CAPÍTULO IV
Cuando Marcello bajó del autobús, en el barrio en que vivía su madre, se dio cuenta, casi de repente, de que era seguido a distancia por un hombre. Aun sin dejar de caminar lentamente a lo largo de los muros que rodeaban los jardines, por la desierta calle, lo miró de reojo. Era un hombre de mediana estatura, algo corpulento, de rostro cuadrado y expresión honrada y bonachona, aunque no carente de cierta socarrona astucia, como ocurre con frecuencia en los campesinos. Vestía un traje ligero de un color desvaído, entre marrón y violeta, y llevaba un sombrero claro, de un gris falso, bien encasquetado en la cabeza, pero con el ala levantada sobre la frente, precisamente también como los campesinos. Si lo hubiese visto en la plaza de un pueblo en un día de mercado, lo habría tomado por un agricultor. El hombre había viajado en el mismo autobús que Marcello, había bajado en la misma parada y ahora lo seguía por la otra acera, sin disimularlo mucho, adaptando su paso al de Marcello y no perdiéndolo de vista ni por un momento. Pero su mirada fija parecía incierta, como si el hombre no estuviese del todo seguro de la identidad de Marcello y quisiera estudiar su fisonomía antes de acercarse a él.
Así, subieron juntos la empinada calle, en el silencio y el calor de las primeras horas de la tarde. Al otro lado de las cerradas verjas de los jardines no se veía a nadie; tampoco se distinguía a nadie, a todo lo largo de la calle, bajo la verde galería formada por los fruncidos penachos de los pimenteros. Aquel silencio y aquel desierto hicieron sospechar, finalmente, a Marcello que eran unas condiciones favorables para una sorpresa o una agresión y, como tales, elegidas de una manera no casual por su seguidor. Bruscamente, con súbita decisión, bajó de la acera, cruzó la calle y se dirigió al encuentro de aquel hombre.
—¿Acaso me busca a mí? —le preguntó cuando se encontraron a unos pasos uno del otro.
El hombre se había detenido también, y al oír la pregunta de Marcello dijo, con expresión como temerosa y en voz baja:
—Perdóneme. Lo he seguido sólo porque a lo mejor vamos los dos al mismo lugar. De lo contrario, no me lo habría permitido jamás… Perdóneme: ¿no es usted por ventura el doctor Clerici?
—Sí, lo soy —contestó Marcello—. Y usted, ¿quién es?
—Orlando, agente en servicio especial —dijo el hombre esbozando un saludo casi militar—. Me envía el coronel Baudino. Me ha dado sus dos direcciones: la de la pensión en que vive y ésta. Y como no lo he encontrado en la pensión, he venido a buscarlo aquí, y sólo por una casualidad hemos viajado en el mismo autobús. Se trata de algo urgente.
—Venga, pues —dijo Marcello dirigiéndose, sin más, hacia la verja de la villa materna. Se sacó la llave del bolsillo, abrió la verja e invito al hombre a entrar. El agente obedeció, quitándose con respeto el sombrero y dejando al descubierto una cabeza perfectamente redonda, de escasos y negros cabellos y, en el centro del cráneo, una calvicie blanca y circular, que hacía pensar en una tonsura. Marcello lo precedió por el sendero y se dirigió hacia el fondo del jardín, donde recordaba que, bajo una pérgola, había una mesa y dos sillas de hierro. Aun caminando delante del agente, no pudo por menos de observar una vez más el aspecto descuidado y agreste del jardín. La grava blanca y pulida sobre la que, de niño, se había divertido corriendo arriba y abajo, hacía ya años que había desaparecido, enterrada o dispersa. El trazado del sendero, invadido por la maleza, se adivinaba, más que nada, por los restos de los dos pequeños setos de mirtos, desiguales e interrumpidos, pero reconocibles aún. A ambos lados de los setos, los arriates estaban aún cubiertos de exuberantes hierbas campestres. Los rosales y las otras plantas florales habían sido sustituidos por ásperos arbustos y espinos inexplicablemente enmarañados. Además, acá y allá, a la sombra de los árboles, se veían montones de inmundicias, cajas de embalaje desfondadas, botellas rotas y otra multitud de esos objetos tan variados que suelen amontonarse en los desvanes. Hizo una mueca de disgusto ante aquella visión y se preguntó, una vez más, con afligida sorpresa: «Pero, ¿por qué no lo ordenan? ¡Se necesitaría tan poco! ¿Por qué?» Más adelante el sendero corría entre la pared de la villa y el muro circundante, aquel mismo muro cubierto de yedra a cuyo través, de niño, solía comunicarse con su vecino Roberto. Precedió al agente bajo la pérgola y se sentó en una de las sillas de hierro, al tiempo que lo invitaba a hacer lo mismo en la otra. Pero el hombre permaneció respetuosamente de pie.
—Señor doctor —dijo apresuradamente—, se trata de poca cosa… Se me ha encargado que le diga, de parte del coronel, que, camino de París, deberá usted detenerse en S —y el agente citó una ciudad, no alejada de la frontera— y ponerse en contacto con el señor Gabrio, en vía dei Glicini número tres.
«Un cambio de programa», pensó Marcello. Él sabía muy bien que era característico del Servicio Secreto el cambiar expresamente, en el último momento, sus disposiciones, con objeto de dispersar las responsabilidades y confundir las huellas.
—Pero, ¿qué hay en via dei Glicini? —no pudo por menos de preguntar—. ¿Un apartamento privado?
—Verdaderamente, no, señor doctor —dijo el agente con una amplia sonrisa, entre embarazado y alusivo—. Lo que hay es un burdel… La dueña se llama Enrichetta Parodi. Pero usted preguntará por el señor Gabrio. La casa, como todas las de ese tipo, está abierta hasta medianoche. Pero, doctor, lo mejor sería que fuese usted por la mañana, cuando no hay nadie. También estaré yo allí. —El agente permaneció en silencio unos instantes, y luego, incapaz de interpretar el semblante, por completo inexpresivo, de Marcello, añadió tímidamente—: Es para estar más seguros, doctor.
Marcello, sin hacer comentario alguno, levantó la mirada hacia el agente y lo examinó durante un momento.
Ahora debía despedirse de él; pero sin saber por qué, tal vez por la expresión honrada y familiar de aquella ancha cara cuadrada, deseaba añadir alguna frase no oficial, que le demostrara simpatía por su parte. Finalmente, preguntó como de una manera casual:
—¿Desde cuándo presta usted servicio, Orlando?
—Desde 1925, doctor.
—¿Y siempre en Italia?
—A decir verdad, casi nunca —respondió el agente con un suspiro, evidentemente deseoso de confidencia—. Doctor, ¡si le explicara a usted lo que ha sido mi vida y lo que he pasado…! Siempre en movimiento: Turquía, Francia, Alemania, Kenya, Túnez…, nunca quieto. —Calló un momento, mirando fijamente a Marcello. Luego, con énfasis retórico y, sin embargo, sincero, añadió—: Todo por la familia y por la patria, señor doctor.
Marcello levantó los ojos y miró de nuevo al agente, casi en posición de firme; y luego, con un ademán de despedida, dijo:
—Pues muy bien. Orlando… Dígale al coronel qué me detendré en S, tal como desea.
