significado los más simples ademanes. Aquella noche, en la mesa, Marcello notó en seguida que su padre subrayaba con fuerza acciones habituales y carentes de importancia, como si tratara de llamar la atención sobre ellas. Por ejemplo, cogía el vaso, bebía un sorbo y luego volvía a dejarlo en su sitio dando un golpe fuerte en la mesa; buscaba el salero, tomaba una pulgarada de sal y, al dejarlo, acompañaba la acción con otro golpe; aferraba el pan, lo cortaba y lo reponía en su sitio con un tercer golpe. O bien, como atacado por un repentino prurito de simetría, se entregaba a encuadrar, con los consabidos golpes, el plato entre los cubiertos, de modo que el cuchillo, el tenedor y la cuchara, se encontrasen en ángulo recto en torno al círculo del plato. Si Marcello hubiese estado menos preocupado por su propia culpabilidad, habría advertido fácilmente que estos ademanes, tan densos de energía significativa y patética, iban dirigidos no a él, sino a su madre; la cual, en efecto, ante cada uno de aquellos golpes, sentíase zarandeada en su propia dignidad, lo cual manifestaba con suspiros de suficiencia y elevaciones de cejas llenas de paciencia y tolerancia. Pero como su preocupación lo cegaba, no dudó de que los padres lo sabían todo. Seguramente Roberto, como un gallina que era, lo habría delatado. Había deseado el castigo, pero ahora, al ver a sus padres tan enfurruñados, temió de pronto la violencia de que sabía capaz a su padre en semejantes circunstancias. De la misma forma que las manifestaciones de afecto de su madre eran esporádicas, casuales, dictadas, evidentemente, más por el remordimiento que por el amor maternal, así las severidades paternas eran repentinas, injustificadas, excesivas, sugeridas, se habría dicho, más bien por el deseo de ponerse al corriente tras largos períodos de distracción, que por una intención educativa. De pronto, ante una queja de la madre o de la cocinera, el padre se acordaba de que tenía un hijo, y entonces chillaba, vociferaba, lo golpeaba. Marcello temía especialmente los golpes, porque su padre llevaba en el meñique un anillo con un engarce macizo que, durante estas escenas, no se sabía cómo, se encontraba siempre vuelto hacia la parte de la palma, añadiendo así, a la humillante dureza del bofetón, un dolor más penetrante. Marcello sospechaba que su padre volvía expresamente el engarce hacia la palma, aunque no estaba seguro de ello.

Atemorizado, espantado, empezó a idear apresurada y furiosamente una mentira plausible: él no mató al gato, fue Roberto, porque, en efecto, el gato se encontraba en el jardín de Roberto; y, ¿cómo habría podido matarlo él a través de la yedra y del muro circundante? Pero luego, de pronto, recordó que la noche anterior había anunciado a su madre la muerte del gato, que, en efecto, se produjo al día siguiente, y comprendió que le estaba vedada toda mentira. Aunque estuviese distraída, su madre habría referido, sin duda, tal confesión a su padre, y éste, con no menos seguridad, habría establecido un nexo entre la confesión y las acusaciones de Roberto; y así no había ninguna posibilidad de desmentirlo. Ante este pensamiento, pasando del uno al otro extremo, con renovado impulso deseó el castigo, con tal de que llegase pronto y fuese decisivo. Recordó que un día Roberto le habló de los colegios como de lugares en que los padres encerraban a sus hijos díscolos como castigo, y se sorprendió deseándose vivamente este género de pena. En este deseo se expresaba el inconsciente hastío de la vida familiar desordenada y poco afectuosa; no solamente haciéndole desear lo que los padres consideraban como un castigo, sino incluso induciéndolo a engañarse a sí mismo y a su propia necesidad de castigo, calculando astutamente que de esta forma calmaría al mismo tiempo su remordimiento y mejoraría su estado. Este pensamiento le sugirió inmediatamente imágenes que deberían haber sido desalentadoras y que, sin embargo, le resultaban gratas: un severo y frío edificio gris de ventanales enrejados; habitaciones frías y despojadas de todo ornato, con filas de camas alineadas junto a altas paredes blancas; lívidas aulas llenas de bancos, con la tarima y la mesa al fondo; corredores desnudos, escaleras oscuras, puertas macizas, verjas infranqueables: todo, en suma, como en una cárcel, pero, sin embargo, preferible a la libertad inconsistente, angustiosa e insostenible de la casa paterna. Hasta la idea de llevar un uniforme listado y la cabeza rapada, como los colegiales que había visto a veces, en filas, por las calles; hasta esta idea humillante y casi repugnante le resultaba grata en su actual desesperada aspiración a un orden o a una normalidad cualesquiera.

