CAPÍTULO III
Tras haber encargado al conserje del hotel que llamara al número de Quadri, Marcello fue a sentarse en un rincón del vestíbulo. Era un hotel grande, y el vestíbulo, muy espacioso, con columnas que sostenían las bóvedas, grupos de butacas y escaparates en que se hallaban expuestos artículos de lujo, escritorios y mesas. Mucha gente iba y venía desde la puerta de entrada hasta el ascensor, desde el mostrador del recepcionista hasta el de la dirección, desde la puerta del restaurante hasta los salones que se abrían más allá de las columnas. Marcello habría querido distraerse, mientras esperaba, con el espectáculo de aquel vestíbulo tan alegre y lleno de movimiento. Pero, como arrastrado hacia el fondo de la memoria por la angustia actual, su pensamiento se dirigió, casi contra su voluntad, a la primera y única visita que hiciera a Quadri muchos años antes. Marcello era entonces estudiante, y Quadri, su profesor. Había ido a casa de Quadri, un viejo edificio rojo, en las proximidades de la estación, para consultarlo sobre la tesis doctoral. Apenas hubo entrado, Marcello quedó sorprendido por la enorme cantidad de libros acumulados en todos los rincones del apartamento. Ya en la antesala había observado unas viejas cortinas que parecían ocultar puertas; pero, al separarlas, vio montones y montones de libros alineados en salientes de las paredes. La camarera lo había precedido por un larguísimo y tortuoso pasillo que parecía dar vueltas en torno al patio del edificio, y también aquel pasillo, a ambas partes, estaba lleno de estanterías atestadas de libros y papeles. Finalmente, introducido en el despacho de Quadri, Marcello se encontró entre cuatro paredes densamente repletas de libros, desde el suelo hasta el techo. También sobre la mesa había libros, dispuestos uno sobre otro en dos pilas ordenadas, entre las cuales, como por medio de una tronera, asomaba la cara barbuda del profesor. Marcello notó en seguida que Quadri tenía un rostro curiosamente chato y asimétrico, semejante a una máscara de cartón piedra, con ojos circuidos de rojo y nariz triangular en cuya parte inferior se hubiesen pegado, de manera sumaria, una barba y unos bigotes postizos. También sobre su frente, los cabellos, demasiado negros y como húmedos, sugerían la idea de una peluca mal aplicada. Entre los bigotes de cepillo y la barba de escobilla, ambos de un negro sospechoso, se entreveía una boca muy roja, de labios informes. Y Marcello no pudo por menos de pensar que todo aquel pelo mal distribuido tal vez escondiera alguna deformidad, como, por ejemplo, una carencia total de mentón o una horrible cicatriz. Era, en suma, una cara en la cual no había nada seguro y verdadero y en la que todo era falso, como en una careta. El profesor se había levantado para recibir a Marcello, y al hacer aquel gesto había revelado su pequeña estatura y la joroba, o, mejor aún, la deformación del hombro izquierdo, que añadía un aspecto doloroso a la excesiva dulzura y suavidad de sus maneras. Al estrecharle la mano a través de los libros, Quadri, con gesto de miope, miró a su visitante por encima de sus gruesas gafas, por lo que Marcello, durante unos segundos, tuvo la impresión de ser examinado no por dos, sino por cuatro ojos. Había notado también el estilo anticuado del traje de Quadri: levita negra, con dobladillos de seda; pantalón a rayas, también negro, camisa blanca con cuello y puños almidonados y cadena de oro en el chaleco. Marcello no sentía simpatía alguna por Quadri: lo sabía antifascista y, en su mente, el antifascismo de Quadri, su aspecto de cobarde, malsano y sucio; su erudición, sus libros, todo, en suma, le parecía contribuir a formar la imagen convencional, y continuamente invitada al desprecio por la propaganda del partido, del intelectual negativo e impotente. Por otra parte, la extraordinaria dulzura de Quadri repugnaba a Marcello como un rasgo de falsedad. Le parecía imposible que un hombre pudiese ser tan dulce y suave sin mentira ni segundas intenciones.