—Sí, señor doctor. —El agente saludó y se alejó a lo largo del muro de la villa.
Al quedar solo, Marcello miró al vacío ante sí. Hacía calor bajo la pérgola, y el sol, filtrándose entre las hojas y las ramas de la vid americana, le quemaba el rostro cual medallas de cegadora luz. La mesa de hierro esmaltado, en otro tiempo blanquísima, tenía ahora un color blanco sucio, salpicado acá y allá de descostraduras negras y herrumbrosas. Fuera de la pérgola podía ver el trozo de muro circundante en que se hallaba el agujero en la yedra, a cuyo través solía ponerse en comunicación con Roberto. La yedra seguía allí, y tal vez sería posible asomarse al jardín contiguo. Pero la familia de Roberto no vivía ya en la villa junto a la suya. Él era ahora un dentista que buscaba clientela. Una lagartija descendió de pronto por el tallo de la vid americana y, sin miedo, se adelantó sobre la mesa. Era una lagartija grande, de la especie más corriente, de dorso verde y panza blanca, que palpitaba contra el esmalte amarillento de la mesa. Se acercó rápidamente a Marcello, con pasos menudos y bulliciosos, y luego permaneció quieta, con la afilada cabeza levantada hacia él y sus ojillos negros fijados hacia delante. Él la miró con afecto y permaneció quieto, por temor a espantarla. Entretanto recordaba aquellos días en que, de niño, había matado las lagartijas y luego, para liberarse del remordimiento, había buscado en vano una complicidad y una solidaridad en el tímido Roberto. Entonces no logró encontrar a nadie que lo aligerase del peso de su culpa. Había permanecido solo frente a la muerte de las lagartijas; y en esta soledad había reconocido el indicio del delito. Pero ahora —pensó— no estaba ni estaría más solo. Y aunque pudiese cometer un delito, al hacerlo por ciertos fines, tendría inmediatamente a su lado al Estado, a las organizaciones políticas, sociales y militares que dependían del mismo; grandes masas de personas que pensaban como él, y, fuera de Italia, otros Estados, otros millones de personas. Cuanto se disponía a hacer —reflexionó— era, de todas formas, mucho peor que matar algunas lagartijas. Y, sin embargo, estaban con él muchas personas, empezando por el agente Orlando, estupendo hombre, casado y padre de cinco hijos. «Por la familia y por la patria.» Esta frase, tan ingenua en sí pese al énfasis puesto al pronunciarla, semejante a una bonita bandera de colores claros que, en un día de sol, ondease al suave impulso de una alegre brisa mientras sonara la banda y pasaran los soldados; esta frase resonaba en sus oídos exaltante y agitada, mezcla de esperanza y de tristeza. «Por la familia y por la patria» —pensó—. «Si esto le basta a Orlando, ¿por qué no habría de bastarme también a mí?»
Oyó un ruido de motor en el jardín, hacia la verja de entrada, y se levantó en seguida, con un movimiento brusco, que puso en fuga a la lagartija. Sin prisa, salió de la pérgola y se dirigió hacia la entrada. Un viejo automóvil negro se hallaba parado en el sendero, a poca distancia de la verja, aún abierta. El chófer, vestido de librea blanca con pasamanos azulados, empezaba a cerrar la verja; pero cuando vio a Marcello se detuvo y se quitó la gorra de plato.
—Alberi —dijo Marcello con su voz más tranquila—. Hoy vamos a la clínica; es inútil que meta el coche en el garaje.
—Sí, señor Marcello —respondió el chófer.
Marcello le lanzó una mirada al sesgo. Alberi era un joven de rostro color oliváceo y ojos negros como el carbón, con la esclerótica de una blancura brillante de porcelana. Tenía unas facciones muy regulares, dientes blancos y compactos y cabello negro cuidadosamente abrillantado. Aunque no era alto, daba la impresión de grandes proporciones, tal vez por sus pies y sus manos, muy pequeños. Tenía la edad de Marcello, aunque parecía mucho mayor, quizá a causa de su molicie oriental, que se insinuaba en todo su cuerpo y parecía destinada, con el tiempo, a convertirse en obesidad. Marcello lo miró una vez más, mientras cerraba la verja, con profunda aversión. Luego se dirigió hacia la villa.
Abrió la puerta-ventana y entró en el salón, que estaba casi a oscuras. Inmediatamente lo azotó la vaharada que inficionaba el aire, aún ligero en comparación con el de otras estancias en que los diez pequineses de su madre se movían a su talante, pero mucho más notable aquí, donde no entraban casi nunca. Abrió la ventana y entró un poco de luz, que le permitió ver por un momento los muebles cubiertos con fundas grises, las alfombras enrolladas y apoyadas diagonalmente en los rincones, el piano envuelto en sábanas sujetas con alfileres… Atravesó el salón y el comedor, pasó al vestíbulo y subió la escalera, a cuya mitad, sobre el mármol de un escalón —la alfombra, excesivamente desgastada, hacía ya tiempo que había desaparecido, para no ser renovada jamás—, había un excremento de perro, y hubo de apartarse para no pisarlo. Una vez en la galería, se dirigió hacia la puerta de la habitación materna y la abrió. Apenas había tenido tiempo de hacerlo por completo cuando, como una ola contenida durante largo tiempo que rebosa de improviso, los diez pequineses se le arrojaron entre las piernas, para diseminarse, con algunos ladridos, por la galería y la escalera. Titubeante y enojado, los vio cómo corrían por allí, graciosos con sus empenachados rabos y sus hocicos enfurruñados y casi grotescos. Luego, de la habitación sumergida en la penumbra le llegó la voz de su madre:
—¿Eres tú, Marcello?
—Sí, mamá, soy yo… Pero, ¿qué hacen aquí esos perros?
—Déjalos ir… ¡Pobrecillos! Han estado encerrados toda la mañana… Déjalos, pues, que correteen por ahí.
Marcello arrugó el entrecejo en señal de disgusto y entró. De pronto le pareció que la atmósfera de aquella habitación era irrespirable: las ventanas, cerradas, habían conservado de la noche, mezclados, los distintos olores del sueño, de los perros y de los perfumes; y el calor del sol, que ardía ya tras las hojas de las ventanas, parecía hacerlos fermentar y acidular. Rígido, silencioso, como si temiera, al moverse, ensuciarse o impregnarse de aquellos olores, se dirigió a la cama y se sentó en el borde de la misma, con las manos en las rodillas.
