CAPÍTULO VIII
Cuando bajaron del taxi, en una callejuela del Barrio Latino, Marcello levantó los ojos hacia el letrero: Le coq au vin, se leía, escrito en letras blancas sobre fondo marrón, a la altura del primer piso de una vieja casa gris. Entraron en el restaurante. Un sofá de terciopelo rojo, pegado a la pared, daba la vuelta a la sala. Las mesas estaban alineadas frente al sofá. Viejos espejos rectangulares, de marcos dorados, reflejaban, en una luz tranquila, la lámpara central y las cabezas de los escasos clientes. Marcello reconoció en seguida a Quadri, sentado en un rincón, al lado de su mujer; le llegaba a su esposa a los hombros, vestía de negro y consultaba, por encima de las gafas, la lista de los platos. Por el contrario. Lina, erguida e inmóvil, con un vestido de terciopelo negro que ponía de relieve la blancura de sus brazos y su pecho y la palidez del semblante, parecía vigilar ansiosamente la puerta. Se levantó de golpe al ver a Giulia, y tras Lina, y casi tapado por ella, se levantó, a su vez, el profesor. Las dos mujeres se apretaron la mano. Marcello levantó casualmente la mirada, y entonces, suspendida en la luz amarilla y opaca de uno de los espejos —increíble aparición—, vio la cabeza de Orlando que los miraba. En el mismo momento, el reloj de péndulo del restaurante se agitó, empezó a retorcerse y a lamentarse con sus vísceras metálicas y, finalmente, comenzó a sonar.
—¡Las ocho! —oyó exclamar a Lina con voz llena de contento—. ¡Qué puntuales sois!
Marcello sintió un escalofrío y mientras el péndulo seguía batiendo con aquellos golpes llenos de lúgubre y solemne sonoridad, extendió la mano para estrechar la que le alargaba Quadri. El péndulo dio con fuerza el último golpe, y él, entonces, al estrechar contra la suya la palma de Quadri, recordó que aquel apretón de manos, según lo convenido, debía designar la víctima a Orlando, y sintió de pronto casi la tentación de inclinarse y besar a Quadri en la mejilla izquierda, precisamente como hizo Judas, con el cual, humorísticamente, se había comparado aquella tarde. Más aún, le pareció advertir bajo los labios el áspero contacto de aquella mejilla y se maravilló de aquella potente sugestión. Luego levantó de nuevo los ojos al espejo: la cabeza de Orlando seguía allí, suspendida en el vacío, con la mirada fija en ellos. Finalmente, se sentaron los cuatro: él y Quadri, en sillas, y las dos mujeres, frente a ellos, en el sofá.
Vino el camarero, y Quadri empezó por pedir, con toda minuciosidad, los vinos. Parecía absorto por completo en esto y discutió largamente con el camarero sobre la calidad de aquellos vinos, que parecía conocer muy bien. Al fin ordenó un vino blanco, seco, para el pescado, un vino tinto para el asado y champán en hielo. Tras aquel camarero vino otro, con el que se repitió la misma escena: discusiones competentes sobre los platos, titubeos, reflexiones, preguntas, respuestas y encargo final de tres platos: uno, de entremeses, otro de pescado y otro de carne. Entretanto Lina y Giulia hablaban en voz baja, y Marcello, con los ojos fijos en Lina, había caído en una especie de obnubilación. Le parecía oír aún los maniáticos golpes del péndulo resonar tras él mientras estrechaba la mano de Quadri; le parecía ver de nuevo la cabeza decapitada de Orlando, que lo miraba desde el espejo, y comprendió que nunca como en aquel momento se había encontrado frente a su destino, como si hubiese sido una piedra erigida en medio de una encrucijada, a ambos lados de la cual partían dos caminos distintos, aunque igualmente definitivos. Se sobresaltó al oír a Quadri preguntarle, con su acostumbrado tono indiferente:
—¿Ha visto ya París?