Quadri había recibido a Marcello con sus acostumbradas expresiones de afecto casi melindroso. Intercalando a menudo palabras como «querido hijito», «hijito mío» e «hijito querido»; agitando sobre los libros sus pequeñas manos blancas, le había hecho una enorme cantidad de preguntas, primero sobre su familia y luego sobre él personalmente. Al enterarse de que el padre de Marcello estaba internado en una clínica de enfermedades mentales, había exclamado: «¡Oh, pobre hijito mío! ¡No lo sabía! ¡Qué desgracia! ¡Qué terrible desgracia! Y la ciencia, ¿no puede hacer nada para devolverle la razón?» Pero no oyó la respuesta de Marcello y pasó en seguida a otro tema. Tenía una voz de garganta, modulada y armoniosa, muy suave, llena de aprensiva solicitud. Sin embargo, y ansiosamente, a través de esta solicitud, tan empalagosa y declarada, como una filigrana en la transparencia de un papel, Marcello había creído adivinar una total indiferencia: Quadri, pese a interesarse verdaderamente por él, tal vez ni siquiera lo veía. Marcello había quedado también impresionado por la falta de matices y de énfasis en el tono de la voz de Quadri: hablaba siempre con el mismo acento uniformemente afectuoso y sentimental, ya se tratase de cosas que requerían este acento, como de otras que no lo precisaban en modo alguno. Como conclusión de sus numerosas preguntas, Quadri trató de saber, finalmente, si Marcello era fascista. Y al recibir una respuesta afirmativa, sin cambiar de tono y sin que se trasluciera en él reacción alguna, le explicó, de una manera aparentemente casual, lo difícil que resultaba para él, cuyos sentimientos antifascistas eran bien notorios, proseguir, en un régimen como el fascista, la enseñanza de materias como la Filosofía y la Historia. Al llegar a este punto, Marcello, molesto, había tratado de dirigir la conversación hacia el motivo de su visita. Pero Quadri lo había interrumpido inmediatamente: «Tal vez se pregunte usted por qué le digo todas estas cosas. Querido hijito, se las digo no ociosamente ni por desahogo personal. No me permitiría hacerle perder un tiempo precioso, que debe dedicar al estudio. Se lo digo para justificar en cierta forma el hecho de que no podré ocuparme ni de usted ni de su tesis. Abandono la enseñanza.»
«¿Deja usted la enseñanza?», había repetido Marcello sorprendido.
«Sí —confirmó Quadri mientras, con un gesto habitual en él, se atusaba el bigote y la barba—. Aunque con dolor, con verdadero dolor, porque hasta ahora he dedicado toda mi vida a ustedes, me veo obligado a abandonar la escuela.» Tras un momento de silencio, sin énfasis y con un suspiro, el profesor había añadido: «Sí, he decidido pasar del pensamiento a la acción… Tal vez la frase no le parezca nueva, pero refleja fielmente mi situación.»
Al oír aquello, Marcello no había podido por menos de sonreír. En efecto, le había parecido cómico aquel profesor Quadri, aquel hombrecillo vestido de levita, jorobado, miope, barbudo que, entre sus pilas de libros, sentado en su sillón, le declaraba que había decidido pasar del pensamiento a la acción, del dicho al hecho. Sin embargo, el sentido de la frase no era dudoso: Quadri, tras haberse alineado durante años en las filas de la oposición pasiva, encerrado en sus pensamientos y en su profesión, había decidido pasar a la política activa, tal vez entregarse a la conspiración. Marcello, con repentino sobresalto de antipatía, no había podido por menos de advertirle, con frialdad amenazadora: «Hace usted muy mal en decírmelo a mí. Yo soy fascista y podría denunciarlo.»
Pero Quadri le contestó con extremada dulzura, pasando del usted al tú: «Sé que eres un chico bueno, querido hijito, un honrado y estupendo muchacho, y que no harías nunca una cosa semejante.»
«¡Váyase al diablo!», había pensado Marcello, exasperado. Y, con sinceridad, había contestado: «Pero aun así podría hacerlo. Para nosotros los fascistas, la honradez consiste precisamente en denunciar a personas como usted y ponerlas en la imposibilidad de hacer daño.»
El profesor había agitado la cabeza: «Querido hijito; mientras hablas, tú sabes que lo que dices no es verdad. Lo sabes, o, mejor aún, lo sabe tu corazón. En efecto, tú, como joven honrado que eres, has querido advertirme. ¿Sabes qué hubiese hecho otro, otro que hubiese sido un verdadero delator? Habría fingido aprobarme, y luego, una vez que me hubiese comprometido con cualquier declaración verdaderamente imprudente, me habría denunciado. En cambio, tú me has advertido.»
«Le he advertido —había contestado Marcello con dureza— porque creo que usted no es capaz de lo que se llama acción. ¿Por qué no se contenta con actuar como profesor? ¿De qué acción habla?»