Ahora, poco a poco, al ir acomodándose sus ojos a la penumbra, podía ver toda la habitación. Bajo la ventana, a la difusa claridad cuya entrada permitían las amplias cortinas amarillentas e impuras, que le parecían hechas del mismo tejido fláccido que las muchas prendas íntimas diseminadas por la habitación, se alineaban numerosos platos de aluminio con el alimento de los perros. El pavimento estaba sembrado de zapatos y de medias. Junto a la puerta del cuarto de baño, en un rincón casi oscuro, se entreveía una bata de color rosa sobre una silla, tal como había sido arrojada allí la noche anterior, casi en el suelo y con una manga colgando. De la habitación, su mirada fría y llena de repugnancia pasó a la cama sobre la que yacía su madre. Como de costumbre, no se le había ocurrido taparse cuando él entró y estaba semidesnuda. Boca arriba, con los brazos levantados y las manos recogidas tras la nuca, apoyada en la cabecera de la cama, acolchada con seda azul lisa y ennegrecida, ella lo miraba fijamente, en silencio. Bajo la masa de sus cabellos, partidos en dos alas morenas hinchadas, su rostro aparecía fino y demacrado, casi triangular, devorado por los ojos, que la sombra engrandecía y ennegrecía de forma mortuoria. Tenía puesto un viso verdoso transparente que a duras penas le llegaba a lo alto de los muslos. Y, de nuevo, le hizo pensar, más que en la mujer madura que era, en una niña envejecida y marchita. El descarnado pecho mostraba, en el esternón, un rosario de agudos huesecillos. A través del velo, los senos, resorbidos, se revelaban con dos manchas oscuras y redondas, sin relieve alguno. Pero sobre todo sus muslos despertaban en Marcello repugnancia y piedad a la vez: delgados y desguarnecidos, eran precisamente los de una niña de doce años que no tuviera aún formas de mujer. La edad de su madre se veía en ciertas irregularidades maceradas de la piel y en el color: una blancura gélida, nerviosa, llena de misteriosas salpicaduras entre azuladas y lívidas. «Golpes —pensó— o mordiscos de Alberi.» Pero bajo las rodillas, las piernas aparecían perfectas, con un pie pequeñísimo de dedos recogidos. Marcello habría preferido no mostrarse malhumorado con su madre. Pero tampoco esta vez pudo contenerse.
—Te he dicho muchas veces que no quiero que me recibas así, medio desnuda —dijo indignado, sin mirarla.
Ella contestó, intolerante pero sin rencor:
—¡Vaya un hijo tan austero que me encuentro! —al tiempo que se cubría con un extremo de la colcha. Su voz era ronca, y también esto desagradaba a Marcello. Recordaba que, cuando él era niño, su madre tenía una voz dulce y limpia como un gorjeo. Aquella ronquera sería un efecto del alcohol y de la disipación.
Tras un momento, dijo él:
—Bueno, hoy iremos a la clínica.
—Está bien, iremos —respondió la madre incorporándose en la cama y buscando algo detrás de la cabecera de la cama—, aunque yo no me encuentre muy bien y a tu pobre padre no le hagan ni frío ni calor nuestra visita.
—Pero sigue siendo tu marido y mi padre —dijo Marcello cogiéndose la cabeza entre las manos y bajando la vista.
—Desde luego que lo es —afirmó ella. Por fin había encontrado la perilla de luz, que oprimió. En la mesita de noche se iluminó una lámpara que daba una luz tenue, y Marcello creyó verla envuelta en una camisa femenina—. Aunque, a decir verdad —prosiguió ella levantándose, al fin, de la cama y poniendo los pies en el suelo—, a veces desearía que se muriese… Él ni siquiera se daría cuenta y yo no tendría que gastar más dinero en la clínica. Ya puedes comprender que me queda poco —añadió en un tono repentinamente plañidero—. Piensa que a lo mejor he de prescindir incluso del coche.
—Bien, ¿y qué mal habría en ello?
—Pues mucho —respondió ella con un resentimiento y un descaro pueriles—. Así, con el coche, tengo un pretexto para conservar a Alberi y verlo cuando me parezca. Si no tengo coche dejará de existir este pretexto.
—Mamá, no me hables de tus amantes —dijo Marcello con calma, clavándose las uñas de una mano en la palma de la otra.
—¡Mis amantes! ¡Sólo tengo a él! Si tú me hablas de la mosquita muerta de tu prometida, me parece que yo también tengo derecho a hablarte de él, ¡pobrecito!, que es mucho más simpático y más inteligente que ella.
Extrañamente, estos insultos a la prometida por parte de su madre, que no podía tragar a Giulia, no ofendían a Marcello. «Sí, es cierto —pensó—, tal vez parezca una mosquita muerta…, pero me gusta que sea así.» Dijo en un tono dulcificado:
—Bueno, ¿quieres vestirte? Si hemos de ir a la clínica, ya empieza a ser hora de ponerse en movimiento.
—En seguida. —Ligera, casi como una sombra, atravesó de puntillas la habitación, recogió a su paso, de la silla, la bata color rosa y, mientras se la echaba sobre los hombros, abrió la puerta del cuarto de baño y desapareció.
Tan pronto como su madre hubo salido de la habitación, Marcello se dirigió a la ventana y la abrió. Fuera, el aire era caluroso e inmóvil, pese a lo cual, le pareció sentir una gran sensación de alivio, como si se hubiese asomado, en vez de al sofocante jardín, a un ventisquero. A la vez le pareció como si sintiera detrás de él el movimiento del aire en el interior, pesado de perfumes disueltos y de hedor animal, que poco a poco se trasladaba, salía lentamente por la ventana y se disolvía en el espacio como un enorme vómito aéreo que rebosara de las fauces de la casa inficionada. Permaneció largo rato con la cabeza baja y la mirada fija en el denso follaje de las glicinas que rodeaban la ventana con sus ramas, y luego se volvió hacia el interior de la habitación. De nuevo hirieron su vista el desorden y el descuido, aunque inspirándole esta vez más tristeza que repugnancia. En su recuerdo apareció de pronto la imagen de su madre tal como había sido en su juventud, y experimentó un vivo y angustioso sentimiento de consternada rebelión contra la decadencia y la corrupción que habían hecho de la muchacha que había sido, la mujer que era ahora. Algo incomprensible e irreparable se hallaba sin duda en el origen de aquella transformación; no la edad, ni las pasiones, ni la ruina económica, ni la escasa inteligencia, ni ningún otro motivo preciso; algo que él sentía sin poder explicárselo y que le parecía formar un todo con aquella vida; mejor aún, haber constituido durante un tiempo su más preciado tesoro, para convertirse más tarde, por misteriosa transmutación, en el vicio mortal. Se separó de la ventana y se dirigió a la cómoda, sobre la cual, entre muchas baratijas, había una fotografía de su madre joven. Mirando aquel rostro fino, aquellos ojos inocentes, aquella bonita boca, se preguntó, con horror, por qué no seguiría siendo la de antes. En esta pregunta afloraba de nuevo su desprecio por toda forma de corrupción y de decadencia, desprecio que hacía más insoportable un acre sentimiento de remordimiento y de dolor filial. Tal vez era culpa suya el que su madre hubiese quedado reducida a aquel estado; quizá si la hubiese querido más o de distinta forma, no habría caído en tan triste e irremediable abandono. Se dio cuenta de que, ante aquel pensamiento, los ojos se le habían llenado de lágrimas, por lo que veía ahora el retrato como a través de un cristal empañado. Agitó la cabeza con fuerza. En aquel momento se abrió la puerta del cuarto de baño, y su madre, en bata, apareció en el umbral. Inmediatamente se tapó los ojos con un brazo, exclamando:
—¡Cierra, cierra esa ventana! ¿Cómo puedes soportar esa luz?
