CAPÍTULO VII
Se dirigió al mostrador del conserje y pidió la llave de su estancia.
—Está arriba —dijo el conserje tras haber mirado el casillero—; la ha cogido su esposa… Ha subido con una señora.
—¿Una señora?
—Sí.
Turbado sobremanera y, al mismo tiempo, inmensamente feliz —tras el encuentro con aquel viejo— al ver que se turbaba de aquella forma ante la sola noticia de que Lina se encontraba en su habitación con Giulia, Marcello se dirigió hacia el ascensor. Al entrar en el mismo consultó su reloj de pulsera y vio que aún no eran las seis. Tenía tiempo de sobra para llevarse a Lina con cualquier pretexto, apartarse con ella a algún salón del hotel, decidir sobre el porvenir. Inmediatamente después, se desharía del agente Orlando, que debía telefonear a las siete. Estas coincidencias le parecieron felices. Mientras subía el ascensor, contempló la gardenia, que aún mantenía entre sus dedos y, de pronto, estuvo seguro de que el viejo se la había dado no para Giulia, sino para su verdadera mujer: Lina. Ahora le correspondía a él entregársela como prenda de amor.
Recorrió apresuradamente el pasillo, se dirigió a su habitación y entró en ella sin llamar. Era una habitación grande, de matrimonio, con un pequeño vestíbulo, al que daba también el cuarto de baño. Marcello, sin hacer ruido alguno, se acercó a la puerta y titubeó un momento en la oscuridad del vestíbulo. Entonces advirtió que la puerta de la habitación estaba entornada y que por el intersticio salía luz. Y sintió un gran deseo de espiar a Lina sin ser visto por ella, como si le pareciera que de aquella forma tendría la seguridad de que ella lo amaba verdaderamente. Miró a través de la hendidura de la puerta.
Una luz brillaba en la mesita de noche; el resto de la habitación estaba envuelto en sombras. Sentada junto a la cabecera de la cama, con la espalda contra las almohadas, vio a Giulia envuelta por completo en un paño blanco: la esponjosa toalla del baño. Sujetaba con ambas manos, junto al pecho, la toalla; mas no parecía poder o querer impedir que se abriese ampliamente por debajo, lo cual le dejaba al descubierto el vientre y las piernas. Acuclillada en el suelo, a los pies de Giulia, en el círculo de su amplia falda blanca, en ademán de rodearle las piernas con ambos brazos, la frente contra las rodillas y el pecho contra las espinillas, Marcello vio a Lina. Sin reprobación, más aún —se habría dicho—, con una especie de divertida e indulgente curiosidad, Giulia tendía el cuello para observar a la mujer, a la que, por su posición, algo inclinada hacia atrás, sólo podía ver imperfectamente. Al fin dijo Lina, sin moverse y en voz baja:
—¿No te disgusta que esté así un ratito más?
—No. Pero dentro de poco tendré que vestirme.
Tras un momento de silencio, y como reanudando una conversación anterior. Lina dijo:
—¡Qué tonta eres! Pero, ¿qué te haría? Si tú misma has dicho que si no estuvieses casada no tendrías nada en contra…
—Tal vez lo haya dicho —respondió Giulia casi con coquetería— para no ofenderte… Y, además, es verdad que estoy casada.
Marcello, que miraba, vio que ahora Lina, sin dejar de hablar, había retirado uno de los brazos con que rodeaba las piernas de Giulia, y con la mano, lenta y tenazmente, subía a lo largo del muslo, rechazando, de paso, el borde de la toalla.
—Casada —dijo con intenso sarcasmo, sin interrumpir su lenta aproximación—, pero hay que ver con quién.
—A mí me gusta —dijo Giulia. La mano de Lina se acercaba ahora, por el lado, hacia las desnudas ingles de Giulia, indecisa e insinuante como la cabeza de una serpiente. Pero Giulia la cogió por la muñeca y la empujó firmemente hacia abajo, a la vez que decía en tono indulgente, como una institutriz que amonesta a un niño inquieto:
—No creas que no te veo.
