CAPÍTULO III

Cada mañana, a una hora fija, Marcello era despertado por la cocinera, que sentía un particular afecto por él. Entraba a oscuras en la habitación llevando la bandeja del desayuno, que dejaba sobre el mármol de la cómoda. Luego, Marcello la veía colgarse con los dos brazos de la cuerda de la persiana y subirla con dos o tres tirones de su robusta persona. Le ponía la bandeja sobre las rodillas y asistía de pie al desayuno, presta, tan pronto como hubiese acabado, a destaparlo y a incitarlo a vestirse. Ella misma le ayudaba alargándole la ropa y, a veces, arrodillándose para abrocharle los cordones de los zapatos. Era una mujer alegre, vivaz y llena de sentido común. Conservaba el acento y las costumbres de la provincia en que había nacido. El lunes, Marcello se despertó con el confuso recuerdo de haber oído la noche anterior, mientras se iba quedando dormido, un estallido de voces airadas, no sabía bien si en la planta baja o en la habitación de sus padres. Esperó a terminar de desayunar y luego preguntó a la cocinera, que, como de costumbre, esperaba, de pie, que hubiese terminado:

—¿Qué pasó anoche?

La mujer lo miró con fingido y exagerado estupor:

—Que yo sepa, nada.

Marcello comprendió que quería decir algo. El falso estupor, el malicioso brillo de sus ojos, toda su actitud lo denotaba. Dijo:

—Oí gritar…

—¡Ah, los gritos…! —contestó la mujer—. Eso es normal. ¿No sabes que tu papá y tu mamá gritan a menudo?

—Sí —contestó Marcello—, pero gritaban más fuerte que de costumbre.

Ella sonrió y, apoyándose con ambas manos en el respaldo de la cama, dijo:

—Por lo menos, gritando, se habrán entendido mejor, ¿no te parece?

Éste era uno de sus encantos: hacer frases afirmativas de las preguntas que no esperaban respuesta. Marcello preguntó:

—Pero, ¿por qué gritaban?

La mujer sonrió de nuevo:

—¿Por qué gritan las personas? Porque no marchan de acuerdo.

—¿Y por qué no marchan de acuerdo?

—¿Ellos? —gritó feliz ante las preguntas del muchacho—. ¡Oh, por mil motivos! Tal vez un día porque tu madre quiere dormir con la ventana abierta y tu padre opina lo contrario. Otro día, porque él quiere meterse pronto en la cama, y, por el contrario, tu madre quiere hacerlo más tarde… Los motivos nunca faltan, ¿no te parece?

Marcello dijo de pronto, con gravedad y convicción, como expresando un antiguo sentimiento:

—No me gustaría seguir aquí.

—¿Y qué te gustaría hacer? —gritó la mujer, cada vez más alegre—. Eres aún pequeño, casi no puedes salir para nada. Debes esperar a ser mayor.

—Preferiría —dijo Marcello— que me metieran en un colegio.

La mujer lo miró enternecida y gritó:

—¡Tienes razón! ¡Por lo menos en el colegio tendrías a alguien que pensara en ti! ¿Sabes por qué gritaron tanto anoche tu padre y tu madre?

—No. ¿Por qué?

—Espera, que te lo enseñaré. —Solícita, se dirigió a la puerta y desapareció. Marcello la oyó bajar rápidamente las escaleras y se preguntó, una vez más, qué habría podido suceder la noche anterior. Poco después oyó cómo la cocinera subía de nuevo las escaleras y volvía a entrar en la habitación con aire de alegre misterio. Llevaba en la mano un objeto, que Marcello reconoció inmediatamente: una gran fotografía con marco de plata que solía estar sobre el piano, en el salón. Era una vieja fotografía, hecha cuando Marcello tenía poco más de dos años. Se veía en ella a la madre de Marcello vestida de blanco, con su hijo en brazos. El pequeño vestía asimismo de blanco y llevaba un gorrito de flecos, también blanco, sobre los largos cabellos—. Mira esta fotografía —gritó la cocinera, divertida—. Ayer por la noche, tu madre, al regresar del teatro, entró en el salón, y la primera cosa que vio, sobre el piano, fue esta fotografía. ¡Pobrecita!, por poco se desmaya. Fíjate bien lo que ha hecho tu padre en la fotografía. —Marcello, sorprendido, contempló la fotografía. Alguien, con la punta de un cortaplumas o de un punzón, había agujereado los ojos tanto de la madre como del hijo y luego, con lápiz rojo, había dibujado pequeños trazos bajo los ojos de ambos, como para indicar que de los cuatro agujeros brotaban lágrimas de sangre. Aquello era tan extraño e inesperado y, a la vez, tan oscuramente funesto, que Marcello, por un momento, no supo qué pensar—. Es tu padre el que ha hecho esto —gritó la cocinera—, y tu madre tenía razón para gritar.