Ocupado en estos pensamientos, no miraba ya al padre, sino el mantel, sofocado de luz blanca, sobre el que, de cuando en cuando, se abatían los insectos nocturnos que, desde la abierta ventana, iban a chocar contra la pantalla de la lámpara. Luego levantó los ojos y apenas tuvo tiempo de ver, precisamente detrás de su padre, sobre el alféizar de la ventana, el perfil de un gato. Pero el animal, antes de que hubiera podido distinguir su color, saltó dentro, atravesó el comedor y desapareció por la parte de la cocina. Aunque no estuviese seguro del todo, el corazón se le llenó de gozosa esperanza ante el pensamiento de que pudiera ser el gato que había visto poco antes tumbado, inmóvil, entre los írides del jardín de Roberto. Y sintióse contento con esta esperanza, señal de que, después de todo, le preocupaba más la vida del animal que su propio destino.

—¡El gato! —exclamó en voz alta. Y luego, arrojando la servilleta sobre la mesa y sacando una pierna fuera de la silla—: Papá, he terminado. ¿Puedo levantarme?

—Estáte quieto en tu sitio —replicó el padre con voz amenazante.

Marcello, atemorizado, arriesgó:

—Es que el gato está vivo…

—Ya te he dicho que te estés quieto en tu sitio —le repitió el padre. Luego, como si las palabras de Marcello hubiesen roto también por él el largo silencio, se volvió hacia la esposa y dijo—: Vamos, di algo, habla.

—No tengo nada que decir —replicó ella con ostentosa dignidad, la vista baja y una mueca de desdén en la boca. Llevaba un vestido de noche negro y escotado; Marcello vio que apretaba entre sus delgados dedos un pañuelito, que se llevaba frecuentemente a la nariz; con la otra mano cogía y soltaba sobre la mesa un pedazo de pan, pero no con los dedos, sino con la punta de las uñas, como un pájaro.

—Pero, ¡habla de una vez, por todos los demonios! Dime lo que tengas que decirme.

—No tengo nada que decirte.

Marcello empezaba justamente a darse cuenta de que el motivo del mal humor de los padres no era la muerte del gato cuando, de improviso, todo pareció precipitarse. El padre repitió:

—¡Te he dicho que hables! —La madre, por toda respuesta, se encogió de hombros; entonces, el padre cogió la copa, en forma de cáliz, que tenía ante el plato, y gritando—: ¿Quieres hablar, sí o no? —la estrelló violentamente contra la mesa. La copa se rompió; el padre, con una imprecación, se llevó a la boca la mano herida, y la madre, espantada, se levantó de la mesa y se dirigió apresuradamente hacia la puerta. El padre se chupaba la sangre de la mano casi con voluptuosidad, arqueando las cejas por encima de la mano. Pero al ver que su esposa se iba, interrumpió la succión y le gritó—: Te prohíbo que te vayas, ¿has entendido? —Como respuesta llegó el golpe de la puerta cerrada con violencia. El padre se levantó también y se lanzó hacia la puerta. Excitado por la violencia de la escena, Marcello lo siguió.

El padre había empezado ya a subir la escalera, con una mano en la barandilla, sin descomponerse ni, aparentemente, apresurarse, pero Marcello, que iba detrás de él, vio que subía los escalones de dos en dos, casi volando silenciosamente hacia el piso de arriba; como —pensó— el gato del cuento calzado con las botas de las siete leguas; y no dudó ni un momento de que aquella subida calculada y amenazadora explicaba la desordenada prisa de la madre, que poco antes había escapado por los mismos escalones, subiéndolos uno por uno, con las piernas obstaculizadas por la estrecha falda. «La va a matar», pensó mientras subía detrás de su padre. Al llegar al rellano, la madre dio una carrerilla hacia su habitación, pero no tan rápida como para impedir al marido insinuarse tras ella por la fisura de la puerta. Todo esto lo vio Marcello mientras subía la escalera con sus piernas de niño, que no le permitían ni subir los escalones de dos en dos, como su padre, ni con rápidos saltitos, como su madre. Cuando llegó al rellano comprobó que el ruido de la persecución había sido sustituido, extrañamente, por un repentino silencio. La puerta de la habitación de su madre había quedado abierta. Marcello, algo titubeante, se asomó sobre el umbral.

Al principio sólo vio, en el fondo de la habitación envuelta en la penumbra, a ambos lados del amplio y bajo lecho, las dos grandes y vaporosas cortinas de las ventanas, levantadas por una corriente de aire dentro de la estancia, subiendo lentamente hacia el techo, hasta casi rozar la lámpara central. Estas silenciosas cortinas, blanqueantes a mitad de camino entre el suelo y el techo de la oscura estancia, daban una sensación de desierto, como si, en su carrera, los padres de Marcello se hubiesen precipitado, por las abiertas ventanas, en la noche estival. Luego, en la faja de luz que, desde el pasillo, a través de la puerta, llegaba hasta el lecho, descubrió, finalmente, a sus padres. O, mejor, sólo vio a su padre, de espaldas, bajo el cual la madre desaparecía casi por completo, ya que sólo se veían de ella los largos cabellos, esparcidos por la almohada, y un brazo, levantado hacia la cabecera de la cama. Este brazo trataba convulsamente de agarrarse con la mano a la cabecera de la cama, aunque sin conseguirlo; mientras tanto, su padre, aplastando bajo su propio peso el cuerpo de su esposa, hacía movimientos con los hombros y con las manos, como si tratara de estrangularla. «La está matando», pensó Marcello, convencido, deteniéndose en el umbral. En aquellos momentos experimentaba una sensación insólita de excitación agresiva y cruel y, a la vez, un violento deseo de intervenir en la lucha, aunque no sabía si para apoyar a su padre o defender a su madre. Al mismo tiempo, casi le sonreía la esperanza de ver, a través de este delito, mucho más grave, que quedaba borrado el suyo. En efecto, ¿qué significaba matar un gato en comparación con la muerte de una mujer? Pero en el preciso instante en que, venciendo el último titubeo, fascinado y lleno de violencia, se apartaba del umbral, la voz de su madre, en modo alguno quebrada, sino más bien acariciante, murmuró suavemente: «¡Déjame!»; y, en contradicción con este ruego, el brazo que había tenido hasta entonces levantado en busca del borde de la cabecera, se bajó y rodeó la nuca del marido. Maravillado, casi desilusionado, Marcello retrocedió y salió al pasillo.

