CAPÍTULO I
Había caído la tarde, y Marcello, que se había pasado todo el día tendido en la cama fumando y reflexionando, se levantó y se dirigió hacia la ventana. Negras, en la verdosa luz del crepúsculo estival, las casas que por todas partes rodeaban la suya, se levantaban en torno a desnudos patios de cemento adornados con pequeños arriates verdes y setos de mirto cortado. Algunas ventanas lucían rojas, y, en las estancias del servicio, se podía ver a los camareros con sus listadas chaquetas de trabajo, a las cocineras con delantal blanco realizando las labores domésticas y los hornillos sin llama de las cocinas eléctricas. Marcello levantó los ojos a lo alto, más allá de las terrazas de las casas. Las últimas neblinas purpúreas del ocaso se desvanecían en el cielo vespertino. Luego bajó de nuevo su mirada y vio un coche entrar y pararse en el patio. El chófer bajó junto con un enorme perro blanco, que empezó a correr en seguida entre los arriates, aullando y ladrando de alegría. Era un barrio rico, completamente nuevo, levantado en los últimos años, y al mirar aquellos patios y aquellas ventanas, nadie habría podido pensar que la guerra duraba hacía ya cuatro años y que, aquel mismo día, un Gobierno que duraba ya veinte, había caído. Nadie, salvo él —como pensó— y todos cuantos se encontraban en sus mismas condiciones. Fulgurante, por un momento, se le apareció la imagen de una vara divina que, suspendida sobre la gran ciudad, extendida pacíficamente bajo el cielo sereno, golpeaba acá y allá a algunas familias, arrojándolas en la consternación, el terror y el luto, mientras que sus vecinos permanecían indemnes. Su familia figuraba entre las afectadas, como sabía y como había previsto desde el principio de la guerra, una familia como las demás, con los mismos afectos y la misma intimidad, del todo normal, con esa normalidad que tan tenazmente había buscado durante años y que ahora se revelaba puramente externa y envuelta en la anormalidad. Recordó que había dicho a su mujer, el día en que estalló la guerra en Europa: «Si fuese lógico, hoy debería suicidarme», y recordó también el terror que despertaron en ella estas palabras. Como si hubiese sabido lo que escondían, más allá de una simple previsión de la marcha desfavorable del conflicto. Una vez más se preguntó si Giulia sabría quién era él en realidad y el papel que había desempeñado en la muerte de Quadri; y una vez más, le pareció imposible que pudiera saberlo, aunque, por ciertos signos, se pudiera suponer lo contrario.
Ahora se daba cuenta con perfecta claridad, que, como se dice, había apostado por el caballo perdedor. Pero, aparte las comprobaciones de hecho más obvias, no veía muy claro por qué había apostado de aquel modo y por qué no había ganado el caballo. Pero habría querido estar seguro de que debía ocurrir todo lo que había ocurrido, o sea, que él no habría podido apostar de modo distinto ni con un éxito diferente. Tenía necesidad de esta seguridad más que de la liberación de unos remordimientos que no sentía. En efecto, para él, el único remordimiento posible era el de haberse equivocado, o sea, el haber hecho lo que había hecho sin una necesidad absoluta y fatal. En suma, el haber ignorado, deliberada e involuntariamente, que habría podido hacer cosas muy distintas. Pero si podía tener la seguridad de que esto no era cierto, le parecía que, si bien de la manera apagada y átona que le era habitual, podía estar en paz consigo mismo. En otros términos —pensó—, debía estar seguro de haber reconocido su propio destino y haberlo aceptado tal como era, útil para los demás y para él mismo, quizá de manera sólo negativa, pero, sin embargo, útil.
Entretanto, en la duda lo consolaba la idea de que, aunque hubiese sido un error —y esto no podía excluirlo—, él había apostado más fuerte que nadie, más que todos aquellos que se encontraban en sus mismas condiciones. Lo único que le quedaba era el consuelo del orgullo. Otros, mañana, podrían cambiar de ideas, de partido, de vida e incluso de carácter; por el contrario, para él, esto no era posible, y no sólo respecto a los demás, sino también respecto a sí mismo. Había hecho lo que había hecho por motivos exclusivamente suyos y fuera de toda comunión con los demás. Aunque se le hubiese permitido, cambiar, para él, habría querido decir anularse. Y ahora, entre los muchos aniquilamientos, quería evitar precisamente éste.