«La acción… no importa decir cuál», había contestado Quadri mirándolo fijamente. Al oír aquellas palabras, Marcello no había podido por menos de levantar la vista hacia las paredes, hacia los anaqueles llenos de libros. Quadri cazó al vuelo aquella mirada y, siempre con extraordinaria suavidad, había añadido: «Te parece extraño, ¿verdad?, que hable de acción. ¿Entre todos estos libros? En este momento estás pensando: “Pero, ¿de qué acción puede presumir este hombrecillo jorobado, contrahecho, miope y barbudo?” Di la verdad, eso es lo que piensas… Los periodiquillos de tu partido te han descrito tantas veces al hombre que no sabe ni puede actuar, al intelectual, que has sonreído compasivamente al reconocerme en aquella imagen, ¿no es así?»
Sorprendido de tanta agudeza, Marcello había exclamado: «¿Cómo ha podido darse cuenta de ello?»
«¡Oh, querido hijito mío —había contestado Quadri levantándose—, querido hijito mío, lo he comprendido inmediatamente! Pero nunca se ha dicho que para actuar sea necesario llevar un águila de oro en la gorra de plato ni galones en las bocamangas… Hasta la vista… De todas maneras, hasta la vista, hasta la vista y buena suerte… Hasta la vista.» Y mientras decía esto, suave e implacablemente había ido empujando a Marcello hacia la puerta.
Y ahora Marcello, al evocar aquella entrevista, se daba cuenta de que en su irreflexivo desprecio por aquel Quadri jorobado, barbudo y pedante, habían entrado mucha impaciencia e inexperiencia juveniles. Por otra parte, el propio Quadri le había demostrado su error con hechos: Exiliado en París, pocos meses después de la entrevista que sostuviera con él, no había tardado en convertirse en uno de los cabecillas del antifascismo, tal vez el más hábil, el más preparado, el más agresivo. Según parecía, su especialidad era el proselitismo. Aprovechando su experiencia didáctica y su conocimiento de la mentalidad juvenil, lograba a menudo convertir a jóvenes indiferentes, e incluso de sentimientos opuestos, para empujarlos luego a empresas audaces, peligrosas y casi siempre desastrosas, si no para él, que era su inspirador, por lo menos para ellos, que eran sus ingenuos ejecutores. Sin embargo, no parecía sentir, al arrojar a aquellos adeptos suyos a la lucha de la conspiración, ninguna de las preocupaciones humanitarias que, dado su carácter, se sentiría uno tentado de atribuirle; más aún, los sacrificaba sin miramientos en acciones desesperadas que se podían justificar sólo en planes a muy largo plazo y que comportaban, precisamente, por necesidad, una cruel indiferencia hacia la vida humana. En suma, Quadri poseía algunas de las raras cualidades de los grandes políticos o, por lo menos, de una cierta categoría: era astuto y, al mismo tiempo, entusiasta; intelectual y, al mismo tiempo, activo; ingenuo y, al mismo tiempo, cínico; reflexivo y, al mismo tiempo, imprudente. Marcello, por obligaciones de su profesión, se había ocupado a menudo de Quadri, definido como elemento peligrosísimo por los informes de la Policía, y siempre había quedado impresionado por la capacidad que tenía aquel hombre de acumular a vez tantas cualidades contrastantes en un solo carácter profundo y ambiguo. Así, poco a poco, a través de cuanto había logrado enterarse a distancia, y por medio de informaciones no siempre precisas, había trocado aquel primitivo desprecio por una enojada consideración. Sin embargo, seguía inamovible su antipatía de principio, porque estaba convencido de que Quadri, pese a tener muchas cualidades, carecía de la del valor, como le parecía demostrar el hecho de que expusiera a sus secuaces a gravísimos peligros, pero jamás se arriesgara él personalmente.
Absorto en estos pensamientos, se sobresaltó al oír la voz de un botones del hotel que pasaba rápido por el vestíbulo pronunciando su nombre en alta voz. Llegó a pensar por un momento en que tal vez se tratara del nombre de otro, ayudado en esa ilusión por la pronunciación francesa del botones. Sin embargo, aquel «Monsieur Clerici» se refería a él, como se dio cuenta, con una especie de náuseas, cuando, fingiéndose a sí mismo creer que en realidad era otro, trató de imaginarse cómo podía ser: él, con su cara, su persona, su atuendo. Entretanto, el botones se alejaba hacia la sala de escritura, sin dejar de llamarlo. Marcello se levantó y marchó directamente hacia la cabina telefónica.
Tomó el auricular colocado sobre la repisa y se lo llevó al oído. Una voz femenina, limpia y algo cantarina, preguntó, en francés, quién estaba al aparato. Marcello respondió en la misma lengua:
—Soy italiano… Clerici, Marcello Clerici, y quisiera hablar con el profesor Quadri.