—Pero, ¿por qué lo hizo?

—Es una brujería. ¿Sabes qué es una brujería?

—No.

—Cuando se desea mal a alguien, se hace lo que ha hecho tu padre. A veces, en vez de pinchar en los ojos, se pincha en el pecho, en dirección al corazón, y luego ocurre algo…

—¿Qué?

—Que la persona muere, o bien le ocurre una desgracia. Depende.

—Pero yo —balbuceó Marcello— no le he hecho ningún daño a papá.

—¿Y qué es lo que le ha hecho tu madre? —gritó la cocinera, indignada—. Mira, ¿sabes lo que es tu padre? Un loco. ¿Y sabes dónde acabará? En Sant’Onofrio, en la casa de locos. Y ahora, ¡vamos! Vístete y márchate al colegio. Yo voy a dejar la fotografía en su sitio. —Y, llena de jovialidad, salió corriendo, y Marcello quedó solo.

Pensativo, incapaz de explicarse de alguna forma el incidente de la fotografía, empezó a vestirse. Nunca había experimentado hacia su padre ningún sentimiento particular, y la hostilidad de él, fuese verdadera o falsa, no le causaba dolor alguno. Pero le daban que pensar las palabras de la cocinera acerca de los poderes maléficos de la brujería. No es que él fuese supersticioso y creyese a pies juntillas que bastaba agujerear los ojos de una fotografía para hacer daño a la persona fotografiada; pero aquella locura del padre despertaba de nuevo en él un temor respecto al cual se había hecho la ilusión de haberlo adormecido para siempre. Era la terrible e impotente sensación de haber entrado en el círculo de una fatalidad funesta que lo había obsesionado durante todo el verano y que ahora, como por el reclamo de una maléfica simpatía, frente a aquella fotografía manchada con lágrimas de sangre, se despertaba en su ánimo más fuerte que nunca.

¿Qué era la desgracia —se preguntó—, qué era sino el punto negro perdido en el azul de los cielos más serenos que, de repente, se agranda y se convierte en un pajarraco despiadado, que se precipita sobre el desgraciado como un buitre sobre la carroña? ¿O bien la trampa respecto a la que uno está advertido, más aún, que se ve con claridad y en la que, sin embargo, acaba uno por meter el pie? ¿O bien, sin más, una maldición de torpeza, de imprudencia y de ceguera insinuada en los gestos, en los sentidos, en la sangre? Esta última definición le pareció la más apropiada, como la que atribuía la desgracia precisamente a una falta de gracia, y la falta de gracia, a una fatalidad íntima, oscura, congénita, inescrutable, sobre la cual la acción de su padre, como una indicación para tomar por una calle funesta, había llamado de nuevo su atención. Sabía que esta fatalidad quería que él matase; pero lo que más lo espantaba no era tanto el homicidio cuanto el estar predestinado al mismo, hiciera lo que hiciese. En suma, le aterraba la idea de que incluso la conciencia de tal fatalidad pudiera ser un impulso más para someterse a la misma; como si, en vez de conciencia, fuese ignorancia; pero una ignorancia de un género particular que nadie habría podido considerar como tal, y él, menos que nadie.

Pero más tarde, en el colegio, con pueril volubilidad, olvidó de improviso estos presentimientos. Tenía por compañero de banco a uno de sus atormentadores, un muchacho llamado Turchi, el más viejo y, a la vez, el más ignorante de la clase. Era el único que, por haber tomado algunas lecciones de boxeo, sabía dar puñetazos de acuerdo con las reglas del arte: su rostro duro y anguloso, de cabellos cortados a cepillo, de nariz chata y labios finos, embutido en una camiseta de atleta, parecía el de un boxeador profesional. Turchi no sabía ni una palabra de latín. Pero cuando en los corros, fuera del colegio, por la calle, levantando una mano nudosa para quitarse de la boca una pequeñísima colilla y arqueando las muchas arrugas de su estrecha frente, en una mirada de autoridad suficiente, declaraba: «Para mí, ganará el campeonato Colucci», todos los muchachos enmudecían, llenos de respeto. Turchi, que, eventualmente, podía demostrar, cogiéndose la nariz entre dos dedos y desplazándola hacia un lado, que tenía el tabique nasal roto como los verdaderos boxeadores, no se ocupaba sólo de los puños, sino también del balón y de cualquier otro deporte popular y violento. Turchi mantenía respecto a Marcello una actitud sarcástica, casi sobria en su brutalidad. Precisamente había sido Turchi el que dos días antes sujetó a Marcello mientras los otros cuatro le ponían la falda. Y Marcello, que no lo había olvidado, creyó aquella mañana que había dado, finalmente, con el sistema para conquistar aquella esquiva e inaccesible cima.