Al llegar a este punto, pensó que si había habido algún error, el primero y mayor error había sido el pretender salir de su propia anormalidad, el buscar una normalidad cualquiera a cuyo través comunicarse con los demás. Este error había tenido su origen en un instinto poderoso. Por desgracia, la normalidad en que este instinto se había refugiado era sólo una forma vacía, dentro de la cual todo era anormal y gratuito. Al primer choque, aquella forma había saltado en pedazos; y aquel instinto, tan justificado y tan humano, había hecho de él un verdugo, de la víctima que había sido. En resumidas cuentas, su error no había sido tanto el haber matado a Quadri cuanto el haber querido obliterar el vicio de origen de su propia vida con medios inadecuados. Pero —volvió a preguntarse—, ¿habría sido posible que las cosas hubiesen rodado de otra manera?
No, no habría sido posible —pensó aún, a guisa de respuesta—. Lino había tenido que acechar su inocencia, y él, para defenderse, había tenido que matarlo, y luego, para liberarse de la sensación de anormalidad derivada de ello, había tenido que buscar la normalidad del modo que lo había hecho. Y para conseguir aquella normalidad había tenido que pagar un precio correspondiente a la carga de anormalidad de la que había pretendido liberarse. Así, todo había sido fatal, aunque libremente aceptado, de la misma forma que todo había sido, a la vez, justo e injusto.
Más que pensar estas cosas, le parecía sentirlas con la percepción aguda y dolorosa de una angustia, que rechazaba y ante la cual se rebelaba. Habría querido mostrarse indiferente y tranquilo ante el desastre de su propia vida, como si se hubiese tratado de un espectáculo funesto, pero lejano. Por el contrario, esta angustia le hacía sospechar una relación de pánico entre él y los acontecimientos, pese a la claridad con la que se esforzaba en examinarlos. Por lo demás, en aquel momento no era fácil distinguir la claridad del miedo. Y tal vez la mejor solución consistiría en guardar, como siempre, una actitud decorosa e impasible. Después de todo —pensó casi sin ironía, como si hiciera la suma de sus modestas ambiciones—, no tenía nada que perder, a menos que se considerase una pérdida la renuncia a su mediocre puesto de funcionario estatal; a aquella casa, que debía pagar a plazos en veinticinco años; al coche, que también había de pagar en dos años, y a algunos otros adminículos de la vida cómoda que le había parecido un deber conceder a Giulia. No tenía realmente nada que perder; y si en aquel momento hubiesen venido a detenerlo, la exigüidad de las ventajas materiales que había sacado de su función, maravillaría a sus mismos enemigos.
Separóse de la ventana y se volvió hacia la estancia. Era un dormitorio de matrimonio, tal como lo había querido Giulia. De caoba brillante y oscuro, con tiradores y ornamentos de bronce, imitación estilo imperio. Se acordó de que también aquel dormitorio había sido comprado a plazos, y que había acabado de pagarlo prácticamente el año anterior. «Toda nuestra vida —pensó con sarcasmo mientras cogía la chaqueta del respaldo de la silla y se la ponía—… y a plazos. Pero los últimos son los más elevados y no llegaremos jamás a pagarlos.» Puso en su sitio, con el pie, la alfombrilla y salió del dormitorio.
Salió al pasillo y se dirigió, al fondo, hacia una puerta entornada, por cuya rendija salía la luz. Era el dormitorio de su hija, y al entrar titubeó un momento en el umbral, casi incrédulo ante la escena familiar y acostumbrada que se ofrecía a sus ojos. El dormitorio era pequeño y estaba amueblado con el estilo gracioso y coloreado propio de las habitaciones en las que duermen y viven los niños. Los muebles estaban pintados de laca rosa, las cortinas y visillos eran azulados, y el empapelado de las paredes tenía dibujos de canastillas de flores. Sobre la alfombra —también rosa— había esparcidas, en desorden, muchas muñecas de distintos tamaños y otros juguetes. Su mujer estaba sentada a la cabecera, y Lucilla, la niña, estaba ya metida en la cama. Su madre, que hablaba con la pequeña, volvióse ligeramente al entrar él y le dirigió una larga mirada, aunque sin decir una palabra. Marcello cogió una de aquellas sillitas lacadas y se sentó también junto a la cama. La niña dijo:
—Buenas noches, papá.