—Está muy ocupado… No sé si se podrá poner al aparato… ¿Ha dicho usted que se llama Clerici?
—Sí, Clerici.
—Espere un momento.
Oyóse el ruido de un auricular dejado sobre una mesa, luego el de pasos que se alejaron y, finalmente, el silencio. Marcello esperó largo rato, pensando en que otro ruido de pasos le anunciaría el regreso de la mujer o la llegada del profesor. Pero en vez de ello, de pronto se oyó la voz de Quadri que brotaba, sin previo aviso, de aquel profundísimo silencio.
—Aquí Quadri… ¿Quién habla?
Marcello explicó apresuradamente:
—Me llamo Marcello Clerici… Era un discípulo suyo, de cuando usted enseñaba en Roma. Me gustaría verlo.
—Clerici —repitió Quadri dubitativamente. Y luego, tras un momento, con decisión—: Clerici: no lo conozco.
—Sí, profesor, me ha de conocer usted —insistió Marcello—. Fui a verlo a su casa pocos días antes de que abandonara usted la enseñanza. Quería someter a su consideración un proyecto de tesis.
—Un momento, Clerici —dijo Quadri—; no recuerdo en absoluto su nombre, pero eso no quiere decir que no tenga usted razón. ¿Y dice que quiere verme?
—Sí.
—¿Para qué?
—Para nada en particular —respondió Marcello—. Pero como era alumno suyo, he sentido en estos últimos tiempos la necesidad de hablar con usted. Quería verlo. Eso es todo.
—Bien —dijo Quadri en tono flexible—, venga a verme a mi casa.
—¿Cuándo?
—Hoy mismo… esa tarde… después del almuerzo. Venga a tomar café… a eso de las tres.
—Debo decirle que estoy en viaje de bodas —manifestó Marcello—. ¿Podría llevar a mi mujer?
—Naturalmente. Hasta luego.
Quadri colgó el teléfono, y Marcello, tras un momento de reflexión, hizo lo mismo. Pero no tuvo tiempo de salir de la cabina, porque el mismo botones que poco antes voceara su nombre por el vestíbulo, asomó la cabeza y dijo:
—Lo llaman por teléfono.
—Ya he hablado —dijo Marcello haciendo ademán de salir.
—No, ahora es otra persona.
Mecánicamente, volvió a entrar en la cabina y levantó de nuevo el auricular.
Inmediatamente una voz grave, bonachona y festiva, le gritó al oído:
—¿Es usted, doctor Clerici?
Marcello reconoció la voz del agente Orlando y respondió con tono tranquilo:
—Sí, soy yo.
—¿Ha tenido buen viaje, doctor?
—Sí, magnífico.
—Y su señora, ¿está bien?
—Muy bien.
—¿Y qué me dice usted de París?
—Aún no he salido del hotel —respondió Marcello algo molesto por aquella familiaridad.
—Mire usted… París es París. Entonces, doctor, ¿podemos vernos?
—Desde luego. Orlando. Dígame usted dónde.
—Usted no conoce París, doctor. Lo citaré en un lugar fácil de encontrar. El café que hace esquina a la plaza de la Magdalena. No tiene pérdida, está a la izquierda conforme se viene de la rue Royale. Tiene todas las mesitas fuera, pero yo lo esperaré dentro. No habrá nadie en el interior.
—Muy bien, ¿ya qué hora?
—Yo ya estoy en el café, pero esperaré cuanto sea necesario.
—Dentro de media hora.
—Estupendo, doctor. Dentro de media hora.
Marcello salió de la cabina y se dirigió al ascensor. Pero cuando se disponía a entrar en éste, oyó por tercera vez al botones de siempre pronunciar su nombre, y entonces sí que se extrañó de verdad. Casi tuvo la esperanza de una intervención sobrenatural, como si, sirviéndose del cuerno de ebonita negra del teléfono, la voz de un oráculo se dispusiera a decirle una palabra decisiva sobre su vida. Con el alma en vilo, volvió sobre sus pasos y penetró por tercera vez en la cabina.
—¿Eres tú, Marcello? —preguntó la voz acariciante y lánguida de su mujer.
—¡Ah!, ¿eres tú? —no pudo por menos de exclamar, no sabía si con desilusión o alivio.
—Naturalmente…, ¿quién crees que pudiera ser?
—Pues nadie… Es que esperaba una llamada…
—¿Qué haces? —preguntó ella con una inflexión de derretida ternura.
—Nada… Precisamente ahora me disponía a subir para advertirte que salía y que regresaría dentro de una hora.