Aprovechando un momento en que el profesor de Geografía volvíase para indicar con el puntero el mapa de Europa, le escribió apresuradamente en una hoja de papel: «Hoy tendré una pistola de verdad», y luego empujó la hoja hacia Turchi. Éste, pese a su ignorancia, era, en lo tocante a conducta, un alumno modelo. Siempre atento, inmóvil, casi triste en su inexpresiva y estúpida seriedad, su incapacidad de responder a las más simples preguntas cada vez que era interrogado, maravillaba profundamente a Marcello, el cual se preguntaba a menudo en qué podía pensar durante las lecciones y por qué, si no estudiaba, fingía tanta diligencia. Ahora bien, cuando Turchi hubo visto la hoja de papel, hizo un gesto de impaciencia, casi como para decir: «No me molestes…, ¿no ves que estoy escuchando la lección?» Pero Marcello insistió con un codazo. Y entonces Turchi, sin mover la cabeza, bajó los ojos para leer el papel. Marcello lo vio coger un lápiz y escribir, a su vez: «No me lo creo.» Inmediatamente se apresuró a confirmar, siempre escribiendo: «Palabra de honor.» Turchi, incrédulo, preguntó: «¿Qué marca es?» Esta pregunta desconcertó a Marcello. Sin embargo, tras un momento de titubeo, respondió: «Una “Wilson”.» Había confundido el nombre con «Weston», nombre que precisamente había oído decir a Turchi algún tiempo atrás. Inmediatamente, Turchi escribió: «Nunca la he oído nombrar.» Marcello concluyó: «Mañana la traeré al colegio.» El diálogo acabó de pronto, porque el profesor, volviéndose, llamó de pronto a Turchi, al que preguntó cuál era el río mayor de Alemania. Como de costumbre, Turchi se puso en pie, y tras una larga reflexión, confesó sin embarazo, casi con lealtad deportiva, que no lo sabía. En aquel momento se abrió la puerta y el portero se asomó para anunciar el fin de clase.

Marcello debía a toda costa conseguir que Lino mantuviese su promesa y le diese el revólver, pensó más tarde caminando de prisa por las calles hacia la avenida de los plátanos. Marcello se daba cuenta de que Lino le habría dado el arma si él lo hubiese querido, y, sin dejar de caminar, se preguntó qué actitud debía adoptar para alcanzar su objetivo con más seguridad. Aun no penetrando el verdadero motivo de la manía de Lino, con una coquetería instintiva, casi femenina, intuía que la manera más expeditiva de entrar en posesión de la pistola era la sugerida el sábado anterior por el propio Lino: no hacerle caso a éste, despreciar sus ofrecimientos, rechazar sus súplicas, hacerse, en suma, algo codiciado; finalmente, no aceptar subir al coche sino cuando estuviera bien seguro de que la pistola era suya. Marcello no habría sabido decirse por qué Lino sentía tanto afecto por él, y por qué él estaba en condiciones de hacer esta especie de chantaje. El mismo instinto que le sugería chantajear a Lino le permitía entrever, tras sus relaciones con el chófer, la sombra de un afecto insólito, de una cualidad tan inquietante como misteriosa. Pero la pistola se hallaba en la cumbre de todos sus pensamientos. Además, no habría podido afirmar si aquel afecto, y el papel casi femenino que le tocaba representar, le resultaban verdaderamente desagradables. La única cosa que habría querido evitar —como pensó al llegar, sudando por completo, a causa de la carrera que se había dado, a la avenida de los plátanos— era que Lino lo tomase por la cintura, como había hecho en el pasillo de la finca, la primera vez que se vieron.

