CAPÍTULO III

La idea de la confesión preocupaba a Marcello. No era religioso en el sentido de practicar formalmente los ritos. Estaba bien seguro de serlo en el otro sentido, o sea, en el de una inclinación natural hacia la religiosidad. Sin embargo, habría considerado de buena gana la confesión exigida por don Lattanzi como uno de los muchos actos convencionales a los que se sometía para anclarse definitivamente en la normalidad, si tal confesión no hubiese comportado la revelación de dos cosas que, por diversos motivos, consideraba precisamente inconfesables: la tragedia de su infancia y la misión en París. De manera oscura intuía que un nexo sutil unía estas dos cosas, aunque le habría resultado difícil decir con claridad en qué consistía este nexo. Por otra parte, se daba cuenta de que, entre las muchas normas, no había elegido la cristiana que prohíbe matar, sino otra bien distinta, política y reciente, a la que no repugnaba la sangre. En resumidas cuentas, no reconocía al cristianismo —tal como era representado por la Iglesia, con sus centenares de Papas, sus innumerables templos, sus santos y sus mártires— el poder de restituirlo a aquella comunión con los hombres que el asunto de Lino le había cerrado; poder que, por el contrario, y de una manera implícita, atribuía al corpulento ministro de la boca teñida de carmín, a su cínico secretario, a sus superiores del Servicio Secreto. Más que pensarlo, Marcello intuía todo esto de una manera oscura. Y ello intensificaba su melancolía, ya que se encontraba en la situación de aquel que ve sólo una vía de escape, pues las demás están cerradas, y tal vía no es de su agrado.

Pero era preciso decidirse, pensó mientras subía al tranvía que llevaba a Santa Mana Maggiore; era necesario escoger: o hacer una confesión completa, según las normas de la Iglesia, o bien limitarse a una confesión parcial, puramente formal, para complacer a Giulia. Aunque no fuese practicante ni creyente, se inclinaba por la primera alternativa, como si esperase, a través de la confesión, si no cambiar su destino, por lo menos confirmarse una vez más en él. Mientras corría el tranvía, debatió el problema con su acostumbrada seriedad, algo descolorida y pedante. Por lo que respectaba a Lino, se sentía más o menos tranquilo: sabría explicar el hecho tal como había sucedido en realidad, y el sacerdote, tras el acostumbrado examen y las recomendaciones de rigor, lo absolvería al fin. Mas para la misión, que, como él sabía muy bien, comportaba el engaño, la traición y, en última instancia, quizá incluso la muerte de un hombre, comprendía que era algo muy distinto, que todo cambiaba. En lo referente a su misión, el problema consistía no tanto en obtener su aprobación, cuanto en hablar de ella. Y no estaba muy seguro de que fuese capaz de hacerlo, ya que el hablar de dicha misión habría equivalido a abandonar una norma por otra; someter al juicio cristiano algo que hasta hoy había considerado del todo independiente; faltar a un compromiso implícito de silencio y de secreto. En resumidas cuentas, someter a dura prueba todo el laborioso edificio de su inserción en la normalidad. Pero también valía la pena intentar la prueba, por lo menos para convencerse una vez más —según pensó—, a través de una aprobación definitiva, de la solidez de este edificio.

Sin embargo, se dio cuenta de que consideraba estas alternativas sin excesiva emoción, con espíritu frío e inerte, casi como si se tratara de un espectador; como si en realidad hubiese hecho ya la elección y todo cuanto pudiese ocurrir en lo futuro estuviera ya purgado de antemano, no sabía cuándo ni cómo. Estaba tan poco preocupado por la duda que, al entrar en la amplia iglesia, llena de una penumbra, de silencio y de un frescor verdaderamente reconfortantes después de la luz, el ruido y el calor de la calle, se olvidó incluso de la confesión y empezó a dar vueltas por los desiertos pavimentos, de una nave a la otra, como un turista ocioso. Las iglesias le habían gustado siempre como puntos seguros en un mundo fluctuante: eran construcciones no casuales en las que en otros tiempos había encontrado una sólida y espléndida expresión lo que él iba buscando: un orden, una normalidad, una regla. Con mucha frecuencia, y casi de una manera instintiva, entraba en las iglesias, tan numerosas en Roma, y se sentaba en un banco, sin rezar, contemplando algo que —según pensaba— habría encajado en su caso si las condiciones hubiesen sido distintas. Lo que lo seducía de las iglesias no eran tanto las soluciones que proponían, y que no le era posible aceptar, cuanto un resultado que no podía por menos de apreciar y admirar. Le gustaban todas; pero cuanto más imponentes eran, cuanto más magníficas y, por tanto, más profanas, tanto más le agradaban. En estas iglesias, en que la religión se evaporaba en una mundanalidad majestuosa y ordenada, le parecía casi entrever el punto de tránsito de una creencia religiosa ingenua a una sociedad ya adulta que, sin embargo, no habría podido existir sin aquella creencia.