—No, no subas, ahora me voy a meter en el baño.
—Bien, entonces te esperaré dentro de una hora en el vestíbulo del hotel.
—Más bien dentro de una hora y media.
—Está bien, hora y media… Pero no tardes, te lo ruego.
—Te lo he dicho para no hacerte esperar. Pero verás cómo será una hora.
Ella dijo apresuradamente, como temiendo que Marcello se fuese:
—¿Me quieres mucho?
—Naturalmente; ¿por qué me lo preguntas?
—¿Tanto que si ahora estuvieras a mi lado me darías un beso?
—Desde luego; ¿quieres que suba?
—No, no, no subas… Y dime…
—¿Qué?
—Dime, ¿te gusté anoche?
—¡Qué preguntas, Giulia! —exclamó él algo avergonzado.
Ella añadió inmediatamente:
—Perdóname, no sé ni siquiera lo que me digo… Entonces, ¿me quieres mucho?
—Ya te he dicho que sí.
—Perdóname. Así, de acuerdo; te espero dentro de hora y media. Hasta la vista, amor.
Esta vez —pensó mientras colgaba el auricular— no era posible que volvieran a llamarlo. Se dirigió a la puerta y, empujando el tambor de ébano y cristal, salió a la calle.
El hotel se levantaba a orillas del Sena. Cuando se asomó al umbral, permaneció un momento inmóvil, sorprendido del alegre espectáculo de la ciudad y del sereno día. Hasta donde llegaba la vista, a lo largo del pretil del río, se elevaban de las aceras grandes y frondosos árboles, cargados de brillante follaje primaveral. Eran árboles que no conocía: tal vez castaños de Indias. El sol del hermoso día brillaba en todas las hojas transmutado en verdor claro, luminoso, sonriente. Alineados a lo largo del pretil, los puestos de los revendedores ofrecían pilas de libros usados y montones de otros impresos. La gente caminaba sin prisa a lo largo de los puestos, bajo los árboles, entre los caprichosos juguetees del sol y de las sombras, en un ambiente de pacífico y tranquilo paseo dominical. Marcello atravesó la calle y fue a asomarse al pretil, entre dos puestos de libros, Al otro lado del río se veían los edificios grises, con sus tejados en buhardilla; más lejos, las dos torres de Notre-Dame, y más lejos aún, las agujas de otras iglesias, perfiles de bloques de viviendas, de tejados, de aleros. Notó que el cielo era más pálido y más espacioso que en Italia, como si fuera consciente de la invisible y hormigueante presencia de la inmensa ciudad extendida bajo su bóveda. Bajó la mirada hasta el río: encajado entre los murallones de piedra al sesgo, flanqueado por limpios muelles, parecía, en aquel punto, un canal. El agua, densa y grasienta, de un verde turbio, ensortijaba de brillantes remolinos las blancas pilastras del puente más cercano. Una barcaza negra y amarilla se deslizaba, rápida y sin estela, sobre aquella agua densa, mientras la chimenea eructaba humo a impetuosas bocanadas; a proa iban charlando dos hombres: el uno, con jersey azul, y el otro, con camisa blanca. Un gorrión rechoncho y familiar se posó sobre el pretil junto a su brazo, gorjeó vivazmente como si tratara de decirle algo, y luego emprendió de nuevo el vuelo, en dirección al puente. Le llamó la atención un joven delgado, tal vez un estudiante, mal vestido, tocado con boina y con un libro bajo el brazo. Caminaba en dirección a Notre-Dame, sin prisa, deteniéndose de cuando en cuando ante los puestos de libros para echar un vistazo. Al observarlo, le impresionó su propia disponibilidad, pese a todos los compromisos que lo oprimían. Habría podido ser aquel joven, y entonces el cielo, el Sena, los árboles, todo París habrían tenido para él otro sentido. En aquel mismo instante vio venir hacia él, sobre la calzada, a marcha lenta, un taxi libre, y lo detuvo con un gesto que casi le extrañó. No había pensado en ello un momento antes. Al subir, dio la dirección del café en que lo esperaba Orlando.