—Buenas noches, Lucilla —respondió Marcello mirándola.
Era una niña morena, delicada, de cara redonda, ojos grandísimos de dulce expresión y rasgos muy finos, exquisitos, en su excesiva suavidad. Sin saber por qué, en aquel momento le pareció incluso demasiado graciosa y, sobre todo, consciente de su gracia, de una manera —pensó— que no excluía tal vez un principio de inocente coquetería y que, de manera desagradable, le recordó a su madre, a la que la niña se parecía mucho. Esta coquetería se notaba en la forma en que, al hablarle a él o a su madre, movía sus ojos grandes y aterciopelados, con efectos extraños para una niña de seis años, y en la extrema y casi increíble seguridad de su forma de hablar. Vestida con una camisa azul, toda rizos y encajes, y sentada en la cama, tenía las manitas juntas para las oraciones de la noche, interrumpidas por la llegada de su padre.
—Vamos, Lucilla, no te quedes encantada —dijo la madre cariñosamente—. Vamos, reza las oraciones conmigo.
—Yo no me quedo encantada —respondió la niña dirigiendo la mirada hacia el techo con una mueca de impaciente suficiencia—. Eres tú la que te has interrumpido cuando ha entrado papá. Ahora me interrumpo yo también.
—Tienes razón —dijo Giulia con tranquilidad—, pero tú sabes la oración y podrías continuarla sola. Cuando seas más grandecita no estaré yo para sugerírtela, y entonces habrás de rezar sólita.
—¿Ves como me haces perder el tiempo? Y estoy cansada —dijo la niña levantando ligeramente los hombros, pero sin separar las manos—. Mientras hablas podríamos haber acabado la oración.
—Bien —dijo Giulia, sonriendo esta vez, aunque, al parecer, contra su voluntad—, empecemos por el principio: Dios te salve, María, llena eres de gracia.
La niña repitió con voz arrastrada:
—Dios te salve, María, llena eres de gracia.
—El Señor es contigo, y bendita tú eres entre todas las mujeres.
—El Señor es contigo, y bendita tú eres entre todas las mujeres.
—Y bendito es el fruto de tu vientre. Jesús.
—Y bendito es el fruto de tu vientre. Jesús. ¿Puedo descansar un momento? —preguntó la niña al llegar a este punto.
—¿Por qué? —preguntó Giulia—. ¿Ya estás cansada?
—Hace una hora que me tienes así, con las manos juntas —dijo la niña separando las manos y mirando a su padre—. Al entrar papá habíamos rezado ya la mitad de la oración. —Se frotaba los brazos con las manos, ostentando indignada y coquetamente su cansancio. Luego levantó de nuevo las manos y, volviéndolas a unir, dijo—: Estoy lista.
—Santa María, Madre de Dios —prosiguió Giulia sin prisa.
—Santa María, Madre de Dios —repitió la niña.
—Ruega por nosotros, pecadores.
—Ruega por nosotros, pecadores.
—Ahora y en la hora de nuestra muerte.
—Ahora y en la hora de nuestra muerte.
—Amén.
—Amén. ¿Tú no rezas nunca, papá? —preguntó la niña sin transición.
—Rezamos por la noche, antes de acostarnos —respondió apresuradamente Giulia. Sin embargo, la niña miraba a Marcello con aire interrogativo y, según le pareció, incrédulo. Él se apresuró a confirmar.
—Es natural; rezamos todas las noches antes de meternos en la cama.
—Ahora acuéstate y duerme —dijo Giulia levantándose y tratando de que la niña se tumbara en posición supina. Lo consiguió, aunque no sin esfuerzo, pero la niña no parecía en modo alguno dispuesta a dormir; luego le subió hasta el mentón la sábana, que era toda la ropa con que se tapaba.
—Tengo calor —dijo la niña dando patadas a la sábana—, tengo calor.
—Mañana iremos a casa de la abuela y ya no tendrás más calor —respondió Giulia.
—¿Dónde está la abuela?
—En la montaña. Allí hace fresco.
—Pero, ¿dónde?
—Ya te lo he dicho muchas veces: en Tagliacozzo. Es un lugar fresco, y estaremos en él todo el verano.
