CAPÍTULO X
Cuando Marcello se despertó y dirigió la mirada hacia el techo, en la incierta penumbra de las ventanas entreabiertas, recordó inmediatamente que, a aquella hora, Quadri corría ya por las carreteras de Francia, seguido, a breve distancia, por Orlando y sus hombres; y comprendió que había terminado el viaje a París. El viaje había terminado —se repitió—, aunque el viaje apenas hubiese comenzado. Había terminado porque se había cumplido, con la muerte ya, por descontada, de Quadri, aquel período de su vida durante el cual había buscado por todos los medios liberarse del peso de soledad y anormalidad que le había dejado la muerte de Lino. Lo había conseguido al precio de un delito, o, mejor aún, de lo que habría sido un delito si él no hubiese sabido justificarlo y darle un sentido. Por cuanto respectaba a él personalmente, estaba seguro de que no faltaría tal justificación: buen marido, buen padre y buen ciudadano gracias a la muerte de Quadri, que le cerraba definitivamente toda vuelta atrás, vería su vida alcanzar lenta, pero sólidamente, esa condición de absoluto que hasta ahora le había faltado. Así, la muerte de Lino, que había sido la causa primaria de su oscura tragedia, quedaría resuelta y anulada por la de Quadri, de la misma forma que en otro tiempo el ofrecimiento expiatorio de una víctima humana inocente resolvía y anulaba la impiedad de un delito anterior. Pero no se trataba sólo de él; y la justificación de su vida y del asesinato de Quadri no dependía únicamente de él. «Ahora —pensó lúcidamente—, que los otros cumplan también con su deber… De lo contrario, quedaría solo con este muerto en los brazos, y al final sólo habría añadido un cero a otro cero.» Los otros, como sabía, eran el Gobierno, a los que con aquel asesinato había entendido él servir; la sociedad, que se expresaba en aquel Gobierno, y la nación misma, que aceptaba ser conducida por aquella sociedad. No bastaría decir: «He cumplido con mi deber… He actuado de tal forma porque así se me mandó.» Esta justificación podía bastar para el agente Orlando, mas no para él. Para él se necesitaba el éxito completo de aquel Gobierno, de aquella sociedad, de aquella nación; y no solamente un éxito exterior, sino también íntimo y necesario. Sólo de este modo, lo que normalmente era considerado como un delito común se convertiría, por el contrario, en un paso positivo en una dirección necesaria. En otras palabras, debía operarse, gracias a fuerzas que no dependían de él, una transmutación completa de los valores: lo injusto debería convertirse en justo; la traición, en heroísmo; la muerte, en vida. En este punto sintió la necesidad de expresar con palabras crudas y sarcásticas su propia situación y pensó con frialdad: «En suma, que si el fascismo fracasa; si toda la canalla, los incompetentes y los imbéciles que hay en Roma llevan a la ruina a la nación italiana, entonces yo no seré más que un mísero asesino.» Pero en seguida corrigió mentalmente: «Sin embargo, estando como estaban las cosas, no podía obrar de otra manera.»
A su lado, Giulia, que dormía aún, se movió, y, con un gesto lento, poderoso y gradual, se acercó a él primero con los brazos y luego con las piernas, hasta ponerle la cabeza en el pecho. Marcello la dejó hacer y. alargando un brazo, cogió de la mesita de noche el pequeño despertador fosforescente y miró la hora: eran las nueve y cuarto. No pudo por menos de suponer que si las cosas habían ido tal como Orlando había dejado suponer que debían ir, a aquella hora, en un punto cualquiera de una carretera francesa, el coche de Quadri yacería abandonado en una cuneta, con un cadáver al volante. Giulia preguntó en voz baja:
—¿Qué hora es?
—Las nueve y cuarto.
—¡Uy, qué tarde! —exclamó ella, sin moverse—. Hemos dormido por lo menos nueve horas.
—Se ve que estábamos cansados.
—¿No vamos a Versalles?
—Desde luego que sí. Y hemos de empezar a vestirnos —dijo él con un suspiro—. Dentro de poco vendrá la señora Quadri.
—Preferiría que no viniese. No me deja en paz con su amor. —Marcello no dijo nada. Tras un momento, Giulia añadió—: ¿Y cuál es el programa para los próximos días?
Antes de que hubiera podido pensar nada, Marcello respondió:
—Partir —con una voz que le pareció casi lúgubre a fuerza de melancolía.