A aquella hora, la iglesia estaba desierta. Marcello llegó hasta bajo el altar, y luego, acercándose a una de las columnas de la nave de la derecha, contempló en perspectiva el pavimento, tratando de abolir su propia estatura y poner el ojo al nivel del suelo. ¡Cuán vasto era aquel pavimento visto así, en perspectiva, como podía verlo una hormiga! Era casi una inmensa llanura y daba una especie de vértigo. Luego levantó los ojos y la mirada, siguiendo el débil resplandor que la escasa luz arrancaba a la superficie convexa de los enormes fustes de mármol, y, saltando de columna en columna, su vista llegó hasta la puerta principal. En aquel momento entraba alguien que, al separar la cortina, daba paso a un chorro de luz cruda y blanca. ¡Cuán pequeña se veía, allá en el fondo de la iglesia, la figura del fiel que se asomaba al umbral! Marcello se dirigió a la parte posterior del altar y contempló los mosaicos del ábside. Detuvo su atención la figura de Cristo entre los cuatro santos. El que lo había representado de aquel modo —pensó— no tenía duda alguna respecto a lo que era normal o anormal. Bajó la cabeza y se dirigió lentamente hacia el confesonario, en la nave de la derecha. Ahora pensaba que era inútil lamentar no haber nacido en otros tiempos y en otras condiciones: él era lo que era precisamente porque sus tiempos y sus condiciones no eran ya los mismos que habían permitido la erección de aquella iglesia. Y ponía todo su empeño en la conciencia de esta realidad.

Se acercó al confesonario, enorme en proporción con la basílica, de oscura madera tallada, y llegó a tiempo de entrever al sacerdote que se sentaba en su interior, cerraba la cortinilla y se escondía; pero no vio su cara. Con un gesto habitual, antes de arrodillarse se tiró para arriba los pantalones sobre la rodilla, a fin de que no se arrugaran. Luego dijo en voz baja:

—Desearía confesarme.

De la otra parte, la voz del sacerdote, en tono tranquilo, pero franco y expeditivo, respondió que podía empezar. Era una voz cadenciosa, recia, de bajo profundo, de hombre maduro, con un fuerte acento meridional. Contra su voluntad, Marcello evocó una figura de fraile de cara enmarcada en negra barba, de espesas cejas, gruesa nariz y orejas y narices llenas de pelos. Un hombre —pensó— hecho del mismo material pesado y macizo que el confesonario, sin recelos ni sutilezas. Como había previsto, el sacerdote le preguntó cuánto tiempo hacía que no se confesaba y él le contestó que no se había confesado nunca, salvo en su infancia, y que ahora lo hacía porque había de casarse. Tras un momento de silencio, la voz del sacerdote dijo en tono algo indiferente, al otro lado de la rejilla:

—Has hecho muy mal, hijo mío. ¿Y qué edad tienes?

—Treinta años —respondió Marcello.

—Has vivido treinta años en el pecado —dijo el sacerdote con el tono de un contable que anuncia el pasivo de un balance. Y, tras un momento, añadió—: Has vivido treinta años como un animal y no como una criatura humana.

Marcello se mordió los labios. Ahora se daba cuenta de que la autoridad del confesor, expresada de aquella manera tan expeditiva y familiar de juzgar su caso aun antes de conocerlo en sus pormenores, le resultaba inaceptable e irritante. No es que le desagradase el sacerdote —tal vez un buen hombre que desempeñaba escrupulosamente su oficio—, ni el lugar, ni el rito. Pero, contrariamente a lo que le ocurría en el Ministerio, donde todo le disgustaba, pero donde la autoridad le parecía obvia e incontestable, aquí sentía un deseo instintivo de rebelarse. Sin embargo, dijo, haciendo un esfuerzo:

—He cometido toda clase de pecados, aun los más graves.

—¿Todos?