—Pero, ¿no vendrán los aviones?
—Los aviones no vendrán más.
—¿Por qué?
—Porque la guerra ha terminado.
—¿Y por qué ha terminado la guerra?
—Porque dos no son tres —dijo Giulia bruscamente, pero sin malhumor—. Y ahora basta ya de preguntas. Duerme, porque mañana por la mañana hemos de levantarnos muy temprano para marcharnos. Y ahora voy por la medicina para que te la tomes.
Salió, y dejó a solas a su marido con la hija.
—Papá —preguntó inmediatamente la niña sentándose en la cama—, ¿te acuerdas de la gata de los vecinos de abajo?
—Sí —respondió Marcello levantándose de la silla y sentándose al borde de la cama.
—Ha tenido cuatro gatitos.
—Bien, ¿y qué?
—La institutriz de las niñas me ha dicho que, si quiero, pueden darme uno de los gatitos. ¿Puedo quedarme con él? Me lo llevaría a Tagliacozzo.
—Pero, ¿cuándo nacieron esos gatitos?
—Anteayer.
—Entonces no es posible —dijo Marcello acariciando la cabeza de la pequeña—. Los gatitos deben permanecer con la madre mientras mamen. Te lo pueden dar cuando regreses de Tagliacozzo.
—¿Y si no volvemos de Tagliacozzo?
—¿Por qué no hemos de volver? Volveremos al final del verano —respondió Marcello hundiendo los dedos en los cabellos morenos y suaves de su hija.
—¡Ay, que me haces daño! —se lamentó la niña en seguida, tan pronto como Marcello le pasó la mano por la cabeza.
Marcello retiró la mano de los cabellos y dijo sonriendo:
—¿Por qué dices que te he hecho daño? Sabes que no es cierto.
—Pues sí, me has hecho daño —respondió ella con énfasis. Y luego, llevándose las manos a las sienes, con gesto obstinadamente femenino—: Ahora tendré un gran dolor de cabeza.
—Entonces te tiraré de las orejas —dijo Marcello jocosamente. Levantó con delicadeza los cabellos sobre la orejita redonda y rosada y tiró de ella ligeramente, agitándola como una campanilla.
—¡Ay, ay, ay! —gritó la niña con voz aguda fingiendo dolor, con el rostro sofocado por un leve rubor—. ¡Ay, ay, ay, que me haces daño!
—¿Ves como eres mentirosilla? —la reprochó Marcello—. Sabes que no se deben decir mentiras.
—Esta vez —dijo ella con toda seriedad— puedo jurarte que me has hecho verdaderamente mal.
—¿Quieres que te dé una muñeca para la noche? —preguntó Marcello dirigiendo la mirada hacia la alfombra, sobre la que se hallaban esparcidos los juguetes.
Ella lanzó una ojeada de tranquilo desprecio a las muñecas y respondió con suficiencia:
—Si quieres…
—¿Cómo que si quiero? —preguntó Marcello sonriendo—. Hablas como si hubieras de darme gusto a mí… ¿No te gusta dormir con una muñeca?
—Sí, me gusta —admitió ella—; dame… —titubeó mirando hacia la alfombra—, dame aquella del vestido color rosa.
Marcello se levantó y miró la alfombra:
—Todas tienen el vestido rosa.
—Es que hay rosa y rosa —dijo la niña con impaciente sabihondez—. El rosa de aquella muñeca es idéntico al rosa de las rosas color rosa que hay en el balcón.
—¿Ésta? —preguntó Marcello cogiendo de la alfombra la muñeca más bonita y más grande.
—¿Ves como no entiendes nada? —dijo ella severamente. De pronto saltó de la cama, corrió descalza hasta un ángulo de la alfombra y, una vez recogida del suelo una muñeca muy fea, de tela, de cara chata y renegrida, volvió apresuradamente a meterse en la cama, diciendo—: Aquí la tienes.
Esta vez se metió bajo la sábana, boca arriba, con la cara sonrosada y plácida apretada contra la atónita y sucia de la muñeca. Giulia volvió, trayendo en la mano una botella y una cuchara.
—¡Vamos! —dijo acercándose—, toma la medicina.