Como el sábado, el día era nublado y desapacible, recorrido por un viento cálido que parecía rico en despojos, arrebatados un poco por doquier por su turbulento paso: hojas muertas, papeles, plumas, pelusilla, pajitas, polvo. En la avenida, el viento había levantado precisamente en aquel momento un montón de hojas secas, elevándolas muy alto, en gran número, por entre las descamadas ramas de los plátanos. Se entretuvo contemplando las hojas que danzaban por el aire, contra el fondo del cielo gris, semejantes por completo a miríadas de manos amarillentas de dedos muy abiertos, y luego, bajando los ojos, vio, entre aquellas manos de oro arremolinadas por el viento, la larga forma, negra y brillante, del automóvil detenido junto a la acera. El corazón le empezó a latir furiosamente, sin que él supiera por qué. Sin embargo, fiel a su plan, no apresuró el paso y siguió adelante, hacia el automóvil. Pasó sin prisa junto a la ventanilla, y de pronto, como a una señal, se abrió la puerta, y Lino, sin gorra, sacó la cabeza y dijo:

—Marcello, ¿quieres subir? —No pudo por menos de extrañarse de tan seria invitación, tras los juramentos de la primera entrevista. No cabía la menor duda de que Lino se conocía bien, pensó. Y resultaba incluso cómico verlo hacer algo que él mismo había previsto hacer, pese a toda voluntad contraria. Él siguió su camino como si no lo hubiese oído y advirtió, con oscura satisfacción, que el coche se había puesto en marcha y lo seguía. La acera, muy amplia, estaba desierta hasta donde llegaba la vista, entre los edificios regulares y llenos de ventanas y los gruesos e inclinados troncos de los plátanos. El coche lo seguía al paso, con un zumbido suave, que sonaba acariciante a los oídos. Tras una veintena de metros, lo adelantó y se detuvo a cierta distancia de él; luego se abrió de nuevo la portezuela. Pasó junto al coche sin volverse para mirar y oyó de nuevo la voz apremiante que suplicaba—: Marcello, sube, te lo ruego… Olvida lo que te dije ayer… Marcello, ¿me oyes? —El muchacho no pudo por menos de decirse que aquella voz era algo repugnante: ¿por qué se lamentaría Lino de aquella forma? Era una suerte que nadie pasara por la avenida; de lo contrario, le habría dado vergüenza. Sin embargo, no quiso desalentar del todo al hombre y, aun siguiendo adelante al pasar junto al coche, volvióse a medias para mirar hacia atrás, como para invitarlo a seguir insistiendo. Le lanzó una mirada casi seductora y, de pronto, notó, inconfundible, el mismo sentimiento de humillación no desagradable, de ficción no innatural que, dos días antes, por un momento, le había inspirado la falda que los compañeros le habían atado a la cintura. Era como si, en el fondo, no le desagradara, antes bien, se sintiese inclinado por naturaleza a desempeñar el papel de la mujer esquiva y coqueta. Entretanto, el coche se había puesto de nuevo en marcha y lo seguía. Marcello se preguntó si había llegado el momento de ceder y decidió, tras reflexionar, que no había llegado aún tal momento. El coche pasó junto a él sin detenerse, aunque enlenteciendo la marcha. Oyó la voz del hombre que lo llamaba—: Marcello… —y luego inmediatamente después, el ruido del motor que se alejaba. Al instante sintió el temor de que Lino se hubiese impacientado y se fuese. Lo invadió un gran miedo de tener que presentarse al día siguiente con las manos vacías en el colegio; y se echó a correr, gritando:

—¡Lino, Lino, detente, Lino!

Pero el viento se llevaba sus palabras, esparciéndolas por el aire junto con las hojas muertas, en un remolino angustioso y sonoro; el coche se iba haciendo cada vez más pequeño. Evidentemente, Lino no lo había oído y se alejaba. Y él no tendría su pistola. Y Turchi, una vez más, se burlaría de él. Luego respiró profundamente y siguió andando con paso casi normal, tras recuperar el aliento. El coche se había adelantado, mas no para huir de él, sino para esperarlo en una bocacalle, donde se detuvo, obstaculizando la acera con su longitud.

Sintió una especie de rencor contra Lino por haber provocado en él aquellas humillantes palpitaciones. Y decidió, en lo más profundo de su ser, con repentino impulso de crueldad, hacérselo pagar con una bien calculada dureza. Entretanto, sin prisa, había llegado a la bocacalle. El coche estaba allí, largo, negro, brillante, con todos sus viejos metales y su carrocería anticuada. Marcello dio a entender que iba a dar la vuelta. Inmediatamente se abrió la portezuela y se asomó Lino.