Marcello pensó: «ahora le diré que he matado, para ver qué efecto me causa decirlo». Titubeó, y luego, con un leve impulso, logró decir, con voz clara y firme:

—Sí, todos; incluso he matado.

El sacerdote exclamó inmediatamente con vivacidad, pero sin indignación ni sorpresa:

—¡Conque has matado y no has sentido la necesidad de confesarte!

Marcello pensó que era precisamente aquello lo que el sacerdote debía decir: nada de horror, nada de sorpresa; sólo una indignación reglamentaria por no haber confesado oportunamente un pecado tan grave. Y fue grato para el sacerdote, como lo habría sido para un comisario de Policía, el cual, ante aquella misma confesión, y sin perder el tiempo en comentarios, se habría apresurado a declararlo detenido. Todos debían desempeñar su papel —pensó—, pues sólo de esa forma podía durar el mundo. Sin embargo, entretanto se daba cuenta, una vez más, de que, al revelar su propia tragedia, no experimentaba ninguna sensación particular. Y se extrañó de esta indiferencia, tan en contraste con la profunda turbación experimentada poco antes, cuando la madre de Giulia anunció que hacía recibido la carta anónima. Dijo con voz sosegada:

—Maté cuando tenía trece años. Y lo hice para defenderme y casi sin quererlo.

—Explícame cómo ocurrió.

Rectificó algo su posición sobre las rodillas, que le dolían, y empezó su relato:

—Una mañana, al salir del colegio, un hombre se acercó a mí con un pretexto… Yo deseaba mucho por entonces tener una pistola; pero no de juguete, sino de verdad. Él me prometió que me la daría, y con esta promesa logró hacerme subir a su automóvil. Era el chófer de una extranjera y tenía el coche a su disposición todo el día, porque la señora estaba de viaje por el extranjero. Yo entonces lo ignoraba todo, y cuando me hizo ciertas proposiciones, no entendí ni siquiera de qué se trataba.

—¿Qué proposiciones?

—Proposiciones amorosas —respondió Marcello sobriamente—. Yo no sabía qué era el amor, ni qué era normal o anormal. Subí, pues, al coche, y él me llevó a la finca de la señora.

—¿Y qué pasó allí?

—Nada o casi nada… Al principio intentó algo, pero luego se arrepintió y me hizo prometerle que, a partir de entonces, no habría de hacerle caso, aunque me invitase de nuevo a subir al coche.

—¿Qué quieres decir con «casi nada»? ¿Te besó?

—No —dijo Marcello algo sorprendido—. Me cogió por la cintura, durante un momento, en un pasillo.

—Sigue.

—Sin embargo, había previsto que no sería capaz de olvidarme… y, en efecto, al día siguiente me esperaba de nuevo a la salida del colegio. Volvió a decirme que me daría la pistola, y yo, que deseaba mucho este objeto, me hice rogar un poco al principio y luego acepté subir al coche.

—¿Y adónde fuisteis?

—Como la vez anterior, a la finca, a su habitación.

—Y, ¿cómo se comportó esta vez?

—Estaba completamente cambiado —dijo Marcello—. Parecía fuera de sí. Me dijo que no me daría la pistola y que, por las buenas o por las malas, haría lo que él quisiera. Y mientras decía estas palabras, tenía la pistola en la mano. Luego me cogió por un brazo y me arrojó a la cama; al caer me golpeé la cabeza contra la pared. Entretanto, la pistola había caído sobre la cama, y él, que se había arrodillado junto a mí, me abrazaba y me oprimía las piernas. Entonces yo cogí la pistola, me levanté de la cama y di algunos pasos hacia atrás. Él gritó entonces abriendo los brazos: «¡Mátame, mátame como a un perro!» Entonces yo, casi obedeciéndole, disparé, y él cayó sobre la cama. Luego escapé y no supe nada más de él. Esto ocurrió hace ya muchos años. Y el otro día fui a examinar los periódicos de aquel tiempo y descubrí que el hombre había muerto aquella misma noche en el hospital.

Marcello había hecho su relato sin prisa, escogiendo cuidadosamente las palabras y pronunciándolas con precisión. Mientras hablaba, advertía que, como siempre, no sentía nada. Nada, aparte aquella sensación de tristeza gélida y distante que era habitual en él hiciera lo que hiciese o dijera lo que dijese. El sacerdote preguntó de pronto, sin hacer comentario alguno sobre el relato.