La niña no se hizo rogar. Obediente, se incorporó en la cama y adelantó el rostro, con la boca abierta, en un ademán de pajarillo que toma el bocado. Giulia le metió la cuchara en la boca y la inclinó bruscamente, vertiendo el líquido. La niña volvió a tumbarse boca arriba exclamando:
—¡Qué malo es!
—Y ahora, buenas noches —dijo Giulia inclinándose y besando a su hija.
—Buenas noches, mamá; buenas noches, papá —dijo la niña con voz aguda.
Marcello la besó, a su vez, en la mejilla y luego siguió a su esposa. Giulia apagó la luz y cerró la puerta. En el pasillo, ella se volvió a medias hacia su esposo y le dijo:
—Creo que aún es temprano. —Marcello notó entonces por primera vez, en aquella sombra acusadora, que Giulia tenía los ojos hinchados, como de haber llorado. La visita a su hija lo había animado; pero ahora, al ver los ojos de su mujer, se apoderó nuevamente de él el miedo a no saberse mostrar tan sereno y tranquilo como hubiese querido. Entretanto, Giulia lo había precedido al comedor, una estancia demasiado pequeña, con una mesita redonda y un aparador. La mesa estaba puesta; la lámpara central, encendida, y por la ventana abierta llegaba la voz de la radio que describía, con el estilo anhelante y triunfal usado habitualmente para los partidos de fútbol, la caída del Gobierno fascista. La camarera entró y, después de haber servido la sopa, salió de nuevo. Empezaron a comer lentamente, con movimientos acompasados. La radio pareció de pronto llegar al frenesí. El locutor explicaba ahora, en términos exaltados y con voz febril, que una gran multitud marchaba por las calles de la ciudad aplaudiendo al rey—. ¡Qué asco! —exclamó Giulia dejando la cuchara y mirando hacia la ventana.
—¿Por qué asco?
—Hasta ayer aplaudieron a Mussolini. Hace pocos días aplaudieron al Papa porque esperaban que los salvara de los bombardeos. Hoy aclaman al rey, que se ha deshecho de Mussolini. —Marcello no dijo nada. Las opiniones y las reacciones de Giulia en lo tocante a los asuntos públicos le eran bien conocidas, hasta el punto de poderlas anticipar mentalmente. Eran las opiniones y las reacciones de una persona muy sensible, carente en absoluto de curiosidad por los profundos motivos que originaban los acontecimientos y guiada, más que nada, por razones personales y afectivas. Acabaron de comer la sopa en silencio, mientras la radio seguía vociferando torrencialmente. Luego, de pronto, después de haber traído la camarera el segundo plato, apagóse la radio y se hizo el silencio, y, con el silencio, pareció volver la sensación de sofocante bochorno de la inmóvil noche estival. Se miraron, y luego Giulia preguntó—: Bueno, ¿y que harás ahora?
Marcello respondió brevemente:
—Haré lo que harán todos los que se encuentran en mis mismas circunstancias. Somos muchos en Italia los que hemos creído en eso.
Giulia titubeó antes de hablar. Luego añadió lentamente:
—No. Quiero decir qué harás respecto al asunto de Quadri.
O sea, que, después de todo, ella lo sabía, y tal vez lo había sabido siempre. Marcello se dio cuenta de que desfallecía al oír aquellas palabras, como habría desfallecido diez años antes si alguien le hubiese preguntado: «¿Y qué harás ahora respecto al asunto de Lino?» Entonces la respuesta, si hubiera tenido el don de la profecía, habría debido de ser ésta: «Matar a Quadri.» Pero, ¿qué diría ahora? Dejó el tenedor junto al plato y, tan pronto como estuvo seguro de que no le temblaría la voz, respondió:
—No entiendo de qué me hablas.
La vio bajar los ojos, haciendo una mueca como de llanto. Luego dijo, con voz lenta y triste:
—En París, Lina, tal vez porque quería separarme de ti, me dijo que tú formabas parte de la policía política.
—¿Y qué le dijiste tú?
—Que no me importaba. Que era tu esposa y que te quería mucho, hicieses lo que hicieses. Que si tú lo hacías, era señal de que pensabas que era bueno hacerlo. —Marcello no dijo nada, emocionado, contra su voluntad, ante aquella fidelidad tan obtusa e inflexible. Giulia continuó, con voz titubeante—: Pero luego, cuando Lina y Quadri fueron asesinados, sentí tanto miedo que, aunque tú no hubieses intervenido en ello… Y desde entonces no he hecho más que pensar y pensar… Pero nunca te he hablado de ello porque, así como tú no me habías dicho nunca nada de tu profesión, pensaba que, con mayor motivo, no podía hablarte de ello.