—¡Marcello! —dijo con una decisión desesperada—. Olvida cuanto te dije el sábado. Has cumplido tu deber hasta en demasía. Vamos, sube, Marcello.

Marcello se había detenido junto al capó. Dio un paso atrás y dijo con frialdad, sin mirar al hombre:

—No, no voy… Pero no porque el sábado me dijeras que no fuese, sino porque no quiero.

—¿Y por qué no quieres?

—Porque no… ¿Para qué habría de subir…?

—Para darme gusto…

—Pero yo no tengo ganas de darte gusto.

—¿Por qué? ¿Te soy antipático?

—Sí —respondió Marcello bajando los ojos y jugueteando con el tirador de la portezuela. Se daba cuenta de que ponía un semblante enojado, reacio, hostil, y ya no sabía si estaba disimulando o lo hacía sinceramente. Era sin duda un papel lo que estaba desempeñando ante Lino. Mas si era así, ¿por qué experimentaba aquella sensación tan fuerte y complicada, mezcla de vanidad, repugnancia, humillación, crueldad y despecho? Oyó a Lino reír bajito, afectuosamente, y luego preguntar:

—¿Y por qué te soy antipático?

Esta vez levantó los ojos y miró a la cara al hombre. Era verdad. Lino le era antipático —pensó—, pero nunca se había preguntado por qué. Contempló su rostro, casi ascético en su severa delgadez, y entonces comprendió por qué no le era simpático aquel hombre: porque —como pensó— era una cara con doblez, en la que el engaño encontraba casi una expresión física. Al mirarlo le pareció descubrir este engaño, este fraude, sobre todo en la boca: sutil, seca, desdeñosa, casta a primera vista; pero luego, si una sonrisa la desplegaba y movía los labios, aparecía sobre la inclinada y encendida mucosa una especie de anhelante y deseosa agüilla. Titubeó mientras examinaba a Lino, quien, sonriendo, esperaba su respuesta, y, al fin, dijo sinceramente:

—Me eres antipático porque tienes la boca llena de saliva.

La sonrisa de Lino desapareció, y su semblante se llenó de oscuridad.

—¿Qué tonterías estás diciendo? —Y luego, rehaciéndose en seguida, añadió, con alegre desenfado—: Y ahora, señor Marcello, ¿quiere usted subir al coche?

—Subiré —dijo Marcello, decidiéndose al fin—, sólo con una condición.

—¿Qué condición?

—Que me darás de verdad la pistola.

—De acuerdo. Vamos, ¡arriba!

—No, tienes que dármela ahora, en seguida —insistió Marcello, obstinado.

—Pero ahora no la tengo aquí, Marcello —dijo el hombre con sinceridad—; el sábado la dejé en mi habitación. Iremos a casa y la cogeremos.

—Entonces no voy —decidióse Marcello, de una forma inesperada incluso para él—. Hasta la vista.

Dio un paso para marcharse; pero esta vez. Lino perdió la paciencia.

—¡Vamos, sube de una vez, no seas niño! —exclamó. Inclinándose, aferró a Marcello por un brazo y lo elevó hasta dejarlo en el asiento junto al suyo—. Ahora vamos en seguida a casa, y te prometo que tendrás la pistola.

Marcello, contento en el fondo de haber sido obligado, por la fuerza, a subir al coche, no protestó, limitándose a adoptar una actitud de pueril enojo. Rápidamente, Lino cerró la portezuela, encendió el motor y puso en marcha el vehículo. Permanecieron en silencio durante un buen rato. Lino no parecía muy locuaz; tal vez —como pensó Marcello— estaba demasiado contento para hablar. En cuanto a él, no tenía nada que decir. Ahora, Lino le daría la pistola, él regresaría a casa y, al día siguiente, llevaría el arma a la escuela y se la enseñaría a Turchi. Su pensamiento no iba más allá de estas simples y agradables previsiones. El único temor era el de que Lino tratara de abusar de él de alguna manera. En tal caso —como pensó— inventaría alguna astucia para rechazar a Lino a la desesperación y obligarlo a mantener su promesa. Inmóvil, con el paquete de libros sobre las rodillas, contemplaba el desfile de los grandes plátanos y de las casas hasta el fondo de la avenida. Cuando el coche enfiló la subida, Lino, como si se tratara de la conclusión de un largo proceso reflexivo, preguntó—: Pero, ¿quién te ha enseñado tanta coquetería, Marcello? —Marcello, no muy seguro del significado de aquella palabra, titubeó antes de contestar, El hombre pareció darse cuenta de su inocente ignorancia y añadió—: Quiero decir tanta astucia.