Marcello fue solícitamente a entornar las hojas; luego se acercó a su madre y, cogiéndola por un brazo, la hizo sentar a su lado, al borde de la cama, y le preguntó dulcemente:
—Y tú, mamá, ¿cómo te las arreglas para soportar este desorden?
Ella lo miró titubeante, con embarazo:
—No sé cómo ocurre. Cada vez que me sirvo de un objeto debería ponerlo de nuevo en su sitio. Pero, no sé por qué, siempre me olvido de hacerlo.
—Mamá —dijo de pronto Marcello—, toda edad tiene su manera de ser decorosa. ¿Por qué, mamá, te has abandonado de este modo?
Le apretaba una mano, mientras con la otra ella sostenía en el aire un colgador del que pendía un vestido. Por un momento le pareció advertir en aquellos ojos, enormes y puerilmente afligidos, una especie de sentimiento de dolor consciente: en efecto, los labios de su madre mostraron un ligero temblor. Pero de pronto, con una expresión de enojo, arrojó lejos de sí toda emoción. Exclamó:
—Ya sé que no te gusta todo lo que soy y lo que hago… No puedes sufrir mis perros, ni mis vestidos, ni mis costumbres. Pero aún soy joven, hijito, y quiero gozar de la vida a mi modo… Bien, y ahora déjame —concluyó retirando bruscamente la mano—, si no, no me vestiré nunca. —Marcello no dijo nada. La madre se dirigió a un rincón, liberóse de la bata, que dejó caer al suelo, abrió el armario y se puso el vestido ante el espejo de la puerta del armario. Vestida eran aún más visible la excesiva delgadez de sus aguzadas caderas, de sus hombros hundidos y de su pecho desguarnecido. Ella se miró un momento al espejo y se ahuecó los cabellos con una mano; luego, dando unos saltitos, se metió en los pies dos de los muchos zapatos que había esparcidos por el suelo—. Y ahora, vámonos —dijo cogiendo un bolso de la cómoda y dirigiéndose hacia la puerta.
—¿No te pones el sombrero?
—¿Para qué? No hay necesidad. —Empezaron a bajar la escalera. La madre dijo—: No me has hablado de tu matrimonio.
—Me caso pasado mañana.
—¿Y dónde vas de viaje de bodas?
—A París.
—El viaje de bodas tradicional —dijo su madre. Al llegar al vestíbulo, se dirigió a la puerta de la cocina y dijo a la cocinera—: Matilde, me fío de usted: antes de que anochezca, haga entrar a los perros. —Salieron al jardín. El coche, negro y opaco, estaba allí, detrás de los árboles, parado en el sendero de acceso. La madre dijo—: Entonces está decidido, ¿verdad? No quieres venir a vivir aquí conmigo… Aunque tu mujer no me sea simpática, yo habría hecho el sacrificio… Además, ya ves que hay mucho sitio.
—No, mamá —respondió Marcello.
—Prefieres ir a vivir con tu suegra, ¿verdad? —dijo ella ligeramente—, a aquel horrible piso: cuatro habitaciones y cocina.
Ella se inclinó, con intención de coger una mata de hierba; pero, al hacerlo, vaciló, y habría caído si Marcello, rápidamente, no la hubiese cogido por un brazo. Él sintió bajo sus dedos la carne escasa y blanda del brazo, que parecía moverse en torno al hueso como un andrajo atado alrededor de un palo, y sintió de nuevo compasión por ella. Subieron al coche, mientras Alberi mantenía la portezuela abierta, con la gorra en la mano. Luego Alberi subió al asiento del chófer, puso el motor en marcha y condujo el vehículo fuera de la verja. Marcello aprovechó el momento en que Alberi había bajado para cerrar la verja, y dijo a su madre:
—Me vendría a vivir contigo muy gustosamente si despidieras a Alberi, pusieras un poco de orden en tu vida y dejaras de ponerte esas inyecciones.
Ella lo miró de soslayo con ojos incomprensivos. Pero en su afilada nariz se inició un temblor que, finalmente, se comunicó a la pequeña y marchita boca, en una pálida y desconcertada sonrisa:
—¿Sabes lo que dice el médico? Que cualquier día puedo morirme.
—Entonces, ¿por qué no lo dejas?
—Pero, dime por qué habría de dejarlo. —Alberi subió de nuevo al coche y se ajustó las gafas negras en la nariz. La madre se inclinó hacia delante y le puso una mano en el hombro. Era una mano delgada, transparente, con la piel tensa sobre los tendones y salpicada de manchas rojas y azuladas y las uñas de un color escarlata casi negro. Marcello habría querido no mirar, pero no pudo. Vio la mano moverse sobre el hombro del joven hasta pellizcarle la oreja con ligera caricia. La madre dijo—: Y ahora, vamos a la clínica.
—Muy bien, señora —dijo Alberi sin volverse.
La madre cerró el cristal divisorio y se hundió en el asiento, mientras el coche se ponía suavemente en marcha. Arrellanándose bien, miró a su hijo de través y, con sorpresa de Marcello, que no esperaba tanta intuición, dijo:
—Estás enfadado porque he hecho una caricia a Alberi, ¿verdad?
Y al decir esto, lo miraba con aquella su pueril sonrisa, desesperada y ligeramente convulsa. Marcello no consiguió modificar la expresión enojada de su rostro. Respondió:
—No estoy enfadado… Habría preferido no haberlo visto.
Ella dijo, sin mirarlo:
—Tú no puedes comprender lo que significa para una mujer darse cuenta de que ya no es joven. Es peor que la muerte. —Marcello calló. El coche seguía su marcha silenciosamente, ahora bajo los pimenteros, cuyas plumosas ramas crujían contra los cristales de las ventanillas» La madre añadió tras un momento—: A veces quisiera ya ser vieja… Sería una viejecita delgada, limpia —sonrió contenta y distraída por aquella imagen—, semejante a una flor conservada entre las hojas de un libro. —Puso una mano en el brazo de Marcello y preguntó—: ¿No preferirías tener por madre a una viejecita semejante, bien sazonada, bien conservada, como en naftalina?
Marcello la miró y respondió molesto:
—Algún día será así.
Ella se puso seria y dijo, mirándolo y sonriéndole débilmente:
—¿Lo crees en serio? Yo, en cambio, estoy convencida de que cualquier mañana me encontrarás muerta en esa habitación que tanto detestas.
—¿Por qué, mamá? —preguntó Marcello; pero se daba cuenta de que su madre hablaba en serio y de que tal vez tuviera incluso razón—: Eres joven y debes vivir.
—Ello no obsta para que muera pronto; lo sé, me lo han leído en el horóscopo. —Ella, de pronto, tendió la mano bajo sus ojos y añadió, sin transición—: ¿Te gusta este anillo?
Era un anillo grande, de elaborado engarce, con una piedra de color lactescente.
—Sí —respondió Marcello apenas mirándolo—, es bonito.
—¿Sabes —dijo la madre volublemente— que a veces pienso en que quizá hayas sacado todo de tu padre…? Tampoco a él, cuando razonaba aún, le gustaba nada, las cosas bonitas le eran indiferentes, sólo pensaba en la política, como tú.