—Sí, un poco.
—¿Le ha gustado?
—Mucho.
—Sí, es una ciudad amable —dijo Quadri como hablando por su cuenta y como si hiciera una concesión a Marcello—, pero me gustaría que detuviera usted su atención sobre este punto al que ya me he referido hoy: que no es la ciudad viciosa y llena de corrupción de la que hablan los periódicos en Italia. Sin duda tiene usted también esa idea, que no responde en absoluto a la realidad.
—Yo no comparto esa idea —dijo Marcello, algo sorprendido.
—Me extrañaría que no la compartiera —dijo el profesor sin mirarlo—. Todos los jóvenes de su generación tienen ideas de esta índole. Piensan que no se es fuerte si no se es austero, y para sentirse austero, se fabrican cabezas de turco que no existen.
—No me parece ser particularmente austero —dijo Marcello en un tono seco.
—Estoy seguro de que lo es, y se lo demostraré —dijo el profesor. Esperó a que el camarero sirviera los platos con los entremeses y luego prosiguió—: Veamos… Apuesto a que mientras yo pedía los vinos, usted se extrañaba en su interior de que yo pudiese apreciar semejantes cosas, ¿no es así?
¿Cómo es posible que se hubiese dado cuenta? Marcello admitió de mala gana:
—Tal vez tenga usted razón. Pero no hay nada malo en ello. Lo he pensado porque precisamente tiene usted un aspecto, según sus palabras, austero.
—Pero nunca como el suyo, querido hijito, nunca como el suyo —repitió el profesor placenteramente—. Pues bien, continuemos. Diga la verdad: a usted no le gusta ninguna clase de vino y no entiende de ellos ni sabe distinguirlos, ¿verdad?
—No; a decir verdad, no bebo casi nunca —replicó Marcello—. Pero, ¿qué importancia tiene eso?
—Mucha —replicó Quadri tranquilamente—. Muchísima importancia. Y, de la misma forma, apuesto a que no sabe apreciar la buena mesa.
—Como… —empezó a decir Marcello.
—… Por comer —acabó el profesor con acento triunfal—, como se trataba de demostrar. Finalmente, usted, sin duda, tiene cierta prevención contra el amor. Si, por ejemplo, en un parque, ve usted una pareja que se besa, su primer impulso será de condena y de disgusto, y, con mucha probabilidad, deducirá de ello que la ciudad en que se encuentra el parque es una ciudad desvergonzada…, ¿no es así?
Marcello comprendía ahora adonde quería ir a parar Quadri. Dijo con esfuerzo:
—No deduzco nada. Lo único cierto es que tal vez no haya nacido con el gusto para estas cosas.
—No, no es sólo eso, sino que para usted son culpables y, por tanto, despreciables las personas que tienen tales gustos. Confiese la verdad.
—En modo alguno. Creo que son personas distintas de mí. Eso es todo.
—Quien no está con nosotros, está contra nosotros —dijo el profesor haciendo una brusca irrupción en el campo de la política—. Ése es uno de los lemas que se repiten gustosamente en Italia y en otras partes hoy día, ¿no es cierto? —Entretanto había empezado a comer, y lo hacía tan a gusto, que las gafas se le habían salido de su sitio.
—No creo que la política tenga nada que ver con esto —dijo secamente Marcello.
—¡Edmondo! —exclamó Lina.
—Sí, querida.
—Me has prometido que no hablaríamos de política.
—Y, en efecto, no hablamos de política —replicó Quadri—, sino de París… Y he llegado a la conclusión de que como París es una ciudad en la que a la gente le gusta beber, comer, bailar, besarse en los parques y, en resumen, divertirse, estoy seguro de que su juicio sobre París sólo puede ser desfavorable.
Esta vez, Marcello no dijo nada. Giulia respondió por él, sonriendo:
—A mí, por el contrario, me gusta mucho la gente de París. ¡Es tan alegre!