Lina cogió la mano de Giulia y empezó a besarla lenta y reflexivamente, frotando de cuando en cuando con fuerza todo el rostro contra la palma como un perro. Luego dijo:
—¡Tontuela! —casi en un suspiro, con intensa ternura.
Siguió un largo silencio. La pasión concentrada que emanaba de todos los ademanes de Lina, contrastaba de manera singular con la distracción y la indiferencia de Giulia, la cual, ahora, no parecía ni siquiera mostrar curiosidad; y aun abandonando la mano a los besos y a los frotamientos de Lina, miraba a su alrededor como quien busca un pretexto. Finalmente, retiró la mano e hizo ademán de levantarse, mientras decía:
—Bien, ahora tengo que vestirme de verdad.
Lina, dando un brinco, se puso de pie y exclamó:
—¡No te muevas! Dime sólo dónde está la ropa. Ya te vestiré yo.
De pie, de espaldas a la puerta. Lina ocultaba por completo a Giulia. Marcello oyó la voz de su esposa decir en medio de una risa:
—¿Quieres también servirme de camarera?
—¿Qué más te da? A ti no te importa nada y a mí me causa un gran placer.
—No; me vestiré yo sola. —Como por desdoblamiento, Giulia salió fuera de la figura de Lina, completamente desnuda, pasó de puntillas antes los ojos de Marcello y desapareció en el fondo de la estancia. Luego llegó hasta él su voz, que decía—: Te ruego que no me mires… Mejor aún, vuélvete… Me da vergüenza.
—¿Vergüenza de mí? Yo también soy una mujer.
—Eres una mujer, por decirlo así. Pero me miras como miran los hombres.
—Entonces, di de una vez que quieres que me vaya.
—No. Puedes quedarte, pero no me mires.
—Pero si no te miro, ¡tonta! ¿Acaso crees que me importa mirarte?
—No te enfades…, compréndeme. Si antes no me hubieses hablado de aquella forma, ahora no me avergonzaría y podrías mirarme cuanto quisieras. —Hablaba con voz velada, como si lo hiciera desde dentro de un vestido que se estuviera metiendo por la cabeza.
—¿No quieres que te ayude?
—¡Oh, sí! Precisamente ahora lo deseo tanto… —Con decisión, aunque desmañada en los movimientos; titubeante, aunque agresiva; excitada, pero humillada. Lina se movió, se perfiló un momento ante Marcello y desapareció, dirigiéndose hacia la parte de la estancia de la que llegaba la voz de Giulia. Hubo un momento de silencio, y luego Giulia exclamó, impaciente, pero no hostil—: ¡Uf, qué pesada eres!
Lina no dijo nada. Ahora, la luz de la lámpara caía sobre la cama vacía, iluminando la depresión dejada por las caderas de Giulia en la toalla húmeda. Marcello se retiró de la entornada puerta y volvió al pasillo.
De pronto, cuando se hubo alejado algunos pasos de la puerta, diose cuenta de que la sorpresa y la turbación le habían hecho realizar algo significativo: entre los dedos había aplastado la gardenia que le diera el viejo y que él había destinado a Lina. Dejó caer la flor en la alfombra y se dirigió hacia la escalera.