Esta vez, sin saber por qué, Marcello no pudo reprimir un vivo sentimiento de irritación.
—Me parece —dijo— que entre mi padre y yo no hay nada en común. Yo soy una persona perfectamente razonable, normal, en suma… Por el contrario, él, cuando aún no estaba en la clínica, por lo que recuerdo y por lo que tú me has dicho siempre, era… ¿cómo diría yo…?, un poco exaltado.
—Sí, pero algo en común tenéis. No os divertís en la vida y os gustaría que tampoco se divirtieran los demás. —Miró un momento fuera de la ventanilla y añadió de pronto—: No iré a tu boda. Pero no debes ofenderte, porque no voy a ninguna parte. Mas como quiera que, al fin y al cabo, eres mi hijo, creo que debo hacerte un regalo. ¿Qué te gustaría?
—Nada, mamá —respondió Marcello con indiferencia.
—Es una lástima —replicó la madre—. Si hubiese sabido que no querías nada, no me habría gastado el dinero. Toma. —Se hurgó en el bolso y sacó una cajita blanca sujeta con una goma—: Es una pitillera. He observado que te metes el paquete en el bolsillo. —Abrió la caja y sacó de ella un estuche de plata, liso y densamente rayado, lo abrió y se lo alargó a su hijo. Estaba lleno de cigarrillos orientales, y la madre aprovechó para coger uno y hacérselo encender por Marcello. Éste, mirando la pitillera abierta sobre las rodillas de su madre, y sin tocarla, dijo con cierto embarazo:
—Es muy bonita y no sé cómo darte las gracias, mamá. Quizá sea demasiado bonita para mí.
—¡Uf —exclamó la madre—, qué aburrido eres! —Cerró la pitillera y, con gesto graciosamente intolerante, se la metió a Marcello en el bolsillo de la chaqueta. El coche giró algo bruscamente al doblar por una calle y la madre cayó sobre Marcello. Ella aprovechó la circunstancia para ponerle ambas manos en los hombros, echar la cabeza algo hacia atrás y mirarlo—: Dame un beso por el regalo, ¿quieres? —Marcello se inclinó y rozó con sus labios la mejilla de la madre. Ella se dejó caer hacia atrás sobre el asiento y dijo con un suspiro, llevándose una mano al pecho—: ¡Qué calor! Cuando eras pequeño no tenía que pedirte los besos. Eras un niño muy afectuoso.
—Mamá —dijo Marcello de pronto—, ¿te acuerdas del invierno en que papá se puso malo?
—¡Ya lo creo! —exclamó la madre ingenuamente—. Fue un invierno terrible. Él quería separarse de mí y llevarte consigo. Ya estaba loco. Por suerte —y digo por suerte para mí— enloqueció del todo, y entonces se vio que yo tenía razón al desear tenerte conmigo… ¿Por qué?
—Pues bien, mamá —dijo Marcello evitando mirar a su madre—, aquel invierno soñaba con no vivir más con vosotros, tú y papá, y ser internado en un colegio, lo cual no me impedía quereros mucho. Por eso, cuando me dices que he cambiado desde entonces, eres injusta. Entonces era el mismo que soy ahora. Y entonces, como ahora, no podía sufrir la confusión ni el desorden. Eso es todo.
Había hablado secamente y casi con dureza. Pero en seguida, al ver una expresión mortificada oscurecer el rostro de su madre, se arrepintió. Sin embargo, no quiso decir nada que pudiese sonar como una retractación: había dicho la verdad y, por desgracia, sólo podía decir la verdad. Pero, al mismo tiempo, despertada por la desagradable conciencia de haber faltado a la piedad filial, advirtió de nuevo, y más intensa que nunca, la opresión de su acostumbrada melancolía. La madre dijo, en tono resignado:
—Tal vez tengas razón. —Y en aquel momento se detuvo el coche. Descendieron y se dirigieron hacia la verja de la clínica. La calle se encontraba en un barrio tranquilo, en los márgenes de una antigua villa real. Era una calle corta: De una parte se alineaban cinco o seis palacetes antiguos, ocultos parcialmente entre los árboles. Por la otra corría la verja de la clínica. Al fondo interceptaba la vista el viejo muro gris y la densa vegetación del parque real. Marcello visitaba a su padre por lo menos una vez al mes, hacía ya muchos años. Sin embargo, aún no se había acostumbrado a estas visitas, y cada vez tenía una sensación mezcla de repugnancia y desánimo. En cierta forma se parecía a la sensación que le inspiraban las visitas a su madre en la villa en que él había pasado su infancia y adolescencia; pero mucho más fuerte: el desorden y la corrupción maternas parecían aún reparables. En cambio, para la locura de su padre no había remedios, y parecía aludir a un desorden y a una corrupción más generales y del todo incurables. Así, también esta vez, al entrar en aquella calle al lado de su madre, sintió un abominable malestar oprimirle el corazón y hacerle doblar las rodillas. Se dio cuenta de que se había puesto pálido, y por un momento, mientras echaba una rápida ojeada a las lanzas negras de la verja de la clínica, sintió un deseo histérico de renunciar a la visita y alejarse de allí con un pretexto. La madre, que no se había dado cuenta de su turbación, dijo deteniéndose ante una pequeña cancela negra y oprimiendo el botón de porcelana de un timbre—: ¿Sabes cuál es su última manía?
—¿Cuál?
—La de ser uno de los ministros de Mussolini. Empezó hace un mes. Tal vez porque le dejan leer los periódicos. —Marcello arrugó el entrecejo, pero no dijo nada. Se abrió la cancela y apareció un joven enfermero con bata blanca. Era corpulento, alto, rubio, con la cabeza rasurada y el rostro blanco y algo abotagado—. Buenos días, Franz —dijo la madre graciosamente—. ¿Cómo va?
—Hoy estamos mejor que ayer —respondió el enfermero con su duro acento alemán—. Ayer fue muy mal la cosa.
—¿Muy mal?
—Tuvimos que ponerle la camisa de fuerza —explicó el enfermero continuando con el empleo del plural, un poco a la manera afeminada de las institutrices cuando hablan a los niños.
—La camisa de fuerza…, ¡qué horror…! —Habían entrado y caminaban por el estrecho sendero entre el muro circundante y la pared de la clínica—. Tendrías que ver la camisa de fuerza… No es realmente una camisa, sino como dos mangas que mantienen los brazos firmemente apretados… Antes de verla, yo creía que se trataba de una verdadera camisa de noche, de esas que llevan grecas en la parte baja. ¡Es tan triste verlo atado de aquel modo con los brazos bien prietos contra ambos costados…! —La madre siguió hablando de una forma ligera, casi con alegría. Dieron la vuelta en torno a la clínica y desembocaron en una explanada, frente a la fachada principal. La clínica, palacete blanco de tres pisos, tenía un aspecto de casa normal, aparte las rejas que oscurecían las ventanas. El enfermero dijo, subiendo apresuradamente la escalera bajo la galería descubierta:
—El profesor la espera, señora Clerici.