—¿Por qué? —preguntó Marcello.

—Por saberlo.

—El astuto eres tú —dijo Marcello—, que me prometes la pistola y no me la das nunca.

Lino rio y, con una mano, dio golpecitos en la desnuda rodilla de Marcello.

—Sí, hoy soy yo el astuto. —Marcello movió la rodilla, molesto. Lino añadió, sin quitarle la mano de la rodilla, con voz llena de contento—: ¿Sabes, Marcello? Estoy contento de que hayas venido hoy. ¡Cuando pienso que el otro día te supliqué que no me hicieras caso ni vinieras, me doy cuenta de lo estúpido que se puede ser en ocasiones! Sí, a veces se puede ser realmente estúpido. Mas, por fortuna, has mostrado más sentido común que yo, Marcello.

Marcello no dijo nada. No entendía demasiado bien lo que le decía Lino y, por otra parte, le daba asco aquella mano puesta en su rodilla. Había tratado varias veces de mover la rodilla, pero la mano seguía allí firme. Por suerte, en una curva, un coche venía en dirección contraria a la de ellos. Marcello fingió asustarse y exclamó:

—¡Cuidado, que ese coche se nos echa encima! —y esta vez Lino retiró la mano de la rodilla para mover el volante. Marcello respiró.

Apareció el camino rural, entre los muros de cerco y los setos; luego la puerta con la verja pintada de verde, y el camino de entrada, flanqueado por pequeños cipreses despenachados y, al fondo, el brillo de los cristales de la veranda. Marcello notó que, como la otra vez, el viento atormentaba los cipreses, bajo un oscuro cielo de tempestad. El coche se detuvo. Lino saltó a tierra y ayudó a Marcello a bajar, dirigiéndose luego con él hacia la entrada. Esta vez Lino no le precedía, sino que lo sostenía fuertemente por un brazo, como si temiera que se le fuese a escapar. Marcello habría querido decirle que aflojara aquella presión, pero no tuvo tiempo. Como volando, manteniéndolo casi levantado del suelo por el brazo, Lino lo hizo atravesar la sala de estar y lo empujó dentro del pasillo. Allí, de una manera inesperada, lo aferró por el cuello duramente y le dijo:

—¡Estúpido, más que estúpido! ¿Por qué no querías venir? —Su voz no era ya burlona, sino ronca y rota, aunque mecánicamente tierna. Marcello, sorprendido, trató de levantar los ojos y mirar a Lino a la cara; pero, al mismo tiempo, recibió un violento empujón. Como se lanza lejos a un perro o un gato después de haberlo cogido por el pescuezo, Lino lo había arrojado al interior de la habitación. Luego Marcello lo vio cerrar la puerta con llave, meterse ésta en el bolsillo y volverse hacia él con una expresión mezcla de gozo y de salvaje triunfo. Gritó—: ¡Y ahora se acabó…! ¡Basta, Marcello, tirano, pequeña carroña, basta…! ¡Presta atención, obedece y ni una palabra más! —Pronunciaba estas palabras de mando, de desprecio y de dominio, con una alegría salvaje, casi con voluptuosidad. Y Marcello, aunque confuso, no pudo por menos de advertir que eran palabras sin sentido; más bien estrofas de un cántico triunfal, que expresiones de un pensamiento y de una voluntad conscientes. Aterrado, atónito, vio a Lino ir y venir por la habitación, a grandes zancadas, quitarse la gorra y dejarla sobre el alféizar de la ventana; hacer una pelota con una camisa colgada en una silla y meterla en un cajón; alisar la arrugada colcha y realizar, en suma, una serie de ademanes prácticos con una furia llena de oscuro significado. Luego lo vio, siempre gritando como para sí mismo aquellas incoherentes frases de poderío y dominio, acercarse a la pared, sobre la cabecera de la cama, quitar el crucifijo, dirigirse al armario y arrojarlo en el fondo de un cajón con manifiesta brutalidad. Y comprendió que con aquel gesto, de alguna forma. Lino quería dar a entender que había acabado de arrinconar sus últimos escrúpulos. Como para confirmarlo en este temor, Lino sacó del cajón de la mesita de noche la tan deseada pistola y, mostrándosela, gritó—: ¿La ves? Pues bien, ¡no la tendrás…! ¡Nunca…! ¡Y habrás de hacer lo que yo quiera sin regalos, sin pistolas…! ¡Por amor o por fuerza…!