Arrellanado en el asiento, contempló las calles de París mientras corría el taxi. Notó la alegría de la ciudad, del todo gris y vieja y, pese a ello, sonriente y encantadora, llena de una dulzura inteligente, que parecía entrar a ráfagas por la ventanilla junto con el viento de la marcha. Sin saber por qué, le gustaron los guardias de pie en los cruces de las calles: le parecían elegantes, con su quepis redondo y duro, su corta esclavina, sus piernas delgadas. Uno de ellos se inclinó ante la ventanilla para decir algo al chófer. Era un joven rubio, enérgico y pálido, con el silbato apretado entre los dientes y el brazo armado de una porra blanca, extendida hacia atrás para detener la circulación. Le gustaban los grandes castaños de Indias, que levantaban sus ramas hacia los centelleantes cristales de las viejas fachadas grises; le gustaban los letreros de los establecimientos, anticuados, con sus letras blancas y llenas de rasgos aéreos sobre fondos marrones o vinosos; le gustaba incluso la antiestética forma de los taxis y de los autobuses, con aquellos capós que parecían hocicos de perros inclinados que anduviesen husmeando el suelo. El taxi, tras una breve parada, pasó ante el edificio neoclásico de la Cámara de los Diputados, embocó el puente y marchó raudo hacia el obelisco de la Plaza de la Concordia. Así —pensó mientras contemplaba la inmensa plaza militar, cerrada al fondo por pórticos alineados como regimientos de soldados preparados para un desfile—, así, ésta era la capital de aquella Francia que era preciso destruir. Ahora le parecía que amaba desde hacía mucho tiempo a la ciudad que se extendía ante sus ojos, desde mucho antes de aquel día en que se encontraba en ella por primera vez. Y, sin embargo» precisamente esta admiración por la belleza majestuosa, gentil y alegre de la ciudad, confirmaba en él la sensación tétrica del deber que se disponía a cumplir. Pensó que tal vez, si París hubiese sido menos bella, habría podido eludir aquel deber, huir, liberarse del destino. Pero la belleza de la ciudad lo confirmaba de nuevo en su parte hostil y negativa, de la misma forma que muchos de los aspectos repugnantes de la causa a la que servía. Al pensar en estas cosas, se daba cuenta de que se explicaba a sí mismo el absurdo de su propia condición. Y comprendía que la explicaba de este modo porque no había otra manera de explicarla y, por tanto, de aceptarla libre y conscientemente.
El taxi se detuvo, y Marcello se apeó ante el café designado por Orlando. Las mesas alineadas en la acera, tal como le advirtiera por teléfono el agente, estaban llenas; en cambio, el interior del café estaba desierto. Orlando estaba sentado a una mesita junto a una ventana. Tan pronto como lo vio, lo llamó y le hizo señas de que se acercara.
Marcello se encaminó hacia él sin prisa y se sentó de cara al agente. A través del cristal de la ventana se veían las espaldas de las personas sentadas fuera, a la sombra de los árboles y, más lejos, parte de la columnata y del frontón triangular de la iglesia de la Magdalena. Marcello pidió un café. Orlando esperó que el camarero se hubiese alejado, y entonces dijo:
—Tal vez crea usted, doctor, que le van a servir un café exprés, como en Italia; pero es una ilusión. En París no hay café bueno como en Italia. Ya verá usted el calducho que le traen.
Orlando hablaba con su acostumbrado tono respetuoso, bonachón, tranquilo. «Una cara honrada —pensó Marcello mirando de reojo al agente mientras éste se tomaba, con un suspiro, otro sorbo de aquel detestado café—, una cara de campesino, de aparcero, de pequeño propietario rural.» Esperó que Marcello se hubiese bebido el café y luego preguntó:
—¿De dónde es usted, Orlando?
—¿Yo? De la provincia de Palermo, doctor.
Sin motivo, Marcello había pensado siempre que Orlando era oriundo de la Italia Central, de Umbría o de las Marcas. Pero ahora, mirándolo mejor, comprendió que había sido inducido, a error por el aspecto rústico y cuadrado del agente. Pero en su rostro no había huellas de la apacibilidad de los nativos de Umbría o de la placidez de los hijos de la Marcas. Era, sí, una cara honrada y bonachona, pero sus ojos, negros y como cansados, tenían una gravedad femenina y casi oriental que no era de aquellas tierras, y no era tranquila ni plácida, bajo su pequeña nariz, mal conformada, la sonrisa de aquella ancha boca sin labios. Dijo como en un susurro:
—Jamás me lo habría imaginado.
—¿De dónde me creía usted? —preguntó Orlando con vivacidad.
—De la Italia Central.
Orlando pareció reflexionar un momento. Al fin dijo con franqueza, aunque con respeto:
—Lamento decirle, doctor, que también usted participa del prejuicio general.
—¿Qué prejuicio?
—El prejuicio del Norte contra la Italia meridional y, en particular, contra Sicilia. También usted, doctor, y perdóneme que se lo diga. Pero es así. —Orlando movió la cabeza, dolorido. Marcello protestó:
—Puedo jurarle que no pensaba para nada en eso. Lo creía de la Italia Central por su aspecto físico.