Precedió a los dos visitantes hasta un vestíbulo desnudo y en sombras y fue a llamar a una puerta cerrada, sobre la cual, en una placa esmaltada, se leía: «Dirección.»
La puerta se abrió en seguida, y el director de la clínica, profesor Ermini, salió por ella y se precipitó, con toda la impetuosidad de la persona alta y maciza, hacia el encuentro de los visitantes:
—¡Señora, mis respetos…! ¡Buenos días, doctor Clerici! —Su estentórea voz resonaba como un gongo de bronce en el helado silencio de la clínica, entre aquellas paredes desnudas. La madre le tendió la mano, que el profesor, doblando, con visible esfuerzo, su corpachón envuelto en una bata, quiso galantemente besar. Marcello se limitó a un sobrio saludo. Por su cara, el profesor parecía un mochuelo: ojos grandes, redondos, gruesa y curvada nariz en forma de pico, rojos bigotes caídos sobre la ancha boca clamorosa. Pero su expresión no era la de la melancólica ave nocturna, sino jovial, aunque de una jovialidad estudiada y veteada de fría perspicacia. Precedió a la madre y a Marcello por la escalera. Cuando llegaron a mitad de ésta, un objeto metálico, arrojado con fuerza desde la planta baja, rodó y saltó de peldaño en peldaño. Al mismo tiempo se oyó un grito agudísimo, seguido de una risa descompuesta. El profesor se inclinó a coger el objeto. Era un plato de aluminio—; Es la Donegalli —dijo volviéndose hacia los dos visitantes—. No hay cuidado. Se trata de una anciana señora, por lo general tranquilísima, pero a la que, de cuando en cuando, le da por tirar todo cuanto cae al alcance de su mano. Sería campeona de bolos si la dejáramos hacer. —Entregó el plato al enfermero y penetró, sin dejar de hablar, por un largo pasillo, entre dos filas de puertas cerradas—. ¿Y cómo es que está usted todavía en Roma? Yo la hacía ya en la montaña o en el mar.
—Partiré dentro de un mes —respondió la madre—. Pero no sé adonde ir. Por una vez quisiera evitar Venecia.
—Un consejo, señora —dijo el profesor volviendo la esquina del pasillo—: vaya a Ischia. Precisamente el otro día estuve allí de excursión. ¡Una maravilla! Fuimos al restaurante de un tal Carminiello: comimos una sopa de pescado que era sencillamente un poema. —El profesor se volvió a medias e hizo un gesto vulgar, pero expresivo, con dos dedos en el ángulo de la boca—: Le digo que un poema: trozos de pescado así de grandes…, y un poco de todo: pulpitos, bogavantes, mejillones, langostinos, unas almejas exquisitas, atún…, y todo ello con una salsita a la marinera…, ajo, aceite, tomate, pimienta… Señora, no le digo nada más. —Tras haber adoptado, para describir la sopa de pescado, un falso y jocoso acento napolitano, el profesor volvió de nuevo a su acento romano natal y añadió—: ¿Sabe usted lo que le he dicho a mi mujer? ¿Quieres ver cómo dentro de un año tenemos una casita en Ischia?
La madre replicó:
—Prefiero Capri.
—Pero, ¡señora!, ése es un lugar para literatos e invertidos —dijo el profesor con distraída brutalidad. En aquel momento llegó de una de las celdas un grito agudísimo. El profesor se acercó a la puerta, abrió la mirilla, observó por un momento, la cerró y luego, volviéndose, concluyó—: Ischia, querida señora… Ischia es el lugar: sopa de pescado, mar, sol, vida al aire libre… No hay nada como Ischia.
El enfermero Franz, que los había precedido unos pasos adelante, esperaba inmóvil junto a una de las puertas. Su maciza figura se dibujaba ahora contra la claridad de la ventana que se abría en el extremo del corredor.
—¿Ha tomado la poción? —preguntó en voz baja el profesor. El enfermero asintió con la cabeza. El profesor abrió y entró, seguido por Marcello y su madre.
Era una pequeña estancia desnuda, con una cama fijada a la pared y una mesita de madera blanca frente a la ventana, protegida por las habituales rejas. Sentado a la mesa, de espaldas a la puerta y tratando de escribir, Marcello, con un escalofrío de repugnancia, vio a su padre. Una rociada de blancos cabellos se elevaba de su cabeza, sobre la delgada nuca embutida en el ancho cuello de la rígida casaca listada. Estaba sentado algo al sesgo, con los pies metidos en dos enormes zapatillas de fieltro, con los codos y las rodillas fuera y la cabeza reclinada hacia un lado. Semejante por completo —pensó Marcello— a una marioneta con los hilos rotos. La entrada de los tres visitantes no lo hizo volverse. Por el contrario, pareció redoblar su atención y celo en la escritura. El profesor fue a situarse entre la ventana y la mesa y dijo con falsa jovialidad:
—Mayor, ¿cómo va hoy, eh? ¿Cómo va? —El loco no respondió y se limitó a levantar una mano, como para decir: «Un momento, ¿no ve que estoy ocupado?» El profesor lanzó una mirada de inteligencia a la madre de Marcello y dijo—: Todavía con ese memorial, ¿eh, mayor? Pero, ¿no resultará demasiado largo? El Duce no tiene tiempo de leer cosas tan largas. Él mismo es siempre breve, conciso. Brevedad, concisión, mayor. —El loco repitió la misma señal con la huesuda mano agitada hacia arriba. Luego, con una extraña furia, lanzó por el aire, sobre la inclinada cabeza, una hoja de papel, que fue a caer en medio de la estancia. Marcello se inclinó a recogerlo. Contenía sólo unas cuantas palabras incomprensibles, escritas en una caligrafía llena de trazos aéreos y de subrayados. Tal vez no eran ni siquiera palabras. Mientras Marcello examinaba la hoja, el loco empezó a lanzar otras, siempre con el mismo gesto furiosamente atareado. Las hojas volaban por encima de la cabeza canosa y se esparcían por la estancia. A medida que iba lanzando las hojas, los ademanes del loco se hacían cada vez más violentos, y ahora toda la estancia estaba llena de aquellas hojas de papel cuadriculado. La madre de Marcello dijo:
—¡Pobre mío! Siempre ha tenido la pasión de escribir.
El profesor se inclinó hacia el loco:
—Mayor, están aquí su esposa y su hijo: ¿quiere usted verlos?
Esta vez el loco habló, al fin, con una voz baja, rezongante, presurosa, hostil, como la de quien es molestado en una ocupación importante:
—Que vuelvan mañana… A menos que tengan proposiciones concretas que hacer. ¿No ve usted que tengo la antesala llena de gente, que no doy abasto a recibir?
—Cree que es un ministro —susurró la madre a Marcello.
—Ministro de Asuntos Exteriores —confirmó el profesor.