Esta vez, Giulia, con un ligero sobresalto, echando algo hacia atrás la cabeza y el pecho, pero sin apartarse de él, preguntó con voz de sorpresa e incluso de alarma:
—¿Partir? ¿Tan pronto? ¿Apenas hemos llegado y ya hemos de partir?
—No me acordé de decírtelo ayer por la noche —mintió él—, para no estropearte la velada. Pero al mediodía recibí un telegrama llamándome a Roma.
—¡Qué lástima! ¡Qué verdadera lástima! —exclamó Giulia en un tono ingenuo y ya resignado—. Precisamente cuando empezaba a divertirme en París. Y, además, aún no hemos visto nada.
—¿Te disgusta? —preguntó él con dulzura, acariciándole la cabeza.
—No; pero habría preterido estar aquí algunos días más, por lo menos para tener una idea de París.
—Ya volveremos.
Siguió el silencio. Luego, Giulia hizo un movimiento vivo con los brazos y con todo el cuerpo contra el de él, y dijo:
—Entonces, dime por lo menos qué haremos en el futuro. Dime cómo será nuestra vida.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque sí —respondió ella apretándose contra él—, porque me gusta mucho hablar del futuro…, en la cama…, en la oscuridad.
—Pues bien —empezó Marcello con voz tranquila e incolora—, ahora volveremos a Roma y buscaremos casa.
—¿Cómo de grande?
—Cuatro o cinco habitaciones y los servicios. Una vez la hayamos encontrado, compraremos todo lo necesario para amueblarla.
—Me gustaría un piso en unos bajos —dijo ella con voz soñadora— con jardín, aunque no fuese muy grande, pero con árboles y flores, para poder estar en él cuando haga buen tiempo.
—Nada más fácil —confirmó Marcello—. Pues bien, pondremos nuestra casa… Creo que tendré bastante dinero para amueblarla completamente, desde luego, no con muebles de lujo…
—Y te pondrás un bonito despacho —dijo ella.
—¿Por qué un despacho, si ya trabajo en la oficina? Es mejor una gran sala de estar.
—Sí, una sala de estar. Tienes razón. Salón y comedor a la vez. Y tendremos también un bonito dormitorio, ¿verdad?
—Desde luego.
—Pero nada de somieres individuales, que se ven muy tristes. Quiero un dormitorio regular. Con la cama de matrimonio. Y dime, ¿tendremos también una bonita cocina?
—Una bonita cocina, ¿por qué no?
—Quiero tener un hornillo doble, con gas y electricidad. Y quiero también una bonita nevera. Si no tenemos bastante dinero, podremos comprar a plazos estas cosas.
—Desde luego, a plazos.
—Y dime, ¿qué haremos en tal casa?
—Viviremos en ella y seremos felices.
—¡Necesito tanto ser feliz! —exclamó ella apretándose aún más contra él—. ¡Tanto…! ¡Si lo supieras…! Me parece que necesito ser feliz desde que nací.
—Pues bien, seremos felices —dijo Marcello con firmeza casi agresiva.
—¿Y tendremos hijos?
—Desde luego.
—Yo quiero tener muchos hijos —dijo ella con una especie de cantinela en la voz—. Quiero tener uno cada año, al menos durante los cuatro primeros años de nuestro matrimonio. Así tendremos una familia, y quiero tenerla lo más pronto posible. Además, me parece que no es necesario esperar. De lo contrario, luego sería demasiado tarde. Y cuando se tiene una familia, todo lo demás viene después de por sí, ¿verdad?
—Desde luego, todo lo demás viene de por sí.
Ella calló un momento y luego preguntó:
—¿Crees que estaré ya encinta?
—¿Cómo puedo saberlo?
—Si lo estuviera —manifestó ella con una sonrisa—, me gustaría decir que nuestro hijo ha sido engendrado en el tren.
—¿Te gustaría de verdad?
—Sí, sería un buen augurio para él. ¡Quién sabe! A lo mejor saldría un gran viajero. Me gustaría que el primer hijo fuese varón… El segundo preferiría que fuese una hembra. De nosotros dos nacerán, sin duda, hijos muy guapos. —Marcello no dijo nada, y Giulia prosiguió—: ¿Por qué estás tan callado? ¿No te gustaría tener hijos de mí?
—Desde luego —respondió él.
