CAPÍTULO XI

La estancia en la que trabajaba Marcello en el Ministerio daba a un patio secundario: muy pequeña, de forma asimétrica, contenía sólo la mesa y un par de armarios. Estaba situada en el fondo de un pasillo ciego, lejos de las antesalas. Para ir a ella, Marcello utilizaba una escalera de servicio que daba a la parte trasera del edificio, a un callejón poco frecuentado. Una semana después de su regreso de París, Marcello se hallaba sentado a su mesa. Pese al fuerte calor, no se había quitado la chaqueta ni aflojado la corbata, como solían hacer muchos de sus colegas. Era en él casi un prurito no modificar en la oficina la compostura que adoptaba fuera. Vestido, pues, completamente y con un cuello de camisa alto y estrecho, empezó a examinar los periódicos italianos y extranjeros, antes de ponerse a trabajar. También aquella mañana, aunque hubiesen pasado ya seis días, su primera mirada fue para el crimen Quadri. Notó que las noticias y los títulos era muy reducidos, señal indudable de que las investigaciones no habían hecho progresos. Un par de periódicos franceses de izquierdas reconstruían, una vez más, la historia del delito, deteniéndose a interpretar ciertos pormenores más extraños o más significativos: Quadri, asesinado con arma blanca en medio de un bosque. Su mujer, por el contrario, muerta de tres balazos de pistola al borde de la carretera y arrastrada luego, ya muerta, junto a su marido. El coche, trasladado también al bosque y disimulado entre los matorrales. El cuidado puesto en esconder entre los árboles los cadáveres y el automóvil, lejos de la carretera, había impedido, durante dos días, que fuesen descubiertos. Los periódicos de izquierdas daban por seguro que los dos cónyuges habían sido asesinados por sicarios llegados expresamente de Italia. Por el contrario, algunos periódicos de derechas exponían, aunque en forma dubitativa, la tesis oficial de los periódicos italianos, o sea, que habrían sido asesinados por compañeros de antifascismo a causa de disensiones relativas a la manera de obrar en la guerra de España. Marcello dejó a un lado los periódicos y cogió una revista ilustrada francesa. Inmediatamente hirió su vista una fotografía publicada en segunda página y que formaba parte de todo un servicio periodístico sobre el delito. Llevaba este título: «La tragedia del bosque de Gevaudan», y debía de haber sido tomada en el momento del descubrimiento o poco después. Se veía en ella un soto con los troncos de los árboles erguidos y erizados de ramas, las manchas más claras del sol entre un árbol y otro, y en la tierra, hundidos en la alta hierba, casi inencontrables a primera vista en aquel confuso jugueteo de luces y de sombras del bosque, los dos muertos. Quadri estaba tendido boca arriba, y sólo se veían en él los hombros y la cabeza, y de ésta, únicamente el mentón, con la garganta atravesada por la línea negra de un corte. Por el contrario, de Lina, arrojada algo de través sobre el marido, se veía todo el cuerpo. Marcello dejó con calma en el borde del cenicero el cigarrillo encendido, cogió una lupa y examinó atentamente la fotografía. Aunque fuese gris, estuviese desfocada y, por añadidura, se viese poco clara debido a las manchas de sol y sombra proyectadas por el bosque, era reconocible en ella el cuerpo de Lina, sutil y hermoso a la vez, puro y sensual, bello y singular: los anchos hombros bajo la delicada nuca y el cuello ágil, el exuberante pecho por encima de la exigüidad de avispa de la cintura, la anchura de las caderas y la elegante longitud de las piernas. Tapaba a su marido con parte de su cuerpo y con el vestido, ampliamente extendido, y parecía como si quisiera hablarle al oído, vuelta de lado, con la cara enterrada en la hierba y la boca contra la mejilla de él. Marcello examinó largamente la fotografía con la lupa, tratando de estudiar todas sus sombras, todas sus líneas, todos sus pormenores. Le parecía como si aquella imagen, llena de una inmovilidad que iba más allá de la inmovilidad mecánica de la instantánea y llegaba hasta la definitiva de la muerte, respirase un aire de envidiable paz. Era una fotografía —pensó— llena de profundísimo silencio que debería haber seguido a la terrible y fulminante agonía. Unos momentos antes, todo había sido confusión, violencia, terror, odio, esperanza y desesperación; unos momentos después, todo había terminado y se había calmado. Recordó que los dos muertos habían permanecido largo tiempo en el bosque: casi dos días; e imaginó que el sol, tras haberlos caldeado durante muchas horas, atrayendo sobre ellos la zumbadora vida de los insectos, se había retirado lentamente, abandonándolos a las tinieblas silenciosas de la dulce noche estival. El rocío nocturno había llorado sobre sus mejillas; el suave viento había murmurado entre las ramas más altas y por entre los matorrales del bosque. Con el primer sol, las luces y las sombras del día anterior habían vuelto, como a una cita, a juguetear sobre las dos figuras extendidas e inmóviles. Alegrado por la frescura y por el puro esplendor de la mañana, un pájaro se había posado en una rama y había cantado. Una avispa había volado en torno a la cabeza de Lina, y una flor se había abierto sobre la inclinada frente de Quadri. Por ellos, tan silenciosos e inertes, habían hablado las locuaces aguas de los arroyuelos que serpenteaban por el bosque, se habían movido en torno los moradores de aquel lugar, las furtivas ardillas, los saltarines conejos silvestres. Y, entretanto, bajo ellos, la tierra, oprimida, había desposado lentamente, con el blando lecho de hierbas y de musgo, las formas rígidas de los cuerpos; se había preparado, atendiendo a su muda llamada, a recibirlos en su seno.