Pero Orlando no lo oía ya.
—Le diré: es un estilicidio —prosiguió con énfasis, evidentemente satisfecho de la insólita palabra—. Por la calle, en la casa, por todas partes, incluso durante el servicio… algunos colegas del Norte llegan a reprocharnos los spaghetti. Y yo respondo: En primer lugar, los spaghetti no los comemos ya sólo nosotros, sino también ustedes. Y, en segundo lugar, ¡cuán dulce es la polenta de ustedes! —Marcello no dijo nada. En el fondo no le disgustaba que Orlando hablase de cosas no pertenecientes a su misión. Era una forma de eludir la familiaridad sobre un tema terrible y que no podía soportar. Orlando dijo de pronto, con fuerza—: Sicilia: la gran calumniada. Por ejemplo, la mafia. ¡Si supiera usted las cosas que se han dicho sobre la mafia! Para ellos no hay siciliano que no pertenezca a la mafia… aparte el hecho de que ignoran todo sobre la mafia.
Marcello dijo:
—Ya no existe la mafia.
—Ya sé que no existe —respondió Orlando, no del todo convencido—. Pero, doctor, créame usted que, si aún existiera, sería siempre mucho mejor, infinitamente mejor que los fenómenos análogos del Norte; los teppisti de Milán, los barabba de Turín…, ésos sí que son bribones, explotadores de mujeres, ladrones, prepotentes con los débiles. La mafia, si no otra cosa, al menos era una escuela de valor.
—Perdóneme, Orlando —dijo Marcello fríamente—, pero me gustaría que me explicara en qué consistía la escuela de valor de la mafia.
La pregunta pareció desconcertar a Orlando, no tanto por la frialdad casi burocrática del tono de Marcello, cuando por la complejidad del tema, que no admitía una respuesta inmediata y exhaustiva.
—Pues bien, doctor —contestó con un suspiro—, me hace usted una pregunta a la que no es fácil responder… En Sicilia el valor es la primera cualidad de un hombre de honor, y la mafia se llama a sí misma sociedad honrada. ¿Qué quiere que le diga? El que no ha estado allí ni ha visto con sus propios ojos, es difícil que pueda entender. Imagínese usted, doctor, un local, un bar, un café, una fonda, una cantina, donde se encontrase reunido un grupo de hombres armados y hostiles al miembro de la mafia… Pues bien ¿qué podría hacer éste? No se encomendaba a los carabineros, ni huía del país. Por el contrario, salía de su casa limpio, recién afeitado, se presentaba en aquel local, solo y desarmado, y decía las dos o tres palabras que bastaban y que querían… ¿Y qué creía usted? Todos, el grupo de los enemigos, los amigos, el pueblo entero, tenían los ojos fijos en él. Él lo sabía, y sabía también que si mostraba con una mirada no lo bastante firme, con una voz no lo bastante tranquila, con un rostro no del todo sereno, que tenía miedo, estaba perdido… Por eso todo su empeño se cifraba en superar este examen: miradas resueltas, voces tranquilas, ademanes mesurados, aspecto normal. Son cosas que parecen fáciles de decir. Pero hay que encontrarse en ellas para ver cuan difíciles resultan. Doctor, ésta era, y sólo para dar un ejemplo, la escuela del valor de la mafia.
Orlando, que se había ido entusiasmando al hablar, lanzó, al llegar este momento, una mirada fría y llena de curiosidad en dirección al rostro de Marcello, como diciendo: «Pero, si no me equivoco, no es de la mafia de lo que hemos de hablar.» Marcello entendió aquella mirada y, de manera ostentosa, echó una mirada a su reloj de pulsera.
—Bueno, ahora hablemos un poco de nuestras cosas, Orlando —dijo con autoridad—. Hoy debo entrevistarme con el profesor Quadri. Según las instrucciones, debo indicar a usted cuál es el profesor, al objeto de que pueda usted asegurarse bien de su identidad. Ésta es mi parte, ¿verdad?
—Sí, doctor.
—Pues bien, yo invitaré al profesor Quadri a cenar o a tomar café esta noche. Aún no puedo decirle dónde. Telefonéeme usted al hotel esta tarde hacia las siete, y entonces sabré el lugar… En cuanto al profesor Quadri, establezcamos desde ahora una manera para designarlo. Por ejemplo, digamos que el profesor Quadri será la primera persona a la que estreche la mano al entrar al café o al restaurante. ¿Va bien así?
—Entendido, doctor.