—El asunto de Hungría —dijo de pronto el loco sin dejar de escribir—, el asunto de Hungría… Aquel jefe de Gobierno que hay en Praga… ¿Qué hacen en Londres? Y los franceses, ¿por qué no entienden, por qué no entienden? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —El loco pronunció cada «por qué» con voz cada vez más alta; hasta que, al llegar al último «por qué», proferido casi en un alarido, el loco saltó de la silla y se volvió, para enfrentarse con los visitantes. Marcello levantó la vista y lo miró. Bajo los cabellos blancos e hirsutos, la cara delgada, consumida, morena, surcada por profundas arrugas verticales, revelaba una expresión de gravedad compungida, solemne, casi angustiada por el esfuerzo realizado para adecuarse a una ocasión imaginaria, retórica y ceremoniosa. El loco mantenía a nivel de sus ojos una de las hojas de papel. Y sin más, con una precipitación extraña y jadeante, empezó a leerlo—: Duce, jefe de los héroes, rey de la tierra, del mar y del cielo, Príncipe, Papa, Emperador, comandante y soldado —el loco hizo aquí un gesto de impaciencia moderada, pero con cierta ceremoniosidad, como para significar «etc., etc.»—; Duce, en este lugar —el loco hizo un nuevo gesto, como para decir: «paso a más adelante, porque son cosas superfinas», luego prosiguió—: en este lugar he escrito un memorial, que te ruego leas desde la primera —el loco se detuvo y miró a los visitantes— hasta la última línea. —Tras este exordio, el loco arrojó la hoja al aire, se volvió hacia la mesa, cogió otra hoja y empezó a leer el memorial. Pero esta vez, Marcello no captó ni una sola palabra. El loco leía con voz clara y muy alta, desde luego, pero una prisa singular le hacía encajar una palabra dentro de la otra, como si todo el discurso hubiese sido un solo vocablo de longitud jamás vista. Marcello pensó que las palabras debían de fundirse en su lengua aun antes de que las pronunciase, cómo si el fuego devorador de la locura escogiese las formas cual si se tratase de cera, para amalgamarlas en una sola materia oratoria blanda, huidiza e indistinta. A medida que leía, las palabras parecían entrar más profundamente las unas en las otras, acortándose y contrayéndose, hasta que incluso el propio loco empezó a parecer desbordado por aquella especie de alud verbal. Cada vez con más frecuencia, empezó a arrojar las hojas de papel tras haber leído apenas las primeras líneas. Hasta que, de pronto, dejó de leer del todo, saltó sobre la cama con agilidad sorprendente y allí, contrayéndose en el ángulo de la cabecera, de pie contra el muro, empezó, al parecer, a arengar.
A Marcello le pareció que arengaba más por los gestos que por las palabras, las cuales seguían siendo incoherentes e insensatas. En efecto, el loco, como un orador asomado a un balcón imaginario, ora levantaba ambos brazos hacia el techo; ora se inclinaba y adelantaba una mano, como para insinuar alguna sutileza; ora amenazaba con el puño cerrado; ora levantaba a la altura de la cara las dos palmas abiertas. Al llegar a cierto punto debieron de partir, sin duda, aplausos de la imaginaria multitud a la que se dirigía el loco, porque éste, con un gesto característico de la palma abierta hacia abajo, pareció pedir silencio. Pero, evidentemente, no cesaron los aplausos, antes bien, se recrudeció su intensidad. Entonces el loco, tras haber pedido silencio de nuevo con gesto suplicante, saltó de la cama, corrió hacia el profesor y, aferrándolo por una manga, rogó con voz de llanto:
—Por favor, haga que se callen… ¿Qué me importan los aplausos? Una declaración de guerra, ¿cómo se puede hacer una declaración de guerra, si con los aplausos te impiden hablar?
—Mañana haremos la declaración de guerra, mayor —dijo el profesor mirando al loco desde lo alto de su imponente humanidad.
—¡Mañana, mañana, mañana! —aulló el loco entrando en una repentina furia, mezcla de enojo y desesperación—. ¡Siempre mañana! ¡La declaración de guerra se ha de hacer inmediatamente!
—¿Y por qué, mayor? ¿Qué más da? ¿Con este calor? ¿Quiere usted que los pobres soldados hagan la guerra con este calor? —El profesor se encogió de hombros con ademán picaresco. El loco lo miró, perplejo. Evidentemente, la objeción lo había desconcertado. Luego gritó:
—Los soldados comerán helados. En verano se comen los helados, ¿no?
—Sí —respondió el profesor—, en verano se comen los helados.
—Por tanto —dijo el loco con aire triunfal—, ¡helados, muchos helados, helados para todos! —Refunfuñando, se dirigió a la mesita y, de pie, empuñó el lápiz, escribió apresuradamente algunas palabras sobre una última hoja y luego se la entregó al médico—. Aquí tiene la declaración de guerra. No la haré yo al fin. Llévela usted a quien corresponda… ¡Esas campanas…! ¡Oh, oh, esas campanas! —Entregó el papel al médico y luego fue a acurrucarse en el ángulo junto a la cama, como un animal aterrorizado, apretándose la cabeza entre las manos y repitiendo con angustia—: ¡Esas campanas…! ¿No podrían dejar de sonar por un momento esas campanas?
El médico miró de pasada la hoja de papel y luego se la alargó a Marcello. En la parte alta del papel había escrito: «Matanza y melancolía», y más abajo: «La guerra ha sido declarada», todo ello con su acostumbrada caligrafía ampulosa y llena de rasgos aéreos. El médico dijo:
—«Matanza y melancolía» es un lema. Lo encontrará usted escrito en todos los papeles. Esas dos palabras se han convertido en una idea fija para él.
—¡Las campanas! —aullaba el loco.
—Pero, ¿las oye de verdad? —preguntó, perpleja, la madre de Marcello.
—Probablemente, sí. Son alucinaciones auditivas. Como antes los aplausos. Los enfermos pueden oír varias clases de ruidos, e incluso voces que dicen palabras, o bien sonidos de animales o ruidos de motores, por ejemplo, de una motocicleta.
—¡Las campanas! —aulló el loco con voz terrible.
La madre de Marcello retrocedió hacia la puerta, murmurando:
—Pero, ¡debe de ser espantoso…! ¡Pobrecito mío, Dios sabe cómo sufrirá! Yo, si me encuentro bajo una torre cuando tocan las campanas, me parece que voy a enloquecer.
—Pero, ¿sufre? —preguntó Marcello.
—¿No sufriría usted si durante horas y horas oyese tocar grandes campanas de bronce muy cerca de usted? —El profesor se volvió hacia el enfermo y añadió—: Ahora haremos callar las campanas. Mandaremos al campanero a dormir. Le daremos algo de beber y no las oirá más. —Hizo una señal al enfermero, que salió inmediatamente de la estancia. Luego, dirigiéndose a Marcello, dijo—: Son formas de angustia graves. El enfermo pasa de una euforia frenética a una profunda depresión. Hace un rato, cuando leía, estaba exaltado; ahora está deprimido. ¿Quiere usted decirle algo?
Marcello contempló a su padre, que seguía emitiendo alaridos lastimeros, con la cabeza entre las manos, y dijo con voz fría:
—No, no tengo nada que decirle. Además, ¿para qué serviría? De todas formas, no me entendería.
—A veces entienden —dijo el profesor—. Entienden más de cuanto pueda parecemos. Reconocen a las personas e incluso nos engañan, en este sentido, a nosotros, los médicos. No es tan fácil como parece.