Se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta, dejó a un lado la revista y dijo que entraran. La puerta se abrió lentamente, y, por un momento, Marcello no vio a nadie. Luego, circunspecta, se asomó por la rendija la honrada, pacífica y ancha cara del agente Orlando.

—¿Puedo pasar, doctor? —preguntó el agente.

—Adelante, Orlando —dijo Marcello en tono oficial—. ¿Tiene algo que decirme? —Orlando entró, cerró la puerta y se acercó, mirando fijamente a Marcello. Entonces, por primera vez, Marcello notó que todo era bonachonería en aquel rostro afable y encendido, todo, excepto los ojos, que, pequeños y hundidos bajo la frente calva, brillaban de una manera singular. «¡Es extraño —pensó Marcello mientras lo miraba— que hasta ahora no me haya dado cuenta!» Hizo señal al agente para que se sentara, y éste obedeció sin decir palabra ni dejar de mirarlo con aquellos ojos brillantes—. ¿Un cigarrillo? —propuso Marcello empujando la caja hacia Orlando.

—Gracias, doctor —dijo el agente cogiendo un cigarrillo. Siguió un silencio. Luego, Orlando echó una bocanada de humo, miró un instante la punta encendida del cigarrillo y dijo—. ¿Sabe usted, doctor, cuál es el lado más curioso del asunto Quadri?

—No. ¿Cuál?

—Que no era necesario.

—¿Qué quiere usted decir?

—Pues que al regresar de la misión, inmediatamente después de haber cruzado la frontera, fui a ver a Gabrio en S., para informar. ¿Sabe usted lo primero que me dijo? «¿Ha recibido usted la contraorden?» Pregunté yo: «¿Qué contraorden?» «La contraorden —dijo él— de suspender la misión.» «¿Y por qué suspenderla?» «Pues porque de pronto, en Roma, han descubierto que en este momento sería útil un acercamiento a Francia, por lo cual creen que la misión podría comprometer las negociaciones.» Yo dije entonces: «A la hora de salir de París no había recibido ninguna contraorden. Se ve que la han expedido demasiado tarde. Sea como fuere, la misión está cumplida, como podrá usted ver en los periódicos de mañana por la mañana.» Al oír mis palabras, empezó a gritar: «¡Sois bestias, me habéis arruinado! ¡Esto puede echar a perder las relaciones franco-italianas en un momento tan delicado de la política internacional! ¡Sois unos delincuentes! ¿Y qué voy yo a decir ahora en Roma?» «Diga usted la verdad —respondí yo con calma—. Que la contraorden se envió demasiado tarde.» ¿Se da usted cuenta, doctor? Tanto trabajo, dos muertos, y ahora resulta que no sólo no era necesario, sino que incluso resultaba contraproducente. —Marcello no dijo nada. El agente aspiró otra bocanada de humo y luego pronunció, con el énfasis ingenuo y complacido del hombre inculto que gusta de llenarse la boca con palabras solemnes—: Fatalidad. —Abrióse un nuevo silencio. El agente prosiguió—: Pero es la última vez que acepto una misión semejante. La próxima vez, renuncio. Gabrio gritaba: «¡Sois bestias!» Pero esto tampoco es verdad, porque somos hombres, no bestias. —Marcello apagó el cigarrillo fumado hasta la mitad, y encendió otro. El agente continuó—. Es muy fácil decirlo, pero hay ciertas cosas que no son agradables…, por ejemplo, la que hizo Cirrincione.