Descendió a la planta baja y salió a la calle, a la falsa y caliginosa luz del crepúsculo. Las luces se habían encendido ya: las blancas, a racimos, de los puentes; las amarillas, a pares, de los coches; las rojas, rectangulares, de las ventanas, y la noche subía como un humo lúgubre, hasta el cielo verde y sereno, tras el negro perfil de las agujas y de los tejados de la orilla opuesta. Marcello se dirigió al pretil y apoyó en él los codos y miró hacia abajo, hacia el Sena oscurecido, que ahora parecía arrastrar en sus negras olas fajas de gemas y aros de brillantes. Lo que sentía ahora era más semejante a la mortal quietud que sigue al desastre, que al tumulto del desastre mismo. Comprendía que por algunas horas, durante aquella tarde, había creído en el amor. Y, por el contrario, se daba cuenta de que se movía en un mundo completamente trastornado y árido en el que no se daba el verdadero amor, sino sólo la relación de los sentidos, desde el más natural y común, hasta el más anormal e insólito. Sin duda, no había sido amor lo de Lina por él; ni amor lo de Lina por Giulia; no se podía hablar de amor en las relaciones con su mujer; y quizá hasta Giulia, tan indulgente, casi tentada por los ofrecimientos de Lina, no lo amaba a él con verdadero amor. En este mundo vacilante y oscuro, semejante a un crepúsculo tempestuoso, estas figuras ambiguas de hombres-mujeres y de mujeres-hombres, que se entrecruzaban redoblando y mezclando su ambigüedad, parecían aludir a un significado también ambiguo, ligado, sin embargo, como le parecía, a su destino y a la comprobada imposibilidad de salir de él. Y puesto que no había amor, y sólo por eso, él seguiría siendo lo que había sido hasta entonces, llevaría a cabo su misión, persistiría en su intento de crearse una familia junto con la animal e imprevisible Giulia. Ésta era la normalidad: este expediente, esta forma vacía. Fuera de ella, todo era confusión y arbitrio.
Sentíase animado a actuar de esta forma también por la claridad que iluminaba ya la conducta de Lina. Ella lo despreciaba y, probablemente, incluso lo odiaba, como había declarado ya cuando era aún sincera; pero para no romper las relaciones y cerrarse así la posibilidad de seguir viendo a Giulia, había sabido fingir con él el sentimiento del amor. Marcello comprendía ahora que no se podía esperar de ella ni siquiera comprensión o piedad. Y experimentaba una sensación de dolor agudo e impotente ante esta hostilidad irremediable, definitiva, abroquelada en la anormalidad sexual, en la aversión política y en el desprecio moral. Así, aquella luz de sus ojos y de su frente, tan pura y tan inteligente, que lo había fascinado, no se inclinaría más sobre él para iluminarlo y calmarlo afectuosamente. Lina preferiría siempre bajarla y humillarla en lisonjas, súplicas y cópulas infernales. Recordó en este punto que, al verla apretar su rostro contra las rodillas de Giulia, había experimentado el mismo sentimiento de profanación que experimentara en la casa de S. al ver a la prostituta Luisa dejarse abrazar por Orlando. Giulia no era Orlando, pensó; pero él habría deseado que aquella frente no se humillase ante nadie; y había quedado desilusionado.
Entre estas reflexiones se había hecho de noche. Marcello se enderezó y se volvió hacia el hotel. Tuvo el tiempo justo de ver la blanca figura de Lina que salía de él y que se dirigía apresuradamente hacia un automóvil, aparcado a poca distancia, junto a la acera. Lo sorprendió el aire alegre y, a la vez, casi furtivo de la mujer, como de garduña o comadreja que escapa de un gallinero llevando consigo la presa. Pensó que no era la actitud de quien ha sido rechazado, sino todo lo contrario. Quizá Lina había conseguido arrancar alguna promesa a Giulia. O tal vez Giulia, por cansancio o pasividad sexual, le habría permitido algunas caricias, sin valor para ella, tan indulgente para sí misma y para los demás, pero preciosas para Lina. Entretanto, la mujer había abierto la portezuela del coche, se había sentado de través y luego había metido las piernas dentro. Marcello la vio pasar, con su bello rostro altivo y erguido de perfil, con las manos en el volante. El coche se alejó y él volvió a entrar en el hotel.
Subió a su cuarto y entró en él sin llamar. La habitación estaba en orden. Giulia estaba sentada, completamente vestida, ante el tocador, acabando de peinarse. Preguntó tranquilamente, sin volverse:
—¿Eres tú?
—Sí, soy yo —contestó Marcello sentándose en la cama. Esperó un momento y luego preguntó—: ¿Te has divertido mucho?