La madre de Marcello se acercó al loco y dijo con afabilidad:
—Antonio, ¿me reconoces? Éste es Marcello, tu hijo. Pasado mañana se casa. ¿Has entendido? Se casa.
El loco miró hacia arriba, hacia la mujer, casi con esperanza, de la misma forma que un perro herido mira a su amo que se inclina sobre él y le pregunta, con palabras humanas, qué es lo que tiene.
—¡Casamiento…, casamiento…! —exclamó el médico volviéndose hacia Marcello—. ¡Querido doctor, no sabía nada! ¡Me alegro mucho! ¡Mis felicitaciones más sinceras!
—Gracias —contestó Marcello secamente.
Su madre dijo con ingenuidad, dirigiéndose hacia la puerta:
—¡Pobrecito mío, no entiende…! Si entendiera, no estaría contento de la misma forma que yo tampoco lo estoy.
—¡Mamá, por favor! —exclamó Marcello brevemente.
—No importa, tu mujer ha de gustarte a ti y no a los demás —respondió la madre, conciliadora. Se volvió hacia el loco y dijo—: Hasta la vista, Antonio.
—¡Las campanas! —siguió vociferando el loco.
Salieron al pasillo y se tropezaron con Franz, el cual entraba trayendo en un vaso la poción calmante. El profesor cerró la puerta y dijo:
—Es curioso, doctor, la forma en que los dementes están al día respecto a los acontecimientos, la sensibilidad que muestran por todo cuanto conmueve a la colectividad. Tenemos el fascismo y tenemos al Duce: pues bien, verá usted a muchísimos enfermos que fijan sus ideas, como su padre de usted, en el fascismo y en el Duce. Durante la guerra, eran innumerables los enfermos que se creían generales y que querían sustituir a Cadorna o a Díaz. Y más recientemente, cuando el vuelo de Nobile al Polo Norte, hubo por lo menos tres enfermos que sabían con seguridad dónde se levantaba la famosa tienda roja y habían inventado un aparato especial para socorrer a los náufragos… Los locos están siempre actualizados. En el fondo, pese a su locura, no dejan de participar en la vida pública, y precisamente la demencia es el medio de que se valen para participar en ella… naturalmente, como buenos ciudadanos locos que son. —El médico rio fríamente, muy complacido de su buen humor. Luego, volviéndose hacia la señora, pero con clara intención alusiva a Marcello, dijo—: Por lo que respecta al Duce, todos estamos locos como su marido, ¿verdad, señora? Todos estamos locos de atar, locos a los que se ha de tratar con la ducha y la camisa de fuerza. Toda Italia no es más que un inmenso manicomio, ¿eh?
—En este sentido, mi hijo es un loco, sin duda alguna —dijo la madre secundando ingenuamente la adulación del médico—. Precisamente cuando veníamos hacia aquí le decía que ése era uno de los puntos de contacto entre él y su pobre padre.
Marcello enlenteció el paso para no oírlos. Los vio dirigirse hacia el final del pasillo, dar la vuelta en un recodo y desaparecer de su vista, sin dejar de hablar. Se detuvo; tenía aún en la mano la hoja de papel sobre la que su padre había escrito la declaración de guerra. Titubeó un instante, se sacó, al fin, la cartera del bolsillo y metió en ella el papel. Luego apresuró el paso y alcanzó al médico y a su madre en la planta baja.
—Entonces, hasta la vista, profesor —decía su madre—. Pero ese pobrecito mío, ¿no hay manera alguna de curarlo?
—Por ahora, la ciencia no puede hacer nada —respondió el médico sin solemnidad alguna, como repitiendo una fórmula mecánica y manida.
—Hasta la vista, profesor —dijo Marcello.
—Hasta la vista, doctor, y, de nuevo, mis más entusiastas y sinceras felicitaciones.
Caminaron por el sendero de grava, salieron a la calle y se dirigieron hacia el coche. Alberi estaba allí, junto a la portezuela abierta y con la gorra en la mano. Subieron sin decir palabra, y el coche se puso en marcha. Marcello permaneció un momento en silencio y luego preguntó a su madre:
—Mamá, quisiera hacerte una pregunta. Crees que puedo hablarte francamente, ¿verdad?
—¿Qué pregunta? —dijo la madre distraídamente, mientras se miraba y arreglaba la cara ante el espejo de la polvera.
—Ése al que yo llamo mi padre y al que acabamos de visitar, ¿es realmente mi padre?
Su madre se echó a reír.
—En verdad que a veces eres muy extraño. ¿Y por qué no habría de ser tu padre?
—Mamá, tú ya tenías entonces… —Marcello titubeó, para decir, finalmente—: amantes… ¿Y no crees que…?
—¡Oh, pero no pudo ocurrir nada…! —exclamó la madre con tranquilo cinismo—. La primera vez que me decidí a traicionar a tu padre, tú ya tenías dos años… Lo más curioso —añadió ella— es que la locura de tu padre empezó precisamente con esta idea de que tú pudieras ser hijo de otro. Se le metió en la cabeza que tú no eras hijo suyo y… ¿sabes qué hizo un día? Cogió una fotografía en la que estamos yo y tú cuando eras niño…
—Y perforó los ojos de ambos —concluyó Marcello.
—¡Ah!, ¿lo sabías? —exclamó la madre de Marcello, algo sorprendida—. Pues bien, ése fue el comienzo de su locura. Estaba obsesionado por la idea de que tú fueses hijo de un hombre al que yo veía entonces de vez en cuando. Es inútil decir que todo era producto de su imaginación. Eres hijo suyo… Bastaría mirarte.
—En realidad me parezco más a ti que a él —no pudo por menos de decir Marcello.
—A ambos —replicó la madre. Metió la polvera en el bolso y añadió—: Ya te lo he dicho: si no otra cosa, ambos tenéis, por lo menos, la obsesión de la política.
Pero él, como loco, y tú, en cambio, gracias a Dios, como persona sana.
Marcello no dijo nada y se puso a mirar hacia la ventanilla. La idea de parecerse a su padre le inspiraba un intenso hastío. Las relaciones familiares referidas a la sangre y a la carne le habían repugnado siempre, con una determinación impura e injusta. Pero la semejanza a la que aludía su madre, además de repugnarle, lo asustaba oscuramente. ¿Qué nexo corría entre la locura paterna y lo más profundo de su ser? Recordó la frase leída en el papel: «Matanza y melancolía», y se estremeció pensativamente. La melancolía la tenía encima de él como una segunda piel, más sensible que la verdadera; en cuanto a la matanza…
El coche atravesaba ahora las calles del centro de la ciudad, a la mortecina y azulada luz del crepúsculo. Marcello dijo a su madre:
—Yo me bajaré aquí —y se inclinó para tocar con los nudillos en el cristal, a fin de advertir a Alberi.
—Entonces te veré a tu regreso —dijo la madre sobrentendiendo implícitamente que no iría a la boda. Y a él le gustó la reticencia. Por lo menos servían para esto la ligereza y el cinismo. Bajó, cerró con fuerza la portezuela y se alejó entre la multitud.