—¿Y qué piensas ahora? —preguntó Marcello tras un momento de silencio.
—¿Yo? —dijo Giulia levantando los ojos y mirándolo. Marcello vio que sus ojos brillaban y comprendió que aquel llanto era ya una respuesta. Sin embargo, ella añadió con esfuerzo—: Tú mismo, en París, me dijiste que la visita a Quadri era muy importante para tu carrera… Por eso creo que puede ser verdad.
Él dijo rápidamente:
—Sí, es verdad. —En aquel mismo instante comprendió que Giulia había esperado, hasta el último momento, ser desmentida. En efecto, al oír sus palabras, y como a una señal, se arrojó sobre la mesa, con el rostro en un brazo, y empezó a sollozar. Marcello se levantó, fue a la puerta y cerró con llave. Luego volvió al lado de ella y, sin inclinarse, poniéndole una mano en la cabeza, dijo—: Si quieres, mañana mismo nos separamos. Te acompaño a Tagliacozzo con la niña y luego me voy y no me vuelves a ver más… ¿Quieres que lo hagamos así?
Giulia dejó inmediatamente de sollozar, como —pensó él— si no diera crédito a sus oídos. Luego, de la concavidad del brazo en que ella escondía el rostro, le llegó su voz, triste y sorprendida:
—Pero, ¿qué dices? ¿Separamos? No, no es eso… Es que tengo mucho miedo por ti. ¿Qué te harán ahora?
Así —pensó—, Giulia no sentía horror hacia él ni remordimiento por la muerte de Quadri y Lina, sino solamente temor por él, por su vida, por su porvenir. Esta insensibilidad, doblada de tanto amor, le causó un efecto extraño, como el que siente aquel que, al subir una escalera a oscuras, levanta el pie creyendo encontrar otro escalón y se da cuenta, de pronto, de que se proyecta hacia el vacío de un rellano. En realidad, había previsto e incluso esperado el horror y un severo juicio. Y, en vez de ello, encontraba únicamente el acostumbrado amor ciego y solidario. Dijo, con cierta impaciencia:
—No me harán nada. No hay pruebas y, además, yo no hice más que cumplir órdenes. —Titubeó un momento, por una especie de pudor mezclado de repugnancia por el lugar común; luego acabó, con un esfuerzo—: No hice más que cumplir con mi deber, como un soldado.
Giulia se agarró súbitamente a aquella frase manida que, en su tiempo, no había bastado para tranquilizar ni siquiera al agente Orlando.
—Sí, también yo lo he pensado —dijo levantando la cabeza, aterrándole una mano y besándosela frenéticamente—. Siempre me he dicho: Marcello, en el fondo, no es más que un soldado. Y también los soldados matan, porque son mandados. Él no tiene la culpa si le hacen hacer ciertas cosas… Pero, ¿no crees que vengan a detenerte? Estoy segura de que los que te daban las órdenes escaparán, mientras que tú, que no tienes nada que ver y te has limitado a cumplir con tu deber, pagarás los platos rotos. —Ella volvió la mano, tras haberla besado en el dorso, y siguió besándola, siempre con la misma furia, en la palma.
—Cálmate —dijo Marcello acariciándola—. Por ahora tienen algo más que hacer que buscarme a mí.
—Pero la gente, ¡es tan mala…! Basta uno que te desee mal. Te denunciarán. Además, siempre ocurre lo mismo: los peces gordos, los que mandan y han hecho los millones, se salvan; mientras que los pequeños como tú, que han cumplido con su deber y no tienen ni un céntimo ahorrado, pagan los platos rotos. ¡Oh, Marcello, tengo tanto miedo!
—No tengas miedo. Todo se arreglará.