—¡Bien dicho! —aprobó el profesor—. Usted, señora, debería curar a su marido.
—Pero no está enfermo.
—Sí, está enfermo de austeridad —dijo el profesor con la cabeza inclinada sobre el plato. Y añadió casi entre dientes—: O, mejor dicho, la austeridad es sólo un síntoma.
Ahora veía Marcello con toda claridad que el profesor —el cual, según le había dicho Lina, lo sabía todo de él—, se divertía jugando con él un poco a la manera del ratón con el gato. Sin embargo, no pudo por menos de pensar que éste era un juego bien inocente en comparación con el suyo, tan tétrico, iniciado aquella tarde en casa de Quadri y destinado a terminar de manera sangrienta en la villa de Saboya. Preguntó a Lina, casi con melancólica coquetería:
—¿De verdad le parezco tan austero… también a usted?
La vio considerarlo con una mirada fría y reluctante, en la que adivinó, con dolor, la profunda aversión que sentía hacia él. Luego, evidentemente. Lina decidiría limitarse al papel de mujer enamorada que había resuelto desempeñar, porque contestó, sonriendo con esfuerzo:
—No lo conozco lo suficiente. Desde luego, da la impresión de ser muy serio.
—¡Ah, eso sí! —exclamó Giulia mirando con afecto a su marido—: Piense usted que lo habré visto sonreír una docena de veces. Serio es la palabra adecuada.
Lina lo miraba ahora fijamente, con maligna atención.
—No —replicó la mujer lentamente—, no. Me he equivocado. La palabra adecuada no es serio. Mejor sería decir preocupado.
—¿Preocupado por qué?
Marcello la vio encogerse de hombros con indiferencia.
—Eso sí que no sabría decirlo.
Pero al mismo tiempo, y con profunda sorpresa, sintió el pie de ella que lentamente, y con intención, rozaba al principio y oprimía luego el suyo. Quadri dijo con bondad:
—Clerici, no se preocupe demasiado de parecer preocupado. Son todo palabras para pasar el rato. Está usted en viaje de bodas… Sólo eso debe preocuparle. ¿No es cierto, señora? —Sonrió a Giulia, con aquella sonrisa que parecía la mueca de una mutilación, y Giulia sonrió, a su vez, diciendo alegremente:
—Tal vez sea precisamente eso lo que le preocupa. ¿No es así, Marcello?
El pie de Lina seguía oprimiendo el suyo, y Marcello, ante aquel contacto, casi experimentaba una sensación de desdoblamiento, como si de las relaciones amorosas se hubiese transferido la ambigüedad a toda su vida y, en vez de una situación, hubiese habido dos: La primera, en la que él señalaba a Quadri para que lo viera Orlando y luego volvía a Italia con Giulia; la segunda, en la que salvaba a Quadri, abandonaba a Giulia y se quedaba en París con Lina. Las dos situaciones, como dos fotografías superpuestas, se intersecaban y se confundían con los distintos colores de sus sentimientos de pesar y de horror, de esperanza y de melancolía, de resignación, de rebelión. Sabía muy bien que Lina le oprimía el pie sólo para engañarlo y permanecer fiel a su papel de mujer enamorada y, sin embargo, como por un absurdo, esperaba que esto no fuese cierto y que ella lo amase de verdad. Entretanto se preguntaba por qué ella había elegido, entre muchos otros, precisamente aquel medio de complicidad sentimental, tan tradicional y tan burdo, y, una vez más, le pareció encontrar de nuevo en aquella elección el acostumbrado desprecio por él, como si se tratase de alguien que no requiriese demasiada sutileza para ser engañado. Sin dejar de oprimirle el pie, mirándolo fijamente, y con intención. Lina dijo:
—Y a propósito de su viaje de bodas… Ya le he hablado de ello a Giulia, pero como sé que Giulia no tendrá valor para hablarle de ello a usted me permito hacerle yo directamente el ofrecimiento. ¿Por qué no vienen ustedes a acabarlo en Saboya? ¿En nuestra casa? Nosotros estaremos allí todo el verano. Tenemos una estupenda habitación para los huéspedes. Pueden ustedes estar una semana, diez días, lo que quieran, y luego volver desde allí directamente a Italia.