Inmediatamente, con vivacidad, la mujer se volvió a medias en el tocador y respondió:
—¡Una barbaridad! Hemos visto muchas cosas bonitas, he dejado mi corazón por lo menos en una docena de tiendas. —Marcello no dijo nada. Giulia acabó de peinarse en silencio, y luego se levantó y fue a sentarse también en la cama. Llevaba un vestido negro con un largo y floreado escote, del cual, como dos hermosas frutas de un cesto, despuntaban las dos redondeces sólidas y morenas del pecho. Su rostro dulce y joven, de grandes ojos sonrientes y boca exuberante, tenía la acostumbrada expresión de alegría sensual. Al esbozar una sonrisa tal vez inconsciente, Giulia descubrió, entre los labios iluminados de vivaz carmín, sus dientes regulares, de una blancura brillante y límpida. Le cogió una mano, afectuosamente, y le dijo—: ¿Sabes qué me ha ocurrido?
—¿Qué?
—Pues que esa señora, la esposa del profesor Quadri… pues… bien… que… no es una mujer normal.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que es una de esas mujeres que aman a las mujeres… y… en resumidas cuentas, figúrate que se ha enamorado de mí… así… una especie de flechazo… Me lo dijo después de haberte ido tú. Por eso insistió tanto en que me quedara a descansar en su casa. Me ha hecho una declaración de amor en toda regla. ¿Quién habría podido imaginárselo?
—¿Y tú?
—Yo no esperaba aquello, ni mucho menos. Me estaba quedando dormida, porque en realidad estaba cansada. Al principio no entendí nada, hasta que, al fin, me di cuenta y entonces no supe qué hacer. Porque se trata de una verdadera pasión, furiosa, exactamente igual que un hombre. Di la verdad, ¿habrías esperado tú una cosa así de una mujer como ésa tan controlada, tan dueña de sí misma?
—No —respondió Marcello suavemente—, no lo habría esperado. Como, por lo demás, tampoco habría esperado —añadió— que tú correspondieras a esas efusiones.
—Pero, ¿acaso estás celoso? —exclamó ella estallando en una carcajada llena de adulación y gozo—. ¿Celoso de una mujer? Y aun suponiendo que le hubiese hecho caso no deberías estar celoso. Una mujer no es un hombre. Pero puedes estar tranquilo. Entre nosotras no ha habido casi nada.
—¿Casi?
—Digo casi —respondió ella en tono reticente—, porque, al verla tan desesperada, mientras me acompañaba en coche al hotel, le he permitido que me cogiera una mano.
—¿Sólo cogerte una mano?
—Pero, ¡estás celoso! —exclamó ella de nuevo, muy contenta—. Estás realmente celoso. No te conocía en este aspecto. Pues bien, sí, si quieres realmente saberlo —añadió tras un momento—. Le permití también que me diera un beso… pero como de hermana a hermana. Y luego, como insistía y me importunaba, la mandé a paseo. Eso es todo. Y ahora dime: ¿estás celoso?
Marcello había insistido a fin de que Giulia hablase de Lina, sobre todo para encontrar una vez más la acostumbrada diferencia entre él y su mujer: él, trastornado toda la vida por una cosa que no había acaecido; la mujer, por el contrario, abierta a todas las experiencias, indulgente y olvidadiza en la carne antes que en el espíritu. Preguntó dulcemente:
—En el pasado, ¿has tenido alguna vez relaciones de esta índole?
—¡No, jamás! —respondió ella con decisión. Este tono seco era tan insólito en ella, que Marcello comprendió en seguida que mentía. Insistió:
—¡Adelante! ¿Por qué mentir? La que no conoce estas cosas no se comporta como tú te has comportado con la señora Quadri. ¡Di la verdad!
—Pero, ¿por qué te importa saberlo?
—Me importa mucho.
Giulia calló un momento, con la vista baja, y luego dijo lentamente:
—¿Sabes aquella historia con aquel abogado? Hasta el día en que te conocí me habían dado un verdadero horror los hombres. Por eso, tuve una amistad, que duró muy poco, con una muchacha, una estudiante de mi edad… Me quería de verdad, y fue sobre todo su afecto, en unos momentos en que tanta necesidad tenía de él, lo que me convenció. Luego se hizo exclusiva, exigente, celosa y entonces rompí las relaciones con ella. De cuando en cuando la veo en Roma, acá y allá. ¡Pobrecilla! Sigue queriéndome. —Ahora sobre su rostro, tras un momento de reticencia y embarazo, se veía de nuevo su acostumbrada expresión plácida. Añadió, cogiéndole la mano—: Puedes estar tranquilo y no sentir celos, pues sabes bien que sólo te amo a ti.