Lentamente, procurando no hacer ruido al bajar, descendió hasta la planta baja y se dirigió hacia la cocina. Volvía a aguijonearle la curiosidad de saber si el gato que había saltado al comedor desde la ventana era el que temía haber matado. Tras empujar la puerta de la cocina, apareció ante él un tranquilo cuadro doméstico: la cocinera madura y la joven camarera, sentadas a la mesa de mármol, comiendo, en la blanca cocina, entre el hornillo eléctrico y la nevera. Y en el suelo, bajo la ventana, el gato lamiendo, con su lengua rosada, la leche de una escudilla. Pero —como pudo comprobar inmediatamente, desilusionado— no era el gato gris, sino uno a rayas, distinto por completo.

Al no saber cómo justificar su presencia en la cocina, se dirigió hacia el gato, se agachó y le acarició el lomo. El animal, sin dejar de lamer la leche, empezó a ronronear. La cocinera se levantó y cerró la puerta. Luego abrió la nevera y sacó de ella un plato con un pedazo de pastel, que puso en la mesa y, acercando una silla, dijo a Marcello:

—¿Quieres un poco del pastel de ayer? Lo he dejado aparte para ti.

Marcello, sin decir una palabra, dejó el gato, se sentó y empezó a comerse el trozo de pastel. La camarera dijo:

—La verdad es que hay cosas que no entiendo. Tienen mucho tiempo durante el día y mucho espacio en casa y han de esperar precisamente a estar sentados a la mesa, en presencia del niño, para pelearse.

La cocinera respondió sentenciosamente:

—Cuando no se tienen ganas de ocuparse de los hijos, lo mejor es no traerlos al mundo.

La camarera, tras un breve silencio, observó:

—Por su edad, él podría ser su padre. Se comprende que no marchen de acuerdo.

—¡Si fuese sólo eso…! —exclamó la cocinera con una significativa mirada dirigida a Marcello.

—Además, para mí que ese hombre no es normal —añadió la camarera; y Marcello, al oír aquella palabra, y aun sin dejar de comer, aguzó el oído—. Se ve que usted y yo coincidimos en eso —prosiguió la camarera—. ¿Sabe usted qué me dijo el otro día mientras la desnudaba para meterse en la cama? «Giacomina, el día menos pensado me matará mi marido…» Yo le contesté: «Pero, señora, ¿qué espera para dejarlo?» Y ella…

—Pssst —la interrumpió la cocinera señalando a Marcello.

La camarera comprendió y preguntó a Marcello.

—¿Dónde están papá y mamá?

—Arriba, en el dormitorio —respondió Marcello. Y luego, de pronto, como movido por un impulso irresistible—: Es verdad que papá no es normal. ¿Sabe qué ha hecho?

—No. ¿Qué?

—Ha matado un gato —dijo Marcello.

—¿Un gato? ¿Y cómo?

—Con mi honda… Yo lo vi, en el jardín, seguir a un gato gris que caminaba sobre el muro. Cogió una piedra, se la tiró al gato y le dio en un ojo. El gato cayó al jardín de Robertino, y luego fui a verlo y comprobé que estaba muerto.

A medida que había ido hablando se había animado, aunque sin abandonar el tono del inocente que, con ignorante y cándida ingenuidad, explica algún delito del que ha sido testigo.

—Piensa un poco —dijo la camarera juntando las manos—: un gato, un hombre de su edad, un señor que toma la honda de su hijo y mata un gato… ¡Y luego no se puede decir que es un anormal!

—Quien maltrata a un animal, no tiene buen natural —dijo la cocinera—. Se empieza con un gato y se acaba matando a un hombre.

—¿Por qué? —preguntó de pronto Marcello levantando los ojos del plato.

—Eso es lo que suele decirse —replicó la cocinera haciéndole una caricia—. Aunque no sea siempre verdad —añadió volviéndose hacia la camarera—. Porque aquel que mató a tantas personas en Pistoia, ¿sabes lo que hace ahora en la cárcel, según he leído en el periódico? Pues cría un canario.

El pastel se había acabado. Marcello se levantó y salió de la cocina.