Así —se dijo Marcello casi con disgusto—, éste era el motivo de aquella presión del pie. Pensó de nuevo —pero esta vez con despecho— que la invitación a Saboya coincidía demasiado bien con el plan de Orlando: al aceptar la invitación, lograrían que Lina se quedase en París y, mientras tanto. Orlando tendría el tiempo suficiente para deshacerse de Quadri allá arriba, en la montaña.
Dijo lentamente:
—Por lo que a mí respecta, no tengo nada en contra de una excursión a Saboya. Pero no antes de una semana… Después de que hayamos visto París.
—Perfecto —dijo Lina de pronto en un tono triunfal—. Así viajarán ustedes conmigo hasta Saboya. Mi marido se marcha mañana. También yo he de quedarme una semana en París.
Marcello sintió que el pie de la mujer dejó de oprimir el suyo. Acabada la necesidad que la había inspirado, cesaba también el aliciente. Y Lina no había querido ni siquiera darle las gracias con la mirada. Desde Lina, sus ojos pasaron a los de su esposa y vio que estaba descontenta, pues dijo:
—Lamento no estar de acuerdo con mi marido, y me disgusta también parecer descortés con usted, señora Quadri, pero es imposible que vayamos a Saboya.
—¿Por qué? —no pudo menos de exclamar Marcello—. Después de París.
—Sabes que después de París hemos de ir a la Costa Azul, a ver a nuestros amigos.
Era una mentira, no tenían amigos en la Costa Azul. Marcello comprendió que Giulia mentía para deshacerse de Lina y, al mismo tiempo, para demostrarle su propia indiferencia hacia la mujer. Pero se corría el peligro de que, disgustada por el rechazo de Giulia, Lina partiese con Quadri. Convenía, pues, repararlo en seguida, hacer que la esposa recalcitrante aceptara, sin más, la invitación. Dijo apresuradamente:
—¡Oh, aquéllos…! Podemos renunciar muy bien. Siempre tendremos tiempo de verlos.
—La Costa Azul…, ¡qué horror! —exclamaba entretanto Lina, contenta con la ayuda de Marcello. Alegre e impetuosamente, y como si entonara un estribillo, dijo—: ¿Quién va a la Costa Azul? Los nuevos ricos sudamericanos y las cocottes.
—Sí, pero tenemos un compromiso —dijo Giulia con obstinación.
Marcello notó de nuevo el pie de Lina oprimir el suyo.
Con un esfuerzo, preguntó:
—¡Vamos, Giulia!, ¿por qué no hemos de aceptar?
—Si lo deseas así… —respondió ella inclinando la cabeza.
Al decir estas palabras, vio cómo Lina se volvía hacia Giulia con rostro inquieto, triste, irritado y sorprendido.
—Pero, ¿por qué? —gritó con una especie de consternación reflexiva en la voz—. ¿Por qué? ¿Por ver aquella horrible Costa Azul? Pero si es un deseo provinciano… Sólo los provincianos quieren visitar la Costa Azul. Les aseguro que nadie dudaría en el lugar de ustedes… ¡Vamos, vamos! —añadió de pronto, con una vivacidad desesperada—, debe de haber algún motivo que usted no se atreve a decir. Tal vez mi marido y yo le seamos antipáticos.
Marcello no pudo por menos de admirar aquella violencia pasional, que permitía a Lina hacer casi una escena de amor a Giulia en presencia suya y de Quadri. Algo sorprendida, Giulia protestó:
—Pero, ¡por Dios!, ¿qué está usted diciendo?