—No, sé que no se arreglará; lo presiento… Además, ¡estoy tan cansada! —Giulia hablaba ahora con la cara contra la mano de él, pero sin besarla—: Después de tener a Lucilla, aunque conocía tu profesión, pensaba: Ahora estoy centrada en la vida, tengo una hija, un marido al que quiero mucho, una casa, una familia… soy feliz, verdaderamente feliz. Era la primera vez que me sentía feliz en mi vida y no me parecía verdad. Casi no podía creerlo. ¡Y tenía siempre miedo de que todo acabase y no durase la felicidad…! Y, en efecto, no ha durado, y ahora hemos de huir. Y tú perderás el puesto y quién sabe lo que te harán. Y aquella pobre criatura, será peor que si fuese huérfana. Y habrá que empezar todo desde el principio…, quizá ya no sea posible empezar de nuevo, y nuestra familia quedará destruida. —Estalló de nuevo en llanto y volvió a ocultar el rostro en el brazo.
Marcello recordó de pronto la imagen que había acudido antes a su mente: la vara divina que golpeaba despiadadamente a toda su familia, tanto a él, que era culpable, como a su esposa y a su hija, que eran inocentes, y se estremeció al pensarlo. Alguien llamó a la puerta, y él gritó a la criada que habían acabado de cenar y que no la necesitaban ya. Luego, inclinándose hacia Giulia, dijo dulcemente:
—Te ruego que no llores más y que te calmes. Nuestra familia no será destruida. Nos iremos a América, a Argentina, y reconstruiremos una nueva vida. También allí tendremos una casa, y estaré yo, y estará Lucilla. Ten confianza y verás como todo se arregla.
Giulia levantó esta vez hacia él el rostro, bañado en lágrimas, y dijo, llena de repentina esperanza:
—¿Iremos a la Argentina? Pero, ¿cuándo?
—Tan pronto como sea posible. Tan pronto como la guerra haya acabado de verdad.
—Y entretanto, ¿qué haremos?
—Nos iremos de Roma y viviremos en Tagliacozzo. Allí nadie nos buscará. Verás como todo irá bien.
Giulia pareció consolarse al oír aquellas palabras y, sobre todo —como pensó Marcello—, por el tono firme con que habían sido pronunciadas.
—Perdóname —dijo ella—, soy una estúpida. Debería ayudarte, y, en vez de ello, sólo sé llorar como lo que soy, como una tonta.
Empezó a quitar la mesa, trasladando los platos al aparador. Marcello fue hasta la ventana e, inclinándose sobre el alféizar, miró hacia fuera. A través de los vidrios opacos de la casa de enfrente, rellano tras rellano, hasta el último piso, brillaban, amortiguadas, las luces de la escalera. En los profundos patios de cemento, la sombra se hacía cada vez más densa, negra como el carbón. La noche era tranquila y cálida, y ni siquiera oyendo atentamente se percibía más ruido que el chirriante rumor de una bomba de jardín con la que, allá en el patio, alguien regaba a oscuras las plantas de los arriates. Marcello dijo, volviéndose:
—¿Quieres que demos una vuelta por el centro?
—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Con qué objeto? ¡Quién sabe la gente que habrá!
—Así verás —respondió él casi ligeramente— cómo cae una dictadura.
—Además, está Lucilla. No puedo dejarla sola. ¿Y si vienen los aviones?
—Puedes estar tranquila. Esta noche no vendrán.
—Pero, ¿por qué ir al centro? —protestó ella de pronto—. De verdad que no te entiendo. ¿Quieres sufrir expresamente? ¿Qué gusto encuentras en ello?
—Quédate si quieres —dijo él—, ya iré yo solo.
—No; entonces también iré yo —dijo ella inmediatamente—. Si te pasa algo, quiero estar también yo. La criada le echará una mirada a la niña.
—Pero no tengas miedo. Esta noche no vendrán los aviones.
—Voy a cambiarme —dijo ella mientras salía.
Al quedar solo, Marcello se acercó de nuevo a la ventana. Alguien bajaba ahora la escalera de la casa de enfrente: un hombre. Se veía su sombra perfilarse de rellano en rellano, tras los cristales opacos. Bajaba con desenvoltura. Debía de ser, a juzgar por la agilidad de la sombra, un joven: tal vez —pensó Marcello con envidia— silbaba. Luego la radio empezó a vociferar de nuevo. Marcello oyó la acostumbrada voz que concluía, como al final de un discurso: «…continúa la guerra». Era el mensaje del nuevo Gobierno, ya oído poco antes. Marcello sacó del bolsillo la pitillera y encendió un cigarrillo.