—Y ahora es necesario que me vaya —dijo Marcello consultando de nuevo el reloj. Dejó sobre la mesa el precio del café, se levantó y salió, seguido a distancia por el agente.
Ya en la acera. Orlando abarcó con la mirada el denso tránsito de la calle, en la que dos filas de coches se movían casi al paso en dos direcciones opuestas, y dijo en tono enfático:
—¡París!
—No es la primera vez que viene usted a París, ¿verdad, Orlando? —preguntó Marcello mientras buscaba con los ojos, entre los coches, un taxi libre.
—¿La primera vez? —contestó Orlando con una estúpida vanidad, muy característica de él—. ¡Qué va! Trate usted, doctor, de dar un número.
—No podría decir ninguno.
—Doce —contestó el agente—. Ésta es la decimotercera.
El chófer de un taxi captó al vuelo la mirada de Marcello y se detuvo ante él.
—Hasta la vista. Orlando —dijo Marcello subiendo al vehículo—. Así, esperaré su llamada esta tarde, ¿estamos?
El agente hizo con la mano una señal de inteligencia. Marcello subió al taxi y dio al chófer la dirección del hotel.
Pero mientras corría el taxi, las últimas palabras del agente, aquel «doce» y aquella «decimotercera» (había estado doce veces en París, y aquélla era la decimotercera) parecían resonar aún en sus oídos y despertar en su memoria ecos remotos. Le ocurría como a alguien que se asomase a una cueva gritando y descubriese que la propia voz resuena en profundidades insospechadas. Luego, de pronto, reclamado por aquellos números, recordó haber dicho al agente que podría reconocer a Quadri en la primera persona a la que él estrechara la mano, y se preguntó por qué, en vez de informar simplemente a Orlando que Quadri era reconocible por su joroba, había recurrido a aquella señal del saludo. Eran las lejanas e infantiles reminiscencias de la Historia Sagrada las que le habían hecho olvidar la deformidad del profesor, deformidad que era mucho más adecuada que el apretón de manos para los fines de un seguro conocimiento. Los apóstoles eran doce, y el decimotercero era él, precisamente el que besó a Cristo para que pudieran reconocerlo y detenerlo los guardias escondidos en el huerto. Ahora, las figuras tradicionales de las estaciones de la Pasión, tantas veces contempladas en las iglesias, se superponían en el escenario moderno de un restaurante francés, con las mesas puestas; los clientes sentados para comer; él, levantándose y adelantándose al encuentro de Quadri y tendiéndole la mano, y el agente Orlando, sentado aparte, observando a ambos. Luego la figura de Judas, el apóstol número trece, se confundía con la suya propia, adoptaba sus rasgos, era él mismo.
Sintió una voluntad especulativa, casi divertida, de reflexión ante aquel descubrimiento. «Probablemente Judas hizo lo que hizo por los mismos motivos por los que yo lo hago —pensó—. Y seguramente él hubo de hacerlo aunque no le gustase porque, después de todo, era necesario que alguien lo hiciera… Pero, ¿por qué espantarse? Admitamos, sin más, que haya escogido yo la parte de Judas. Bien, ¿y qué?»
Se dio cuenta de que, en efecto, no estaba asustado en modo alguno. Como máximo —comprobó—, invadido por su habitual melancolía fría, que, en el fondo, no era desagradable en modo alguno. Pensó aún —no para justificarse, sino para profundizar en aquel parangón y reconocer sus límites— que Judas era, desde luego, semejante a él, pero sólo hasta cierto punto. Hasta el apretón de manos. Quizá también, si se quería —aunque él no fuese un discípulo de Quadri—, hasta la traición, entendida ésta en un sentido muy genérico. A partir de aquí cambiaba todo. Judas se ahorcaba, o por lo menos se pensaba que no podía por menos de ahorcarse, porque aquellos mismos que le habían sugerido y pagado la traición, no tuvieron luego el valor de apoyarlo y de justificarlo. Pero él no se mataría y ni siquiera se desesperaría, porque detrás de él… vio a la multitud congregada en las plazas, aplaudiendo a quien lo mandaba e, implícitamente, justificándolo a él, que obedecía. Al fin, pensó que él no recibía absolutamente nada por lo que hacía. Nada de treinta denarios. Sólo el servicio, como decía el agente Orlando. La analogía iba perdiendo color y se disolvía, para dejar detrás de sí sólo una estela de orgullo y suficiente ironía. Como máximo —concluyó—, lo que importaba era que el parangón hubiese acudido a su mente, que lo hubiese desarrollado y que, por un momento, lo hubiese encontrado justo.