Quadri, que comía en silencio, saboreando, al parecer, la comida, mucho más que escuchando la conversación, observó con su acostumbrada indiferencia:
—Lina, estás poniendo en situación comprometida a la señora. Aun cuando fuese verdad que le somos antipáticos, como tú dices, no nos lo dirá jamás.
—Sí, le somos antipáticos —continuó la mujer sin hacer caso del marido— o, mejor, tal vez sea yo la que le soy antipática, ¿no es verdad, querida? Le soy antipática. Se cree uno que es simpático —añadió, dirigiéndose a Marcello, siempre con la misma desesperada vivacidad mundana y alusiva— y, por el contrario, a veces, precisamente las personas a las que desearía uno ser simpático, no nos pueden sufrir… Diga la verdad, querida, no puede usted sufrirme. Y mientras le hablo e insisto estúpidamente en tenerla con nosotros en Saboya, usted piensa: «Pero, ¿qué quiere de mí esta loca…? ¿Cómo es posible que no se dé cuenta de que no puedo soportar su cara, su voz, sus maneras, en fin, toda su persona…?» Diga la verdad; usted, en este momento, piensa cosas de esta índole.
Marcello pensó que Lina había abandonado toda clase de prudencia. Y si su marido tal vez no atribuyera ninguna importancia a estas angustiosas insinuaciones, él, para el que se prodigaban —según la ficción— todas aquellas insistencias, difícilmente habría podido no advertir a quién se dirigían en realidad.
—Pero, ¿por qué se le ocurre pensar estas cosas? Me gustaría saber por qué las piensa.
—Conque es verdad, ¿no? —exclamó la mujer, dolorida—. Le soy antipática. —Y luego, volviéndose al marido, le dijo con febril y amarga complacencia—: ¿Ves, Edmondo? Tú decías que la señora no lo diría, y, en cambio, lo ha dicho: le soy antipática.
—Yo no he dicho eso —dijo Giulia sonriendo—, y ni siquiera lo he pensado.
—No lo ha dicho, pero lo ha dado a entender.
Sin levantar los ojos del plato, Quadri dijo:
—Lina, no comprendo tu insistencia. ¿Por qué habrías de serle antipática a la señora Clerici? Te conoce hace pocas horas, y probablemente no experimentará ningún sentimiento particular.
Marcello comprendió que debía intervenir de nuevo. Así se lo imponían, airados, casi insultantes de desprecio y de imperio, los ojos de Lina. Ella no le oprimía ya el pie, pero, con una imprudencia alucinada, en un momento en que él tenía la mano sobre la mesa, fingió coger la sal y le apretó los dedos. Marcello dijo en tono conciliador y definitivo:
—Es todo lo contrario. Giulia y yo sentimos mucha simpatía por usted, y aceptamos gustosamente su invitación. Iremos, sin más, ¿no es verdad, Giulia?
—Desde luego —dijo Giulia de pronto—. Yo lo decía, más que nada, por el compromiso que teníamos. Pero queríamos aceptar.
—Muy bien. Entonces de acuerdo. Partiremos dentro de una semana los tres.