¡Conque era verdad!, pensó Marcello. Lino quería engañarlo, como había temido. Sintió que empalidecía por la ira y dijo:

—Dame la pistola o me voy.

—¡Nada, nada…! ¡Por amor o por fuerza! —Lino blandía la pistola con una mano, y con la otra aferró a Marcello por el brazo y lo empujó hacia la cama. Marcello salió disparado con tanta violencia, que se golpeó la cabeza contra la pared. Inmediatamente, Lino, pasando de pronto de la violencia a la dulzura y de la orden a la súplica, se arrodilló a su lado. Le rodeó las piernas con un brazo y puso la otra mano, que seguía apretando el arma, sobre la colcha de la cama. Cernía y llamaba a Marcello; luego, sin dejar de gemir, estrechó sus rodillas con ambos brazos. La pistola quedó entonces sobre la cama, abandonada, negra sobre la blanca colcha. Marcello vio a Lino arrodillado que, ora levantaba hacia él su rostro suplicante, bañado en lágrimas e inflamado de deseo, ora lo bajaba para refregárselo por las piernas, como hacen con el hocico los perros fieles. Marcello empuñó el arma y, con un violento impulso, se puso de pie. Inmediatamente Lino, tal vez pensando que el muchacho trataba de secundarlo en sus caricias, abrió los brazos y lo dejó ir. Marcello dio un paso en medio de la habitación y luego se volvió. Más tarde, pensando en cuanto había ocurrido, Marcello recordaría que el solo contacto de la culata del arma había despertado en su ánimo una tentación despiadada y sanguinaria. Pero en aquel momento sólo sentía un fuerte dolor de cabeza, en la parte en que se había golpeado contra la pared; y, al mismo tiempo, una sensación de irritación, una invencible repugnancia por Lino. Éste había permanecido de rodillas junto a la cama. Pero cuando vio a Marcello dar un paso atrás y apuntarle con la pistola, volvióse un poco, pero no se levantó, y, abriendo los brazos, con un gesto teatral, gritó histriónicamente—: ¡Dispara, Marcello…! ¡Mátame, sí, mátame como a un perro!

A Marcello le pareció que nunca lo había odiado tanto como en aquel momento, por aquella su repugnante promiscuidad de sensualidad y austeridad, de arrepentimiento y de lujuria. Y, a la vez aterrado y consciente, como si considerase un deber complacer la petición del hombre, apretó el gatillo. El chasquido del disparo retumbó en la pequeña estancia. Y vio a Lino caer de lado y luego incorporarse, de espaldas a él y agarrándose con ambas manos al borde de la cama. Lino se fue incorporando poco a poco, cayó sobre la cama y quedó inmóvil. Marcello se acercó a él, dejó la pistola en el alféizar de la ventana, dijo en voz baja: «Lino», y luego, sin esperar respuesta, se dirigió hacia la puerta. Pero estaba cerrada, y la llave la había quitado Lino de la cerradura y se la había metido en el bolsillo. Titubeó; le repugnaba hurgar en los bolsillos del muerto; luego su mirada se posó en la ventana y recordó que era una planta baja. Pasando una pierna por la ventana, volvió apresuradamente la cabeza y arrojó una larga mirada, circunspecta y llena de miedo, a la explanada y al automóvil detenido frente a la puerta. Comprendía que si alguien pasara por allí en aquel momento, lo vería a horcajadas sobre el alféizar; y, sin embargo, no podía hacer nada más. Pero no había nadie, y, más allá de los escasos árboles que circundaban la explanada, también el campo desnudo y accidentado se veía desierto hasta donde alcanzaba la vista. Se descolgó del alféizar, cogió el paquete de libros del asiento del coche y se encaminó, sin prisa, hacia la verja. En su conciencia, como en un espejo, se reflejó constantemente, mientras caminaba, la imagen de sí mismo, un muchacho con pantalones cortos y los libros bajo el brazo, en el sendero flanqueado de cipreses, cual figura incomprensible y llena de espantosos presagios.