—Lo sé —dijo Marcello. Ahora recordaba las lágrimas de Giulia en el coche-cama, su intento de suicidio, y comprendió que era sincera. Mientras que, convencionalmente, había visto la traición en su taita de virginidad, no daba en realidad importancia alguna a aquellos errores de su adolescencia. Al cabo de un rato, prosiguió Giulia:
—Me parece que aquella mujer está realmente loca. ¿Sabes lo que quiere? Que dentro de unos días nos vayamos todos a Saboya, donde tienen una casa. Es más: ya ha trazado incluso un programa.
—¿Qué programa?
—Su marido marcha mañana, mientras que ella se quedará unos días más en París. Dice que lo hace por asuntos suyos, pero yo estoy convencida de que lo hace por mí. Nos propone partir juntos y pasar una semana con ellos en la montaña. No le cabe en la cabeza que estamos en viaje de novios. Para ella, es como si tú no existieras. Me ha escrito la dirección de su casa en Saboya y me ha hecho jurar que te persuadiría a aceptar la invitación.
—¿Y cuál es esa dirección?
—Ahí está —dijo Giulia señalando un pedazo de papel que había sobre el mármol de la mesita de noche—. Pero, ¿es que acaso piensas aceptar?
—Yo, no, pero quizá tú sí.
—Pero, ¡por el amor de Dios!, ¿acaso crees que yo le doy importancia a esa mujer? ¿No te he dicho que la he mandado a paseo porque me molestaba con sus insistencias? —Entretanto se había levantado de la cama y, sin dejar de hablar, salió de la habitación—. A propósito —gritó desde el baño—, hace una media hora, alguien ha telefoneado preguntando por ti. Una voz de hombre, un italiano. No ha querido decir quién era. Me ha dejado un número, rogándote que le telefonees lo más pronto posible. Lo he apuntado en ese mismo pedazo de papel.
Marcello cogió el papel, se sacó del bolsillo una libreta y anotó con cuidado tanto la dirección de la casa que los Quadri tenían en Saboya, como el número de Orlando. Ahora le parecía haber entrado de nuevo en sí mismo tras la efímera exaltación de aquella tarde; y lo advertía, sobre todo, por el automatismo de sus actos y por la resignada melancolía que los acompañaba. Así, todo había terminado —pensó mientras se metía la libreta en el bolsillo—, y aquella fugaz aparición del amor en su vida había sido, a fin de cuentas, sólo una sacudida de asentamiento de esa misma vida en su forma definitiva. Volvió a pensar en Lina por un momento y le pareció entrever una señal manifiesta del destino en su repentina pasión por Giulia, pasión que, mientras le había permitido a él conocer la dirección de su casa en Saboya, al mismo tiempo actuaba de forma que cuando Orlando y sus hombres se presentaran en ella. Lina no estaría aún allí. La partida solitaria de Quadri y la permanencia de Lina en París se combinaban, en suma, perfectamente con el plan de la misión. Si las cosas hubieran rodado de otra forma, no veía la manera de que él y Orlando hubiesen podido llevarla a cabo.
Se levantó, dijo a su mujer, gritando, que bajaba y la esperaba en el vestíbulo, y salió. Había una cabina telefónica al final del pasillo y se dirigió a ella sin prisa, casi automáticamente. Sólo al oír la voz del agente que, desde el cuerno de ebonita del receptor, le preguntaba humorísticamente:
—Y bien, doctor, ¿dónde haremos la comidita? —le pareció salir de la niebla de sus propios pensamientos. Con calma, hablando con lentitud y claridad, empezó a informar a Orlando del viaje de Quadri.