Lina, radiante, empezó a hablar, de pronto, sobre los paseos que darían en Saboya, sobre la belleza de aquellos lugares, sobre la casa en que vivirían. Sin embargo, Marcello notó que hablaba confusamente, se habría dicho que obedeciendo más bien a un impulso de cantar, como un pajarillo que ve de pronto alegrada su jaula por un rayo de sol, que a la necesidad de decir ciertas cosas o proveer de ciertas informaciones. Y de la misma forma que el pájaro se va animando por su: mismo canto, así también ella parecía embriagarse con su propia voz, en la que temblaba y se exaltaba un gozo» imprudente e indómito. Sintiéndose excluido de la conversación entre las dos mujeres, Marcello levantó los ojos casi maquinalmente hacia el espejo colgado detrás de Quadri: la honesta y bonachona cabeza de Orlando seguía allí, suspendida en el vacío, decapitada, pero viva. Pero no estaba sola: de perfil, no menos nítida ni menos absurda, ahora se veía otra cabeza, que hablaba a la de Orlando. Era la cabeza de un individuo de aspecto rapaz, aunque sin nada de aquilino, de una especie triste e inferior: ojos profundamente hundidos, pequeños, apagados, bajo una frente baja; nariz grande, melancólica y curvada; mejillas deprimidas, llenas de sombra ascética; boca pequeña, mentón contraído. Marcello se entretuvo observando a aquel personaje, preguntándose si lo había visto ya; luego se sobresaltó al oír la voz de Quadri, que le preguntaba:
—A propósito, Clerici. Si le pidiese un favor, ¿me lo haría usted?
Era una pregunta inesperada; y Marcello notó que Quadri había esperado, para formularla, a que su mujer hubiese callado al fin. Dijo:
—Desde luego, si está dentro de mis posibilidades.
Le pareció que Quadri, antes de hablar, miraba a su mujer, como para recibir la confirmación de un acuerdo ya discutido y establecido.
—Se trata de esto —dijo luego Quadri, en tono a la vez suave y cínico—: Sin duda, usted no ignora cuál es mi actividad aquí en París y por qué no he regresado ya a Italia. Ahora bien, tenemos amigos en Italia con los que nos escribimos de la forma que podemos. Una de tales formas consiste en confiar cartas a personas apolíticas y, de todas formas, no sospechosas de desarrollar una actividad política. He pensado que usted podría llevarme una de esas cartas a Italia y echarla en la primera estación por la que pase. Por ejemplo, Turín.
Siguió el silencio. Marcello se daba cuenta ahora de que la petición de Quadri no tenía más finalidad que la de ponerlo a prueba o, por lo menos, en situación comprometida; y comprendía también que tal petición se le hacía de acuerdo con Lina. Probablemente Quadri, fiel a sus sistemas de persuasión, había convencido a su mujer de la oportunidad de semejante maniobra; pero no tanto como para modificar la hostilidad de ella hacia Marcello. Le pareció adivinarlo por el rostro tenso, frío y casi irritado de ella. Por el momento le era imposible penetrar los fines que se proponía Quadri. Para ganar tiempo, respondió:
—Pero si me descubren iré a parar a la cárcel.
Quadri sonrió y dijo humorísticamente:
—No sería un gran mal. Mejor aún, para nosotros casi sería un bien. ¿No sabe usted que los movimientos políticos tienen necesidad de mártires y de víctimas?
Lina arrugó el entrecejo, pero no dijo nada. Giulia miró a Marcello con ansiedad. Estaba claro que deseaba que el marido se negara. Marcello dijo lentamente:
—En el fondo, usted casi desea que la carta sea descubierta.
—Eso no —dijo el profesor sirviéndose vino, con alegre desenvoltura que, sin saber por qué, inspiró de pronto a Marcello casi compasión—. Nosotros deseamos que se comprometa y luche con nosotros el mayor número de personas posible. Ir a la cárcel por nuestra causa es sólo una de las muchas maneras de comprometerse a luchar… pero no sólo la única. —Bebió lentamente, y luego añadió con seriedad, de manera inesperada—. Pero se lo he propuesto de una manera protocolaria, porque sé que usted se negará.
—Lo ha adivinado —dijo Marcello, que entretanto había sopesado el pro y el contra de la proposición—; lo lamento, pero me parece que no puedo hacerle ese favor.
—Mi marido no se ocupa de política —explicó Giulia con una solicitud llena de temor—. Es un funcionario del Estado. Está fuera de esas cosas.
—Es natural —dijo Quadri con aire indulgente y casi afectuoso—, es natural: es funcionario del Estado.