—¿Quién es Cirrincione?

—Uno de los hombres que me acompañaban. Inmediatamente después del golpe, en aquella confusión, me volví casualmente y, ¿qué cree usted que vi? Pues a Cirrincione lamiendo el puñal. Le grité: «¿Qué haces? ¿Estás loco?» Y él me contestó: «La sangre de jorobado trae suerte.» ¿Se da usted cuenta, doctor? ¡Qué bárbaro! ¡Por poco le pego un tiro! —Marcello bajó los ojos y reordenó mecánicamente los papeles que había en la mesa. El agente movió la cabeza de manera deprecativa y prosiguió—: Pero lo que más me desagradó fue el caso de la señora, con la que no contaba para nada y que no debía morir… pero se puso delante de su marido, para protegerlo, y recibió en su lugar dos disparos de pistola. Él escapó al bosque, donde fue alcanzado, precisamente, por el bárbaro de Cirrincione. Ella vivía aún, y yo me vi obligado a darle el tiro de gracia. Era una mujer más valiente que muchos hombres. —Marcello levantó los ojos hacia el agente como para darle a entender que había acabado la visita. El agente comprendió y se puso de pie. Pero no se marchó en seguida. Apoyó ambas manos en la mesa y miró largamente a Marcello, con aquellos sus ojos brillantes, y luego, con el mismo énfasis con el que poco antes había pronunciado la palabra «fatalidad», dijo—: Todo por la familia y por la patria, doctor.

Entonces, de pronto, Marcello comprendió dónde había visto ya antes aquellos ojos tan brillantes e insólitos. Aquellos ojos tenían la misma expresión que los de su padre, encerrado ahora en la clínica para enfermos mentales. Dijo fríamente:

—Tal vez la patria no pedía tanto.

—Si no lo pedía —preguntó entonces Orlando inclinándose algo hacia él y levantando la voz—, ¿por qué nos lo han hecho hacer?

Marcello titubeó unos instantes y luego dijo, secamente:

—Usted, Orlando, ha cumplido con su deber, y eso debe bastarle. —Vio al agente, entre mortificado y aprobador, insinuar una ligera inclinación deferente. Entonces, tras un momento de silencio, y sin saber por qué, tal vez para disipar en cierta forma aquella angustia, tan semejante a la suya, añadió con dulzura—: ¿Tiene usted hijos, Orlando?

—Claro, doctor. ¡Nada menos que cinco! —El agente se sacó del bolsillo una gruesa cartera descosida, extrajo de ella una fotografía y se la alargó a Marcello, el cual la cogió y la miró. Se veían en ella, alineados por orden de estatura, cinco hijos, de entre trece y seis años, tres varones y dos hembras, todos vestidos con ropa de fiesta: las niñas, de blanco; los niños, de marineros. Los cinco —como observó Marcello— tenían caras redondas, pacificas, serias, muy semejantes a la de su padre—. Están en el pueblo con su madre —dijo el agente recogiendo la fotografía que le alargaba Marcello—. La mayor trabaja ya de modista.

—Son guapos y se parecen a usted —dijo Marcello.

—Gracias, doctor… Entonces, hasta la vista, doctor. —El agente, algo más animado, hizo un par de inclinaciones mientras se retiraba caminando hacia atrás. En aquel momento se abrió la puerta, y Giulia apareció en el umbral—. Le repito, doctor, hasta la vista —el agente se hizo a un lado para dejar paso a Giulia y desapareció. Giulia se acercó y dijo inmediatamente:

—Pasaba por aquí debajo y he pensado que no estaría mal hacerte una visita. ¿Cómo estás?