Y de pronto, con estupor, sintió que dos lágrimas brotaban de sus ojos y rodaban por sus mejillas. Y luego otras dos, cálidas, ardientes, como lloradas ya en un tiempo anterior y remoto y retenidas dentro de los ojos para impregnarse de ardiente dolor. Comprendió que lo que lo hacía llorar era precisamente aquella conversación sobre la felicidad sostenida con Giulia poco antes, aunque no lograba comprender la razón. Tal vez porque esta felicidad había sido pagada anticipadamente a un precio tan caro; quizá porque se daba cuenta de que jamás podría ser feliz, por lo menos de la forma simple y afectuosa descrita por Giulia. Finalmente, con un esfuerzo, dominóse las ganas de llorar y, sin que Giulia se diese cuenta de ello, se secó los ojos con la manga. Entretanto, Giulia lo abrazaba cada vez con más fuerza, adhiriendo ansiosamente su cuerpo al de Marcello, tratando de guiarle las manos distraídas e inertes para que la acariciase y abrazase. Luego sintió que tendía el rostro hacia el suyo y empezaba a besarlo intensamente en las mejillas, en la boca, en la frente, en el mentón, con una avidez frenética e infantil. Finalmente, susurró ella, casi como un lamento:
—¿Por qué no te pones encima de mí…? Poséeme —y, en su voz implorante, le pareció advertir casi un reproche, por haber pensado más bien en la felicidad propia que en la de ella. Entonces, mientras la abrazaba y, suave y fácilmente, penetraba en ella, y ella, debajo de él, con la cabeza en la almohada y los ojos cerrados, empezaba a subir y bajar las caderas en un movimiento regular, sosegado y oscuramente reflexivo, semejante al de una ola marina que se hincha y distiende según el flujo y el reflujo, se oyó un golpe fuerte en la puerta—. ¿Quién será? —murmuró ella jadeante, entreabriendo los ojos—. ¡No te muevas…!, ¿qué te importa? —Marcello se volvió y entrevió allá en el suelo, a la claridad que entraba por debajo de la puerta, una carta que había sido introducida por el intersticio. En el mismo momento, Giulia volvió a caer boca arriba y se puso rígida bajo él, echó hacia atrás la cabeza y, suspirando profundamente, le clavó las uñas en los brazos. Luego movió la cabeza violentamente de un lado para otro sobre la almohada y murmuró—: ¡Mátame!
Sin razón, Marcello recordó de pronto el grito de Lino: «¡Mátame como a un perro!», y sintió que invadía su espíritu una horrible inquietud. Esperó largo rato a que las manos de Giulia cayesen de nuevo sobre la cama; luego encendió la lámpara, bajó de la cama, fue a coger la carta y volvió a tenderse junto a su mujer. Giulia le daba ahora la espalda, encogida sobre sí misma, con los ojos cerrados. Marcello miró la carta antes de dejarla al borde de la cama, junto a la boca aún abierta y jadeante. En el sobre se leía: «Madame Giulia Clerici», con una letra claramente femenina.
—Una carta de la señora Quadri —dijo.
Giulia murmuró, sin abrir los ojos:
—Dámela. —Siguió un largo silencio. La luz de la lámpara iluminaba de lleno la carta, puesta a la altura de la boca de Giulia; ésta, abatida e inmóvil parecía dormir. Luego suspiró, abrió los ojos y, manteniendo con una sola mano un ángulo de la carta, rompió con los dientes el sobre, sacó el papel y leyó. Marcello la vio sonreír. Luego, ella murmuró—: Dicen que, en amor, gana siempre el que huye. Como quiera que ayer la traté mal, me informa que ha cambiado de idea y que ha partido esta mañana con su marido. Espera que la siga pronto. ¡Buen viaje!
—¿Se ha ido?
—Sí, esta mañana a las siete, junto con su marido, para Saboya. ¿Y sabes por qué se ha marchado? ¿Te acuerdas ayer cuando bailé con ella por segunda vez? Fui yo la que le pedí que bailáramos, y ella se sintió contenta porque esperaba que, al fin, le hiciera caso. Pero yo, en vez de ello, le dije, con la máxima franqueza, que debía renunciar por completo a mí. Y que si continuaba, dejaría de verla para siempre, y que sólo te quería a ti, y que me dejase en paz y se avergonzara. En resumidas cuentas, le dije tantas y tantas cosas, que casi lloraba. Y por eso se ha ido hoy. ¿Comprendes bien? Parto para que luego te reúnas conmigo. Pues tendrá que esperar bastante.
—Sí, habrá de esperar bastante —repitió Marcello.
—Por lo demás, estoy contenta de que haya partido —prosiguió Giulia—. ¡Era tan insistente y enojosa! En cuanto a reunirme con ella, ni pensarlo. No quiero volver a ver a esa mujer.
—No volverás a verla jamás —dijo Marcello.