A Marcello le pareció como si Quadri quedase extrañamente satisfecho de su respuesta. Por el contrario, la mujer parecía irritada. Preguntó a Giulia, en tono agresivo:
—¿Por qué tiene tanto miedo de que su marido se ocupe de política?
—¿Acaso sirve para mucho? —respondió Giulia con naturalidad—. Él debe pensar en su porvenir, no en la política.
—Así razonan las mujeres en Italia —dijo Lina volviéndose a su marido—. Y luego te extraña de que las cosas vayan como van.
Giulia pareció molestarse.
—Aquí no tiene nada que ver Italia. En ciertas condiciones, las mujeres de cualquier país razonarían del mismo modo. Si usted viviera en Italia, pensaría como yo.
—¡Vamos, vamos, no se enfade! —exclamó Lina con una risa sorda, triste y afectuosa, pasando una mano, en rápida caricia, en torno al rostro enojado de Giulia—. Era una broma. Es posible que tenga usted razón. Sea como fuere, se pone tan deliciosa cuando defiende a su marido y se enfada por él… ¿No es cierto, Edmondo, que es deliciosa?
Quadri hizo un ademán de asentimiento distraído y algo enojado, como para decir: «cosas de mujeres», y luego respondió seriamente:
—Tiene usted razón, señora. No se debería poner jamás al hombre en condiciones de escoger entre la verdad y el pan. —Marcello pensó que el tema se había agotado. Le quedaba, sin embargo, la curiosidad de conocer el verdadero motivo de la proposición. El camarero cambió los platos y puso en la mesa una frutera llena. Luego se acercó otro camarero y preguntó si podía destapar la botella de champán—. Sí —dijo Quadri—, puede descorcharla. —El camarero sacó la botella del cubo, envolvió el cuello de la misma en una servilleta, la descorchó y vertió en seguida en las copas de champán el espumoso líquido. Quadri se levantó con una copa en la mano—, Bebamos a la salud de la causa —dijo; y luego, volviéndose a Marcello—: No ha querido llevar la carta, pero al menos querrá brindar, ¿no es cierto?
Parecía conmovido, con los ojos brillantes de lágrimas. Sin embargo —como notó Marcello—, tanto en el ademán del brindis como en la expresión del rostro había cierta astucia y casi cálculo. Miró a su esposa y a Lina antes de responder al brindis. Giulia, que se había puesto ya de pie, le hizo una señal con los ojos como para decir: «Puedes hacer el brindis»; Lina, con la cabeza baja y la copa en la mano, tenía aspecto de enojada, fría, casi aburrida. Marcello se levantó y dijo:
—A la salud, pues, de la causa —y chocó su copa contra la de Quadri.
Por un escrúpulo casi pueril quiso, sin embargo, añadir mentalmente: «de mi causa», aunque le pareció que ya no tenía causa alguna que defender, sino sólo un doloroso e incomprensible deber que cumplir. Notó, con disgusto, que Lina evitaba chocar la copa contra la suya. Giulia, por el contrario, exagerando la cordialidad, buscaba la copa de cada uno, dando patéticamente los nombres:
Lina, Señor Quadri, Marcello.
El tintineo del cristal, agudo, pero flexible, lo hizo estremecerse de nuevo, como poco antes al oír las campanadas del reloj. Miró hacia arriba, hacia el espejo, y vio la cabeza de Orlando, suspendida en el aire, que lo miraba con ojos brillantes inexpresivos, verdaderos ojos de decapitado. Quadri alargó la copa al camarero, que volvió a llenársela. Luego, poniendo cierto énfasis sentimental en el ademán, se volvió hacia Marcello, con la copa levantada, y dijo:
—Y ahora por su salud personal, Clerici… y gracias.
Subrayó la palabra «gracias» con tono alusivo, vació la copa de un trago y se sentó.