—¿Estás seguro de haber dicho toda la verdad?

—Sí, desde luego —respondió Marcello sorprendido.

—Tú sabes —prosiguió el sacerdote con repentina agitación— que si callas o deformas la verdad o una parte de la misma, la confesión no es válida y, además, cometes un grave sacrilegio. ¿Qué pasó en realidad entre tú y ese hombre la segunda vez?

—Pues… lo que he dicho.

—¿No hubo entre vosotros ninguna relación carnal? ¿No empleó la violencia contigo?

O sea —no pudo por menos de pensar Marcello—, que el matar era menos importante que el pecado de sodomía. Confirmó:

—Sólo hubo lo que he dicho.

—Se diría —continuó el sacerdote, inflexible— que mataste al hombre por vengarte de algo que te había hecho.

—No me había hecho absolutamente nada.

Abrióse un breve silencio, lleno, según le pareció, de una mal disimulada incredulidad.

—Y luego —preguntó de pronto el sacerdote de una manera totalmente inesperada—, ¿no has vuelto a tener más relaciones con hombres?

—No; mi vida sexual ha sido y sigue siendo completamente normal.

—¿Qué entiendes por vida sexual normal?

—En este sentido soy un hombre semejante a todos los demás. Tuve relaciones sexuales por primera vez con una mujer en un burdel, a los diecisiete años… A partir dé entonces, he tenido relaciones sólo con mujeres.

—¿Y a eso llamas tú vida sexual normal?

—Sí; ¿por qué?

—Pues, ¿no sabes que también esto es anormal, también esto es pecado? —dijo el sacerdote victoriosamente—. ¿No te lo han dicho nunca, pobre hijo mío? Lo normal es casarse, tener relaciones con la propia esposa, con objeto de traer al mundo la prole.

—Y eso es lo que me dispongo a hacer —dijo Marcello.

—¡Magnífico! Pero eso no basta. No puedes acercarte al altar con las manos manchadas de sangre.

«¡Por fin!», no pudo por menos de exclamar para sí Marcello, que por un momento casi había creído que el sacerdote se había olvidado del objeto principal de la confesión. Dijo lo más humildemente que pudo:

—Dígame lo que debo hacer.

—Debes arrepentirte —dijo el sacerdote—. Sólo con un arrepentimiento sincero y profundo puedes expiar el mal que has hecho.

—Ya me he arrepentido —dijo Marcello reflexivamente—. Si arrepentirse quiere decir desear vivamente no haber hecho ciertas cosas, no cabe duda de que me he arrepentido. —Habría querido añadir: «Pero este arrepentimiento no bastaba, no podía bastar»; mas se contuvo.

El sacerdote dijo apresuradamente:

—Es mi deber advertirte que si lo que me dices ahora no es verdad, mi absolución no tendrá valor alguno… ¿Sabes lo que te espera si me engañas?

—¿Qué?

—La condenación.

El sacerdote pronunció esta palabra con una particular satisfacción. Marcello buscó en su fantasía algo con lo que poder identificar aquella palabra, y no encontró nada: ni siquiera la vieja imagen de las llamas del infierno. Pero, al mismo tiempo, advirtió que la palabra estaba mucho más cargada de significado de lo que el sacerdote había pretendido darle. Y se estremeció pensativamente, casi como si hubiese comprendido que aquella condenación existía y que, con arrepentimiento o sin él, no estaba en poder del sacerdote el liberarlo de ella.

—Me he arrepentido sinceramente —repitió con amargura.

—¿Y no tienes nada más que decirme?

Antes de contestar, Marcello calló unos instantes. Ahora se daba cuenta de que había llegado el momento de hablar de su misión, la cual, como bien sabía, comportaba acciones condenables, más aún, condenadas ya de antemano por la norma cristiana. Había previsto este momento y, con razón, había atribuido la máxima importancia a su propia capacidad para revelar la misión. Entonces, con una sensación tranquila y triste de descubrimiento previsto, diose cuenta, puesto que apenas movía la boca para hablar, de que experimentaba una repugnancia invencible. No era aversión moral, ni vergüenza, ni, en resumidas cuentas, sentimiento alguno de culpa, sino algo completamente distinto, que no tenía nada que ver con el pecado. Era una especie de inhibición absoluta, dictada por una complicidad y por una fidelidad profundas. No debía hablar de su misión: eso era todo. Se lo pedía con autoridad aquella misma conciencia que había permanecido muda e inerte cuando él anunció al sacerdote: he matado. No del todo convencido, trató una vez más de hablar; pero sintió de nuevo, con un automatismo semejante al de una cerradura que salta si se gira la llave, que aquella repugnancia sujetaba su lengua, le impedía la palabra. Así, de nuevo, y con mucha mayor evidencia, le venía confirmada la fuerza de la autoridad representada, allá en el Ministerio, por el despreciable ministro y por su no menos despreciable secretario. Era una autoridad misteriosa, como todas las autoridades, la cual, según parecía, hundía las raíces en lo más profundo de su espíritu, mientras la Iglesia, aparentemente mucho más autorizada, sólo llegaba a la superficie. Entonces dijo, mintiendo por primera vez:

—¿Debo revelar a mi prometida, antes de casamos, cuanto le he explicado?

—¿No le has dicho nunca nada?

—No; sería la primera vez si se lo dijera.

—No veo la necesidad —dijo el sacerdote—. La turbarías inútilmente y pondrías en peligro la paz de tu familia.

—Tiene usted razón —repuso Marcello.

Siguió un nuevo silencio. Luego dijo el sacerdote en tono conclusivo, como si hiciera la última y definitiva pregunta:

—Y dime, hijo: ¿has formado alguna vez o formas parte actualmente de algún grupo o secta subversiva?

Marcello, que no esperaba aquella pregunta, enmudeció por un momento, desconcertado. Evidentemente —pensó—, el sacerdote hacía la pregunta por orden superior, al objeto de estar informados acerca de las tendencias políticas de sus fieles. Sin embargo, era significativo que la hiciese: Precisamente a él, que se acercaba a los ritos como a las ceremonias externas de una sociedad de la que deseaba formar parte, le pedía el sacerdote que no se pusiera contra esta sociedad. Era como decirle que no se pusiera contra sí mismo. Le habría gustado contestar: «No; formo parte precisamente de lo contrario: de un grupo que da caza a los elementos subversivos.» Pero rechazó aquella maligna tentación y dijo simplemente:

—En realidad, soy funcionario del Estado.

Esta respuesta debió de ser del agrado del sacerdote, porque, tras una breve pausa, dijo con calma:

—Ahora debes prometerme que rezarás. Pero no debes rezar un día, o un mes, o un año, sino toda la vida. Rezarás por tu alma y por la de aquel hombre. Y harás rezar a tu esposa y a tus hijos, si los llegas a tener. Sólo la oración puede atraer sobre ti la atención de Dios y conseguir para ti Su misericordia. ¿Has entendido? Y ahora, recógete y reza conmigo.

Marcello bajó mecánicamente la cabeza y oyó, al otro lado de la rejilla, la voz tranquila y presurosa del sacerdote, que rezaba una oración en latín. Luego, en tono más alto, el sacerdote, siempre en latín, pronunció la fórmula de la absolución. Y Marcello se levantó del confesonario.

Pero cuando pasaba frente a éste, se abrió la cortinilla y vio que el sacerdote le hacía señal de que se detuviera. Quedó sorprendido al comprobar que era en todo semejante a como se lo había imaginado: algo grueso, calvo, de frente espaciosa y saliente; de cejas pobladas, ojos redondos y castaños, serios, pero no inteligentes, y boca carnosa. Un cura rural —pensó—, un fraile mendicante. Entretanto, el sacerdote le alargó en silencio un librito delgado con una imagen, en colores, en la cubierta: la vida de san Ignacio de Loyola, para uso de la juventud católica.

—Gracias —dijo Marcello examinando el librito.

El sacerdote le hizo otra señal como para decirle «De nada» y corrió de nuevo la cortinilla. Marcello se dirigió hacia la puerta de entrada.

Pero, ya a punto de salir, abarcó con la mirada toda la iglesia, con sus dos hileras de columnas, el artesonado del techo, su desierto pavimento y su altar, y le pareció que daba el adiós definitivo a la imagen antigua y superviviente de un mundo como él lo deseaba y como ya no era posible que fuese. Una especie de espejismo al revés, erguido en un pasado irrevocable, del que lo alejaban cada vez más sus pasos. Luego separó la cortina y salió fuera, a la intensa luz del cielo sereno, hacia la plaza llena de la clamorosa chatarra de los tranvías, hacia el fondo vulgar de los edificios anónimos y de los establecimientos comerciales.