—Muy bien —dijo Marcello.

De pie ante la mesa, ella lo miró indecisa, perpleja, aprensiva.

Por fin, dijo:

—¿No crees que trabajas demasiado?

—No —respondió Marcello echando una mirada, como de pasada, a la ventana abierta—. ¿Por qué?

—Tienes aspecto de cansado. —Giulia dio la vuelta a la mesa, y durante unos momentos permaneció de pie, apoyada en un brazo del sillón, mirando los periódicos esparcidos por la mesa. Luego preguntó—: ¿Hay algo de nuevo?

—¿Sobre qué?

—Sobre el asunto de Quadri. ¿Dicen algo de nuevo los periódicos?

—No, nada.

Tras un momento de silencio, dijo ella:

—Cada vez estoy más convencida de que lo han matado hombres de su partido. ¿Qué opinas tú?

Era la versión oficial del delito, provista a los periódicos italianos por las oficinas de propaganda la mañana misma en que la noticia había llegado de París. Como notó Marcello, Giulia había aludido a ella con una especie de buena voluntad, como si esperase convencerse a sí misma. Respondió secamente:

—No sé… Puede ser.

—Yo estoy convencida de ello —repitió con resolución. Y luego, tras un momento de titubeo, añadió ingenuamente—: A veces pienso que si aquella noche, en aquel local nocturno, no hubiese tratado tan mal a la mujer de Quadri, ella habría permanecido en París y no habría muerto. Y me viene como un remordimiento… Pero, ¿qué podía hacer? La culpa fue de ella, que no me dejaba en paz ni un solo instante.

Marcello se preguntó si Giulia no sospecharía algo del papel desempeñado por él en la muerte de Quadri, y luego, tras una breve reflexión, excluyó esta idea. Ningún amor —pensó— habría resistido a semejante descubrimiento. Giulia decía la verdad; sentía remordimiento por la muerte de Lina, porque, aun cuando fuese inocente por completo, había sido la causa indirecta de la misma. Quiso tranquilizarla, pero no supo encontrar nada mejor que la palabra pronunciada antes con tanto énfasis por Orlando:

—No has de tener remordimiento —dijo rodeándole la cintura con un brazo y atrayéndola hacia sí—, ha sido la fatalidad.

Ella respondió, acariciándole ligeramente la cabeza:

—Yo no creo en la fatalidad. Lo que pasa es que te quiero mucho. Si no te hubiese amado, quizá no la habría tratado tan mal, y ella no se habría marchado ni habría muerto. ¿Qué hay de fatal en todo esto?

Marcello recordó a Lino, causa primaria de todas las vicisitudes de su vida, y explicó, reflexivamente:

—Cuando se dice fatalidad, se dicen precisamente todas esas cosas: el amor y lo demás… Tú no podías dejar de proceder como procediste, y ella no podía dejar de partir con su marido.

—Entonces, ¿nosotros no podemos hacer nada? —preguntó Giulia con voz de ausente, mirando los papeles esparcidos por la mesa.

Marcello titubeó, para replicar, al fin, con profunda amargura:

—Sí, podemos saber que no podemos hacer nada.

—¿Y para qué sirve?

—Para nosotros, la próxima vez…, o para los otros, después de nosotros.

Ella se separó de él con un suspiro y se dirigió a la puerta.

—No tardes hoy mucho —dijo ya en el umbral—; mamá ha preparado una buena comida. Y acuérdate de no comprometerte con nadie para esta tarde. Hemos de ir a ver los pisos. —Le hizo una señal de despedida y desapareció.

Al quedar solo, Marcello cogió unas tijeras, recortó con cuidado las fotografías de la revista francesa, las metió en un cajón junto con otros papeles y lo cerró con llave. En aquel momento, desde el cielo incandescente bajó hasta el patio el lacerante aullido de la sirena del mediodía. Inmediatamente después empezaron a sonar las campanas, cercanas y lejanas, de las iglesias.