Durante unos momentos bebieron en silencio. Giulia se había bebido ya dos copas y miraba a su marido con expresión enternecida, agradecida y ebria. De improviso exclamó:
—¡Qué bueno está el champán! Di, Marcello, ¿no te parece bueno el champán?
—Sí, es un vino muy bueno —admitió él.
—No lo aprecias debidamente —dijo Giulia—. Es en verdad delicioso…, y yo ya estoy borracha. —Rio, agitó la cabeza y añadió de pronto, levantando la copa—: ¡Vamos, Marcello, bebamos por nuestro amor! —Ebria, riendo, le tendía la copa. El profesor miraba con aire lejano; Lina, fría y disgustada en el fondo, no podía esconder su reprobación. De pronto, Giulia cambió de idea—. ¡No —gritó—, tú eres demasiado austero, es cierto…, te avergüenzas de brindar por nuestro amor! Entonces brindaré yo sola… ¡por la vida, que tanto me gusta y que tan hermosa es…, por la vida! —Bebió con ímpetu gozoso y torpe, por lo que parte del líquido se derramó por la mesa. Luego gritó—: ¡Trae suerte! —y, mojando los dedos en el champán, hizo ademán de mojar las sienes de Marcello. Él no pudo por menos de hacer un movimiento para esquivarlo. Entonces, Giulia se levantó, exclamando—: ¡Te avergüenzas…! Pues bien, yo no me avergüenzo —y, dando la vuelta a la mesa, fue a abrazar a Marcello, para precipitarse sobre él y besarlo fuerte en la boca—. Estamos en viaje de bodas —dijo en tono de desafío, volviendo a su sitio, ansiosa y riente—. Estamos en viaje de bodas y no para hacer política ni llevar cartas a Italia.
Quadri, al que parecían dirigidas estas palabras, dijo tranquilamente:
—Tiene usted razón, señora.
Marcello, tras la consciente alusión de Quadri y la inconsciente e inocente de su mujer, prefirió callar y bajó los ojos. Lina esperó que hubiese pasado un momento de silencio y luego preguntó como casualmente:
—¿Qué harán ustedes mañana?
—Iremos a Versalles —respondió Marcello mientras se limpiaba con el pañuelo, de los labios, el carmín que le había dejado el beso de Giulia.
—También puedo ir yo —dijo Lina rápidamente—. Podemos salir por la mañana y comer allí. Ayudaré a mi marido a hacer las maletas y luego pasaré a buscarles.
—Muy bien —dijo Marcello.
Lina añadió con escrúpulo:
—Me gustaría que fuéramos en automóvil, pero mi marido se lo lleva. Tendremos, pues, que ir en tren. Es más alegre.
Quadri no parecía haber oído. Ahora pagaba la cuenta extrayendo de uno de los bolsillos del pantalón a rayas, con ademán propio de jorobado, los billetes de banco con cuatro dobleces. Marcello hizo ademán de pagar. Pero Quadri lo rechazó, diciendo:
—Ya me lo devolverá… en Italia.
Giulia dijo de pronto, con voz de ebria y muy alta:
—En Saboya estaremos juntos, pero a Versalles quiero ir sola con mi marido.
—Gracias —dijo Lina irónicamente, levantándose de la mesa—. Por lo menos, esto es hablar claro.
—No se ofenda —empezó a decir Marcello cohibido—. Es el champán.
—¡No; es el amor que siento por ti, estúpido! —gritó Giulia. Riendo, se dirigió hacia la puerta al lado del profesor. Marcello la oyó decir—: ¿Le parece injusto que durante mi viaje de bodas desee estar sola con mi marido?
—No, querida —respondió Quadri con dulzura—, es justísimo.
Entretanto, Lina comentaba en tono agrio:
—No había pensado en ello. Estúpida que es una… La excursión a Versalles es ritual para los recién casados.
Al llegar a la puerta, Marcello quiso a toda costa que Quadri pasara antes que él. Mientras salía, oyó de nuevo el reloj dar una hora: eran las diez.